Capítulo 21
D
esde la muerte de Gerhard Berger meses atrás, el embajador Dieter Waisel se sentía intranquilo. No conciliaba el sueño, por más que había sido cuidadoso en la elaboración de los informes que había enviado a Schmidt y Kaltenbrunner.
Un pescador había encontrado el cuerpo de Berger entre las rocas de Malabata. Lo primero que hizo Waisel fue tratar de reconstruir las últimas horas del agente con el fin de hallar alguna pista. Preguntó en la casa donde había alquilado una habitación, propiedad de un alemán que simpatizaba con el Tercer Reich y que poseía un taller mecánico. En un principio, el alemán no le aportó ningún dato relevante; ese día Berger había salido como de costumbre, muy temprano.
Waisel le interrogó por sus hábitos.
—Era un joven discreto; no hablaba mucho, apenas saludaba al llegar a mi casa dándonos las buenas noches. Pagó por adelantado el hospedaje, en francos franceses. Nunca le vi en compañía de otra persona, señor cónsul.
—¿Algún dato nuevo? Cualquiera, por pequeño que sea.
El alemán recordó algo.
—Bueno, hace unos días llegó a mi casa algo tarde, sobre las cuatro de la madrugada; yo no lo oí, pero mi esposa duerme mal y sí lo hizo. Le pareció que el joven Berger llegaba algo bebido, pues se tropezó con un par de muebles del pasillo antes de entrar en su habitación. Sí, es verdad, ahora recuerdo que al día siguiente tenía unas ojeras bastante pronunciadas, como de haber pasado una noche de juerga —dijo levantando los hombros.
Dieter Waisel musitó.
—Una noche de juerga, me gustaría saber dónde...
—¿Quién lo sabe? Hay tantos lugares en Tánger para eso... —respondió su compatriota guiñándole el ojo.
Al saberlo, Waisel comunicó esta novedad a Berlín. Además, un subalterno del consulado de apellido Loring se había ocupado de registrar la habitación de Berger sin encontrar nada relevante, solo sus escasas pertenencias, algo de ropa y dos pares de zapatos. Carecía de pasaporte, pues Waisel se lo había guardado en la caja fuerte del consulado.
La frase referida a la posibilidad de una caída fortuita por el acantilado, deslizada en el informe, había sido sugerida por Loring. Waisel no sospechó que pudiera sentar tan mal en la Oficina de Seguridad del Tercer Reich.
Después de la última reunión con Kaltenbrunner, Karl Schmidt lo llamó por teléfono.
—El oberstleutnant está intranquilo por la forma en que se están haciendo las cosas en Tánger; está enfadado, mucho —observó Schmidt en un tono severo.
El rostro de Waisel se ensombreció.
—Lo comprendo, aunque creo que cumplí con mi deber. Ordené a Berger que se limitase al seguimiento de Stanley Mortimer. No sé lo que le pudo pasar.
Schmidt dejó que transcurrieran un par de segundos.
—Berger no debió emborracharse. Quién sabe la clase de compañías que tuvo esa noche, en una plaza como Tánger, llena de enemigos. El comportamiento del agente era responsabilidad suya, Waisel. Esas eran las instrucciones y no se han cumplido.
El cónsul trató de defenderse.
—Bueno, camarada, también se me ordenó que el agente no se alojara en el consulado. De haberlo hecho, le aseguro que no se habría escapado esa noche.
—Estamos en guerra, cónsul. Alemania exige casi perfección en el ejercicio de nuestros deberes. Mire el ejemplo del Führer. No están bien vistas las conductas negligentes.
—Lo siento de verdad, camarada Schmidt.
El jefe de operaciones decidió presionarlo.
—Estoy preocupado por usted, Waisel, este asunto debe enderezarse lo antes posible. De lo contrario, no sé, Kaltenbrunner es un oficial muy exigente. No hace falta que le mencione su influencia en la Cancillería.
—No, desde luego que no. Trataré de arreglar este asunto, Schmidt. Solo le pido algo de tiempo.
—Bien, eso está mejor, camarada. Otra cuestión. En los dos informes que nos envió Berger antes de morir, se menciona a una serie de personajes de Tánger a los que vio en compañía de Stanley. Un zapatero de origen vasco y una mujer, propietaria de un prostíbulo; el Chez Madeleine, creo que se llama. ¡Oiga!, ¡ahora que caigo!, ¿no podría ser que la noche en que Berger se emborrachó pasara la noche en ese bar? No sé, era un hombre joven y estaba alejado de su familia...
Waisel apreció la insinuación.
—Bien pensado, camarada, es una posibilidad. Me pondré a trabajar en esa pista de manera inmediata.
Schmidt trabajaba en inteligencia desde hacía muchos años. Su ascenso a la jefatura de operaciones especiales de la Oficina de Seguridad venía precedido por numerosos éxitos, la mayoría de ellos fuera de Alemania.
—Waisel, usted dispone de la fotografía de Berger. No le será difícil enviar a una persona de su confianza a ese bar a preguntar por nuestro agente. Puede que alguno de los empleados le dé alguna noticia; a cambio de una buena propina, claro está.
—Seguiré sus instrucciones, camarada Schmidt.
—Bien, eso será suficiente por el momento. Le insisto, Waisel, el oberstleutnant está irritado con este asunto. Llámeme a cualquier hora y pídame los medios necesarios, elaboraremos un plan para acabar con ese Stanley. Ahora mismo no es tan importante saber quiénes acabaron con Berger ni cómo lo hicieron, aunque ambos hechos estén relacionados, con toda seguridad.
Los dos oficiales del Tercer Reich dieron por terminada la conversación telefónica. Dieter Waisel, que se hallaba en su despacho, la repasó en su cabeza tras colgar el auricular. Conocía cómo trabajaba la Gestapo. No tenía amigos influyentes, así que cualquier rabieta de Kaltenbrunner podía hacerle perder su puesto. Era evidente que debía reaccionar lo antes posible.
Waisel decidió llamar a Ramírez de Arellano y lo invitó a comer.
El cónsul de España se hallaba en su oficina. El tono de voz autoritario que caracterizaba a su colega alemán había desaparecido. Le pareció sospechoso. Quedaron en verse en un reservado del Hotel Minzah al cabo de una hora.
Una vez en el restaurante, Waisel no disimuló su preocupación.
—Querido colega, ¿recuerda el cadáver de un alemán encontrado hace unos meses en Malabata?
—Sí, claro que sí, mis hombres levantaron el oportuno informe, como era nuestra obligación.
—Bien, no me pregunte detalles, pero le confiaré un secreto: ese hombre era uno de los nuestros, un agente.
Ramírez de Arellano no se sorprendió.
—Pensé en eso, sobre todo por su fisonomía, o lo que quedaba de ella mejor dicho. Lo lamento. ¿Se sabe algo?
—No puedo hacerle partícipe de la información que poseo, colega, pero necesito su ayuda.
El cónsul español pensó en el acuerdo que había alcanzado con su colega alemán poco tiempo atrás, en los bajos del consulado de Alemania, y se sintió complacido. Ahora era él quién se hallaba en disposición de devolver el favor a Waisel. La inquietud del cónsul alemán se reflejaba en su rostro. El asunto debía de ser grave.
—Querido colega, me tiene a su disposición. ¿Qué puedo hacer por usted? —expresó el español.
—Gracias, por el momento nada. Tengo que reflexionar bien acerca de mis movimientos. Solo una cosa, ¿sabe algo de un tipo que se llama o se hace llamar Jorge Cruceta y tiene una zapatería en la calle Cheratins? Es vasco, por lo que sabemos.
Ramírez de Arellano hizo memoria.
—Sí, he oído hablar de él, vende alpargatas. No sé más. En Tánger viven miles de españoles. ¿Por qué? ¿Existe alguna sospecha sobre él?
—Si puede preguntar en Madrid por él, se lo agradeceré.
—Bien, lo haré, aunque no le puedo garantizar rapidez. El protocolo me obliga a enviar un oficio razonando la investigación y, por lo que usted me cuenta, no disponemos de muchos datos, solo que se apellida Cruceta y regenta una zapatería, y que puede ser vasco. Trataré de acelerarlo, cuente con ello, amigo Dieter.
Al pronunciar estas palabras, Ramírez de Arellano reparó en que era la primera vez que se dirigía a su colega alemán como amigo y por su nombre.
Esa misma tarde el cónsul alemán llamó a Gross, su hombre de confianza en el consulado. Era un sajón de casi cien kilos de peso y cincuenta años, con la cabeza como una bola de billar y cuello inexistente. Lo había acompañado en su anterior destino. En su juventud fue cocinero y mantenía esa afición en el consulado. De vez en cuando, Waisel le pedía que preparase algunos platos típicos de su región, como el kalter hund, un postre por el que sentía predilección.
—Gross, tengo una misión para ti; tienes que esmerarte, pues de ello depende que sigamos aquí, en Tánger —le confió.
El sajón abrió las manos.
—Se trata de que indagues en varios prostíbulos de la ciudad sobre Berger, el compatriota que apareció muerto hace unos meses en Malabata. Te facilitaré su fotografía, la del pasaporte, y deberás preguntar a las chicas y a los empleados. En primer lugar, en Chez Madeleine. ¿Lo conoces?
Gross lo conocía, aunque no era cliente asiduo, pues prefería el Parade o el Chat Noir.
—Sí, señor cónsul, he estado una vez.
—Tu misión será averiguar si Berger estuvo allí antes de aparecer muerto, con quién estuvo y hasta qué hora. También, si alternó en la barra del bar con otros clientes. Te daré el dinero suficiente para obtener la información. Insisto en que es muy importante.
—Sí, señor cónsul.
Pasados dos días desde esta conversación, Gross se dispuso a cumplir el encargo. Llegó en primer lugar a Chez Madeleine, como Waisel le había ordenado. Se sentó en la barra y curioseó. El club estaba medio vacío; era temprano. Gross observó que la dueña no estaba presente. Esa circunstancia le alegró.
Bruna le sirvió una cerveza.
—Nuevo por aquí, no te recuerdo... —le espetó.
—Sí, tomando un par de cervezas —respondió con desgana.
Gross prefirió no hablar mucho porque suponía que la encargada de la barra sería de absoluta confianza para la dueña. Si algo advertía Bruna con precisión eran los clientes que no deseaban charlar con ella.
—Aquí está su cerveza.
Pasaron unos minutos y él seguía en la barra. Poco a poco, los clientes habituales del establecimiento iban llegando. Bruna los saludaba por su nombre y les servía su trago favorito.
Gross tenía claro que solo podría cumplir su misión si estaba a solas con una chica, de modo que observó con modales de cazador a las que se paseaban de un lado a otro o a las que permanecían sentadas en una estancia contigua. Desde la barra podía contemplar casi toda la planta baja de Chez Madeleine. Había estado solo una vez en ese lugar, y de eso hacía casi dos años, por lo que era probable que nadie lo reconociese. Waisel había preparado con él algunos detalles:
—Tánger es pequeño y llamas la atención, amigo Gross. Si alguien te pregunta si trabajas para el consulado de nuestro país, responde que sí. Una mentira descarada haría saltar las alarmas.
Por fortuna para él, no ocurrió nada de eso. Dos cervezas después de su llegada, decidió elegir a una de las chicas con el fin de proponerle subir a la planta de arriba. Escogió a Colette, una francesa de unos treinta años, rubia y de ojos verdes. Una vez en la habitación, Gross se desnudó con calma y se echó en la cama. Se besaron con ganas y la francesa inició una felación. Gross era un hombre de excitación veloz y ejecución rápida, por lo que a los quince minutos de haber empezado podía darse por concluida la sesión. Colette empezó a asearse y Gross a vestirse. Ella pidió sus honorarios y él la sorprendió con una buena propina, la misma cantidad que cobraba por el servicio. Ella lo miró con asombro.
—¡Vaya! ¡Qué generoso eres!
—Te has portado muy bien y, sí, digamos que me sobra el dinero —alardeó Gross.
—¿Te sobra? Bueno, pues esa es una buena noticia, me tienes aquí siempre que quieras.
El cónsul Waisel y Gross habían preparado ese momento.
—¿Y solo trabajas aquí? Quiero decir, ¿no trabajas en tu casa? Me gusta la intimidad.
Colette reaccionó.
—Claro que sí, para los buenos clientes siempre dispongo de tiempo, sobre todo al mediodía. Vivo en el Marshan.
—¿Vives sola?
—Sí, en el altillo de una casa de dos pisos con entrada independiente.
—¿Te puedo visitar mañana al mediodía?
—Caramba, qué prisas... Sí, puedes hacerlo aunque...
—Te escucho...—observó él.
—Prefiero que nadie en Chez Madeleine sepa que me visitas.
—Nadie lo sabrá; descuida, mon amour.
Gross llegó puntual a la cita. Llevaba en la mano una docena de pasteles y una botella de vino blanco francés. Colette lo recibió con una sonrisa. A la hora de pagar, Gross volvió a ser el hombre generoso del día anterior y depositó encima de la mesa del comedor el doble de lo que la chica le había solicitado.
—Veo que te sigue sobrando el dinero, amigo mío.
Él decidió que había llegado el momento.
—Y te daré cuatro veces más si me haces un favor, pequeña mía.
Colette se extrañó.
—¿Cuatro veces más? ¿De qué favor se trata?
El alemán sacó la fotografía de Berger y se la enseñó.
—Mira con atención, ¿conoces a este hombre?, ¿lo has visto en Chez Madeleine?
Colette lo reconoció. Era el cliente del incidente por el que la griega Artemisa había dejado de trabajar en el meublé. Lo recordaba. Con la excusa de hacer trabajar su memoria reflexionó unos segundos mientras miraba de cerca la fotografía. Ahora se explicaba lo de las buenas propinas. Algo se ocultaba detrás del retrato de ese joven para que hubiese tanto dinero de por medio. Decidió que, fuese lo que fuese, debía apartarse del asunto de inmediato.
—No lo conozco, no lo he visto en mi vida —dijo.
—¿Estás segura? Mira que mi cartera está llena de billetes —dijo Gross.
—Segura, amigo mío. No me suena de nada.
Gross abandonó el apartamento de Colette. Se dirigió hacia su vivienda con el semblante entristecido, a pesar de haber disfrutado del revolcón. Eran las cuatro de la tarde y, de repente, se dio de bruces con Stanley Mortimer que bajaba por la calle Fez. Él lo conocía de sobra a causa de los actos consulares. Stanley pareció reconocerlo pero no lo saludó.
Helmut Gross estaba soltero y vivía en un apartamento de reducido tamaño junto al consulado de su país. Los sábados por la noche solía salir a tomar unas copas junto a Thomas, un cocinero del Hotel Continental nacido en Austria. La ilusión de este era regresar a Alemania con sus ahorros y trabajar para el Tercer Reich. Tenía unos sesenta años y lamentaba que su edad le impidiese luchar en un frente.
Ambos habían llegado a intimar, y Gross le contó que estaba pasando por un mal momento.
—Mi cónsul está de mal humor, las cosas no le están saliendo bien. Y todo por ese maldito Stanley, el secretario americano, y por la dueña de Chez Madeleine... —se lamentó uno de esos sábados.
Estaban en el Número Cinco, un prostíbulo de categoría inferior, y habían despachado unas cuantas cervezas cada uno.
—¿Madeleine?, a esa la conozco —afirmó Thomas.
—¿De qué la conoces?, ¿de su bar?
—No, en su bar solo estuve una vez, sus chicas son muy caras para mi bolsillo. La conozco porque vive en un apartamento encima del hotel donde trabajo. Si tiene un compromiso especial, nos encarga la cena y se la subimos. Luego dice que lo ha cocinado ella, según creo. De hecho, creo que en las próximas semanas da una fiesta. Nos lo advirtió hace unos días.
—¿Y cómo es? ¿Simpática?
—Sí, bastante, y deja buenas propinas.
—¿Conoces a sus invitados habituales?
—No, yo solo le hago la cena, luego un botones se la sube. No he estado en su apartamento.
El lunes siguiente, una vez en el consulado, Gross comentó esta conversación con su cónsul. Este lo anotó en un papel y lo incluyó en el informe que debía enviar a Berlín ese mismo día. Recordó que Schmidt le había insistido en anotar cada detalle, por insignificante que pareciera.
En Berlín, Karl Schmidt leyó este último mensaje de Waisel con atención. «Así que esa mujer celebra cenas en su apartamento con sus amigos —meditó—. ¿Por qué no ha de acudir a una de ellas el secretario de la legación de los Estados Unidos de América, Stanley Mortimer?» Dio un par de vueltas al asunto antes de discutirlo con su jefe. Por fin se atrevió a hacerlo.
Ernst Kaltenbrunner lo felicitó.
—¡Magnífico!, Schmidt, esas son las pistas que debemos seguir. Diga a Waisel que ponga a su ayudante a trabajar en eso. ¿Y dice que ese cocinero es afín al nacionalsocialismo?
Schmidt se cubrió.
—Eso consta en el informe del cónsul, oberstleutnant.
—Mande llamar al doctor Henkel. Que venga de forma inmediata —ordenó Kaltenbrunner.
Fritz Henkel estaba al frente del departamento de química de la Oficina de Seguridad del Tercer Reich. Despachaba con Kaltenbrunner.
—Henkel, dígame, ¿en cuánto tiempo tendría disponible un veneno mortífero para introducirlo en un plato de comida?
Fritz Henkel respondió con seguridad.
—Ese producto ya lo tenemos, oberstleutnant, se denomina K—737.
Kaltenbrunner estaba excitado.
—¿Puede ser trasladado sin perder sus propiedades?
—Así es, al menos durante unas semanas si viaja en las cápsulas adecuadas.
—¿Produce algún olor que pueda hacer sospechar al comensal que lo va a ingerir?
—No si se revuelve en una sopa o en una salsa.
—Por último, ¿Fritz, se conoce algún antídoto contra el mismo?
—No, solo nosotros lo estamos investigando y no lo hemos conseguido del todo. Quien lo ingiere fallece en cuestión de unas horas —dijo con seguridad el químico.
El oberstleutnant se levantó de su butaca y dio unas cuantas vueltas por su despacho.
—Prepare seis cápsulas, Fritz, muchas gracias.
Henkel se cuadró y se retiró después del preceptivo «Heil Hitler» dejando de nuevo a solas a Kaltenbrunner y Schmidt.
—Bien, Schmidt, según los datos que acabamos de recibir de Tánger, cabe la posibilidad de que Stanley Mortimer sea uno de los invitados a la próxima cena de esa mujer, Madeleine Didier. Se les ha visto juntos en varias ocasiones. Está comprobado que son buenos amigos —indicó Kaltenbrunner.
»El plan será sencillo de ejecutar, siempre que Waisel no falle. Si contamos con la fecha de la cena, y eso nos lo facilitará el cocinero, solo hace falta apostar a uno de nuestros hombres en las inmediaciones del domicilio de esa mujer. Si ve entrar a Stanley Mortimer, el cocinero diluirá “la sorpresa” en una salsa, o en una sopa, minutos antes de que se sirva la cena. Insisto, siempre que se pueda comprobar que Stanley acude a la cena. Que Waisel ofrezca al cocinero la evacuación inmediata a Berlín, o al lugar que prefiera de Alemania. Tendrá nuestro agradecimiento, una recompensa adecuada y el destino que elija —agregó.
—Un plan minucioso y brillante, cómo se nota que es usted un ajedrecista experimentado —le halagó Schmidt.
Ernst Kaltenbrunner se quedó pensativo. El asesinato mediante envenenamiento se estaba convirtiendo en uno de sus métodos predilectos.
Por esos días, y siempre con el doctor Henkel como asesor científico, venía ultimando un plan para envenenar a los pilotos ingleses que se alojaban en la base aérea de Duxford, en Inglaterra, una de las más importantes de la Royal Air Force. El plan consistía en intervenir en la red general subterránea de suministro de agua, en las cercanías del aeródromo. Por medio de un mecánico de vuelo capturado con vida en Francia, sabían que los pilotos se levantaban a las cinco y media en punto. Con igual puntualidad desayunaban a las seis de la mañana. El agua con que elaboraban el café y el té hervía en las cocinas generales en esa media hora. Un comando alemán compuesto por ingenieros debía intervenir en las tuberías a unos kilómetros de la base, ubicada fuera de la ciudad. Los ingenieros mediante una derivación introducirían el veneno; este correría por las cañerías. La operación había sido ensayada en Alemania y tardaría apenas treinta segundos. El tiempo que dejaría de correr agua sería casi inapreciable. En el caso de que algún empleado de la cocina lo advirtiese, lo achacaría a la antigüedad de las conducciones, no a un sabotaje.
Fritz Henkel aseguró a Kaltenbrunner que sus laboratorios, gracias a las recientes investigaciones dirigidas por él mismo para la Gestapo, habían obtenido una sustancia mortífera, incolora e inodora.
Henkel probó el veneno en unas condiciones de ebullición más altas de los 100 °C habituales. Llegó hasta los 150 °C. Unos meses antes, una docena de bonobos de gran peso fueron transportados a Alemania desde África central con el fin de servir a sus experimentos.
Henkel no podía disimular su entusiasmo. Los bonobos reaccionaron con convulsiones y espasmos y en un par de minutos habían fallecido. Realizó una segunda prueba con perros mastines de cien kilos de peso. Los tuvo sedientos durante tres días y les mezcló la sustancia en su habitual recipiente para el agua. Se desplomaron en cuestión de minutos.
Por fin, presentó el resultado de las pruebas a Kaltenbrunner. Este se mostró entusiasmado. Si las cosas marchaban como el oberstleutnant esperaba, muchos de los expertos de la RAF del aeródromo de Duxford quedarían neutralizados para siempre. El jefe de la Oficina de Seguridad del Tercer Reich lo bautizó como HK-I, en honor de su inventor.
Del éxito de esta primera prueba en Duxford dependía la extensión del sabotaje a las cañerías de otras bases, y también de algunas ciudades.
Kaltenbrunner había ordenado a sus agentes en el Reino Unido que estudiasen con detenimiento la red de suministro de agua y levantasen planos de los lugares desde donde podrían ejecutarse los sabotajes. Estaba seguro de que unos cuantos éxitos de esta naturaleza provocarían tal espanto en la población británica que ni los enérgicos y patrióticos discursos de Winston Churchill conseguirían contrarrestarlo.
Aún no había presentado el plan al Führer. Ardía en deseos de hacerlo, pero antes quería estar seguro de su eficacia, por lo que no lo presentaría hasta después de haberlo probado con éxito en la base aérea de Duxford. Exigió a Schmidt y a Henkel secreto absoluto. De ninguna manera quería que otro alto cargo del régimen le robara ese honor.
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