Capítulo 15

 

T

ras los acontecimientos posteriores a la fiesta de Madeleine, Martín había pasado toda la noche en vela. Se debatía entre la euforia y el remordimiento. Su mente recreaba una y otra vez los momentos de pasión amorosa, el olor de Joan, el tacto de su piel... aquellas sensaciones que nunca antes había experimentado. Por vez primera entendió por qué la humanidad pecaba, hacía acto de contrición y volvía a caer sin remisión.

Durante las siguientes semanas, se vieron de nuevo a solas en contadas ocasiones, siempre en casa de la norteamericana y a unas horas discretas. Y, aunque recibiese algún chasco por parte de Joan —quien tenía pendiente una explicación a Martín sobre sus entrevistas con Jean-Claude—, el joven sacerdote se enamoró.

Prefirió no expresar sus emociones, pues, a pesar de su escaso conocimiento de las mujeres, intuía que Joan necesitaba más tiempo. Ella nunca hablaba de su matrimonio y en cambio sí defendía con pasión su libertad. Joan sentía la necesidad de dejar las cosas claras; le gustaba Martín, mucho, pero, a su juicio, el hombre era demasiado intenso, se entregaba sin reservas, con la inocencia del primer amor, y ella no sabía muy bien cómo debía actuar. Notaba el malestar del hombre cada vez que mencionaba un encuentro casual o una simple charla con Arrieta o con el mismo Stanley, de modo que, cuando creyó que era el momento oportuno, Joan se lo soltó a bocajarro:

—Martín, la noche de la fiesta me preguntaste sobre un argentino. Te lo diré una vez: no me gustan las escenas de celos. De nadie. Y Jean-Claude solo es un amigo, uno más, no representa nada para mí —le dijo—. Y voy a seguir viéndolo, a él o a cualquier persona cuya compañía me resulte agradable.

—Perdona, no quería incomodarte, lo entiendo —se disculpó él, disimulando su inseguridad.

Durante las fiestas navideñas, el sacerdote evitó a Joan; se sentía incapaz de cumplir con los oficios navideños y compartir la intimidad festiva con el obispo sin sentirse hipócrita y culpable. Tampoco Joan parecía predispuesta a ello. A primeros de diciembre Estados Unidos había entrado en la guerra y su papel activo como informadora comenzó a cobrar una mayor relevancia.

Una vez avanzado el invierno, la atracción entre ambos creció y se intensificó, y arrastró a Martín como un vendaval.

Una noche, Martín se dejó ir. Estaba harto de soledad, saturado de angustia y remordimientos; necesitaba dormir junto al cuerpo cálido de Joan, sentir su suave y a la vez dominante presencia, permanecer a su lado durante horas en lugar de salir de su apartamento como un furtivo.

De regreso a casa, preocupado por la hora, se encontró a Lègrand, que acababa de cerrar el Adieu.

Los dos hombres caminaron casi en silencio hasta detenerse en el bulevar Pasteur. La mañana era fría y los tangerinos más madrugadores, cargados de mercancías, tomaban el camino de la Medina. El almuecín de la Gran Mezquita llamaba a la primera oración del día.

La brisa empezaba a despejar a ambos. A pesar de los escasos puntos que tenían en común y su apenas esbozada amistad, Martín sintió que podía desahogarse con el francés y no tardó en confiarle sus desvelos.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Lègrand a su acompañante.

—No lo sé. ¿Qué puedo hacer?

—Supongo que si hay reglas para entrar en la Iglesia, también las habrá para salir —repuso con cierta lógica.

—No lo sé, nunca me he preocupado de saberlo.

—Yo solo soy un marinero, un ignorante, no comprendo por qué tienes que renunciar a las mujeres. Podemos ser amigos —lo tranquilizó.

Martín detuvo sus pasos.

—Gracias, necesitaré ayuda.

Ambos se miraron y sonrieron.

Se habían caído bien y Lègrand estaba ansioso por ayudarlo, aunque todavía no sabía cómo podría hacerlo, pues sus circunstancias eran muy diferentes. Martín era lo más alejado de los matones de tres al cuarto con los que trababa relación en el Adieu. En él sí se podía confiar, y eso, en una ciudad como Tánger no solía ocurrir.

Lègrand no era mucho mejor que los contrabandistas con quienes se relacionaba. Se prestaba a cualquier negocio con tal de ganar unas pesetas, unos francos o unas libras. Personas como Martín, ingenuas y transparentes, inocentes y atormentadas, le despertaban un sentimiento de protección que lo colmaba de orgullo.

Invitó al vasco a desayunar en la churrería de doña Paquita, en el barrio español.

—No sé si es conveniente —adujo el cura—. Es posible que algunos de mis feligreses más madrugadores vayan por allí.

—¿Y qué? Ese local lo frecuenta gente de toda clase. Los sacerdotes también comen churros, ¿no es así? —repuso él poniendo una mano en el hombro de su amigo.

El negocio de doña Paquita, una mujer regordeta y pequeña originaria de un pueblo alicantino, estaba lleno hasta los topes. Doña Paquita llevaba veinte años haciendo churros en ese local de la calle San Formoso. Ugarte y Lègrand entraron. Al francés lo saludaron unos clientes que, horas antes, habían pasado por el Adieu.

La dueña reconoció al sacerdote y se apresuró a limpiar la mesa donde se disponían a sentarse mientras dispensaba al clérigo una leve reverencia. Pidieron churros y chocolate y decidieron seguir con la conversación que habían iniciado hacía unos minutos.

—¿Y Madeleine? ¿Sois novios? —preguntó Martín.

El soltó una carcajada.

—¿Novios? Si preguntase a la Didier si somos novios me daría una buena patada en el culo. Ella dice que somos amantes y solo amantes. No quiere comprometerse y a mí no me molesta, creo que tampoco quiero atarme. En Tánger se cambia a menudo de compañeros y los compromisos tienen un significado extraño. Suceden tantas cosas... Puede que no duren mucho, puede que sean para siempre...

—No acabo de entenderte... —comentó el cura, con una visible zozobra en la voz.

—Quiero decir... A ver si puedo explicarlo bien. Para los que llegan aquí, esta es una ciudad de paso. Está demasiado cerca de Europa como para hacer planes definitivos. Pero luego Tánger se va apoderando de tus sueños y te vas quedando. Es fácil vivir aquí. El clima es templado y agradable, pese al levante; la vida no es cara, y cualquiera puede hacer un negociete. No escucharás a nadie decir que se va a quedar para siempre. Los tangerinos españoles quieren regresar a la península, y los franceses, a París. Incluso Madeleine, que ha comprado una casa y gana dinero, sueña con volver y terminar sus días en Montmartre. Ella no lo dice, pero yo sé que es así. Al pisar Tánger por primera vez pensé que iba a quedarme una semana; luego fueron tres meses... Pero ya llevo cinco años; y aún creo que estoy de paso. Eso es lo que la convierte en una ciudad extraña. La felicidad y el éxito se esfuman de un día para otro. Esto que te cuento, tendrías que conocerlo por ti mismo: eres más tangerino que yo —le explicó.

Martín se quedó pensativo.

Lègrand sabía que el sacerdote había vivido en Tánger desde que era un crío.

—Lo que sucede es que siempre he vivido dentro de la Iglesia.

—Te comprendo. Es como vivir en una casa en los Alpes sin haberse asomado nunca a las ventanas.

Martín sonrió por la ocurrencia. Las palabras de su ya nuevo amigo no solo estaban abriéndole los ojos, también le preocupaban. Era evidente que, si había una mujer de paso en Tánger, esa era Joan Alison.

—Entonces ¿crees que Joan se marchará de Tánger? —preguntó al fin, transmitiendo sus sospechas a Lègrand.

El francés sabía que el romance de Joan y Martín no era más que una aventura para ella, así lo había hablado con Madeleine. Didier decía que, a pesar de ello, era una aventura provechosa para Martín, pues le señalaba el camino. Fuera de la Iglesia le esperaba una vida como a cualquier otro joven, con sus fracasos y sus buenos momentos. Decidió abstenerse de desilusionar a su compañero de desayuno.

—No sé lo que Joan hará. Es una mujer con fuerza, y es posible que le interese conocer mundo. No debes preocuparte ahora de eso, las cosas vendrán como tengan que venir —sentenció.

Lina segunda taza de chocolate animó la conversación.

Martín Ugarte, acaso por primera vez en su vida, tenía un compañero con el que hablar de las cosas que inquietan a un hombre de su edad. Los clientes de la churrería entraban y salían. Muchos lo saludaban intrigados. A él no le importaba, tenía curiosidades que estaba deseoso de satisfacer. Una de ellas era saber si la diferencia de edad entre Madeleine y Lègrand representaba algún problema en su relación.

—La gente que sabe de nuestra relación cree que es un problema para ella; yo pienso lo contrario. Su experiencia me sitúa en inferioridad de condiciones y en Tánger la experiencia vale mucho. Adoro su resolución, su manera de enfrentarse a los conflictos. He pasado muchas noches con mujeres jóvenes tangerinas, españolas, francesas... y te puedo asegurar que ninguna me proporciona lo que me ofrece Madeleine; seguridad, sosiego...

—¿Ya ella no le importa que pases algunas noches con otras mujeres?

—No lo sé. A veces pienso que me odia por ello, pero nunca me lo ha reprochado. A decir verdad, solo sucede cada cierto tiempo; y... sí, creo que siempre termina por enterarse.

Se despidió de Lègrand. Eran casi las siete de la mañana. Un sentimiento de esperanza lo acompañó en los primeros pasos hacia su casa: presentía que una buena amistad se estaba forjando entre él y aquel hombre de gestos rudos y mirada entrañable.

Al acercarse al palacio episcopal, pensó en la mejor manera de justificar su ausencia aquella noche. Claudio Olmedo era un hombre madrugador y ambos, junto al personal que se ocupaba de atenderlos, escuchaban misa cada día a las seis y media de la mañana. Por primera vez en su vida como sacerdote había faltado a esa cita. Su primera ocurrencia fue mentir. Los avisos a cualquier hora de la noche para suministrar la extremaunción a los moribundos eran frecuentes y, si explicase así su ausencia, Olmedo solo le preguntaría por la identidad del enfermo.

El podía dar un nombre cualquiera, un García, un Fernández; la comunidad española era muy numerosa y el obispo no preguntaría más. Sin embargo, algo en su interior le hizo descartarlo,; Profesaba a su superior respeto y afecto. No podía engañarlo de una manera tan ruin.

Sin saber bien lo que hacer, llegó a la casa, abrió la puerta y entró en la capilla. Olmedo oficiaba misa ante Rosario, la señora que trabajaba como ama de llaves, un seminarista y otro joven tangerino que llevaba los papeles del obispado. Se arrodilló en el último banco y siguió lo que quedaba de la misa.

Una vez finalizado el servicio religioso, se dirigieron al comedor, donde dieron cuenta del desayuno. Para su sorpresa, Olmedo no le preguntó sobre su llegada a casa a esas horas y observó que lo miraban de una manera que juzgó escrutadora. Pese a su silencio, él adivinó en Olmedo un gesto de tristeza y decepción. Sufrió por ello.

 

Claudio Olmedo abandonó el obispado y, a pie, se dirigió al consulado de los Estados Unidos de América. Durante el trayecto, se encontró con unos conocidos, a quienes dispensó un rápido saludo. El funcionario que abrió el portón del consulado lo reconoció al instante y avisó de inmediato al cónsul Grant.

—Obispo Olmedo... Un placer inesperado —le recibió Clifford Grant.

Se excusó por llegar a una hora tan temprana y sin cita previa y acto seguido entraron en el despacho. Pidió un café y una copa de coñac.

—Usted dirá. Lo veo preocupado —inició la conversación Grant.

—Lo estoy. Y entraré en materia sin preámbulos. ¿Se acuerda de una petición que me hizo hace bastante tiempo para que guiásemos por la ciudad a una periodista americana y la ayudásemos a establecer lazos en la ciudad?

—Sí, lo recuerdo. Fueron ustedes muy amables.

—Amables o idiotas, no lo sé. El caso es que quiero dar por finalizado su encargo —atajó él.

El cónsul no ocultó su sorpresa. Enseñó la palma de sus manos.

—Así será, y se lo comunicaremos de forma inmediata a la señorita Alison. Sin embargo, permítame que satisfaga mi curiosidad... ¿A qué se debe su repentino cambio de opinión? Espero que no haya sucedido algo inconveniente...

—¿Inconveniente? Esa es la palabra, señor cónsul. Su periodista ha engatusado a mi sacerdote.

Clifford Grant tenía un dominio del castellano bastante bueno, había servido en varios países de América del Sur y en Madrid; no obstante, todavía había algunas palabras que se le escapaban. Demostró su confusión.

—¿«Engatusado»? Disculpe, no entiendo qué significa esa palabra.

Olmedo lo miró con desconcierto.

—Engatusado quiere decir... ¿Cómo lo diría yo? Me adentro en un léxico que no me es propio. Quiere decir...

—¿Ofendido? —preguntó Grant, que no sospechaba lo que estaba ocurriendo.

—¿Ofendido? Bueno, es una manera de decirlo, aunque... —Movió las manos—. Ya sabe... esas cosas que suceden entre jóvenes.

My God! ¡Cómo puedo ser tan idiota! ¡Es horrible!

—Bien, me alivia que haya entendido. Usted lo ha dicho, es inconveniente y grave. Que el cielo me perdone si me equivoco, pero, por las trazas... sí, creo que es así.

Observó como el cónsul buscaba a Stanley. Estaba claro que este no le había comentado nada, aunque debía de estar al corriente de esa relación.

—Me gustaría llamar de inmediato a mi secretario, el señor Stanley Mortimer. Es posible que pueda ayudarnos a esclarecer este desagradable asunto.

El asintió y pidió un vaso de agua.

Mortimer acababa de llegar al consulado y entró en el despacho del cónsul. No había dormido mucho esa noche: unas pronunciadas ojeras lo delataban. Se sorprendió ante la presencia de Olmedo. Su agudo olfato le anticipó el motivo.

—Querido obispo, que visita tan agradable —saludó.

Clifford Grant lo observaba.

—Stanley, nuestro amigo el obispo nos trae una mala e inesperada noticia. Joan Alison ha estado flirteando con el sacerdote Ugarte. ¿Lo he expresado bien, su ilustrísima?

—Muy bien Grant. Verá, Stanley, usted y yo nos conocemos hace tiempo y sabe que lo aprecio. Creo que la señorita Alison ha resultado demasiado atractiva y experimentada para mi joven sacerdote.

—¿Qué me dice, señor obispo? ¿Cómo ha ocurrido? ¿Cuándo?

Stanley abrió los ojos para simular sorpresa. Pero su superior, que conocía bien su capacidad de interpretación, estaba dispuesto a presionarlo.

—Supongo que usted no sabía nada —preguntó, en tono severo.

—Señor cónsul, ¿cómo voy a saber una cosa así? —respondió, simulando indignarse por la insinuación.

Olmedo decidió terciar. Apagaba un cigarrillo y encendía el siguiente.

—Creo que lo más útil es buscar soluciones. Les solicito que hablen con esa mujer y le pidan que deje en paz a Martín.

—Cuente con ello. Desde luego, utilizaremos toda nuestra autoridad. Entretanto, ¿podemos hacer algo más por usted? —se ofreció el cónsul.

—Sí, nos tiene a su disposición —apostilló Stanley.

—Es un asunto tan delicado... —murmuró el obispo, que ya se había levantado del asiento y había apurado su copa de coñac—. Le quedo agradecido por haber encauzado la conversación hacia el meollo del problema.

Una vez que el obispo abandonó el consulado, Clifford Grant y Mortimer continuaron cambiando impresiones sobre la conversación mantenida con el prelado. El cónsul estaba irritado. Acusaba a Alison de meterse en un terreno que debería haber respetado.

—Stanley, no soy ningún idiota, dígame la verdad, ¿sabía algo de este lío?

—Puedo asegurarle que no —mintió.

—¿Ni un indicio? —inquirió Grant.

Stanley se hizo el ofendido.

—Señor cónsul, ¿le he mentido en alguna ocasión? —dijo, levantándose de la silla.

Clifford Grant vaciló y dejó pasar unos segundos. Era consciente de que en un buen número de ocasiones había pensado que le mentía o, por expresarlo de forma diferente, que no le contaba toda la verdad.

—No me consta —respondió, esquivo.

—Pues bien, no sé por qué cree que lo estoy haciendo ahora. Sé lo mismo que usted; la señorita Alison y el sacerdote Ugarte paseaban juntos por Tánger en una misión —le recuerdo— encargada por nosotros, y nos vino muy bien para que Alison conociera los entresijos de la ciudad y pudiera informarnos con eficacia de cuanto rumor corriera por ahí. Si se han producido situaciones como consecuencia de esos paseos y visitas, bien escapa a mi conocimiento aunque...

—Aunque, ¿qué?

—Ambos son jóvenes y estas cosas suceden...

Clifford Grant sabía que, con ese matiz, su secretario lo estaba invitando a una discusión sobre la licitud de una relación entre un clérigo y una mujer, terreno donde él se vería obligado a defender a Alison, puesto que pertenecía a la Iglesia presbiteriana, en la cual los pastores podían casarse. Había mantenido ese debate con colegas católicos infinidad de veces, y siempre para criticar las normas de la Iglesia romana. Grant se consideraba un buen ejemplo de liberal norteamericano y Stanley quería obligarlo a defender aquello en lo que no creía. Esa mañana no estaba dispuesto a dar victorias a nadie y trató de conducir la conversación por derroteros en los que se sentía seguro.

—No lo lleve al campo de las normas en las religiones, Stanley. Tenemos un caso de trabajo, y grave. Me refiero a que ese affair puede crear en el obispado una mala disposición hacia este consulado y no podemos permitírnoslo. Y lo cierto es que tenemos cierta responsabilidad en lo ocurrido; la señorita Alison es nuestra recomendada y debería haberse comportado de otra manera con ese sacerdote.

Stanley alabó para sus adentros la habilidad de Grant para zafarse de su trampa y aceptó su consejo de hablar con la señorita Alison para hacerle llegar un mensaje oficial y contundente: «El consulado de los Estados Unidos de América desaprueba una relación que puede enturbiar las magníficas relaciones que mantiene con el obispado católico».

Sabía que, con suma probabilidad, el consejo sería desatendido y que la respuesta de la reconvenida sería algo así como: «¿Qué estoy escuchando? ¿Mi Gobierno me pide que no folie con un cura?». Esa reacción, detenida en su cabeza, lo colmó de satisfacción. Odiaba la manifiesta hipocresía de las recomendaciones diplomáticas, aun cuando él fuese su portavoz.