Capítulo 1
Tánger, 4 de julio de 1939
E
se día, Clifford Grant, cónsul de los Estados Unidos de América, descorrió las cortinas de la habitación de la villa de Monte Viejo que le servía de residencia y contempló durante un largo minuto la bahía de Tánger. Una docena de barcas de pescadores se adentraban con decisión en mar abierto, y él dedujo que no soplaba el levante.
Apenas llevaba en la ciudad unos meses y ya había adquirido el hábito que caracteriza a los tangerinos: nada más levantarse, miraba al mar y escrutaba el viento.
Todos lo hacían. Los cristianos, una vez hecha la señal de la cruz; los judíos, tras elevar una plegaria a Yahvé y antes de dirigirse a la Mellah; los musulmanes, al escuchar al almuecín que, desde la Gran Mezquita, los conminaba a la oración mientras se desperezaban con la incertidumbre que provoca no saber si aquel será su último día. Es salai jairum min en-naum, es mejor orar que dormir.
Esa actitud de los musulmanes le había impresionado. Años después encontraría una explicación, escrita con palabras precisas, en un texto de su compatriota Paul Bowles:
Mustafá sabe que no puede tentar a Alá, quien podría castigarle por su presunción de creer que vivirá un día más. Mustafá sabe que el Ser Supremo puede tener otros proyectos para él, y mostrar la menor certidumbre acerca de la vida sería abrir las puertas a las calamidades. La auténtica actitud musulmana requiere que uno actúe como si la muerte estuviere al llegar.
Era 4 de julio y a él le esperaba una jornada de intensa actividad. Al atardecer de ese día celebraría, con una recepción, el aniversario de la independencia de su país. Eran numerosos los detalles que aguardaban su aprobación. Sería su primera fiesta como anfitrión, y su predecesor en el cargo le había advertido de su importancia: «No lo olvides, estamos aquí desde 1791 y cada 4 de julio el consulado acoge a las personas importantes de la ciudad. Los enemigos se sonríen y se besan; los hombres de negocios examinan el estado de salud de sus competidores y cierran algún que otro acuerdo, y los ulemas, rabinos y sacerdotes comparten pastelillos alrededor de una mesa».
Aquella advertencia le hizo pensar en su joven esposa, Mildred, a quien los médicos habían aconsejado permanecer en su Chicago natal a causa del complicado embarazo de su primer hijo.
Para las siete de la tarde todo estaba listo en el viejo caserón y los invitados empezaban a llegar. El cónsul, vestido con un esmoquin blanco, esperaba en la puerta del salón principal acompañado de Stanley Mortimer, el secretario del consulado, que cumplía su décimo año en la legación. Este le susurraba al oído el nombre y el cargo de la persona que descendía del vehículo que llegaba, a la cual debería saludar en cuanto se acercara.
Los primeros en personarse fueron sus homólogos sueco y británico, a los que ya conocía. Se saludaron con afecto y las esposas de estos le preguntaron con interés sincero por Mildred.
A continuación, de un vehículo con la enseña del Tercer Reich, descendieron los cónsules de Italia y Alemania, Valerio Basciano y Dieter Waisel. Stanley no pudo evitar una frase que delató su ascendencia británica.
—Los verdugos vienen a comprobar el diámetro del cuello de sus víctimas.
—Usted siempre tan sarcástico. Aún no estamos en guerra —replicó él.
—Pronto, pronto —contestó el secretario.
Las palabras de Mortimer resultarían certeras. Unos meses después, el i de septiembre de 1939, Hitler ordenaría la invasión de Polonia.
La fiesta continuaba, ajena al estado de preguerra que existía en el mundo, mientras el cónsul atendía a sus invitados. Por indicación de su secretario, dedicó los primeros minutos al delegado del sultán de Marruecos.
—Mohamed V envía sus respetos para el presidente Roosevelt y para usted. No puede acudir a la fiesta, ya que se encuentra en Fez, visitando a los súbditos de esa ciudad —explicó con afectación. Era un hombre de edad avanzada que lucía una chilaba de color azul turquesa con bordados de oro.
Los analistas de Washington le habían aconsejado tratar con deferencia al sultán. Marruecos continuaba bajo la dominación francesa y española, aunque ya era frecuente leer en las paredes y los muros de las universidades de Casablanca y Marrakech el grito que unos años después, ante el asombro de la administración francesa, correría como la pólvora: ¡Yahya el-mali!! ¡Viva el Rey!
—Transmita al sultán los mejores deseos de mi presidente y de este humilde cónsul. Espero ansioso la oportunidad de saludarlo en persona —respondió.
Una vez transcurrida la primera hora, el amplio salón del consulado —denominado el Salón de los Espejos— se había convertido en el escenario donde los grupos se dividían por simpatías políticas o alianzas. Al cónsul de España, el coronel Santiago Ramírez de Arellano, lo rodeaban sus colegas italiano y alemán, que lo colmaban de felicitaciones por su reciente triunfo sobre las tropas de la España republicana.
El coronel español rozaba los cuarenta años. De estatura mediana, tenía una complexión fuerte y sus facciones eran regulares, lo que añadido a una espesa cabellera cortada al estilo militar le daba una apariencia de hombre de convicciones rotundas. Solía vestir uniforme, que adornaba con dos medallas. Un parche negro en el ojo izquierdo evidenciaba una pérdida irreparable. «Perdido en el campo de batalla», aseguraba con orgullo a todo aquel que le preguntaba.
Stanley, a pocos metros, lo oyó y no quiso dejar pasar la oportunidad.
—Eso de los parches es cosa de piratas del siglo XVII —susurró al cónsul.
—Calle, Stanley, que le puede oír.
—No se preocupe, cónsul, no entiende nuestro idioma. Y, además, no me haría caso. Para él es un honor llevar ese piccolo stendardo.
Cuando llegó a Tánger, Grant simpatizó inmediatamente con Stanley. El secretario de la legación norteamericana tenía poco más de cuarenta años y, aunque nacido en el barrio de Brooklyn, era de ascendencia inglesa e italiana. Vivía solo, y cada vez que llegaba una orden del Departamento de Estado notificándole un nuevo destino, contestaba con contundencia: «Presento mi dimisión. Me quedo en Tánger».
Sus superiores no tenían otro remedio que ceder. Stanley Mortimer se había convertido en una pieza imprescindible para los intereses norteamericanos en Marruecos. Conocía a todas las personas que ocupaban una posición relevante; tomaba café cada día en uno u otro local del Zoco Chico, siempre con diferentes personas; saludaba por su nombre a buena parte de los comerciantes del Zoco Grande y era capaz de cruzar las callejuelas de Tánger con los ojos cerrados; en definitiva, no existía ningún secreto al que él no pudiera tener acceso. Y en 1939 aquella era una ciudad con demasiados secretos como para que se pudiese prescindir de Mortimer.
En un lado del salón, los cónsules británico y canadiense intercambiaban impresiones sobre los tiempos que vivían.
Un buen número de republicanos españoles se había exiliado en la ciudad gracias a su condición de Zona Internacional, que los protegía de los hombres del coronel Ramírez de Arellano. También comenzaban a llegar algunas familias hebreas de Centroeuropa, con malas noticias y peores presagios. Tánger era para todos ellos una ciudad de acogida. En las sinagogas de Berlín y Viena les habían contado que los judíos se habían refugiado allí, en Tánger, tras haber sido expulsados de España. Por lo tanto, encontrarían a sus hermanos en la Mellah y en Ben Ider, al frente de sus establecimientos de orfebrería, y se entenderían en la lengua común, pese a que los sefarditas tangerinos hablasen yaquetía, una mezcla de castellano antiguo, portugués y hebreo.
Tampoco faltaban en aquella fiesta los eclesiásticos. El cónsul Grant había saludado ya al rabí y al ulema, y ahora le tocaba el turno al obispo de la diócesis de Tánger. Este, de nombre Claudio Olmedo, era un castellano de Salamanca de unos sesenta años, que empezaba a cansarse de la labor evangelizadora que con tanta energía inició en las tierras del islam hacía ya muchos años. Había ejercido el sacerdocio en África Central y Oriente Medio y había sido recompensado con la diócesis de Tánger, según le había informado con anterioridad Stanley Mortimer, con quien el prelado departía en esos momentos.
—¿Interrumpo? —se disculpó ante ellos.
—Nada de eso, querido. Le comentaba a Stanley que no falta nadie importante de la ciudad.
—Dígame, obispo, ¿cómo está la salud religiosa en Tánger? Llevo poco tiempo aquí y aún no he podido visitar su obispado —preguntó Grant.
—Stanley lo sabe mejor que nadie; un obispo debe limitarse a la atención espiritual de la comunidad católica, muy numerosa.
—Sutileza vaticana —intervino el secretario—. Lo que nuestro obispo quiere decir es que apartar a un solo árabe o magrebí del culto a Alá es un empeño vano. Eso de la evangelización católica aún es posible al sur del Sáhara, en tierras donde las tribus aceptan al Dios de los católicos a cambio de compensaciones materiales, pero no aquí. Los musulmanes son tercos, orgullosos y si no se expanden, no es por falta de ganas.
Stanley adoptó un gesto solemne antes de continuar.
—Wa lil-lahi al masriq wa al-magrib. A Alá pertenecen Oriente y Occidente —tradujo—. Y no lo digo yo, sino el versículo 115, sura 2, del Corán.
—No dejará nunca de sorprenderme —le comentó Olmedo—. Conoce el Corán mejor que muchos ulemas.
—¿Stanley? A mí también me sorprende, se lo puedo asegurar. Dígame señor obispo, Tánger es una ciudad donde las religiones no están enfrentadas, ¿verdad? ¿O es una impresión errónea por mi parte?
—Son siglos de tolerancia mutua —respondió el obispo—. Aquí, las iglesias católicas se confunden con las sinagogas hebreas y las mezquitas musulmanas sin molestarse. Mire, aquí viene mi secretario. Creo que aún no lo conoce, querido cónsul —cambió de pronto de tema el obispo.
En ese instante entraba en el salón un sacerdote que no llegaría a los veinticinco años. Tenía un rostro viril, en el que dominaba una nariz que remitía a sus ancestros vascos, al igual que sus ojos, del color del Cantábrico. Ajeno a su atractivo, vestía una sencilla sotana, sin otro atributo que un pequeño crucifijo en el pecho.
—Cónsul Grant, le presento a Martín Ugarte Solaguren, sacerdote del Grupo Escolar España y mi secretario particular. Creo que a Stanley Mortimer ya lo conoces —dijo, dirigiéndose al joven clérigo.
—Así es, nos conocemos. Poco, pues su sacerdote no frecuenta los actos diplomáticos —replicó Stanley, adelantándose a su superior.
—Mi sacerdote, como bien dices, Stanley, no se preocupa mucho de las fiestas. Es un joven espiritual y yo lo bendigo por ello.
—He venido a buscarle a la hora convenida, su ilustrísima —interrumpió el sacerdote Ugarte después de estrecharles la mano en un cortés saludo.
—¡Qué sería de mí sin él! —exclamó el obispo—. Martín sabe que mi estómago no resiste más de dos copas de coñac. Bien, cónsul Grant, ha sido un rato muy agradable. Espero verlo pronto. Stanley, hasta la próxima. —Olmedo se despidió del secretario con un abrazo.
Grant se quedó junto a Mortimer mientras los sacerdotes se marchaban.
—¿Qué puedes decirme del obispo? —preguntó a su secretario—. Procedo de una familia presbiteriana y, ya sabe, no tenemos la mejor opinión de los prelados católicos.
—No es el caso. Olmedo no sacrificaría ni un solo minuto de su tiempo por hacer carrera. Es una excelente persona que solo aspira a regresar a su Castilla natal y vivir en paz junto a sus hermanas.
—¿Y el secretario?
—¿Ugarte? Es vasco. Tuvo una infancia algo atribulada. Es primo lejano de Paulino Uzcudun, ya sabe, ese vasco que llegó a boxear con Joe Louis en el Madison Square Garden; y que perdió, naturalmente. Martín se crio en Tánger desde niño.
Mientras los invitados conversaban de buen ánimo los jóvenes camareros cruzaban la estancia con bandejas de pastelillos y toda clase de copas, vestidos con ligeras camisas blancas, guantes del mismo color, bombachos y babuchas estrenadas para la ocasión.
Las reglas de su religión aconsejaban pasar de largo con las bandejas que contenían alcohol ante los invitados musulmanes. Stanley observó como Abdelkader Abbas, un rico comerciante, susurraba unas palabras al oído de uno de los sirvientes. Al cabo de un minuto, Abbas recibió una taza de té, casi llena, de whisky escocés. La petición fue imitada por su contertulio, Ibn Sayed, un tangerino que daba clases de medicina en la universidad cairota de El Azhar.
A ellos se acercó sin premura Clifford Grant.
—Que Alá, el Todopoderoso, proteja al hijo que espera —dijo Abbas al verlo aproximarse.
—Gracias por asistir a la recepción... y por sus deseos —respondió él.
Ibn Sayed decidió unirse a la conversación.
—Señor Grant, todo el mundo en Tánger habla de la inminencia de la guerra en Europa. ¿Cuál es la opinión de su Gobierno?
—Debo manifestar nuestra neutralidad. De forma extraoficial, les diré que depende de aquellos caballeros —contestó señalando con la mirada al grupo que formaban los cónsules alemán, italiano y español.
—Hace unos minutos he formulado la misma pregunta al cónsul alemán —intervino de nuevo Sayed—, y la respuesta ha sido idéntica. Eso sí, dirigiendo la mirada al cónsul del Reino Unido y a usted mismo.
—Claro, somos diplomáticos —repuso él socarrón—. Nadie va a descubrir sus cartas en esta fiesta, ni siquiera si conociésemos la respuesta. Permítanme una pregunta, ¿cuál será la actitud del sultán si estalla la guerra?
—Nuestro sultán, al que Alá guarde muchos años, hará lo mejor para la felicidad de su pueblo.
—Una respuesta también diplomática —replicó sonriendo.
En ese momento se unió al grupo Stanley, a quien Abbas y Sayed saludaron con afecto.
—Carísimo cónsul, ¿qué clase de mentiras le están contando estos dos buenos amigos?
Clifford Grant volvió a sonreír antes de responder.
—Stanley, he preguntado a nuestros invitados por lo que hará el sultán si empieza la guerra en Europa y el señor Abbas ha respondido que «lo mejor para su pueblo».
—Le contestaré yo. ¿Ve la taza que toman nuestros amigos? No es té, lo que ellos simulan beber; en realidad contiene whisky. Si la guerra estalla, los contendientes exigirán a Mohamed V que tome partido. El, cauto, antes de expresar sus preferencias esperará a que las batallas vayan definiendo un vencedor. Todo forma parte de la taqiya, el viejo arte árabe del disimulo.
Sayed esbozó una amplia sonrisa.
—Nuestro sultán debería pedir a su presidente que releven a este hombre. Sabe demasiado de nosotros.
En ese instante Stanley advirtió que había entrado en el consulado un hombre anciano, vestido con sencillez, al modo tradicional tangerino. Se acercó a él con rapidez.
—Querido Mehdi Talub, bienvenido a esta casa —saludó con dos besos.
—No podía rechazar tu invitación, Stanley.
La llegada de Mehdi Talub no pasó desapercibida para los congregados. Los tangerinos sabían que se trataba de un afamado contador de cuentos de Marruecos. Recorría el país y era escuchado con atención en las plazas de los mercados. Era la halka, una antigua tradición venerada de norte a sur y de este a oeste. Los diplomáticos recién llegados aún no lo conocían, pero su ignorancia duró apenas unos minutos.
Las palabras de Stanley Mortimer se abrieron paso entre el silencio general.
—Queridos amigos, esta legación, en el aniversario de la independencia de los Estados Unidos de América, celebra su presencia y quiere honrar a la ciudad de Tánger. Para ello, nada mejor que escuchar las palabras de Mehdi Talub, un hombre admirable y sencillo.
El anciano inclinó la cabeza y avanzó un par de pasos. Llevaba entre las manos el misbah. De forma espontánea se formó un corro compuesto por el centenar de invitados.
—Que Alá, el Clemente, el Misericordioso, despliegue su bendición sobre los fieles —dejó que transcurrieran tres segundos—, y su compasión sobre los nazarenos y sobre Tánger, la deseada, la antigua Tingis, establecida por los fenicios hace cuatro mil años sobre un asentamiento de bereberes. En esta casa de América, en el día de hoy, los ojos de este pobre anciano contemplan con pavor miradas de odio, ojos inyectados en sangre dispuestos a poseer la ciudad. Este anciano —repitió— lo lamenta.
»Siempre ha sido así —dijo con gesto de resignación y continuó, cerrando los ojos—. La pretendieron las tribus de ambos lados del Estrecho. Los omeyas de Córdoba, los fatimíes de Túnez, los idrisíes del sur. Todos ellos se destruyeron entre sí.
»Los muros de esta ciudad han visto la misma escena una y otra vez; el ejército derrotado huye al este, hacia las escarpadas montañas del Rif, donde restañarán las heridas y los generales discurrirán sobre cómo reconquistar la ciudad. Entretanto... —Talub pareció cobrar aliento—, la población saluda en las calles a los gobernantes. No importa cuál sea el casquete del nuevo bajhá. Los tangerinos saben que el primer año de una dinastía traerá celebraciones, pozos de agua y amnistía para las obligaciones fiscales contraídas con los vencidos. Además, es tradición repartir entre los necesitados parte del botín arrebatado al enemigo.
»No todo son celebraciones. —Talub regresó a la derrota—. En un rincón de la Medina, algunas mujeres se lamentan de su suerte. Son las esposas del ejército que huye. Sus maridos murieron en la batalla y ellas no tuvieron tiempo de unirse a la caravana. Otras se han quedado para recuperar los cadáveres de sus maridos e hijos y honrarlos en el cementerio; los muertos no perdonan a quienes los dejan sin sepultura. Acaso los entierren en los sepulcros de la cornisa de Hafa, inclinados hacia el mar para que puedan recibir el consuelo de las aguas. De entre las viudas, las más jóvenes y hermosas hallarán pronto amparo. No faltará un arrogante oficial que las reclame como tercera o cuarta esposa. Las ancianas se refugiarán en la mendicidad y, en silencio, soñarán con el regreso de los suyos.
El anciano adoptó un gesto grave.
—Que Alá desate su ira sobre los generales extranjeros que pretenden incendiar la ciudad, destruir el horno de pan de Jazmina, hacer pedazos la zapatería de Abdelali, romper los sueños de Yamal para su hijo, que acaba de nacer...
Las palabras de Mehdi Talub fueron seguidas por un largo silencio y gestos de aprobación de los tangerinos. El viejo contador de cuentos, ya cansado, regresó a su asiento, escoltado por Mortimer y Grant, y se dispuso a recibir las felicitaciones de sus conciudadanos. Los primeros en hacerlo fueron los tangerinos musulmanes, que lo besaron en ambas mejillas tras llevarse la mano derecha al corazón.
Grant, con semblante de preocupación, se confió a su secretario.
—Unas palabras hermosas y llenas de sentido en estos tiempos pero ¿no cree que podrían ser tomadas como hostiles por algunos de nuestros colegas europeos? El cónsul español las ha seguido muy incómodo, he advertido.
—Querido Clifford, le aseguro que la guerra no empezará a causa de Mehdi Talub. Y en lo que se refiere a nuestro coronel tuerto, sí, yo también lo he notado algo nervioso...
—Verá, Stanley, no lo desapruebo, y debo confesar que las palabras de Talub me han llegado al corazón. Pero comprenda que no estoy acostumbrado a estos exotismos en las recepciones diplomáticas.
Mortimer sonrió. Dejó que transcurrieran unos segundos mientras encendía un cigarrillo.
—Yo tampoco lo estaba antes de llegar a Tánger. Le diré algo que cuesta tiempo comprender: estamos en una ciudad donde parece que domina la cultura occidental, pero solo es una ilusión. Buena parte de los tangerinos son musulmanes y, agazapados, esperan recuperar el poder sobre su tierra.
El semblante de su rostro indicaba que no había terminado.
—¿Escucha usted ese sonido de tambores que, día y noche, llega desde la montaña?
—Sí, a veces sí.
—Ese sonido representa mejor que nada a los tanjawis. Nos advierte a los nazarenos que nuestro tiempo acabará algún día...
Stanley prosiguió.
—Los diplomáticos, una vez que termine el acto de hoy, volverán a las legaciones; para ellos habrá sido una fiesta más. Los tangerinos nativos contarán a sus amigos y vecinos la intervención de Talub. Es un poeta y, para los beduinos, un hombre sabio que apela a la sensibilidad y estimula su imaginación. Ellos saben que su palabra se ha escuchado en los mercados de Bagdad y Damasco y que pasea a menudo con el sultán. Se sienten honrados por este sencillo acto, del que hablarán durante semanas...
—Bien, gracias por la lección. Esto de la halka ha sido idea suya y seguro que tiene efectos positivos, como casi todo lo que usted propone, Stanley. Debo admitírselo.
La recepción parecía estar llegando a su fin. Algunos invitados comenzaron a despedirse. Las mujeres de los cónsules de Bélgica, Inglaterra y Francia convencieron a sus maridos para continuar la fiesta en el casino del Hotel Palmarium, que siempre estaba muy animado. El cónsul español y el alemán se retiraron juntos y se despidieron de Clifford Grant.
—Una fiesta singular —le hizo saber Dieter Waisel—. Quiero expresarle que el Tercer Reich respetará siempre la neutralidad de Tánger.
—Lo mismo hará mi Gobierno. Nuestros intereses en la ciudad se limitan a respetar su estatuto internacional.
Espero que siempre sea así, por el bien de todos —respondió él, mirando al coronel Ramírez de Arellano y Larraz, quien decidió intervenir.
—Señor Grant, no sé si usted conoce este dato. ¿Sabe qué es la Guardia Mora? Es el cuerpo de primeros guardianes del Caudillo. Cuidan de él día y noche. Y casi todos son de estas regiones, Ceuta, Melilla, Alhucemas, Tetuán, Tánger... Se lo comento para que vea la importancia que concede mi Gobierno a esta ciudad que, por cierto, está a una hora escasa de nuestras tropas. Como especulación, no lo tome como una amenaza, ¿podrían evitar un movimiento de la España del Generalísimo Franco?
Grant, que en 1937 fue destinado durante unos meses en la embajada de Estados Unidos en Madrid, no simpatizaba con el bando vencedor.
—Estimado colega, usted me disculpará; mi Gobierno me ordena que no conteste a las especulaciones. Espero que se hayan divertido.
—Sí, desde luego, la fiesta ha sido interesante. De manera especial el discurso de ese anciano —replicó el cónsul español enfatizando sus palabras.
Stanley Mortimer y Grant despidieron a los rezagados y estaban a punto de dar por finalizada la recepción. Un taxi frenó ante la puerta del consulado. Del vehículo descendió una mujer vestida con traje de noche de color negro. Un collar de perlas, que Stanley estimó que eran auténticas, adornaba un cuello largo en un cuerpo bien formado. Tenía una edad indefinida, acaso alrededor de veinticinco, y sus cabellos eran largos y rubios.
—¿No hay una copa para una norteamericana en el día de la independencia de su país? —preguntó con desparpajo mientras se acercaba a ellos.
Ambos, a las puertas del consulado, se miraron extrañados y Stanley se adelantó unos metros.
—Boston, todo lo más, Connecticut —especuló Stanley.
La recién llegada sonrió.
—¿Cómo lo sabe? Boston.
Stanley le extendió la mano, en un gesto medio ceremonial que era muy suyo.
—Distinguiría el acento de una bostoniana aunque llevase sombrero texano. Soy Stanley Mortimer, secretario del consulado. Le presento a nuestro cónsul, Clifford Grant.
—Es un placer estar entre compatriotas. Estaba en un bar y me acabo de enterar de que mi consulado ofrecía una fiesta. He tomado un taxi enseguida.
—Un poco tarde. La recepción ha finalizado, pero Stanley y yo estaremos encantados de tomar una copa con usted. Y le advierto que es obligatorio inscribirse en el registro del consulado. Creo que usted no lo ha hecho. ¿Deberías corregirme, Stanley?
—No, señor cónsul —contestó el secretario adoptando un gesto protocolario.
—No me regañen, que es 4 de julio. Acabo de llegar a Tánger hace apenas tres días. Me inscribiré cualquier mañana de estas. Me llamo Joan Alison. ¿Y qué hay de ese trago?
Sin demora, pasaron al salón donde los camareros recogían los restos de la fiesta. Se refugiaron en una esquina y Stanley se ofreció para preparar las bebidas.
—Un martini, por favor —pidió la mujer.
—Yo tomaré lo mismo —secundó Grant, que durante toda la noche había ingerido limonada con el fin de agasajar las costumbres de los buenos musulmanes.
—Allora, tre martini subito.
—¿Italiano? —preguntó Alison.
—No crea que un Mortimer pueda ser italiano —repuso el secretario—, pero sí un Fornezza, de la città più bella del mondo, la Serenissima Venezia, del Sestiere Castello. Allí nació mi madre.
—¿Y usted, señor Grant?
—Lamento no tener ascendencia original. De Chicago, allí me crié y allí espero morir dentro de muchos años. Allí nacerá también, en breve, mi primer hijo.
Stanley advirtió el sentido de las palabras de su cónsul: «Un diplomático rara vez pronuncia una frase sin un propósito determinado», confirmó para sí. Desde su llegada a Tánger el cónsul había dado muestra de un absoluto desinterés por las mujeres. A veces, después de una jornada de trabajo, lo encontraba triste, inquieto. La buena amistad que comenzaba a establecerse entre ellos propició, unos meses atrás, una conversación confidencial en la que Grant le confesó lo siguiente: «Extraño mucho a Mildred, Stanley. Día y noche me acuerdo de ella y solo espero el momento de nuestro reencuentro. Los médicos nos aconsejaron que permaneciese en Chicago hasta el nacimiento del niño, e incluso hasta que el pequeño cumpliera los seis meses, pero soporto mal la separación. He de reconocer que soy un hombre enamorado».
Los tres brindaron por el 4 de julio y comentaron la calidad del martini.
—Y díganos, ¿viaja sola o acompañada del señor Alison? —preguntó Grant.
—He contestado a la misma pregunta unas cuantas veces desde mi llegada a Tánger. No existe el señor Alison —respondió ella, sin perder la sonrisa.
—Esa circunstancia hace más importante, si cabe, su inscripción en el consulado —insistió Grant—. Tánger no es el mejor lugar para una mujer sola y joven. Recuerdo que la primera obligación de esta legación es la de proteger a sus compatriotas.
—Agradezco sus palabras y prometo que me inscribiré y dejaré mi dirección esta misma semana.
—¿Dónde se aloja? —siguió preguntando él.
—Desde que llegué a la ciudad, en el número cinco de los apartamentos Le Soleil.
—Un lugar cómodo y tranquilo —aclaró Stanley—. Absolutamente recomendable.
Era evidente que ambos esperaban una explicación de la recién llegada sobre el motivo de su visita a Tánger y también lo era que ella no tenía ninguna prisa en darla. No eran muchos los norteamericanos que pasaban por Tánger.
Además de algunos funcionarios destacados en la vecina España, solían llegar viajeros interesados en el exotismo del que habían escuchado hablar —a menudo se trataba de pintores y escritores—; pero su estadía no se alargaba más allá de unas cuantas semanas.
También se perdían por aquellas tierras otra clase de estadounidenses, de cuya estancia tardaba algo de tiempo en enterarse el consulado, puesto que huían del trámite de la inscripción. Y no es que tuvieran motivos para sentirse perseguidos por las autoridades consulares, como el mismo cónsul les hacía saber una vez que daba con ellos. Se había extendido por el mundo el rumor de una ciudad cercana a Europa donde los perseguidos podían encontrar un lugar seguro y así era.
Tánger, en esa época y desde los años veinte, era Zona Internacional por voluntad de sus administradores: ingleses, franceses, españoles, belgas, portugueses, holandeses e italianos. Esos países habían decidido que esa sería la mejor manera de acabar con las interminables disputas por el dominio de la ciudad. Quien dominara Tánger dominaría también, gracias a su presencia estratégica en el Estrecho de Gibraltar, la comunicación entre el Atlántico y el Mediterráneo.
El resultado del pacto fue espléndido para la ciudad. Por un acuerdo no escrito, los administradores redujeron la función de la Policía a sancionar a los pequeños delincuentes nativos que, rara vez, molestaban a los extranjeros.
En los cafés del puerto se hablaban siete idiomas. Por ese motivo, en una veintena de años, Tánger se había llenado de contrabandistas, espías, prostitutas, estafadores y granujas de toda clase que trabajaban sin contravenir las escasas leyes internas de la ciudad. Y los tangerinos bendecían una situación que los había colmado de dinero y de ambiente cosmopolita.
Stanley decidió preparar una segunda tanda de martinis. Una vez servidos, Clifford Grant se atrevió a indagar más sobre su invitada.
—Estoy impaciente por saber el motivo de su visita, señorita Alison. No tiene aspecto de tener cuentas pendientes con la justicia, como suele suceder con los norteamericanos que rehúyen el consulado.
—Se lo diré, cónsul: lo primero, aprender bien español y mejorar mi francés. Me han dicho que en esta ciudad lo puedo hacer con cierta facilidad. Luego, ya se verá... Tal vez en este consulado puedan serme de ayuda.
—¿De ayuda? La escuchamos con atención —observó Stanley.
—Bien, les adelantaré mis propósitos. Como les he dicho, soy bostoniana y fui la primera mujer que se graduó en periodismo en la Universidad de San Ignacio. Procedo de una familia católica. Al salir de la universidad sucedió lo que tantas veces me había advertido mi padre; los directores de los periódicos me recibieron y, en el mejor de los casos, me ofrecieron trabajo en la sección de «eventos sociales». Ya saben, para informar sobre bodas o puestas de largo de las familias más importantes de la ciudad. Los jefes de redacción me aconsejaron que aceptara un puesto de secretaria con el argumento de que así sería sencillo dar «el salto» en el futuro. ¡Tonterías! Hubo quien me dijo, sin disimulo, que el trabajo de periodista no era para una mujer. Mi padre aceptó mi punto de vista, no sin antes tratar de convencerme para que me quedara. Me dio algo de dinero para viajar por Europa. Creo que he elegido el mejor momento. Quiero documentarme y, con el tiempo, escribir una novela sobre la guerra que está a punto de estallar.
—¿Y su madre? ¿Y sus hermanos? —preguntó el cónsul.
—Mi madre murió hace algunos años y mi único hermano regenta la librería de la Universidad de Boston. Jamás se opondría a mis propósitos por egoísmo. Me deseó suerte, y sé que puedo contar con él si lo necesito. Desde que somos huérfanos de madre estamos muy unidos.
Había pronunciado sus palabras con firmeza, acompañándolas de gestos y miradas que indicaban pasión y determinación. Era evidente que se hallaban ante una mujer poco habitual.
Mortimer acogió el testimonio de Joan Alison con simpatía. Había reparado en que en Norteamérica y algunas ciudades europeas no era infrecuente encontrar mujeres como ella, decididas y valientes, dispuestas a escribir con mano firme el libro de su vida. Desde los primeros momentos de la intervención de Joan, comprendió su inquietud, el fuego que la abrasaba, e intuyó las señales de un temperamento apasionado en su mirada clara.
Clifford Grant pensó un momento en Mildred. Ambas eran jóvenes y bellas, si bien muy diferentes. Por la cabeza de su esposa jamás había pasado otra idea que no fuese la de encontrar un buen marido al que dar hijos sanos en un hogar feliz. Así lo había aprendido de su madre. ¡Diablos!, tampoco era tan malo; los dos querían fundar una familia, envejecer juntos. Él se había alistado en el servicio diplomático con la esperanza de ahorrar algo de dinero para, con el tiempo, poner un negocio o acaso dirigir la granja de pollos del padre de Mildred cuando este se jubilara. Era un negocio próspero y ella sería la única heredera.
Estaba acostumbrado a trabajar con hombres en el servicio. Las mujeres, cuya función era muy importante, se limitaban a acompañar a sus maridos en las recepciones y preparar fiestas. Una fiesta no era igual sin una mujer que se ocupara de los detalles: Los proveedores engañaban con los canapés; el servicio vestía de forma inapropiada y los zapatos no estaban bien lustrados. Sí, empezaba a oír que el Departamento de Estado de su país estaba contratando algunas mujeres para el servicio exterior, así lo comentaban entre colegas; lo hacían para el manejo de los códigos de comunicación, donde se precisaba una paciencia infinita. La suya era una profesión peligrosa, repleta de auténticos bandidos dispuestos a observar como alguien cae envenenado tras un amistoso brindis. No, la equivocada era Joan Alison, no su Mildred, pensó.
—Lo de aprender francés y español no será difícil. En cuanto a lo de escribir una novela... eso parece muy interesante —comentó, dejando sus cavilaciones a un lado—, pero no acierto a comprender cómo podemos ayudarla. Estamos en 1939 y en un lugar peligroso...
—Se lo diré con franqueza, cónsul. He llegado a Tánger hace unos días y ya me he dado cuenta de que las posibilidades de indagar en los secretos de la ciudad están limitadas por mi condición de mujer. Y me rebelo contra ello... pero no quiero comportarme como una idiota; en su momento necesitaré que alguien me apadrine, un hombre que me guíe y a quien pueda indicarle lo que busco.
Grant intercambió una mirada con Mortimer. La mujer hablaba con soltura, sin pausa alguna.
—No pretendo un guía turístico. Quiero un hombre que conozca bien la historia de la ciudad, sus callejuelas, y que sepa identificar a las personas que van a tener un papel relevante en la guerra que se nos viene encima. Ya saben, «el gran juego»...
Ya era un poco tarde y el cónsul decidió dar por terminada la velada.
—Señorita Alison. Usted es estadounidense y nuestra obligación es protegerla. Quedamos a su disposición —dijo Grant en tono suave.
—Sí, ya es hora de dar por acabada la fiesta del 4 de julio —lo secundó su secretario—. Propongo que, con las luces del nuevo día, el señor cónsul y yo discutamos sobre sus planes a medio plazo. Mientras tanto, permítame que la acompañe hasta su alojamiento.
El cónsul se despidió de Joan Alison con la cortesía propia de los diplomáticos; sin excederse en el afecto.
Los apartamentos Le Soleil estaban situados a un par de kilómetros del consulado norteamericano. En los últimos años, aprovechando la presencia de varios arquitectos franceses, los hombres de negocios tangerinos habían levantado edificios de tres o cuatro plantas con la intención de alquilarlos por semanas o meses a la numerosa población de paso en Tánger.
Stanley, al volante de su Ford de 1929, quiso dar un rodeo con el fin de enseñarle algunos rincones de la ciudad. Eludió cualquier comentario sobre la petición que ella les había formulado.
—¿Tiene prisa, señorita Alison?
—Ninguna, Stanley, y llámeme Joan. Soy la mujer con más tiempo del mundo.
El conductor evitó el centro de Tánger y en unos minutos la ciudad blanca había quedado atrás. No tardaron en llegar al mirador de Pericardis.
—Esta es la antigua calzada romana —le explicó él una vez que hubo apagado el motor—. Aquella luz es el faro del cabo Espartel, el lugar preferido por los tangerinos para declararse su amor. El varón que revele su amor en los jardines del faro recibirá, según la leyenda, el mejor don de Alá; hijos hermosos, fuertes y piadosos.
»Le voy a facilitar uno de mis primeros consejos, Joan Alison: mientras esté en Tánger acepte de buen grado las leyendas; las escuchará por doquier y, al cabo de poco tiempo, apenas podrá distinguirlas de la realidad. Para muchos esta ciudad es un espejismo.
—Es muy hermoso —comentó ella, contemplando el paisaje.
—¡Mire! —exclamó él—. ¡A lo lejos, cerca de Espartel, en el cielo!
—No veo nada.
—Fíjese bien, bandadas de aves.
—¡Ah! Sí, las veo.
—Son cigüeñas negras. Vienen desde el norte de Europa y se dirigen a la laguna Smir a hibernar. Ahora, en tiempo cálido, las rezagadas regresan a su lugar de origen. Recorren miles de kilómetros. Si quiere, un día la llevo a verlas.
—Claro, me encantaría. Solo he vivido en Boston y Nueva York y no conozco demasiado la naturaleza.
—No se preocupe. Yo también he descubierto la naturaleza aquí, en Tánger. Esa laguna de la que le hablo no está muy lejos, y en alguna época del año se pueden ver cigüeñas, grullas, flamencos... ¡Es muy hermosa!
Joan Alison miró hacia el horizonte.
—Tengo la impresión de que este viaje va a ser importante para mí. Es todo tan diferente de los lugares donde he estado...
—Eso se lo puedo asegurar. Y otra cosa —siguió Stanley—, olvídese de que estamos en 1939. Eso solo es para nosotros, los extranjeros; para ellos estamos en 1358. Eso también marca las diferencias entre unos y otros. Le ayudará a entender muchas cosas.
—¿Cómo que en 1358? —se sorprendió ella.
—Así es, su calendario empieza el año 622 de nuestra era, cuando el profeta Mahoma tuvo que huir de La Meca hacia Medina.
—¡Caramba!
—¡De qué se sorprende! Para los hebreos estamos en el año 5700.
Volvieron a la ciudad y Stanley aparcó el auto. La noche invitaba a pasear. Las luces salpicaban el puerto y, más allá de la bahía, un puñado de barcos dormitaba sobre las aguas. La soledad del camino que habían dejado atrás contrastaba con las calles que rodeaban la zona portuaria. Eran las once de una noche calurosa y una buena cantidad de sombras masculinas tomaban alimentos en cualquiera de los modestos bares de estilo español.
Un grupo de jóvenes porteurs, vestidos con la bata azul que los identificaba, reía con estrépito sin perder de vista el vehículo que se acercaba.
—No deje de visitar la terraza del Hotel Marshan —le recomendó él en su papel de improvisado cicerone—. Le servirán un buen cóctel y algunos días contemplará como el Estrecho de Gibraltar y la mancha de la costa española se intuyen entre la calima.
Subieron por el bulevar Pasteur. El café Claridge disfrutaba de una abundante clientela, al igual que, unos metros arriba, la estrella de la noche tangerina: el Café de París.
—Solo veo hombres en los cafés —exclamó Alison.
—Así es —aclaró Stanley.
Hombres, siempre hombres; de todas las edades y condición. Hombres que ultiman un negocio en la quietud de la noche, sorbiendo con placer el contenido, sea cual sea, del vaso de té a la menta. Hombres que se hospedan en el lujoso Ville de France, en el Minzah, en el Hotel Velázquez o en la modesta fonda Arturo.
Hombres que acabarán la noche en el casino del Palmarium jugando al black jack y a la ruleta, o al póquer en los salones privados del Kursaal, mientras, al acecho, los dueños y encargados de las casas de empeños merodearán entre las mesas a la espera de que algún jugador sin suerte les haga una señal. El trato es rápido: el jugador muestra con discreción un reloj o una joya y el perista ofrece una cantidad; se regatea en voz baja y se alcanza un acuerdo.
Siempre hombres, de edad mediana o avanzada, viendo como desfilan ante ellos jovencísimos tangerinos de cuerpos bronceados y miradas incitadoras. Por unas pocas monedas —se aceptan las de cualquier país— la ley del deseo les hará levantarse de las terrazas de los cafés y, durante unos minutos, seguirán el rastro de los muchachos, advertirán sus sombras, colegirán pesarosos que los han perdido en un cruce de callejuelas... Pero no, no los habrán perdido, porque todo ello forma parte de un juego que practican con maestría, en la certeza de que la ansiedad de los perseguidores hará subir el precio de una hora de placer en cualquiera de las habitaciones dispuestas para ello en la kasbah, donde velludas manos de hombres de origen portugués o español cobrarán el alquiler de la cama en función de la juventud de la pieza.
Siempre hombres, que esperan a que el sol se oculte para cruzar la puerta de Chez Madeleine o del Deans, o del Parade, donde les aguardan, por fin, las mujeres; prostitutas polacas de piel lechosa o andaluzas de cabello negro repintadas que se ofrecen a ellos ante la mirada atenta de las patronas, a las que los años obligaron a dejar atrás su profesión.
Joan dio las gracias por el paseo a Stanley, que enseguida se excusó por las obligaciones del día siguiente y la condujo a su hospedaje.
Le había gustado Stanley. Rondaría los cuarenta años, especuló. Le había llamado la atención, sobre todo, su mirada sagaz, de un azul intenso. Conservaba en las sienes una buena cantidad de cabellos negros con algunos grises que peinaba de una manera tradicional, con raya. Se notaba su esmero ante el espejo. Iba perfectamente afeitado. Caminaba erguido y poseía espaldas anchas. Era alto y de complexión delgada. Resultaba un hombre atractivo. Además, había advertido en el secretario una abierta simpatía hacia ella, lo que, por alguna razón que ignoraba, no podía decir del jefe de la legación.
Se despidieron en la puerta de los apartamentos. Quedaron en llamarse a lo largo de los próximos días y él no dejó pasar la ocasión de recordarle su compromiso de acudir al consulado para cumplir el trámite de la inscripción.
Mientras regresaba a su domicilio, Stanley pensó en ella; tuvo la impresión de que le iba a proporcionar alguna que otra sorpresa. ¡Y cómo se expresaba! Había advertido una acusada musicalidad en su entonación, y una emotividad fuera de lo común, que acompañaba con unos agradables gestos de las manos.