Conclusiones. El poder y la destrucción de
Hitler
El sello característico del poder de Hitler
era la destrucción. Su «carrera» política comenzó con la
destrucción de la Alemania con la que se había identificado hasta
entonces, «destruida» a su juicio por la revolución «marxista» de
1918. Y llegó a su fin con la destrucción, mucho más completa, de
«su» Alemania por medio de la derrota total y la devastación en
1945. Sus doce años de gobierno destruyeron a la «vieja» Alemania
tanto territorialmente como respecto a su orden social. Destruyeron
asimismo a la «vieja» Europa, tanto físicamente como en cuanto a su
orden político.
Desde el comienzo, la fuerza que movía las
energías de Hitler era una fuerza destructiva. La palabra
«aniquilación» (Vernichtung) no se
desprendió de sus labios, desde sus primeros discursos en las
cervecerías de Múnich hasta sus visiones apocalípticas en el
cuartel general del Führer de Prusia Oriental y en el búnker de
Berlín. La destrucción de los judíos permaneció como la pieza
central del pensamiento de Hitler, desde su empleo como agente de
la Reichswehr hasta la redacción de su testamento político el 29 de
abril de 1945.
La destrucción de los «parásitos»
capitalistas, la «decadente» democracia liberal y los «subversivos»
marxistas pertenecía a su arsenal demagógico desde los primeros
días de su actividad política. Y la destrucción del «bolchevismo
judío» se convirtió pronto en la piedra angular de su entera
«visión del mundo».
El impulso destructivo nunca le abandonó,
incluso en los años que siguieron a 1933, cuando las circunstancias
le empujaban a representar el papel del político y hombre de Estado
en busca de la paz. A finales del verano de 1938 se sintió
defraudado al no poder destruir a los checos. Al verano siguiente,
en 1939, estaba decidido a evitar que nadie le impidiera destruir a
los polacos. Sus directrices políticas para Polonia se basaban en
la destrucción no solo del Estado sino también del pueblo polaco.
Al mismo tiempo, dentro de la propia Alemania, Hitler había
sancionado personalmente un programa de acción, fechado el día del
estallido de la guerra, para destruir la «vida inútil» de los
enfermos mentales y los discapacitados físicos.
En 1941 se dijo a los generales que el
enfrentamiento con el bolchevismo iba a ser totalmente distinto de
la guerra en el Oeste: iba a ser una «guerra de aniquilación»
absoluta, de la que resultaría bien la destrucción total del
enemigo, bien la de Alemania. A esto siguieron la indecible matanza
de los judíos soviéticos y la masacre sistemática de los
prisioneros de guerra capturados. El carácter genocida del
conflicto no solo fue concebido por Hitler: se trataba de la
auténtica premisa de la guerra, que excluía el compromiso. Las
únicas opciones consistían en la victoria final, que no se
consiguió a pesar de los asombrosos triunfos de 1940, o en la
destrucción total. Desde finales de 1941, la derrota y la
destrucción constituían el único resultado posible.
El impulso destructor de Hitler no perdonó
ni a su propio ejército. Las pasmosas pérdidas en el frente le
dejaron totalmente impasible. La única vez que se encontró con
soldados heridos, en un tren estacionado junto al del Führer, hizo
que se corrieran las cortinas de su vagón304. Cuando sus propias
decisiones estratégicas provocaron que el Sexto Ejército alemán se
viera rodeado en Stalingrado, rehusó considerar una retirada y les
condenó a la destrucción. Al reaccionar ante la catástrofe, mostró
su incomprensión frente a la elección del mariscal de campo Paulus,
que prefirió rendirse antes que la muerte305.
En 1944, las esperanzas de Hitler no
residían en la construcción de cazas defensivos capaces de
interceptar a los bombarderos enemigos, sino en convertir en
escombros las ciudades inglesas por medio de las armas-V. Si
hubiera dispuesto de la bomba atómica, no cabe ninguna duda de que
la habría usado contra Londres. Mientras tanto, las ciudades
alemanas se veían crecientemente reducidas a escombros. Hitler
nunca visitó una sola de ellas, ni mostró jamás indicios de
compasión por las poblaciones bombardeadas ni reveló remordimiento
alguno por los sufrimientos que se infligían a las familias
alemanas306.
Invariablemente, sus reacciones consistían en paroxismos furiosos
contra la ineptitud de la Luftwaffe para defender Alemania y
juramentos de vengar la destrucción causando una destrucción aún
mayor en las ciudades británicas.
Al final, de acuerdo con sus propios
principios, Hitler trató de destruir las oportunidades que tenía
Alemania para sobrevivirle a través de la «orden neroniana» y los
mandatos de tierra quemada de 1945. Desde su punto de vista, el
pueblo alemán merecía su propia destrucción, ya que había
demostrado no ser lo suficientemente fuerte como para destruir al
archienemigo del bolchevismo307.
En este catálogo de destrucción, no hay
nada que permanezca como un legado positivo de los años en que
Hitler estuvo en el poder. En las artes plásticas, la arquitectura,
la música y la literatura, el régimen de Hitler ahogó la innovación
y la originalidad. La creación, la escritura y el pensamiento
marcharon en su mayor parte al exilio junto a los representantes
del arte «decadente» y la literatura prohibida. Las pérdidas de la
cultura alemana resultaron incalculables con la emigración forzosa
de escritores del calibre de Thomas y Heinrich Mann, Arnold y
Stefan Zweig, Alfred Döblin y Bertold Brecht, los pintores Wassily
Kandinsky, Paul Klee y Oskar Kokoschka, y los arquitectos Walter
Gropius y Ludwig Mies van der Rohe. Artistas como Emil Nolde y
escritores como Gottfried Benn, que recibieron con grandes
esperanzas al Tercer Reich, se encontraron rápidamente
desilusionados y entraron en una forma de «emigración interior»,
con sus obras prohibidas y su creatividad acabada mientras durase
el gobierno nazi. En el campo musical, las últimas composiciones de
Richard Strauss, el Carmina Burana de Carl
Orff y la continua presencia del director de orquesta Wilhelm
Furtwängler supusieron solo una compensación parcial por la pérdida
de Schönberg y Hindemith y la prohibición de la música de
Mendelssohn y Mahler. El nazismo fue incapaz de llenar el vacío que
dejó esta sangría cultural. Culturalmente, el Tercer Reich
significó doce años estériles.
Tampoco en las esferas de la política y la
economía produjo la era de Hitler algo de valor duradero. No surgió
una forma o sistema de gobierno que pudiera servir de posible
modelo. Las características del Estado hitleriano fueron, de hecho,
la ausencia de estructura, la falta de sistema. El rasgo
predominante consistía, más que en la construcción de un sistema
definido de administración autoritaria, en la destrucción de los
canales inteligibles de la autoridad gubernamental. También en la
economía, el régimen de Hitler dejó solamente lecciones negativas
para el futuro. La «economía nazi» era por naturaleza totalmente
rapaz, desprovista de potencial como «sistema» perdurable. Se
basaba en el concepto de una moderna forma de esclavitud dentro de
un capitalismo dirigido por el Estado, simbolizado sobre todo por
el inmenso complejo industrial de Auschwitz, donde las mayores
empresas alemanas explotaban a la mano de obra esclava hasta que
moría o la liquidaban cuando se agotaba su capacidad de trabajo.
Las contradicciones intrínsecas no proporcionaban en absoluto la
receta para un «nuevo orden» económico duradero. No resulta
sorprendente que ya a mediados de la guerra se discutieran
confidencialmente en los círculos empresariales ideas acerca de un
orden económico más racional en el que los ideales nazis no
representaban ningún papel.
El legado negativo del nazismo, su falta de
capacidad constructiva, ¿es simplemente una consecuencia de la
derrota total de Alemania? Si hubiera ganado la guerra, ¿habríamos
minusvalorado la capacidad del régimen de Hitler para desarrollar
un sistema de poder perdurable? Claro está, todos los planes nazis
de futuro se referían al momento en que se hubiera logrado la
victoria final. Se elaboraron grandiosos proyectos arquitectónicos
para reconstruir las ciudades alemanas a escala monumental,
proyectos en los que Hitler se tomaba el mayor interés: trabajaba
aun en el plan para remodelar Linz cuando el Ejército Rojo se
encontraba ya a las puertas de Berlín308. Hitler
también tenía visiones, que diferían de los sueños neoagrarios de
Darré y Himmler, respecto a una sociedad futura muy avanzada,
altamente industrializada y tecnológicamente desarrollada, para la
cual proporcionarían materias primas las zonas conquistadas y mano
de obra los racialmente inferiores. La industria capitalista
ocuparía su lugar, o pasaría a manos del Estado si así pudiera
gestionarse de manera más eficaz. Los trabajadores alemanes
reemplazarían a una burguesía decadente como la elite políticamente
cualificada. Esta visión implicaba una transformación
revolucionaria de la sociedad alemana309. Mientras
tanto, Robert Ley —jefe del Frente del Trabajo y comisario de la
Vivienda desde 1941— diseñaba enormes programas de viviendas y una
completa reconstrucción futura de los seguros sociales, de acuerdo
con líneas que, si se dejan aparte sus premisas racistas, no
resultaban demasiado diferentes en algunos aspectos de los del Plan
Beveridge británico310. Nada de esto
se vio realizado. Desaparecieron más viviendas bajo la lluvia de
bombas de las que podían seguramente haberse construido con los
ambiciosos proyectos de Ley. Además, el programa de seguros
sociales de la Alemania occidental de posguerra se inspiró en los
antecedentes de la Alemania imperial y de Weimar, no en el modelo
del Tercer Reich.
La visión nazi de una nueva sociedad solo
habría podido realizarse con un resultado favorable de la guerra.
Se ha dicho que Hitler, en las últimas semanas del Tercer Reich,
afirmó que necesitaba veinte años para producir una elite que
hubiera bebido sus ideales como si fueran la leche materna. Pero,
añadió, el problema era que el tiempo siempre había jugado en
contra de Alemania311.
En realidad, la apuesta hitleriana había
sido defectuosa desde el principio. El régimen nazi había sido
incapaz de luchar en la guerra que deseaba y en el tiempo y los
términos que prefería. Una vez dentro de una guerra a gran escala,
que no había querido antes de 1939 pero cuyo riesgo había asumido,
solo podía obtenerse una salida rápida o una paz limitada a través
de la capitulación occidental. El avance para lograr la hegemonía
continental descartó cualquier acuerdo de compromiso con Alemania,
más aún con cada nuevo paso en el bárbaro camino expansionista.
Además, con Gran Bretaña todavía sin conquistar, el impulso
expansivo alemán exigió el ataque a la Unión Soviética. El intento
de destruir a la Unión Soviética en tan solo unos meses no era
simplemente una cuestión de voluntad ideológica y locura racista.
Dada la premisa de una guerra por el poder supremo en el continente
europeo, se trataba de un movimiento desesperado para conducir a
Gran Bretaña a la mesa de negociaciones, atajar la cada vez más
segura entrada de Estados Unidos en el conflicto y asegurarse las
materias primas imprescindibles.
Algunas veces se afirma que Alemania estuvo
a punto de ganar la guerra a finales de 1941, y que podía haberlo
hecho si se hubiera permitido a las tropas alemanas presionar con
el fin de tomar Moscú en lugar de, según las órdenes de Hitler,
desviarse hacia el sur. Esta tesis parece equivocada. Tanto
estratégica como económicamente, el barrido a través de Ucrania con
la intención de conquistar el Cáucaso era probablemente la decisión
correcta312. La toma de Moscú habría significado una
derrota para el prestigio de la Unión Soviética, pero no habría
acabado con la guerra. El grueso del potencial industrial soviético
necesario para proseguir la lucha habría permanecido intacto. Las
alargadas líneas de comunicación alemanas habrían quedado muy
expuestas a contraataques por los flancos. Más importante todavía,
es incluso poco probable que hubiera funcionado la jugada para
obligar a Gran Bretaña a sentarse en la mesa de negociación y
mantener a los Estados Unidos fuera de la guerra. Y aunque hubiera
tenido los recursos de las zonas occidentales de la Unión Soviética
a su disposición, Alemania, con una economía armamentística
gestionada de manera ineficiente, una estructura política mal
organizada, su fuerza militar comprometida aun en todos los frentes
y la perspectiva de un conflicto interminable con la resistencia
partisana fomentada directamente por la brutalidad nazi, no habría
tenido una respuesta que oponer al poderío material de los Estados
Unidos. Además, en el desarrollo de la bomba atómica Alemania
andaba varios años por detrás de Estados Unidos y no podría haber
tenido lista el arma hasta 1947 como muy pronto313.
De hecho, incluso si hubiera tomado Moscú,
el régimen nazi habría sido incapaz de poner límite a las victorias
logradas y asentarse para consolidar las ganancias obtenidas.
Hitler y la jefatura militar hablaban ya de la expansión en Oriente
Medio. El «sistema» simplemente no podía quedarse quieto. La
expansión continua y sin límites se encontraba en la misma esencia
del nazismo. La predicción más plausible en el juego contrafactual
es, por tanto, que la guerra habría continuado y que el resultado,
si bien con cierto retraso, no habría sido muy distinto del que
efectivamente fue.
El guión menos probable alude a una Europa
que se hubiera estabilizado en un largo período de paz bajo el
tacón de la bota nazi y a un régimen de Hitler que hubiese moldeado
una forma de gobierno bien coordinada y estable. El «nuevo orden»,
tal y como se pudo ver en Polonia y Rusia, no conducía en absoluto
a una estructura lógica de mando. Al contrario, reflejaba, en una
escala mucho mayor, la lucha desorganizada por ganar poder, la
rapacidad y la continua oposición entre feudos privados, que habían
constituido ya características destacadas del régimen de Hitler y
del mismo Reich.
Además, la cuestión más evidente acerca de
la continuidad del gobierno nazi, la del sucesor de Hitler y la de
cómo elegir, seleccionar o designar a dicho sucesor, quedó
completamente abierta. El nombramiento de Göring como sucesor
adquirió, conforme avanzó la guerra, un carácter cada vez más
nominal. Hitler se negó a implantar el senado nazi que, según se
preveía, determinaría quién sería el segundo Führer. Y las amargas
enemistades que dividían a los jefes nazis hacen difícil imaginar
que Himmler, Bormann, Goebbels o Speer lograran asegurarse la
necesaria legitimación dentro de las filas nazis para adquirir
poder y consolidar un prolongado período de mando o que pudiesen
haber convertido de manera factible el nazismo en una forma
sistemática de gobierno.
De todo ello se desprende que no solo la
destrucción, sino también la autodestrucción, resultaba
consustancial con la forma nazi de gobernar. El nazismo era capaz
de destruir a una escala masiva, pero no de crear un sistema
duradero de mando o de perpetuar y reproducir su propio «Behemoth»
de saqueo y explotación, monstruoso y desatado. Desde luego, hizo
falta combinar el poderío de los Estados Unidos, la URSS y Gran
Bretaña para poner de rodillas al Tercer Reich. Pero eso solo da
cuenta del vigor de la fuerza bruta y del potencial destructivo que
le quedaban a un sistema que, entre la espada y la pared, se
enfrentaba con su completa desaparición, y de la tenacidad con que
las fuerzas armadas y la población civil alemanas lucharon por lo
que, al menos desde las Navidades de 1941, era una causa
perdida.
Estos comentarios apuntan sin duda alguna a
la conclusión, que los capítulos precedentes han tratado de
demostrar, de que la naturaleza destructiva —y autodestructiva— del
nazismo no puede reducirse al impulso personal de destrucción del
propio Hitler. La destrucción que encarna el mero nombre de Hitler
no fue el producto de la imaginación, la voluntad y la crueldad de
un solo hombre, sino que era inmanente al mismo «sistema» nazi. La
preocupación por la «psico-historia» de Hitler puede ofrecer pocas
pistas acerca de por qué una sociedad compleja y moderna estaba
lista para seguir a Hitler al abismo. Sin la amplia disposición de
muchos, incluso entre aquellos que no eran en absoluto nazis ávidos
y convencidos, a «trabajar», directa o indirectamente, «en la
dirección del Führer», la forma peculiar de poder personal ejercido
por Hitler habría quedado desprovista de fundamentos sociales y
políticos.
El apoyo popular a la forma que adoptaba el
poder de Hitler resultaba indispensable para el ejercicio efectivo
de ese poder. Hitler no era un tirano impuesto sobre Alemania,
sino, en muchos sentidos, y hasta bien entrada la guerra, un líder
nacional muy popular. La extensión de su popularidad constituía una
condición importante para la expansión de su poder personal. La
dinámica destructiva que se encarnaba en la persona de Hitler no se
comprende al margen de las motivaciones sociales y políticas que
conllevaban la aceptación de una forma sin trabas de gobierno
personal.
Una clave del carácter extraordinario del
poder de Hitler reside, de acuerdo con los resultados de nuestro
análisis, en el concepto, extraído de Max Weber, de «gobierno
carismático». Este concepto proporciona el vínculo crucial entre
las motivaciones sociales que forjaron los lazos con Hitler, la
peculiar expresión del poder personalizado que constituyó un rasgo
capital de la dominación política en el Tercer Reich y la dinámica
destructiva del nazismo.
Ya subrayamos las características del
«gobierno carismático» en la introducción. Hemos utilizado el
concepto en un sentido específico para retratar una forma de
gobierno personal basado sobre la percepción de un liderato
«heroico» por parte de los «seguidores» de un líder. Se trataba de
una forma de gobernar que, al surgir de una crisis del sistema, era
imposible de reconciliar con un gobierno sistemático. Resultaba
pues intrínsecamente inestable, consustancialmente destructiva de
las estructuras reguladas y asimismo, al depender de los éxitos
continuos y evitar subsumirse en el gobierno «rutinario»,
autodestructiva en última instancia.
Este modelo puede aplicarse con claridad a
muchos de los temas estudiados en los capítulos precedentes. Se
relaciona en primer lugar con el atractivo cuasimesiánico que
poseía Hitler para millones de alemanes incluso antes de 1933,
cuando el colapso de la legitimación del Estado de Weimar produjo
la disponibilidad a aceptar una forma de gobierno totalmente
distinta, basada en la autoridad personal, que implicaba una
responsabilidad también personal. El modelo se adecúa asimismo
tanto a la perseverancia de la visión «misionera» de Hitler como a
su incapacidad para ocuparse de la formulación racional de
políticas de «rango medio» y del establecimiento de prioridades
claras y factibles. Se corresponde con la debilidad de Hitler hacia
las cuestiones que afectaban a su propio prestigio, su predilección
por el efecto teatral y por el impacto propagandístico de un gran
golpe, sus temores acerca de su posible pérdida de popularidad, su
renuencia a enfrentarse con el pueblo alemán cuando se sucedían los
reveses en los últimos años de la guerra. Encaja con la incapacidad
de Hitler para tomar partido y llegar a decisiones claras sobre
asuntos de personal que afectaban a peticionarios rivales entre los
Gauleiter u otros jefes locales, lo cual también se debía a razones
de prestigio y a que su posición le exigía permanecer ajeno a la
lucha política interna y conservar la lealtad de todos sus
paladines. Más aún, pertenece a una clase de dominación política en
la que las lealtades personales de tipo neofeudal obtenían la
primacía sobre las estructuras burocráticas de gobierno, el estatus
formalizado se sustituía por el puesto en el séquito del líder
supremo, la propiedad pública se repartía en dominios privados y la
explotación económica, de acuerdo con las metas visionarias del
líder, se concebía como una forma modernizada de producción
esclavista. Asimismo, el modelo de «gobierno carismático» concuerda
con la erosión del aparato de la administración gubernamental y el
desgaste de cualquier cosa que recordase un sistema ordenado o racional de gobierno. Por último,
indica una forma de gobernar cuya dinámica no podría permitirse la
desaceleración, en la que la predilección propia de Hitler por el
juego de «todo o nada» no era solo una elección personal, sino que
estaba condicionada estructuralmente por la necesidad de evitar el
estancamiento y conseguir éxitos sobre los cuales, al final, podía
descansar el «gobierno carismático».
Los dos últimos puntos parecen vitales. La
erosión del gobierno «racional» por parte del mando personalizado
ofrecía un marco para la autonomía creciente del líder
«carismático» y provocaba la «autoselección» (sin una corriente de
órdenes claras que viniera de arriba) de las «directrices para la
acción»314 que establecía
la «visión» ideológica del líder como metas importantes por las
cuales debía trabajar toda la sociedad. Así, los objetivos
ideológicos más estrechamente identificados con el líder ocuparon
gradualmente el centro del escenario, sin que el líder tuviera
necesariamente que proporcionar directrices claras para su
aplicación. Sin embargo, el dinamismo en el corazón del «gobierno
carismático» resulta inagotable. No puede haber, por el concepto
mismo de «gobierno carismático», una concesión a la «normalidad» o
a la «rutina», ni el trazado de una línea final para la obtención
de metas. La «visión» del líder debe seguir siendo una visión, sean
cuales sean las partes que se ejecuten de ella finalmente. Cuanto
más duraba el mando de Hitler menos probable era que se deslizase
hacia un «sistema», a la vez que destruía aún más cualquier modelo
de estructura gubernamental organizada. Cuanto más tiempo
continuaba, más extensos, no más restringidos, se volvían los fines
visionarios y expansionistas. La «utopía» y el «gobierno
carismático» iban de la mano. Pero, como no podía obtenerse la
estabilidad de un sistema gubernamental «normal», la inestabilidad
intrínseca del «gobierno carismático», dado el tipo de «utopía»
prevista por Hitler, debía ser finalmente no solo destructiva sino
autodestructiva. Las tendencias suicidas personales de Hitler
—detectadas, por ejemplo, en los tiempos del golpe de Estado de
1923, a la muerte de su sobrina Geli Raubal en 1931, durante la
crisis Strasser en 1932 y en una serie de momentos aciagos en el
otoño de 1944315— se mezclaron con la incapacidad de su
forma de gobierno autoritario para reproducirse y sobrevivir.
Carente de energía constructiva y creativa,
articulando tan solo impulsos de destrucción cada vez más
violentos, el final más apropiado para el poder de Hitler era,
pues, el final que efectivamente tuvo: una bala en la cabeza,
dejando que el pueblo alemán pagara el precio de su disposición a
dejarse estafar por un líder que no ofrecía opciones políticas
limitadas, sino una tentadora visión milenarista, aunque vacía e
ilusoria, de la redención política.