II. La conquista del poder
A la hora de analizar cómo el poder del
Estado alemán pudo ponerse a disposición de Hitler hay que
distinguir tres procesos distintos. El primero se concreta en la
consecución por parte de Hitler de un dominio sin discusión dentro
del Partido Nazi, que para finales de la década de los años 20
había incorporado y unificado las diversas tendencias de la derecha
völkisch y había adoptado el principio del
liderato como su rasgo organizativo vital, derivado de la forma en
que Hitler percibía la misión histórica de salvar a Alemania. El
segundo sigue, a comienzos de los 30, la capacidad de Hitler para
extender su atractivo, más allá de los niveles de apoyo iniciales
en la extrema derecha radical völkisch, a
más de un tercio de los votantes, lo que le permitía reclamar el
poder con el argumento de que solo él podía «dirigir» a las masas.
El tercero repasa cómo los grupos de elite no nazis, con puntos de
vista claramente moderados acerca de las pretensiones
«carismáticas» de poseer una misión, pero también con influencia
sobre quienes ejercían el poder en la Alemania de Weimar, pudieron
interesarse por Hitler, y cómo estos mismos mediadores, cuando
Hitler parecía cualquier cosa menos seguro de tener un futuro
triunfante, estuvieron dispuestos a alzarle hasta el puesto de
canciller. En estos tres procesos, el papel personal desempeñado
por Hitler se vio en gran medida eclipsado por asuntos y
acontecimientos situados más allá de su propio control.
Desde que Hitler fue nombrado canciller el
30 de enero de 1933, se ha planteado la pregunta de cómo un
candidato tan inverosímil fue capaz de llegar al poder. Se han
ofrecido respuestas muy variadas. Para los propios nazis, la
respuesta era la que Hitler nunca se cansó de exponer en la
invocación de la «historia del partido» que precedió, con extensión
desmedida, a muchos de sus discursos importantes durante el Tercer
Reich. Según esta versión, el ascenso del nazismo, desde sus
comienzos humildes hasta la «conquista del poder», se había logrado
solo mediante «el triunfo de la voluntad». Una lucha incesante
—siempre se refirieron a este período como «el tiempo de la
lucha»—, con todo en contra, pero con el apoyo de la fe ciega de
una multitud de partidarios cada vez mayor en pos de una causa
justa, finalmente había conseguido superar las adversidades, vencer
a enemigos poderosos y unir a la nación para salvar a Alemania de
la destrucción por parte del bolchevismo.
Esta leyenda heroica del partido tenía un
valor puramente propagandístico. No había nada inevitable en el
triunfo de Hitler en enero de 1933. Cinco años antes, el Partido
Nazi constituía un molesto elemento marginal en la política
alemana, pero nada más. Las elecciones de 1928 les habían dado solo
el 2,6 por 100 del voto y doce escaños en el Reichstag.
Acontecimientos externos como el plan Young para ajustar los pagos
de las reparaciones de guerra alemanas, el crack de Wall Street y la decisión, totalmente
innecesaria, de Brüning de convocar elecciones en el verano de
1930, situaron a los nazis en el mapa político. Aunque en ese
momento la democracia tenía un futuro poco halagüeño, una dictadura
nazi tenía menos posibilidades que cualquier otra forma de gobierno
autoritario, como una dictadura militar o incluso una nueva versión
del estilo bismarckiano de gobernar, probablemente bajo una
monarquía restaurada. Tanto el azar como los desaciertos de los
conservadores representaron en el acceso de Hitler al poder un
papel más importante que cualquiera de las acciones del propio
líder nazi.
EL MOVIMIENTO
Los movimientos autoritarios, tal y como
demuestra la historia del período de Entreguerras y de la
posguerra, son por su propia naturaleza especialmente proclives a
las divisiones, al surgimiento de facciones y a las batallas
internas por el poder. El desarrollo inicial del Partido Nazi
indica que no fue una excepción. Como Partido de los Trabajadores
Alemanes, comenzó a funcionar en 1919 como una de las más de
setenta sectas de extrema derecha que se fundaron entonces. Todas
compartían una ideología völkisch similar
en lo fundamental —basada en una versión radical del nacionalismo
racista—, surgieron durante el año que siguió al final de la
Primera Guerra Mundial y florecieron en un ambiente de estrépito
contrarrevolucionario, que se extendió sobre todo en Baviera. Desde
el comienzo, las desavenencias sobre tácticas y estrategias, las
disputas acerca de puntos de vista ideológicos y los choques
personales fueron parte esencial de las muchas ramas del movimiento
völkisch. Dentro del joven Partido Nazi, el
propio Hitler provocó en 1921 la primera pugna por el poder, que
tuvo como resultado el asentamiento de su posición estatutaria como
jefe del partido. Después del fracaso del golpe de la cervecería, a
finales de 1923, el frente unitario provisional que se había
alcanzado dentro de la extrema derecha se hundió y el propio
Partido Nazi se escindió en una serie de grupos rivales. La rabiosa
fragmentación en facciones se prolongó hasta después de la
refundación del Partido en 1925 y significó una amenaza para la
preeminencia de Hitler, que se resolvió con cierta dificultad a
comienzos de 1926.
Incluso después de 1930, cuando ya la
posición de dominio de Hitler estaba consolidada y el movimiento
nazi se iba haciendo cada vez más fuerte, hubo momentos en los que
el NSDAP se vio amenazado por una rebelión de su brazo paramilitar,
la SA, y tuvo que sobrevivir a la separación de miembros
destacados, principalmente la de Otto Strasser en 1930 y, sobre
todo, la de su hermano Gregor Strasser, el segundo hombre fuerte
del partido, a fines de 1932. Además, la pertenencia al partido era
en sí misma muy irregular, con una importante rotación de los
afiliados. La historia del Partido Nazi hasta 1933 muestra
claramente que se trataba de un movimiento muy inestable, que
albergaba facciones e intereses extremadamente distintos y fuertes
tendencias centrífugas y desintegradoras.
Por lo tanto, el «liderato» en sí mismo no
representaba una garantía de unidad interna. Sin embargo, existen
razones para imaginar que, sin la intensificación de la autoridad
suprema de Hitler dentro del movimiento, exaltada por un culto a la
personalidad inusualmente fuerte, el partido se habría venido abajo
a causa de las divisiones faccionales. Sea como fuere, Hitler
siguió siendo el mayor activo del partido, su imán populista y el
que conseguía más votos. La mayoría de los dirigentes reconocía que
las oportunidades de conseguir o no el poder estaban en sus manos.
Esto convenció a los cabecillas de las facciones para que aceptaran
la necesidad de dar, al menos hacia el exterior, una imagen de
unidad. Y alentó a los que se encontraban en el centro del partido
a trabajar de manera activa para construir y aceptar el culto al
Führer, que ensalzaba a Hitler más allá de toda crítica y era
fuente de la ortodoxia ideológica y foco de obediencia ciega. Esto
se llevó a cabo desde mediados de la década de los años 20, no solo
por quienes, como Hess, sentían veneración sincera por Hitler, sino
también por otros personajes destacados como Gregor Strasser, que
estaban dispuestos, a pesar de sus reservas hacia Hitler, a
colaborar en la instrumentación del culto al Führer. Una vez
consolidado, hacia fines de los 20, y reforzado más adelante por
los triunfos electorales de 1930 y 1932, el culto al Führer
desarrolló su propia autonomía relativa, que hizo más cómoda la
posición de Hitler, al debilitar al principio las tentativas de
oposición y vincular al partido, cada vez más, a su propia
estrategia de «todo o nada» para conquistar el poder.
Por lo tanto, el culto al liderato resulta
clave en el desarrollo global de los fundamentos del poder de
Hitler dentro del movimiento nacional-socialista y del carácter y
la dinámica de la organización nazi anterior a 1933. La autoridad
«carismática» se construyó en el seno de la propia base
organizativa del movimiento, lo que hizo que la relación de Hitler
con su partido fuera distinta de la de cualquier otro dirigente
político en aquellos momentos. Además, lo dotó de un halo de
«grandiosidad» desde la que su pretensión de lealtad exclusiva,
como encarnación de una misión mesiánica en la construcción de una
«nueva Alemania», se expandía desde el círculo más próximo hacia un
cuerpo más amplio de creyentes, una «comunidad carismática»
ampliada. Le proporcionó la legitimidad necesaria en el partido
para contrarrestar las tendencias desintegradoras que
caracterizaban al movimiento.
Como ya se ha señalado, Hitler atrajo la
atención primero como un propagandista, agitador y demagogo
insólitamente hábil. En solo unos meses, se convirtió en el orador
estrella del joven Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores
de Alemania (que se había llamado hasta febrero de 1920 Partido de
los Trabajadores de Alemania). Fue Hitler quien expuso el programa
del partido, que él mismo había redactado y preparado en parte, el
24 de febrero de 1920. A lo largo de ese mismo año se dirigió en
más de treinta ocasiones a auditorios que oscilaron entre unos
cientos y más de dos mil personas. Con Hitler como cabeza visible
del partido, la afiliación alcanzó la cifra de 2.000 militantes a
finales de 1920 y de 3.300 en agosto de 192180, un aumento muy
considerable teniendo en cuenta que el propio Hitler se convirtió
en el miembro número 55 del partido en septiembre de 191981. Aunque la
mayoría de quienes eran arrastrados por la oratoria de Hitler
procedía de las clases medias bajas de Múnich, también algún que
otro ricachón influyente en los círculos sociales y políticos de la
ciudad mostró interés por el revuelo que provocaba.
A través de Ernst Röhm, más tarde jefe de
la SA y miembro del Partido de los Trabajadores de Alemania desde
1919, Hitler hizo contactos importantes en el ámbito de los
dirigentes de la derecha radical y los paramilitares. Su antiguo
jefe en la unidad de «educación» de la Reichswehr, Hauptmann Karl
Mayr, se encargó de que el ejército pagara 3.000 folletos sobre el
Tratado de Versalles, que el partido distribuyó en 1920. En una
carta a Wolfgang Kapp, exiliado de extrema derecha que había
participado en el putsch, le comentó que
tenía grandes esperanzas depositadas en Hitler y su
movimiento82. Y Dietrich
Eckart, uno de los mentores «intelectuales» de Hitler, contribuyó
de forma estimable a la recaudación de fondos y a la búsqueda de
mecenas acaudalados en el entorno völkisch.
Fueron las garantías financieras de Eckart, junto a una aportación
de 60.000 marcos de los fondos de la Reichswehr, gestionadas por
Röhm y Mayr, las que permitieron al partido comprar su propio
periódico, el Völkischer Beobachter, a
comienzos de 1921. Por lo tanto, puede afirmarse con cierta razón
que estos tres personajes —Röhm, Eckart y Mayr—, fueron las
«parteras de la carrera política de Hitler»83.
En 1921, Hitler ya había eclipsado al
primer jefe (y cofundador) del partido, Anton Drexler. Fue
inevitable que se produjera un choque entre ellos, incitado por
maniobras de fusión con facciones rivales del movimiento völkisch.
Hitler se opuso sin más a estas tendencias. Sin duda, temía que una
fusión pudiera debilitar su propio control del partido y arruinar
la tarea —reforzada por la repercusión de su demagogia— que
concebía para sí mismo: la de ser el «tambor» de la derecha
nacionalista. Cuando Drexler inició las gestiones para la fusión
durante la ausencia de Hitler, éste dejó el partido encolerizado,
causando una grave crisis que se resolvió cuando Eckart negoció el
retorno de la «prima donna» del partido en condiciones que le
otorgaban plenos poderes dentro del movimiento.
Todo parece indicar que los actos de Hitler
durante la crisis se debieron más a una reacción acalorada y
espontánea, ante circunstancias que no podía controlar, que a una
estrategia premeditada para hacerse con el poder absoluto. Sin
embargo, el hecho de que fuera un propagandista indispensable
significaba que tanto su inflexibilidad como su negativa a hacer
concesiones se convirtieron en una ventaja que fortaleció sumamente
su posición en el partido.
La organización siguió expandiéndose con
rapidez. A fines de 1922 había alrededor de 20.000 militantes, que
en el momento del putsch ascendían a
55.000, sobre todo en Baviera, y fundamentalmente de origen
pequeñoburgués. Desde 1921, el partido contaba con su propia
organización paramilitar, la Sturmabteilung
(SA). Aun así, hasta que se produjo el putsch el movimiento nazi distaba mucho de ser la
pieza más importante del conjunto de organizaciones paramilitares
«patrióticas» de la extrema derecha en Baviera. El crecimiento
continuo del partido se podía atribuir todavía en buena parte al
talento de Hitler como agitador y azote del sistema de Weimar,
mientras la hiperinflación, la ocupación del Ruhr y la
inestabilidad gubernamental parecían apuntar al inminente
derrumbamiento de la democracia.
Para todos los que estaban predispuestos a
ser atraídos por el mensaje, los discursos de Hitler resultaban
electrizantes. Uno de sus primeros admiradores, Kurt Lüdecke, al
recordar su reacción cuando escuchó a Hitler hablar en 1922,
escribió que sus facultades críticas se vieron anuladas, que se
sintió poseído por el «hechizo hipnótico que provenía de la fuerza
viva de su convencimiento», que «la intensa voluntad del hombre, la
pasión de su sinceridad» «parecía manar de él hacia mí», que todo
ello constituía una experiencia que solo podía comparar con la de
una conversión religiosa84. No son raros
relatos así de los discursos de Hitler. Sin embargo, dadas las
condiciones de Baviera a comienzos de los años 20, aunque la
demagogia de Hitler arrastraba a las masas de la clientela
völkisch, sin apoyo externo ni contactos
influyentes podía muy bien haber seguido siendo un mero agitador de
cervecería.
Los primeros conversos acomodados, como
Lüdecke y Putzi Hanfstaengl, licenciado en Harvard y vástago de una
respetada familia de marchantes de obras de arte de Múnich, le
ayudaron a introducirse en los salones de la alta burguesía de
Múnich. Los editores Julius Lehmann (que ya simpatizaba con el
partido desde hacía tiempo) y Hugo Bruckmann, y el fabricante de
pianos Cari Bechstein se encontraban entre los que apadrinaron a un
invitado tan poco apropiado en las veladas de la buena sociedad. El
mariscal de campo Ludendorff, la figura de mayor prestigio de la
extrema derecha, también hizo uso de su influencia para recomendar
a Hitler en círculos sociales que de otra forma le habrían estado
vetados.
Más importante todavía fue la protección
que Hitler y su movimiento recibieron de las autoridades bávaras.
Los nazis pudieron valerse de las simpatías nacionalistas de los
dirigentes de la policía, la judicatura y el ejército en un Estado
que se veía a sí mismo como el bastión de la derecha patriótica
frente al socialismo que se extendía por Prusia, Sajonia, Turingia
y otras partes. A medida que se ampliaban las conexiones con
Ludendorff y con las otras organizaciones paramilitares en Baviera,
junto al importante papel desempeñado por Röhm como intermediario,
el movimiento nazi pudo beneficiarse de las ayudas financieras que
iban a parar a la derecha «patriótica» en su lucha contra el
«peligro rojo». Además, las posibilidades que tenía Röhm de
conseguir las municiones que, procedentes de las unidades de
milicias contrarrevolucionarias disueltas, había recogido la
Reichswehr, resultaron vitales al permitir a Hitler abastecer de
armas, vehículos y otros equipos a la SA en 1923. También fue Röhm
quien «cocinó» en septiembre de 1923 la jefatura de Hitler sobre el
Deutscher Kampfbund, la fusión compuesta
por el NSDAP, Bund Oberland y Reichsflagge, que constituyó la organización
paramilitar más radical y violenta de todas las de Baviera.
Sin el auspicio, la protección y la ayuda
de la burguesía de Múnich y de las autoridades políticas y
militares, no habría sido posible el tránsito de Hitler a una
posición destacada dentro de la derecha radical bávara. Y, aunque
esta fase de la historia del partido culminó con el desastre del
Bürgerbräukeller en noviembre de 1923, que Hitler lograra eclipsar
a Ludendorff en el juicio de febrero y marzo de 1924 significaba
que podía reivindicar su consideración como la nueva cabeza visible
del movimiento völkisch, aun cuando a estas
alturas pudiera parecer que sus mejores días ya habían pasado.
Resultó apropiado que el momento clave para asentar su predominio
viniera dado por una nueva pieza maestra de agitación ante sus
comprensivos jueces en Múnich.
La desintegración del prohibido movimiento
nazi durante la estancia de Hitler en la cárcel confirmó lo
indispensable de su caudillaje; y, al margen de sus diferencias,
las diversas facciones nazis que surgieron de la división
compartían su veneración por el jefe encarcelado. Por otra parte,
su actuación en el juicio había aumentado la fama de Hitler entre
los partidarios de la derecha radical fuera de Baviera. Aunque las
disputas entre facciones continuaron con marcada crudeza y encono
durante más de un año tras su salida de la cárcel y la refundación
del partido en febrero de 1925, su posición había salido
enormemente fortalecida gracias al realce de su estatus y más allá
de la quiebra del movimiento posterior al golpe. Cuando en febrero
de 1926 estalló una crisis de objetivos y estrategia en el partido,
Hitler poseía suficiente fuerza, mediante su control de una zona
estratégica como Múnich, para acabar con ella.
En parte, la crisis se debió a
enfrentamientos entre dirigentes que se remontaban a las duras
luchas de los días de la escisión después del putsch y a la impopularidad en su patria chica de
Baviera de algunas de las fuerzas predominantes en el partido, como
sobre todo el entonces jefe de propaganda Hermann Esser y Julius
Streicher, jefe nazi en Núremberg. Lo que provocó la crisis de
manera más destacada fue el desencanto expresado por algunos
miembros relevantes de la organización en el norte y el oeste de
Alemania (fundamentalmente Gregor Strasser, que había entrado en
una facción del norte tras la ruptura del viejo partido en 1924) a
propósito de la vaguedad del programa de 1920, el abandono de las
reivindicaciones «socialistas» en el tono político de Múnich y la
estrategia que se había adoptado. Cuestiones como la participación
en las elecciones —siguiendo la táctica posgolpista de Hitler de
hacerse con el poder por medio de las urnas y no a través de la
insurrección— o el apoyo a un referéndum pedido por la izquierda
para expropiar los bienes de las antiguas casas reales, o si la
futura política exterior debía inclinarse del lado de Rusia frente
a occidente o dirigirse más bien a la conquista de aquélla en favor
del «espacio vital» para Alemania, eran todas objeto de discusión.
Pero el factor decisivo que llevó a Hitler a actuar fue la demanda
de un nuevo programa para el partido. La adopción de un nuevo
ideario habría significado no solo la infinita negociación de la
«doctrina» partidista, sino también, y este aspecto resultaba
fundamental, aceptar que el propio jefe estaba atado por un plan.
El dominio de Hitler sobre la organización, que no procedía del
programa sino de la personificación de la «idea» en su «misión», se
hubiera visto gravemente dañado. Se habría sustituido la esencia
«carismática» del partido por un proyecto concreto.
Hasta principios de 1926, Hitler había
permanecido inactivo. Su característica indolencia para la gestión
del día a día había dejado a la dirección del partido completamente
en manos de otros, lo que le proporcionó tiempo para concentrarse
en la escritura del segundo volumen de Mein
Kampf. Se mantuvo apartado de la crisis que se avecinaba. Las
acciones de los jefes del partido en el norte, que con el permiso
expreso de Hitler se habían constituido en «grupo de trabajo», no
llegaron a ser una sublevación contra el propio Hitler. Sin
embargo, a comienzos de 1926 ya estaba claro que la crisis
significaba un desafío a la misma base de su autoridad como
líder.
Como de costumbre, Hitler actuó cuando no
tuvo más remedio. En una reunión de jefes del partido convocada
para el 14 de febrero de 1926 en Bamberg, su discurso puso fin a
las expectativas de la «facción» reformista, que, en cualquier
caso, ya estaba dividida desde sus comienzos. Reiteró que la misión
del partido consistía en aplastar al «bolchevismo judío», punto que
no había aparecido en el programa de 1920, con Italia y Gran
Bretaña como aliados naturales de Alemania, en lugar de trabajar
para formar una entente con Rusia, y se opuso a la expropiación de
los bienes de los príncipes85. Y, lo que resultaba más importante, se
identificó completamente con el programa vigente. Proclamó que el
ideario de 1920 «era el fundamento de nuestra religión, nuestra
ideología» y que andar manipulándolo hubiera equivalido a
«traicionar a aquellos que perecieron creyendo en nuestra
Idea»86. Quedaba pues
de manifiesto que rechazar el programa era lo mismo que rechazar a
Hitler, la «idea» y la memoria de los «mártires» del putsch de 1923.
El llamamiento a la lealtad salió
triunfante. La «oposición», que como tal nunca se enfrentó a Hitler
ni a la «idea», sino que había surgido de la indefinición de la
propia «idea», se desvaneció. La organización central del partido
se hizo más rígida. Los dirigentes del norte aceptaron su derrota y
volvieron al redil. Goebbels, que estaba consternado después de la
reunión de Bamberg, recibió una invitación de Múnich, donde se le
trató como a una celebridad y Hitler lo envolvió con su encanto
personal. Goebbels se rindió. «Hitler es grande», escribió en su
diario. «Nos estrechó la mano a todos calurosamente. ¡Lo pasado,
pasado está!... Me inclino ante el hombre más grande, ante el genio
político»87. Poco después, en mayo de 1926, el primer
congreso del partido después del golpe, celebrado en Weimar, se
convirtió en una muestra pública de adhesión a Hitler y declaró que
el programa de 1920 era inalterable. La crisis había acabado. Se
desterraba cualquier atisbo de democracia interna en el partido.
Todo el poder sobre las decisiones que estuvieran relacionadas con
asuntos de ideología o de organización recaían, tal y como se
aceptó entonces, en la persona de Hitler. Ya estaba preparado pues
el camino hacia la plenitud del «partido del Führer».
En el contexto general de la política
alemana del momento, todo esto tenía poca importancia. La
democracia había recibido su bautismo de fuego en la crisis de
posguerra. La moneda, tres años después de la hiperinflación de
1923, se había estabilizado, la economía repuntaba, los «años
dorados» de la cultura de Weimar se encontraban en plena actividad,
no había existido otro momento igual de calma en la actividad
política desde 1918 y la extrema derecha se limitaba a atraer a un
núcleo reducido de votantes. El futuro parecía prometedor y sin el
envite de la crisis económica mundial de 1929 podría haber seguido
así.
Sin embargo, en este preciso momento, a
fines de los años 20, cuando el Partido Nazi se hallaba en su
particular travesía del desierto, se creó una estructura
organizativa que permitió al NSDAP explotar la crisis, a raíz de la
Depresión, de un modo mucho más eficiente que el que había
caracterizado a los variadísimos movimientos de la derecha radical
a la hora de afrontar la etapa inflacionista de los años 1922 y
1923. Aunque el voto potencial anterior a 1926 resultaba
insignificante, la base de los activistas del NSDAP se había
consolidado de forma notable, por lo que cuando estalló la crisis
el partido contaba con más de 100.000 militantes.
En este período, el culto al Führer ligado
a Hitler quedó totalmente institucionalizado dentro del movimiento
y se establecieron los cimientos para transmitirlo a un electorado
más amplio a comienzos de la década de los 30. Un símbolo externo,
significativo de la supremacía de Hitler, fue la introducción del
saludo «Heil Hitler» como fórmula obligatoria entre los miembros
del partido. La figura más destacada del grupo «reformista» de
1925-1926, Gregor Strasser, se situaba abiertamente entre los que
idolatraban a Hitler y escribió en una publicación partidista
acerca de la «devoción completa a la idea del Nacional Socialismo»,
combinada con «un profundo amor por la persona de nuestro líder que
es el héroe victorioso de los nuevos combatientes de la
libertad»88. Goebbels, cuya
creencia en Hitler flaqueó por un instante en 1926, se mostraba
ahora efusivo en su repetida elaboración del culto al Führer en su
periódico, Der Angriff.
Aquello por lo que Hitler se había afanado
se había hecho realidad: ahora el ideario del partido estaba
subsumido en su propia persona. Sin embargo, este «programa» no
equivalía a un número de objetivos políticos claramente definidos y
bien expresados a través de un manifiesto. El «programa» —que venía
a dar coherencia a un partido intrínsecamente faccioso— tampoco
significaba, salvo de manera indirecta, la aceptación de todos y
cada uno de los aspectos de la ideología a la medida de Hitler,
expuesta en Mein Kampf.
El propio Hitler nunca había creído que la
homogeneidad del partido pudiera apoyarse en un programa rígido. Lo
que hacía falta era un acto incondicional de fe en una serie de
principios doctrinales vagamente definidos pero inflexibles,
encarnados en la persona de Hitler: el mundo entendido como lucha
entre razas fuertes y débiles, la selección de los mejor dotados,
la necesidad de fortalecer de nuevo a Alemania, librarse de los
judíos y luchar por el «espacio vital». Los puntos de fricción se
minimizaron en la medida de lo posible. Hitler combinaba la
inflexibilidad de los elementos básicos del dogma con un máximo de
pragmatismo en las maniobras políticas, manteniéndose al margen
cuanto podía de las disputas internas. Se mantuvo distante respecto
a las fuerzas más radicales del movimiento, que tenían más
posibilidades de alienarse que de atraerse los apoyos necesarios
para conseguir el objetivo que constituía el requisito para todo lo
demás: el control del poder del Estado.
Los jefes nazis de segunda fila, divididos
entre sí, no se quedaron atrás a la hora de manifestar tanto su
devoción al Führer como su fe y su lealtad, en parte por su propia
convicción acerca de la grandeza de Hitler y la creencia en su
«misión», en parte porque reconocían que su propia ambición de
hacer carrera dependía de Hitler y también porque al aceptar un
cierto grado de dominio por parte del líder supremo, el resto de
los posibles candidatos al liderato quedaban excluidos. Resultaron
inevitables los choques de personalidades y las diferencias
estratégicas, tanto más cuanto que el triunfo político se mostraba
huidizo. Sin embargo, siempre acababan en muestras de lealtad y
subordinación a Hitler.
Un agrio enfrentamiento entre Goebbels y
Gregor Strasser en 1927, por ejemplo, trajo consigo una
manifestación pública de unión, «alentada por la creencia
compartida en una misión elevada y sagrada y por el sentimiento de
fidelidad que les vinculaba a la idea en común y también a un mismo
líder en la persona de Adolf Hitler». Las dos premisas para la
llegada de una «futura victoria en la unidad ideal» se describían
ante los miembros del partido como la «autoridad de la idea y la
autoridad del Führer», que «formaban una sola cosa en la persona de
Adolf Hitler»89.
Más allá de la aparente cohesión del
partido, el conflicto —y aun a veces la rebelión—, continuaron
hasta finales de 1932. Pero la posición de Hitler en estos momentos
era mucho más sólida de lo que había sido en la etapa de las luchas
faccionalistas, entre 1925 y 1926. Otto Strasser fue obligado a
dejar el partido sin repercusión alguna cuando en 1930 desafió su
mando, anteponiendo una vez más la supremacía de la «idea» por
encima del «líder». Cuando hubo riesgo de problemas en la SA y
estalló una grave revuelta en la primavera de 1931, Hitler salió
victorioso haciendo una llamada a la lealtad hacia su persona.
Finalmente, durante la crisis más seria de todas, en diciembre de
1932, cuando el segundo hombre fuerte del partido, Gregor Strasser,
dimitió tras una discusión esencial sobre la estrategia, se marchó
en solitario, no hubo rupturas ni desafíos a la posición de Hitler;
y se demostró una vez más que triunfaba la apelación a la fidelidad
personal. Después de una reunión en la que Hitler denunció a
Strasser, «los presentes» —los Gauleiter de categoría superior—
«sellaron de nuevo su viejo vínculo con él mediante un apretón de
manos»90. Durante las semanas siguientes se
sucedieron las declaraciones de lealtad de todas partes de
Alemania.
La solidez de la posición de Hitler dentro
del partido se remontaba en buena parte a los años del «desierto»,
entre 1925 y 1928. Cuando se inició el auge electoral nazi en el
otoño de 1929, la naturaleza del NSDAP como «partido del Führer»,
cuyo concepto y organización resultaban inseparables de su jefe,
estaba consolidada. Por algo se le conocía normalmente como «el
movimiento de Hitler». El dominio de Hitler sobre el NSDAP era
absoluto. Se habían forjado los vínculos de la gran «comunidad
carismática», la principal correa de transmisión del «culto al
Führer» hacia sectores más amplios de votantes que todavía no eran
seguidores convencidos de Hitler.
LAS MASAS
La atracción que ejerce sobre las masas un
«líder carismático» tiene solo una relación indirecta con los
atributos reales de su personalidad y su carácter. Las percepciones
son más importantes que la realidad. Pocos de los trece millones de
alemanes que votaron a Hitler en 1932 lo conocían. El Hitler del
que habían oído hablar o sobre el que habían leído en los
periódicos, el que habían visto en los actos electorales o en los
mítines correspondía a una imagen creada y adornada por la
propaganda. El marketing de la imagen
resultaba crucial, como también lo era una predisposición previa a
aceptar dicha imagen. La mayoría de los partidarios del nazismo ya
estaba al menos a medio convertir antes de encontrarse con Hitler
en carne y hueso, y, por lo demás, sucumbió ante su «carisma».
Probablemente, para la mayor parte de quienes iban a votar al
Partido Nazi (a falta de sondeos, nunca podremos saberlo con
certeza), los asuntos prosaicos del día a día, la preocupación por
los temas locales, el propio interés personal e incluso los
sentimientos esencialmente pesimistas acerca de que Hitler no podía
hacerlo peor que el resto y que también se le podía dar una
oportunidad, todo ello tenía más importancia que el fervor
ideológico y que la entrega ciega a la «idea de misión». Sobre todo
en pueblos y ciudades pequeñas, no debió de resultar excepcional
que la gente siguiera el ejemplo de las fuerzas vivas de la
comunidad (los notables y los miembros respetables de clubes
sociales y asociaciones) y llegara a apoyar a los nazis. Con
posterioridad a 1929-1930, la pléyade de grupos de interés que
actuaban dentro del movimiento nazi —organizaciones de afiliados
que cubrían los intereses de prácticamente todos los sectores de la
sociedad, desde la juventud y las mujeres hasta los obreros, los
agricultores, comerciantes, estudiantes, médicos, abogados,
funcionarios y profesores de universidad—, relacionaban la idea
integradora del nazismo con los intereses materiales y sectoriales
más concretos. Por lo tanto, la gente halló en el nazismo una
propuesta atractiva por una amplia gama de motivos, que respondían
a intereses personales y no simple o fundamentalmente a Hitler. Sin
embargo, una vez entablado el contacto con el nazismo, todos los
seguidores potenciales se vieron expuestos a la imagen
«carismática» de Hitler.
El culto a Hitler, aunque no por sí solo,
sí como expresión de la amalgama de las diversas corrientes de la
«idea nazi», sirvió como reclamo de primera importancia dentro de
la variedad de causas que llevaron a la gente a sentir atracción
por el nazismo. En una muestra —muy significativa, a pesar de no
ser estadísticamente representativa— de los asuntos ideológicos más
importantes que preocupaban a los militantes nazis de a pie, el
culto a Hitler sobresalía en casi un quinto (18,1 por 100) de los
739 casos91.
Como ya se ha visto, incluso en los
escalafones más altos del partido, la idea contenía muchas de sus
virtudes en su misma imprecisión: la devoción fanática en una
visión utópica de un futuro lejano más que los puntos concretos de
un programa de acción claramente expresado. Hitler podía, más que
cualquier otro político que compartiera sus criterios, suscitar en
quienes lo conocieron, y que de alguna forma estaban predispuestos
a recibir su mensaje, la imagen de un futuro heroico para una
nación alemana que, regenerada, renacía de las cenizas de la
destrucción total del viejo orden. Hitler infundió entre los
millones que atrajo hacia sí la convicción de que él y solo él,
respaldado por el partido, podía poner fin a la miseria del momento
y guiar a Alemania hacia una nueva grandeza. Esta concepción del
futuro prometía grandes beneficios para todos, con tal de que
fueran racialmente aptos, mientras que los enemigos del pueblo, que
hasta ese momento los sometían a la esclavitud, serían no solo
proscritos sino totalmente extirpados.
Con el fin de atraer a la generalidad, las
variaciones sobre el gran tema principal de la regeneración
nacional y la eliminación de los enemigos de la nación eran
suficientes. Para la mayoría de los partidarios del nazismo, la
expresión «enemigos de la nación», en los primeros años 50, se
refería sobre todo a los marxistas. Pese a que en la cosmovisión
personal de Hitler judíos y marxistas eran sinónimos, durante la
etapa de ascenso al poder predominó el descrédito en público de los
marxistas. Incluso los miembros del partido en aquel momento, y por
descontado los votantes menos comprometidos, tendían a ser sobre
todo antimarxistas, aunque está claro que esto podía incluir —como
en el caso del propio Hitler— el antisemitismo violento o coexistir
con él. En cuanto a los elementos que mayor hostilidad despertaban,
cerca de dos tercios de quienes respondieron a la encuesta ya
mencionada entre militantes de a pie del partido eran sobre todo
antimarxistas en sus más diversas formas92. Los temas
ideológicos que predominaban en los militantes de la encuesta
reflejaban el lado «optimista» e impreciso del nazismo: las
expectativas de una «comunidad nacional» unida y solidaria (31,7
por 100 de 739 respuestas) y el supernacionalismo (22,5 por 100),
asociados a una Alemania fuerte y expansionista. El antisemitismo,
acusado o fortuito, destacaba solo en un 13,6 por 100 de las
respuestas93.
No existía nada específicamente nazi, y
mucho menos hitleriano, en el empuje de imperativos tan imprecisos.
Constituían lugares comunes en la extrema derecha antes de que el
Partido Nazi viniera a acaparar el mercado del nacionalismo
völkisch. A la hora de construir el apoyo
de las masas, lo que fue realmente decisivo, más que la doctrina
intrínseca nazi, fue el tipo de articulación y la forma en que se
presentaron los miedos, las fobias y las vagas expectativas que
resultaban corrientes más allá del núcleo tradicional de apoyo a la
derecha völkisch. Y cuando se trataba de
presentar algo, Hitler no tenía competencia.
La marca retórica de Hitler encontró su
plena justificación en el contexto de la crisis total del Estado
que se inició con la Depresión, con la economía y la autoridad
política trastornadas. Más que ningún otro dirigente nazi, incluido
Goebbels, él era un maestro cuando expresaba la ira y los
prejuicios populares de la forma más pedestre y maniquea. La fuerza
de su expresión, la sencillez de las alternativas que planteaba, la
fuerza y la seguridad de sus convicciones y la ambiciosa visión de
futuro que ofrecía, todo combinado para ofrecer un mensaje
irresistible a los ya casi persuadidos que querían escucharle. El
texto de sus discursos pone de manifiesto un catálogo de
banalidades y de tópicos, pero el ambiente, la puesta en escena y
el aura mística de grandiosidad mesiánica con que la propaganda
nazi había envuelto ya para entonces a Hitler hacían que sus
palabras electrizaran a las masas, cuyas emociones, preparadas por
medio de un montaje publicitario previo, recordaban más a una
concentración religiosa evangelista que a un mitin político
convencional.
Algunos pasajes fundamentales de Mein Kampf versaban sobre la propaganda. Hitler
apuntó que consideraba la propaganda, sin duda, como la tarea más
importante del joven Partido Nazi94. La misión de la
propaganda, escribió, era «procurar que una idea gane adeptos»,
«tratar de imponer una doctrina a todo el pueblo». La
«organización», por otro lado, servía para hacerse con miembros,
los abogados de la causa, quienes «realmente hacen posible la
victoria del movimiento»95. Concedía mayor trascendencia, dentro del
liderato, a la agitación que a un programa teórico. El gran
teórico, escribió, raras veces se convierte en un gran líder. Es en
el agitador donde suelen encontrarse las cualidades para el mando,
«ya que liderar significa ser capaz de movilizar a las
masas»96.
El desprecio de Hitler por los asuntos
teóricos, junto a su percepción de los límites de la doctrina
ideológica a la hora de ganarse a las masas, quedó claro en un
discurso pronunciado en privado en 1926, ante el selecto público
del Hamburger Nationalklub. «Sobre todo», manifestó, «uno tiene que
desechar la idea de que se puede satisfacer a las masas con
conceptos ideológicos. La comprensión constituye una plataforma
poco firme para las masas. La única emoción estable es el odio».
Añadió que, por encima de todo, lo que percibían las masas era la
fuerza y que, metido en la multitud, el individuo es «como una
insignificante lombriz», que siente solo la energía y la rectitud
del movimiento y ve a «200.000 personas luchando unidas por un
ideal, que él mismo no logra comprender y no tiene por qué. Posee
una fe, y esta fe se refuerza a diario mediante su visible
poder»97.
Como observó un comentarista coetáneo, que
escribía en 1931:
Según Hitler, toda propaganda tiene que
limitar su nivel intelectual para que lo entienda el más estúpido
del público. El banal «¡blanco contra negro!» en lugar de ideas
complejas... El tema debe ser explosivo... Nada de palabras sabias.
Hay que despertar la ira y la pasión y echar leña al fuego hasta
que la multitud se vuelva loca98.
Un aristócrata ruso-alemán que se convirtió
tempranamente al nazismo recordaba que, al terminar el primer
discurso que escuchó a Hitler, en Mecklenburg en 1926, «mis ojos
estaban llenos de lágrimas y tenía un nudo de llanto en la
garganta. Un grito liberador del entusiasmo más puro descargó la
insoportable tensión cuando el público rompió en aplausos»99. Este tipo de experiencias, llenas de
emotividad, no resultaban extrañas para quienes se encontraban
predispuestos ideológicamente a recibir la imagen y el
mensaje.
Las técnicas propagandísticas de Hitler
para ganarse a las masas podían haber tenido poco éxito sin las
condiciones externas que facilitaron un «mercado» electoral a la
alternativa política nazi. En ausencia de la Depresión, del
deterioro general del gobierno y el Estado y de la desintegración
de los partidos liberal-conservadores burgueses, Hitler no hubiera
podido valerse de este «mercado» de masas y hubiera seguido siendo
una opción minoritaria e insignificante en los márgenes del sistema
político.
Incluso durante la Depresión, como se ha
indicado anteriormente, el nazismo ganó adeptos entre las «masas»
por vías más prosaicas que el súbito flechazo en los mítines de
Hitler. Generalmente, en esos mítines predicaba para los conversos
o los que se hallaban ya a medio camino. A los que no estaban
entregados a la causa o a los curiosos que simplemente asistían a
estos actos, el impacto que les producía a menudo no era
precisamente carismático. «¿Qué tipo de impresión causaba? Siempre
la de un chiflado, con su corte de pelo y ese bigotín», recordaba
un ama de casa de mediana edad. Un joven de dieciséis años les dijo
a sus padres, después de que, llevado por la curiosidad, escuchara
a Hitler en una caseta de cerveza en Múnich en 1932, que no había
nada por lo que preocuparse: «Nadie le va a votar, semejante
fanfarrón no puede convencer a nadie»100.
Los apoyos a Hitler fueron más fuertes en
el norte y el este de Alemania, mayoritariamente protestantes, que
en el sur y el oeste, fundamentalmente católicos; en el campo y en
las localidades pequeñas (excepto en las zonas católicas) que en
las grandes ciudades; y, dentro de las ciudades, en las áreas
residenciales de clase media que en las barriadas proletarias. Los
trabajadores autónomos, los agricultores, los empleados de oficinas
y los funcionarios eran proclives en gran medida a apoyar al NSDAP.
A pesar de la propaganda que presentaba a Hitler como «la última
esperanza», los desempleados no se decantaron por él. El movimiento
nazi era más «juvenil» que cualquier otro partido político, excepto
el Partido Comunista. Sin embargo, y pese a que la imagen «viril»
de un «movimiento combativo» abrumadoramente masculino, unida a un
idealismo apasionado, atrajo inequívocamente a muchos jóvenes
alemanes, el tamaño de las Juventudes Hitlerianas siguió siendo
hasta 1933 raquítico en comparación con las organizaciones de las
juventudes socialistas, católicas y burguesas. Los nazis, más que
ninguno de sus rivales, lograron atraer adeptos de todas las clases
sociales y crearon una militancia socialmente heterogénea. No
obstante, hubo desviaciones significativas en cuanto a sus apoyos
normales y limitaciones en cuanto a su penetración social.
Sobre todo, la izquierda socialista y
comunista y las organizaciones políticas católicas siguieron siendo
relativamente inmunes al tirón de Hitler hasta 1933 y después.
Antes de 1933, alrededor de dos tercios de los votantes alemanes no
vieron en Hitler a un candidato atractivo. Su conquista definitiva
de las masas surgió una vez que los nazis silenciaron a la opinión
opositora y lograron un control absoluto de los medios de
comunicación.
No obstante, la consecución del apoyo de un
tercio de los votantes entre 1929 y 1932 fue un logro notable de
movilización política. Conforme la maquinaria ganaba velocidad en
el otoño de 1929, hacía el rodaje en el verano de 1930 y alcanzaba
su pleno funcionamiento después del extraordinario triunfo en las
elecciones de septiembre de 1930, las oleadas de nuevos militantes
permitieron una movilización aún mayor, cuando un éxito llamaba al
siguiente. Los fieles del partido, que habían crecido enormemente,
podían desatar en aquellos momentos un grado considerable de
agitación por medio de continuas concentraciones, mítines, marchas
y, no en menor medida, a través de una lucha por el control de las
calles en pueblos y ciudades que llevó en repetidas ocasiones al
«movimiento de Hitler» a primera plana, proyectando así una imagen
de vitalidad y acción.
La imagen del partido se perfilaba, ahora
que la máquina propagandística estaba en manos de Goebbels desde
abril de 1930, con mayor habilidad y mejor dirigida que antes. Los
eslóganes, los temas, los oradores y la publicidad de las campañas
obedecían a una dirección centralizada, aunque se concedía
importancia a lo local y lo regional. Se desplegaron nuevas y
llamativas técnicas, como cuando, en la segunda campaña para la
presidencia en la primavera de 1932, se fletó un aeroplano para
transportar a Hitler a sus mítines con el lema «el Führer sobre
Alemania». La imagen sugería la idea de un mundo moderno y
tecnológico, en el que sin embargo también se restablecerían y
dominarían los verdaderos valores alemanes. Sobre todo, la imagen
que describía la propaganda nazi era la del poder y la fuerza, el
dinamismo y la juventud, la de una inexorable marcha hacia el
triunfo, la de un futuro que había de ganarse por la creencia en el
Führer.
En el verano de 1932, la maquinaria del
partido constituía un monstruo imparable. En aquella fecha Hitler
estaba a la cabeza de un movimiento impresionante, de unos 800.000
miembros y cerca de medio millón de paramilitares, de los cuales no
todos eran militantes del partido. Trece millones de votantes
estaban en mayor o menor medida listos para depositar su confianza
en Hitler en 1932.
La base popular de la posterior
«deificación» de Hitler estaba formada. La capacidad de aclamación
que tenía a su servicio iba a funcionar durante todo el Tercer
Reich como el elemento de cohesión más importante del Estado nazi.
Pero, por el momento, le valía a Hitler para desbloquear el camino
hacia el poder: ningún otro dirigente de un partido de la derecha
podía ofrecer a las elites conservadoras nada remotamente
comparable al control que Hitler ejercía sobre las masas.
Sin embargo, el apoyo popular resultó
insuficiente en sí mismo para llevar a Hitler al poder. A finales
de 1932, una sucesión de dos campañas presidenciales, varias
elecciones provinciales y después unas elecciones al Reichstag le
proporcionaron un techo electoral, antes de la conquista del poder,
de un 37,3 por 100 de todos los votantes. Como jefe del partido más
votado, con mucho, del Reichstag, con 230 escaños, Hitler exigió la
cancillería. En una audiencia el 13 de agosto de 1932, el
presidente del Reich, Hindenburg, se negó rotundamente a nombrarlo.
En consecuencia, hubo una profunda crisis de confianza en el
movimiento nazi durante los meses restantes de 1932. Algunos
militantes se hartaron y se marcharon. Por primera vez los votantes
también le volvieron la espalda al partido: las elecciones de
noviembre registraron una caída de dos millones de votantes para el
NSDAP, que perdió treinta y cuatro escaños en el Reichstag. Ya en
abril Goebbels había anotado en su diario: «debemos llegar al poder
en un futuro inmediato; de lo contrario, nos venceremos del todo a
nosotros mismos»101. A fines de
1932, con la situación financiera por los suelos y la salida de
Strasser como un aporte moral a una situación sin precedentes, el
futuro del Partido Nazi no era nada prometedor. La apuesta de
Hitler de jugarse la cancillería a todo o nada resultó un completo
fracaso. Parecía que el partido corría el riesgo de fraccionarse.
La superioridad de Hitler en el partido y su control sobre las
masas no parecían suficientes para hacerse con el poder. Era
necesario que llegara ayuda del exterior, y, en los momentos más
difíciles para el partido, esa ayuda estaba cerca.
LAS ELITES
La entrega del poder a Hitler el 30 de
enero de 1933 fue la peor salida que podía darse a la inevitable
crisis de la democracia de Weimar. No tenía por qué ocurrir. No fue
en ningún caso un resultado inevitable. El éxito electoral por sí
solo no habría dado lugar a ello. Según la Constitución de Weimar,
no había obligación de nombrar jefe del Gobierno al líder del
partido que más escaños hubiera conseguido en las elecciones
generales. Como se ha señalado, Hindenburg le negó la cancillería a
Hitler en agosto de 1932, cuando los nazis se encontraban en la
cresta de la ola. Cinco meses después cambió de opinión, cuando el
partido estaba en plena crisis tras el revés electoral de noviembre
de 1932 y el asunto Strasser. El nombramiento de Hitler era
técnicamente constitucional. Sin embargo, el espíritu de la
Constitución llevaba bastante tiempo muerto.
Después de que Brüning se convirtiera en
canciller en marzo de 1930, el gobierno presidencialista reemplazó
de forma creciente y deliberada al gobierno parlamentario; el
canciller del Reich gobernaba mediante «decretos de emergencia» con
la firma del presidente del Reich y con la autorización que le
otorgaba el artículo 48 de la Constitución de Weimar. Si con el
primer presidente del Reich, Friedrich Ebert, se hizo uso del
artículo 48 para defender a la democracia de las fuerzas
antidemocráticas tanto de la derecha como de la izquierda, en
aquellos momentos, bajo la presidencia de Hindenburg, se utilizaba
para socavar el sistema democrático. A raíz de la castración del
Reichstag, que se había vuelto cada vez más incontrolable desde el
aumento en el número de votos de comunistas y nazis en las
elecciones de 1930, la posición del presidente del Reich resultaba
crucial. Acceder a Hindenburg significaba tener la llave del poder.
Por lo tanto, el palacio presidencial se convirtió en el centro de
las intrigas de mediadores poderosos que, libres de limitaciones
institucionales, conspiraban astutamente y por su cuenta en
regateos privados con el fin de favorecer sus ambiciones personales
de poder. Detrás de estos mediadores independientes se hallaban las
tácticas de influencia y presión que manejaban los grupos de elite
importantes, deseosos de conseguir una solución política a la
crisis favorable a sus intereses.
En aquel laberinto de luchas por el poder,
Hitler salió vencedor. Pocos intermediarios políticos o grupos de
elite no nazis de la industria, el comercio, las finanzas, la
agricultura, la función pública o el ejército tenían a Hitler como
su favorito. Pero en enero de 1933, cuando el resto de las
alternativas parecían agotadas, la mayor parte de ellos, con los
grandes terratenientes a la cabeza, estaba dispuesta a acoger a un
Gobierno de Hitler. De haberse opuesto, la llegada de Hitler a la
cancillería hubiera sido impensable; necesitaba de las elites para
alcanzar el poder. Estas, a su vez, necesitaban a Hitler en enero
de 1933, puesto que solo él podía aportar el apoyo popular
necesario para imponer una solución autoritaria sostenible para la
crisis del capitalismo y del Estado en Alemania. Esta era la base
del trato que llevó a Hitler al poder el 30 de enero de 1933.
Antes de que el nazismo adquiriera su
enorme base entre las masas y de que se convirtiera en una fuerza
que no se podía pasar por alto en las negociaciones electorales, su
importancia resultaba poco significativa para los intereses de las
elites. Como ya se ha visto anteriormente, Hitler no habría llegado
a ser el «tambor» de la derecha en Baviera antes del putsch sin el patronazgo y la protección de la flor
y nata de la buena sociedad de Múnich. Pero, lógicamente, en los
«años buenos» de Weimar que siguieron a la estabilización de la
moneda, los «capitanes de industria», la burguesía terrateniente y
la cúpula del ejército tenían pocos motivos para mostrar algo que
no fuera un interés escaso por el partido de Hitler, situado en la
periferia de la escena política.
No puede haber dudas sobre las tendencias
autoritarias y las posturas cada vez más antidemocráticas que
proliferaban en destacados grupos de elite, incluso en el efímero
apogeo de Weimar. Además, los nazis no cesaron de buscar su apoyo.
Hitler se dirigió, o se encontró en privado, con industriales en
varias ocasiones para conseguir ayuda política y financiera.
Algunos accedieron, aunque hasta el momento eran la excepción.
Bastante alejados de la retórica anticapitalista y poco atractiva
del NSDAP, la mayor parte de los dirigentes de la economía veía
poco sentido en el apoyo a un partido que no tenía influencia y
escasas posibilidades de llegar al poder. Es más probable que
compartieran el criterio expuesto en un informe confidencial del
ministro del Interior del Reich en 1927, que se refería al NSDAP
como «un partido que no va a ninguna parte», un «grupo faccioso y
revolucionario que no es capaz de ejercer una influencia
significativa en la gran masa de la población o sobre el curso de
los acontecimientos políticos»102. Por lo tanto,
no es sorprendente que muchos «capitanes de industria» y grandes
propietarios respaldaran a los partidos liberal-burgueses y
conservadores.
Ésta continuó siendo la pauta incluso
durante la Depresión. El Partido Nazi se benefició solo a una
escala relativamente menor de los fondos de «la gran empresa», que
todavía entraban a raudales en las arcas de sus rivales electorales
de la derecha conservadora. La financiación del NSDAP procedía en
su mayor parte, de una manera menos espectacular, de las cuotas de
afiliación, las colectas de fondos en las concentraciones públicas
y otras fuentes por el estilo103. Por lo tanto,
a medida que el partido crecía, mayor era la cantidad de fondos
provenientes de esos cauces. No obstante, las finanzas de la
organización estuvieron siempre en un estado lamentable. A pesar de
que contaba con simpatizantes y partidarios que le proporcionaban
ayuda económica y material, como por ejemplo el usufructo de
propiedades como «albergues» de la SA o el préstamo de vehículos
para transportar a las tropas de choque; mientras se pudiera pensar
en alternativas más aceptables, los sectores más destacados de las
elites no incluyeron al Partido Nazi dentro de sus planes de
poder.
De 1929 en adelante, sin embargo, el
«movimiento de Hitler» comenzó a representar un papel más destacado
en sus cálculos políticos, si bien la mayor parte mantenía sus
reservas. La campaña de revisión del Plan Young de pagos por
reparaciones de guerra, en 1929, le dio al partido la primera
oportunidad de unir sus fuerzas con las otras organizaciones
nacionalistas y beneficiarse ante todo de la publicidad que en
aquellos momentos les ofrecían las publicaciones del magnate de los
medios de comunicación Alfred Hugenberg, dirigente del DNVP. El
terreno se hallaba listo también para fomentar los contactos con
figuras prominentes de la industria y los negocios. En una serie de
elecciones locales que se celebraron en otoño se puso de manifiesto
el aumento sustancial del voto del NSDAP, sobre todo en zonas
rurales que padecían problemas agrícolas serios. Después del
crack de Wall Street en octubre de 1929, la
rápida intensificación de la crisis económica en 1930 y el triunfo
electoral nazi de septiembre de 1930, cuya envergadura cogió por
sorpresa incluso a los dirigentes del partido, la advertencia a la
República de Weimar estaba muy clara. Cuando se produjo el colapso
de los bancos en julio de 1931, la democracia estaba muerta y
enterrada. En 1932, las reparaciones fueron efectivamente
canceladas y con ello se eliminó la traba principal de
Versalles.
Durante todo este tiempo, las elites
alemanas, profundamente antidemocráticas, habían estado buscando un
recambio autoritario para la República de Weimar. Con Brüning se
habló de una restauración de la Monarquía y de un sistema de
gobierno al estilo de Bismarck. Cuando los intereses de los grandes
propietarios convencieron a Hindenburg de que cesara a Brüning, Von
Papen, el favorito de aquéllos, que también convenía a muchos otros
sectores del mundo empresarial, contempló incluso el riesgo de una
guerra civil que traería el despliegue de la policía y el ejército
para suprimir a los partidos políticos e imponer una nueva
Constitución autoritaria. Dio buena muestra de sus intenciones
cuando depuso al Gobierno electo de Prusia en julio de 1932, un
movimiento de lo más significativo, puesto que Prusia, con mucho el
mayor de los estados alemanes con casi dos tercios de todo el
Reich, estaba todavía controlado por una coalición formada por los
socialdemócratas y el Partido del Centro. Después de que las
intrigas acabaran también con Von Papen, su sucesor, el general von
Schleicher, intentó encontrar una base de apoyo popular mediante la
incorporación de los sindicatos y del movimiento nazi, con Gregor
Strasser como vicecanciller. Cuando esta maniobra fracasó, por la
victoria de Hitler sobre Strasser y su posterior dimisión, los días
de Von Schleicher estaban también contados.
Entretanto, los contactos de Hitler con los
dirigentes de los negocios, la industria y la agricultura se habían
intensificado sin que la mayor parte de ellos se convenciera de que
la solución que se necesitaba fuera una dictadura nazi. Sus
vínculos con Hindenburg se habían renovado en 1931 en el «Frente
Harzburg», así denominado por una reunión de organizaciones
nacionalistas en Bad Harzburg, Baja Sajonia. Hjalmar Schacht era
uno de aquellos hombres del mundo de los negocios presentes en la
reunión, aunque de ningún modo se trataba de una figura central y
su entusiasmo por Hitler no era representativo de los círculos
empresariales en general. En enero de 1932, Hitler se dirigió al
influyente Düsseldorfer Industrielklub,
donde ganó algún apoyo aunque muchos seguían todavía sin ver en él
a su candidato. Por medio de Schacht y de Wilhelm Keppler, que
había desarrollado su actividad en la industria química y ahora
actuaba como nexo entre Hitler y los empresarios, se ejerció mucha
presión. Y, lo que resultaba aún más importante, se tejieron
fuertes lazos entre la cúpula nazi y los grandes terratenientes del
este de Alemania, a quienes escuchaba el presidente del Reich,
tanto a través de Von Papen como por los intereses personales de
Hindenburg como propietario. Los contactos con el ejército también
se ampliaron. En el cuerpo de oficiales de la Reichswehr no se
despreciaba el atractivo de la defensa del rearme a gran escala,
junto con el final de la polarización política por medio del
aniquilamiento de la izquierda, sin la participación del ejército
en una posible guerra civil. Sin embargo, tal y como los hechos
pusieron de manifiesto, acabar con la izquierda y hacerse con una
base de apoyo masivo en la derecha eran requisitos necesarios para
cualquier forma de régimen autoritario duradero. En enero de 1933,
la posibilidad de que Von Schleicher pudiera ganar el respaldo
popular del que habían carecido tanto Brüning como Von Papen se
había desvanecido. Solo Hitler contaba con las masas de la derecha
política a su disposición.
Schacht fue el primer firmante, en
noviembre de 1932, de una iniciativa de un grupo de empresarios,
dirigida al presidente Hindenburg, en la que solicitaban el
nombramiento de Hitler como canciller104. A pesar de
todo, Hindenburg se negó. Después de que las elecciones dieran un
aumento del voto comunista, junto a una caída del apoyo a los
nazis, la perspectiva de interminables conflictos internos parecía
real en dichos círculos. En las semanas posteriores, muchos
dirigentes de las grandes empresas, sobre todo en la industria
pesada, mostraron su profunda preocupación por el apoyo de
Schleicher a los proyectos públicos de creación de empleo y el
intento de hacer participar a los sindicatos en su estilo
autoritario de gobernar. Los planes de Schleicher para asentar a
jornaleros en las fincas arruinadas del este supuso una gran ofensa
para el grupo de presión de los grandes propietarios. Fue en este
contexto, en enero de 1933, donde un ambicioso y egoísta Von Papen
se las ingenió para actuar como intermediario principal entre el
grupo de grandes empresarios que giraba en torno a Schacht —que no
representaban en manera alguna los intereses divididos de la
industria y el comercio—, el mando nazi y la camarilla que rodeaba
al presidente del Reich, en estrecha relación con el ejército y la
casta de los grandes terratenientes prusianos. Ahora Von Papen se
encontraba en disposición de aceptar a Hitler como canciller,
aunque el precio que pedía a cambio era un Gabinete fuertemente
nacionalista y conservador, no nazi, con él mismo en el puesto de
vicecanciller y solo dos nazis más aparte de Hitler (Frick como
ministro del Interior y Göring como ministro sin Cartera y ministro
del Interior en funciones para Prusia). Con este acuerdo Von Papen,
todavía el favorito de Hindenburg, pudo finalmente convencer al
presidente de que Hitler debía ser nombrado canciller.
El error fatal de cálculo de la derecha
conservadora consistió en imaginar que se podría «domar» a Hitler
haciéndolo participar en el Gobierno, de manera que la burbuja nazi
se desharía. Cuando aparecieron voces manifestando preocupación
acerca de las intenciones de Hitler, tanto la afirmación de
Hugenberg de que nada podría ocurrir puesto que «le estamos
cortando los vuelos a Hitler» como el comentario lacónico de Von
Papen —«nosotros le hemos contratado»—105 calmaron las
mismas. De esta forma, después de que las elites conservadoras se
hubieran esforzado por minar la democracia de Weimar, pero tras
demostrar también su incapacidad para establecer un sistema
autoritario con apoyo popular, estuvieron en disposición de alzar
hasta lo más alto de la representación del gobierno a una persona
ajena a los círculos convencionales del poder. Supusieron que
Hitler serviría a sus intereses durante algún tiempo. No tuvieron
en cuenta que podía excederse en el encargo.