II. La conquista del poder

A la hora de analizar cómo el poder del Estado alemán pudo ponerse a disposición de Hitler hay que distinguir tres procesos distintos. El primero se concreta en la consecución por parte de Hitler de un dominio sin discusión dentro del Partido Nazi, que para finales de la década de los años 20 había incorporado y unificado las diversas tendencias de la derecha völkisch y había adoptado el principio del liderato como su rasgo organizativo vital, derivado de la forma en que Hitler percibía la misión histórica de salvar a Alemania. El segundo sigue, a comienzos de los 30, la capacidad de Hitler para extender su atractivo, más allá de los niveles de apoyo iniciales en la extrema derecha radical völkisch, a más de un tercio de los votantes, lo que le permitía reclamar el poder con el argumento de que solo él podía «dirigir» a las masas. El tercero repasa cómo los grupos de elite no nazis, con puntos de vista claramente moderados acerca de las pretensiones «carismáticas» de poseer una misión, pero también con influencia sobre quienes ejercían el poder en la Alemania de Weimar, pudieron interesarse por Hitler, y cómo estos mismos mediadores, cuando Hitler parecía cualquier cosa menos seguro de tener un futuro triunfante, estuvieron dispuestos a alzarle hasta el puesto de canciller. En estos tres procesos, el papel personal desempeñado por Hitler se vio en gran medida eclipsado por asuntos y acontecimientos situados más allá de su propio control.
Desde que Hitler fue nombrado canciller el 30 de enero de 1933, se ha planteado la pregunta de cómo un candidato tan inverosímil fue capaz de llegar al poder. Se han ofrecido respuestas muy variadas. Para los propios nazis, la respuesta era la que Hitler nunca se cansó de exponer en la invocación de la «historia del partido» que precedió, con extensión desmedida, a muchos de sus discursos importantes durante el Tercer Reich. Según esta versión, el ascenso del nazismo, desde sus comienzos humildes hasta la «conquista del poder», se había logrado solo mediante «el triunfo de la voluntad». Una lucha incesante —siempre se refirieron a este período como «el tiempo de la lucha»—, con todo en contra, pero con el apoyo de la fe ciega de una multitud de partidarios cada vez mayor en pos de una causa justa, finalmente había conseguido superar las adversidades, vencer a enemigos poderosos y unir a la nación para salvar a Alemania de la destrucción por parte del bolchevismo.
Esta leyenda heroica del partido tenía un valor puramente propagandístico. No había nada inevitable en el triunfo de Hitler en enero de 1933. Cinco años antes, el Partido Nazi constituía un molesto elemento marginal en la política alemana, pero nada más. Las elecciones de 1928 les habían dado solo el 2,6 por 100 del voto y doce escaños en el Reichstag. Acontecimientos externos como el plan Young para ajustar los pagos de las reparaciones de guerra alemanas, el crack de Wall Street y la decisión, totalmente innecesaria, de Brüning de convocar elecciones en el verano de 1930, situaron a los nazis en el mapa político. Aunque en ese momento la democracia tenía un futuro poco halagüeño, una dictadura nazi tenía menos posibilidades que cualquier otra forma de gobierno autoritario, como una dictadura militar o incluso una nueva versión del estilo bismarckiano de gobernar, probablemente bajo una monarquía restaurada. Tanto el azar como los desaciertos de los conservadores representaron en el acceso de Hitler al poder un papel más importante que cualquiera de las acciones del propio líder nazi.

 

 

 

EL MOVIMIENTO

 

Los movimientos autoritarios, tal y como demuestra la historia del período de Entreguerras y de la posguerra, son por su propia naturaleza especialmente proclives a las divisiones, al surgimiento de facciones y a las batallas internas por el poder. El desarrollo inicial del Partido Nazi indica que no fue una excepción. Como Partido de los Trabajadores Alemanes, comenzó a funcionar en 1919 como una de las más de setenta sectas de extrema derecha que se fundaron entonces. Todas compartían una ideología völkisch similar en lo fundamental —basada en una versión radical del nacionalismo racista—, surgieron durante el año que siguió al final de la Primera Guerra Mundial y florecieron en un ambiente de estrépito contrarrevolucionario, que se extendió sobre todo en Baviera. Desde el comienzo, las desavenencias sobre tácticas y estrategias, las disputas acerca de puntos de vista ideológicos y los choques personales fueron parte esencial de las muchas ramas del movimiento völkisch. Dentro del joven Partido Nazi, el propio Hitler provocó en 1921 la primera pugna por el poder, que tuvo como resultado el asentamiento de su posición estatutaria como jefe del partido. Después del fracaso del golpe de la cervecería, a finales de 1923, el frente unitario provisional que se había alcanzado dentro de la extrema derecha se hundió y el propio Partido Nazi se escindió en una serie de grupos rivales. La rabiosa fragmentación en facciones se prolongó hasta después de la refundación del Partido en 1925 y significó una amenaza para la preeminencia de Hitler, que se resolvió con cierta dificultad a comienzos de 1926.
Incluso después de 1930, cuando ya la posición de dominio de Hitler estaba consolidada y el movimiento nazi se iba haciendo cada vez más fuerte, hubo momentos en los que el NSDAP se vio amenazado por una rebelión de su brazo paramilitar, la SA, y tuvo que sobrevivir a la separación de miembros destacados, principalmente la de Otto Strasser en 1930 y, sobre todo, la de su hermano Gregor Strasser, el segundo hombre fuerte del partido, a fines de 1932. Además, la pertenencia al partido era en sí misma muy irregular, con una importante rotación de los afiliados. La historia del Partido Nazi hasta 1933 muestra claramente que se trataba de un movimiento muy inestable, que albergaba facciones e intereses extremadamente distintos y fuertes tendencias centrífugas y desintegradoras.
Por lo tanto, el «liderato» en sí mismo no representaba una garantía de unidad interna. Sin embargo, existen razones para imaginar que, sin la intensificación de la autoridad suprema de Hitler dentro del movimiento, exaltada por un culto a la personalidad inusualmente fuerte, el partido se habría venido abajo a causa de las divisiones faccionales. Sea como fuere, Hitler siguió siendo el mayor activo del partido, su imán populista y el que conseguía más votos. La mayoría de los dirigentes reconocía que las oportunidades de conseguir o no el poder estaban en sus manos. Esto convenció a los cabecillas de las facciones para que aceptaran la necesidad de dar, al menos hacia el exterior, una imagen de unidad. Y alentó a los que se encontraban en el centro del partido a trabajar de manera activa para construir y aceptar el culto al Führer, que ensalzaba a Hitler más allá de toda crítica y era fuente de la ortodoxia ideológica y foco de obediencia ciega. Esto se llevó a cabo desde mediados de la década de los años 20, no solo por quienes, como Hess, sentían veneración sincera por Hitler, sino también por otros personajes destacados como Gregor Strasser, que estaban dispuestos, a pesar de sus reservas hacia Hitler, a colaborar en la instrumentación del culto al Führer. Una vez consolidado, hacia fines de los 20, y reforzado más adelante por los triunfos electorales de 1930 y 1932, el culto al Führer desarrolló su propia autonomía relativa, que hizo más cómoda la posición de Hitler, al debilitar al principio las tentativas de oposición y vincular al partido, cada vez más, a su propia estrategia de «todo o nada» para conquistar el poder.
Por lo tanto, el culto al liderato resulta clave en el desarrollo global de los fundamentos del poder de Hitler dentro del movimiento nacional-socialista y del carácter y la dinámica de la organización nazi anterior a 1933. La autoridad «carismática» se construyó en el seno de la propia base organizativa del movimiento, lo que hizo que la relación de Hitler con su partido fuera distinta de la de cualquier otro dirigente político en aquellos momentos. Además, lo dotó de un halo de «grandiosidad» desde la que su pretensión de lealtad exclusiva, como encarnación de una misión mesiánica en la construcción de una «nueva Alemania», se expandía desde el círculo más próximo hacia un cuerpo más amplio de creyentes, una «comunidad carismática» ampliada. Le proporcionó la legitimidad necesaria en el partido para contrarrestar las tendencias desintegradoras que caracterizaban al movimiento.
Como ya se ha señalado, Hitler atrajo la atención primero como un propagandista, agitador y demagogo insólitamente hábil. En solo unos meses, se convirtió en el orador estrella del joven Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores de Alemania (que se había llamado hasta febrero de 1920 Partido de los Trabajadores de Alemania). Fue Hitler quien expuso el programa del partido, que él mismo había redactado y preparado en parte, el 24 de febrero de 1920. A lo largo de ese mismo año se dirigió en más de treinta ocasiones a auditorios que oscilaron entre unos cientos y más de dos mil personas. Con Hitler como cabeza visible del partido, la afiliación alcanzó la cifra de 2.000 militantes a finales de 1920 y de 3.300 en agosto de 192180, un aumento muy considerable teniendo en cuenta que el propio Hitler se convirtió en el miembro número 55 del partido en septiembre de 191981. Aunque la mayoría de quienes eran arrastrados por la oratoria de Hitler procedía de las clases medias bajas de Múnich, también algún que otro ricachón influyente en los círculos sociales y políticos de la ciudad mostró interés por el revuelo que provocaba.
A través de Ernst Röhm, más tarde jefe de la SA y miembro del Partido de los Trabajadores de Alemania desde 1919, Hitler hizo contactos importantes en el ámbito de los dirigentes de la derecha radical y los paramilitares. Su antiguo jefe en la unidad de «educación» de la Reichswehr, Hauptmann Karl Mayr, se encargó de que el ejército pagara 3.000 folletos sobre el Tratado de Versalles, que el partido distribuyó en 1920. En una carta a Wolfgang Kapp, exiliado de extrema derecha que había participado en el putsch, le comentó que tenía grandes esperanzas depositadas en Hitler y su movimiento82. Y Dietrich Eckart, uno de los mentores «intelectuales» de Hitler, contribuyó de forma estimable a la recaudación de fondos y a la búsqueda de mecenas acaudalados en el entorno völkisch. Fueron las garantías financieras de Eckart, junto a una aportación de 60.000 marcos de los fondos de la Reichswehr, gestionadas por Röhm y Mayr, las que permitieron al partido comprar su propio periódico, el Völkischer Beobachter, a comienzos de 1921. Por lo tanto, puede afirmarse con cierta razón que estos tres personajes —Röhm, Eckart y Mayr—, fueron las «parteras de la carrera política de Hitler»83.
En 1921, Hitler ya había eclipsado al primer jefe (y cofundador) del partido, Anton Drexler. Fue inevitable que se produjera un choque entre ellos, incitado por maniobras de fusión con facciones rivales del movimiento völkisch. Hitler se opuso sin más a estas tendencias. Sin duda, temía que una fusión pudiera debilitar su propio control del partido y arruinar la tarea —reforzada por la repercusión de su demagogia— que concebía para sí mismo: la de ser el «tambor» de la derecha nacionalista. Cuando Drexler inició las gestiones para la fusión durante la ausencia de Hitler, éste dejó el partido encolerizado, causando una grave crisis que se resolvió cuando Eckart negoció el retorno de la «prima donna» del partido en condiciones que le otorgaban plenos poderes dentro del movimiento.
Todo parece indicar que los actos de Hitler durante la crisis se debieron más a una reacción acalorada y espontánea, ante circunstancias que no podía controlar, que a una estrategia premeditada para hacerse con el poder absoluto. Sin embargo, el hecho de que fuera un propagandista indispensable significaba que tanto su inflexibilidad como su negativa a hacer concesiones se convirtieron en una ventaja que fortaleció sumamente su posición en el partido.
La organización siguió expandiéndose con rapidez. A fines de 1922 había alrededor de 20.000 militantes, que en el momento del putsch ascendían a 55.000, sobre todo en Baviera, y fundamentalmente de origen pequeñoburgués. Desde 1921, el partido contaba con su propia organización paramilitar, la Sturmabteilung (SA). Aun así, hasta que se produjo el putsch el movimiento nazi distaba mucho de ser la pieza más importante del conjunto de organizaciones paramilitares «patrióticas» de la extrema derecha en Baviera. El crecimiento continuo del partido se podía atribuir todavía en buena parte al talento de Hitler como agitador y azote del sistema de Weimar, mientras la hiperinflación, la ocupación del Ruhr y la inestabilidad gubernamental parecían apuntar al inminente derrumbamiento de la democracia.
Para todos los que estaban predispuestos a ser atraídos por el mensaje, los discursos de Hitler resultaban electrizantes. Uno de sus primeros admiradores, Kurt Lüdecke, al recordar su reacción cuando escuchó a Hitler hablar en 1922, escribió que sus facultades críticas se vieron anuladas, que se sintió poseído por el «hechizo hipnótico que provenía de la fuerza viva de su convencimiento», que «la intensa voluntad del hombre, la pasión de su sinceridad» «parecía manar de él hacia mí», que todo ello constituía una experiencia que solo podía comparar con la de una conversión religiosa84. No son raros relatos así de los discursos de Hitler. Sin embargo, dadas las condiciones de Baviera a comienzos de los años 20, aunque la demagogia de Hitler arrastraba a las masas de la clientela völkisch, sin apoyo externo ni contactos influyentes podía muy bien haber seguido siendo un mero agitador de cervecería.
Los primeros conversos acomodados, como Lüdecke y Putzi Hanfstaengl, licenciado en Harvard y vástago de una respetada familia de marchantes de obras de arte de Múnich, le ayudaron a introducirse en los salones de la alta burguesía de Múnich. Los editores Julius Lehmann (que ya simpatizaba con el partido desde hacía tiempo) y Hugo Bruckmann, y el fabricante de pianos Cari Bechstein se encontraban entre los que apadrinaron a un invitado tan poco apropiado en las veladas de la buena sociedad. El mariscal de campo Ludendorff, la figura de mayor prestigio de la extrema derecha, también hizo uso de su influencia para recomendar a Hitler en círculos sociales que de otra forma le habrían estado vetados.
Más importante todavía fue la protección que Hitler y su movimiento recibieron de las autoridades bávaras. Los nazis pudieron valerse de las simpatías nacionalistas de los dirigentes de la policía, la judicatura y el ejército en un Estado que se veía a sí mismo como el bastión de la derecha patriótica frente al socialismo que se extendía por Prusia, Sajonia, Turingia y otras partes. A medida que se ampliaban las conexiones con Ludendorff y con las otras organizaciones paramilitares en Baviera, junto al importante papel desempeñado por Röhm como intermediario, el movimiento nazi pudo beneficiarse de las ayudas financieras que iban a parar a la derecha «patriótica» en su lucha contra el «peligro rojo». Además, las posibilidades que tenía Röhm de conseguir las municiones que, procedentes de las unidades de milicias contrarrevolucionarias disueltas, había recogido la Reichswehr, resultaron vitales al permitir a Hitler abastecer de armas, vehículos y otros equipos a la SA en 1923. También fue Röhm quien «cocinó» en septiembre de 1923 la jefatura de Hitler sobre el Deutscher Kampfbund, la fusión compuesta por el NSDAP, Bund Oberland y Reichsflagge, que constituyó la organización paramilitar más radical y violenta de todas las de Baviera.
Sin el auspicio, la protección y la ayuda de la burguesía de Múnich y de las autoridades políticas y militares, no habría sido posible el tránsito de Hitler a una posición destacada dentro de la derecha radical bávara. Y, aunque esta fase de la historia del partido culminó con el desastre del Bürgerbräukeller en noviembre de 1923, que Hitler lograra eclipsar a Ludendorff en el juicio de febrero y marzo de 1924 significaba que podía reivindicar su consideración como la nueva cabeza visible del movimiento völkisch, aun cuando a estas alturas pudiera parecer que sus mejores días ya habían pasado. Resultó apropiado que el momento clave para asentar su predominio viniera dado por una nueva pieza maestra de agitación ante sus comprensivos jueces en Múnich.
La desintegración del prohibido movimiento nazi durante la estancia de Hitler en la cárcel confirmó lo indispensable de su caudillaje; y, al margen de sus diferencias, las diversas facciones nazis que surgieron de la división compartían su veneración por el jefe encarcelado. Por otra parte, su actuación en el juicio había aumentado la fama de Hitler entre los partidarios de la derecha radical fuera de Baviera. Aunque las disputas entre facciones continuaron con marcada crudeza y encono durante más de un año tras su salida de la cárcel y la refundación del partido en febrero de 1925, su posición había salido enormemente fortalecida gracias al realce de su estatus y más allá de la quiebra del movimiento posterior al golpe. Cuando en febrero de 1926 estalló una crisis de objetivos y estrategia en el partido, Hitler poseía suficiente fuerza, mediante su control de una zona estratégica como Múnich, para acabar con ella.
En parte, la crisis se debió a enfrentamientos entre dirigentes que se remontaban a las duras luchas de los días de la escisión después del putsch y a la impopularidad en su patria chica de Baviera de algunas de las fuerzas predominantes en el partido, como sobre todo el entonces jefe de propaganda Hermann Esser y Julius Streicher, jefe nazi en Núremberg. Lo que provocó la crisis de manera más destacada fue el desencanto expresado por algunos miembros relevantes de la organización en el norte y el oeste de Alemania (fundamentalmente Gregor Strasser, que había entrado en una facción del norte tras la ruptura del viejo partido en 1924) a propósito de la vaguedad del programa de 1920, el abandono de las reivindicaciones «socialistas» en el tono político de Múnich y la estrategia que se había adoptado. Cuestiones como la participación en las elecciones —siguiendo la táctica posgolpista de Hitler de hacerse con el poder por medio de las urnas y no a través de la insurrección— o el apoyo a un referéndum pedido por la izquierda para expropiar los bienes de las antiguas casas reales, o si la futura política exterior debía inclinarse del lado de Rusia frente a occidente o dirigirse más bien a la conquista de aquélla en favor del «espacio vital» para Alemania, eran todas objeto de discusión. Pero el factor decisivo que llevó a Hitler a actuar fue la demanda de un nuevo programa para el partido. La adopción de un nuevo ideario habría significado no solo la infinita negociación de la «doctrina» partidista, sino también, y este aspecto resultaba fundamental, aceptar que el propio jefe estaba atado por un plan. El dominio de Hitler sobre la organización, que no procedía del programa sino de la personificación de la «idea» en su «misión», se hubiera visto gravemente dañado. Se habría sustituido la esencia «carismática» del partido por un proyecto concreto.
Hasta principios de 1926, Hitler había permanecido inactivo. Su característica indolencia para la gestión del día a día había dejado a la dirección del partido completamente en manos de otros, lo que le proporcionó tiempo para concentrarse en la escritura del segundo volumen de Mein Kampf. Se mantuvo apartado de la crisis que se avecinaba. Las acciones de los jefes del partido en el norte, que con el permiso expreso de Hitler se habían constituido en «grupo de trabajo», no llegaron a ser una sublevación contra el propio Hitler. Sin embargo, a comienzos de 1926 ya estaba claro que la crisis significaba un desafío a la misma base de su autoridad como líder.
Como de costumbre, Hitler actuó cuando no tuvo más remedio. En una reunión de jefes del partido convocada para el 14 de febrero de 1926 en Bamberg, su discurso puso fin a las expectativas de la «facción» reformista, que, en cualquier caso, ya estaba dividida desde sus comienzos. Reiteró que la misión del partido consistía en aplastar al «bolchevismo judío», punto que no había aparecido en el programa de 1920, con Italia y Gran Bretaña como aliados naturales de Alemania, en lugar de trabajar para formar una entente con Rusia, y se opuso a la expropiación de los bienes de los príncipes85. Y, lo que resultaba más importante, se identificó completamente con el programa vigente. Proclamó que el ideario de 1920 «era el fundamento de nuestra religión, nuestra ideología» y que andar manipulándolo hubiera equivalido a «traicionar a aquellos que perecieron creyendo en nuestra Idea»86. Quedaba pues de manifiesto que rechazar el programa era lo mismo que rechazar a Hitler, la «idea» y la memoria de los «mártires» del putsch de 1923.
El llamamiento a la lealtad salió triunfante. La «oposición», que como tal nunca se enfrentó a Hitler ni a la «idea», sino que había surgido de la indefinición de la propia «idea», se desvaneció. La organización central del partido se hizo más rígida. Los dirigentes del norte aceptaron su derrota y volvieron al redil. Goebbels, que estaba consternado después de la reunión de Bamberg, recibió una invitación de Múnich, donde se le trató como a una celebridad y Hitler lo envolvió con su encanto personal. Goebbels se rindió. «Hitler es grande», escribió en su diario. «Nos estrechó la mano a todos calurosamente. ¡Lo pasado, pasado está!... Me inclino ante el hombre más grande, ante el genio político»87. Poco después, en mayo de 1926, el primer congreso del partido después del golpe, celebrado en Weimar, se convirtió en una muestra pública de adhesión a Hitler y declaró que el programa de 1920 era inalterable. La crisis había acabado. Se desterraba cualquier atisbo de democracia interna en el partido. Todo el poder sobre las decisiones que estuvieran relacionadas con asuntos de ideología o de organización recaían, tal y como se aceptó entonces, en la persona de Hitler. Ya estaba preparado pues el camino hacia la plenitud del «partido del Führer».
En el contexto general de la política alemana del momento, todo esto tenía poca importancia. La democracia había recibido su bautismo de fuego en la crisis de posguerra. La moneda, tres años después de la hiperinflación de 1923, se había estabilizado, la economía repuntaba, los «años dorados» de la cultura de Weimar se encontraban en plena actividad, no había existido otro momento igual de calma en la actividad política desde 1918 y la extrema derecha se limitaba a atraer a un núcleo reducido de votantes. El futuro parecía prometedor y sin el envite de la crisis económica mundial de 1929 podría haber seguido así.
Sin embargo, en este preciso momento, a fines de los años 20, cuando el Partido Nazi se hallaba en su particular travesía del desierto, se creó una estructura organizativa que permitió al NSDAP explotar la crisis, a raíz de la Depresión, de un modo mucho más eficiente que el que había caracterizado a los variadísimos movimientos de la derecha radical a la hora de afrontar la etapa inflacionista de los años 1922 y 1923. Aunque el voto potencial anterior a 1926 resultaba insignificante, la base de los activistas del NSDAP se había consolidado de forma notable, por lo que cuando estalló la crisis el partido contaba con más de 100.000 militantes.
En este período, el culto al Führer ligado a Hitler quedó totalmente institucionalizado dentro del movimiento y se establecieron los cimientos para transmitirlo a un electorado más amplio a comienzos de la década de los 30. Un símbolo externo, significativo de la supremacía de Hitler, fue la introducción del saludo «Heil Hitler» como fórmula obligatoria entre los miembros del partido. La figura más destacada del grupo «reformista» de 1925-1926, Gregor Strasser, se situaba abiertamente entre los que idolatraban a Hitler y escribió en una publicación partidista acerca de la «devoción completa a la idea del Nacional Socialismo», combinada con «un profundo amor por la persona de nuestro líder que es el héroe victorioso de los nuevos combatientes de la libertad»88. Goebbels, cuya creencia en Hitler flaqueó por un instante en 1926, se mostraba ahora efusivo en su repetida elaboración del culto al Führer en su periódico, Der Angriff.
Aquello por lo que Hitler se había afanado se había hecho realidad: ahora el ideario del partido estaba subsumido en su propia persona. Sin embargo, este «programa» no equivalía a un número de objetivos políticos claramente definidos y bien expresados a través de un manifiesto. El «programa» —que venía a dar coherencia a un partido intrínsecamente faccioso— tampoco significaba, salvo de manera indirecta, la aceptación de todos y cada uno de los aspectos de la ideología a la medida de Hitler, expuesta en Mein Kampf.
El propio Hitler nunca había creído que la homogeneidad del partido pudiera apoyarse en un programa rígido. Lo que hacía falta era un acto incondicional de fe en una serie de principios doctrinales vagamente definidos pero inflexibles, encarnados en la persona de Hitler: el mundo entendido como lucha entre razas fuertes y débiles, la selección de los mejor dotados, la necesidad de fortalecer de nuevo a Alemania, librarse de los judíos y luchar por el «espacio vital». Los puntos de fricción se minimizaron en la medida de lo posible. Hitler combinaba la inflexibilidad de los elementos básicos del dogma con un máximo de pragmatismo en las maniobras políticas, manteniéndose al margen cuanto podía de las disputas internas. Se mantuvo distante respecto a las fuerzas más radicales del movimiento, que tenían más posibilidades de alienarse que de atraerse los apoyos necesarios para conseguir el objetivo que constituía el requisito para todo lo demás: el control del poder del Estado.
Los jefes nazis de segunda fila, divididos entre sí, no se quedaron atrás a la hora de manifestar tanto su devoción al Führer como su fe y su lealtad, en parte por su propia convicción acerca de la grandeza de Hitler y la creencia en su «misión», en parte porque reconocían que su propia ambición de hacer carrera dependía de Hitler y también porque al aceptar un cierto grado de dominio por parte del líder supremo, el resto de los posibles candidatos al liderato quedaban excluidos. Resultaron inevitables los choques de personalidades y las diferencias estratégicas, tanto más cuanto que el triunfo político se mostraba huidizo. Sin embargo, siempre acababan en muestras de lealtad y subordinación a Hitler.
Un agrio enfrentamiento entre Goebbels y Gregor Strasser en 1927, por ejemplo, trajo consigo una manifestación pública de unión, «alentada por la creencia compartida en una misión elevada y sagrada y por el sentimiento de fidelidad que les vinculaba a la idea en común y también a un mismo líder en la persona de Adolf Hitler». Las dos premisas para la llegada de una «futura victoria en la unidad ideal» se describían ante los miembros del partido como la «autoridad de la idea y la autoridad del Führer», que «formaban una sola cosa en la persona de Adolf Hitler»89.
Más allá de la aparente cohesión del partido, el conflicto —y aun a veces la rebelión—, continuaron hasta finales de 1932. Pero la posición de Hitler en estos momentos era mucho más sólida de lo que había sido en la etapa de las luchas faccionalistas, entre 1925 y 1926. Otto Strasser fue obligado a dejar el partido sin repercusión alguna cuando en 1930 desafió su mando, anteponiendo una vez más la supremacía de la «idea» por encima del «líder». Cuando hubo riesgo de problemas en la SA y estalló una grave revuelta en la primavera de 1931, Hitler salió victorioso haciendo una llamada a la lealtad hacia su persona. Finalmente, durante la crisis más seria de todas, en diciembre de 1932, cuando el segundo hombre fuerte del partido, Gregor Strasser, dimitió tras una discusión esencial sobre la estrategia, se marchó en solitario, no hubo rupturas ni desafíos a la posición de Hitler; y se demostró una vez más que triunfaba la apelación a la fidelidad personal. Después de una reunión en la que Hitler denunció a Strasser, «los presentes» —los Gauleiter de categoría superior— «sellaron de nuevo su viejo vínculo con él mediante un apretón de manos»90. Durante las semanas siguientes se sucedieron las declaraciones de lealtad de todas partes de Alemania.
La solidez de la posición de Hitler dentro del partido se remontaba en buena parte a los años del «desierto», entre 1925 y 1928. Cuando se inició el auge electoral nazi en el otoño de 1929, la naturaleza del NSDAP como «partido del Führer», cuyo concepto y organización resultaban inseparables de su jefe, estaba consolidada. Por algo se le conocía normalmente como «el movimiento de Hitler». El dominio de Hitler sobre el NSDAP era absoluto. Se habían forjado los vínculos de la gran «comunidad carismática», la principal correa de transmisión del «culto al Führer» hacia sectores más amplios de votantes que todavía no eran seguidores convencidos de Hitler.

 

 

 

LAS MASAS

 

La atracción que ejerce sobre las masas un «líder carismático» tiene solo una relación indirecta con los atributos reales de su personalidad y su carácter. Las percepciones son más importantes que la realidad. Pocos de los trece millones de alemanes que votaron a Hitler en 1932 lo conocían. El Hitler del que habían oído hablar o sobre el que habían leído en los periódicos, el que habían visto en los actos electorales o en los mítines correspondía a una imagen creada y adornada por la propaganda. El marketing de la imagen resultaba crucial, como también lo era una predisposición previa a aceptar dicha imagen. La mayoría de los partidarios del nazismo ya estaba al menos a medio convertir antes de encontrarse con Hitler en carne y hueso, y, por lo demás, sucumbió ante su «carisma». Probablemente, para la mayor parte de quienes iban a votar al Partido Nazi (a falta de sondeos, nunca podremos saberlo con certeza), los asuntos prosaicos del día a día, la preocupación por los temas locales, el propio interés personal e incluso los sentimientos esencialmente pesimistas acerca de que Hitler no podía hacerlo peor que el resto y que también se le podía dar una oportunidad, todo ello tenía más importancia que el fervor ideológico y que la entrega ciega a la «idea de misión». Sobre todo en pueblos y ciudades pequeñas, no debió de resultar excepcional que la gente siguiera el ejemplo de las fuerzas vivas de la comunidad (los notables y los miembros respetables de clubes sociales y asociaciones) y llegara a apoyar a los nazis. Con posterioridad a 1929-1930, la pléyade de grupos de interés que actuaban dentro del movimiento nazi —organizaciones de afiliados que cubrían los intereses de prácticamente todos los sectores de la sociedad, desde la juventud y las mujeres hasta los obreros, los agricultores, comerciantes, estudiantes, médicos, abogados, funcionarios y profesores de universidad—, relacionaban la idea integradora del nazismo con los intereses materiales y sectoriales más concretos. Por lo tanto, la gente halló en el nazismo una propuesta atractiva por una amplia gama de motivos, que respondían a intereses personales y no simple o fundamentalmente a Hitler. Sin embargo, una vez entablado el contacto con el nazismo, todos los seguidores potenciales se vieron expuestos a la imagen «carismática» de Hitler.
El culto a Hitler, aunque no por sí solo, sí como expresión de la amalgama de las diversas corrientes de la «idea nazi», sirvió como reclamo de primera importancia dentro de la variedad de causas que llevaron a la gente a sentir atracción por el nazismo. En una muestra —muy significativa, a pesar de no ser estadísticamente representativa— de los asuntos ideológicos más importantes que preocupaban a los militantes nazis de a pie, el culto a Hitler sobresalía en casi un quinto (18,1 por 100) de los 739 casos91.
Como ya se ha visto, incluso en los escalafones más altos del partido, la idea contenía muchas de sus virtudes en su misma imprecisión: la devoción fanática en una visión utópica de un futuro lejano más que los puntos concretos de un programa de acción claramente expresado. Hitler podía, más que cualquier otro político que compartiera sus criterios, suscitar en quienes lo conocieron, y que de alguna forma estaban predispuestos a recibir su mensaje, la imagen de un futuro heroico para una nación alemana que, regenerada, renacía de las cenizas de la destrucción total del viejo orden. Hitler infundió entre los millones que atrajo hacia sí la convicción de que él y solo él, respaldado por el partido, podía poner fin a la miseria del momento y guiar a Alemania hacia una nueva grandeza. Esta concepción del futuro prometía grandes beneficios para todos, con tal de que fueran racialmente aptos, mientras que los enemigos del pueblo, que hasta ese momento los sometían a la esclavitud, serían no solo proscritos sino totalmente extirpados.
Con el fin de atraer a la generalidad, las variaciones sobre el gran tema principal de la regeneración nacional y la eliminación de los enemigos de la nación eran suficientes. Para la mayoría de los partidarios del nazismo, la expresión «enemigos de la nación», en los primeros años 50, se refería sobre todo a los marxistas. Pese a que en la cosmovisión personal de Hitler judíos y marxistas eran sinónimos, durante la etapa de ascenso al poder predominó el descrédito en público de los marxistas. Incluso los miembros del partido en aquel momento, y por descontado los votantes menos comprometidos, tendían a ser sobre todo antimarxistas, aunque está claro que esto podía incluir —como en el caso del propio Hitler— el antisemitismo violento o coexistir con él. En cuanto a los elementos que mayor hostilidad despertaban, cerca de dos tercios de quienes respondieron a la encuesta ya mencionada entre militantes de a pie del partido eran sobre todo antimarxistas en sus más diversas formas92. Los temas ideológicos que predominaban en los militantes de la encuesta reflejaban el lado «optimista» e impreciso del nazismo: las expectativas de una «comunidad nacional» unida y solidaria (31,7 por 100 de 739 respuestas) y el supernacionalismo (22,5 por 100), asociados a una Alemania fuerte y expansionista. El antisemitismo, acusado o fortuito, destacaba solo en un 13,6 por 100 de las respuestas93.
No existía nada específicamente nazi, y mucho menos hitleriano, en el empuje de imperativos tan imprecisos. Constituían lugares comunes en la extrema derecha antes de que el Partido Nazi viniera a acaparar el mercado del nacionalismo völkisch. A la hora de construir el apoyo de las masas, lo que fue realmente decisivo, más que la doctrina intrínseca nazi, fue el tipo de articulación y la forma en que se presentaron los miedos, las fobias y las vagas expectativas que resultaban corrientes más allá del núcleo tradicional de apoyo a la derecha völkisch. Y cuando se trataba de presentar algo, Hitler no tenía competencia.
La marca retórica de Hitler encontró su plena justificación en el contexto de la crisis total del Estado que se inició con la Depresión, con la economía y la autoridad política trastornadas. Más que ningún otro dirigente nazi, incluido Goebbels, él era un maestro cuando expresaba la ira y los prejuicios populares de la forma más pedestre y maniquea. La fuerza de su expresión, la sencillez de las alternativas que planteaba, la fuerza y la seguridad de sus convicciones y la ambiciosa visión de futuro que ofrecía, todo combinado para ofrecer un mensaje irresistible a los ya casi persuadidos que querían escucharle. El texto de sus discursos pone de manifiesto un catálogo de banalidades y de tópicos, pero el ambiente, la puesta en escena y el aura mística de grandiosidad mesiánica con que la propaganda nazi había envuelto ya para entonces a Hitler hacían que sus palabras electrizaran a las masas, cuyas emociones, preparadas por medio de un montaje publicitario previo, recordaban más a una concentración religiosa evangelista que a un mitin político convencional.
Algunos pasajes fundamentales de Mein Kampf versaban sobre la propaganda. Hitler apuntó que consideraba la propaganda, sin duda, como la tarea más importante del joven Partido Nazi94. La misión de la propaganda, escribió, era «procurar que una idea gane adeptos», «tratar de imponer una doctrina a todo el pueblo». La «organización», por otro lado, servía para hacerse con miembros, los abogados de la causa, quienes «realmente hacen posible la victoria del movimiento»95. Concedía mayor trascendencia, dentro del liderato, a la agitación que a un programa teórico. El gran teórico, escribió, raras veces se convierte en un gran líder. Es en el agitador donde suelen encontrarse las cualidades para el mando, «ya que liderar significa ser capaz de movilizar a las masas»96.
El desprecio de Hitler por los asuntos teóricos, junto a su percepción de los límites de la doctrina ideológica a la hora de ganarse a las masas, quedó claro en un discurso pronunciado en privado en 1926, ante el selecto público del Hamburger Nationalklub. «Sobre todo», manifestó, «uno tiene que desechar la idea de que se puede satisfacer a las masas con conceptos ideológicos. La comprensión constituye una plataforma poco firme para las masas. La única emoción estable es el odio». Añadió que, por encima de todo, lo que percibían las masas era la fuerza y que, metido en la multitud, el individuo es «como una insignificante lombriz», que siente solo la energía y la rectitud del movimiento y ve a «200.000 personas luchando unidas por un ideal, que él mismo no logra comprender y no tiene por qué. Posee una fe, y esta fe se refuerza a diario mediante su visible poder»97.
Como observó un comentarista coetáneo, que escribía en 1931:

 

Según Hitler, toda propaganda tiene que limitar su nivel intelectual para que lo entienda el más estúpido del público. El banal «¡blanco contra negro!» en lugar de ideas complejas... El tema debe ser explosivo... Nada de palabras sabias. Hay que despertar la ira y la pasión y echar leña al fuego hasta que la multitud se vuelva loca98.

 

Un aristócrata ruso-alemán que se convirtió tempranamente al nazismo recordaba que, al terminar el primer discurso que escuchó a Hitler, en Mecklenburg en 1926, «mis ojos estaban llenos de lágrimas y tenía un nudo de llanto en la garganta. Un grito liberador del entusiasmo más puro descargó la insoportable tensión cuando el público rompió en aplausos»99. Este tipo de experiencias, llenas de emotividad, no resultaban extrañas para quienes se encontraban predispuestos ideológicamente a recibir la imagen y el mensaje.
Las técnicas propagandísticas de Hitler para ganarse a las masas podían haber tenido poco éxito sin las condiciones externas que facilitaron un «mercado» electoral a la alternativa política nazi. En ausencia de la Depresión, del deterioro general del gobierno y el Estado y de la desintegración de los partidos liberal-conservadores burgueses, Hitler no hubiera podido valerse de este «mercado» de masas y hubiera seguido siendo una opción minoritaria e insignificante en los márgenes del sistema político.
Incluso durante la Depresión, como se ha indicado anteriormente, el nazismo ganó adeptos entre las «masas» por vías más prosaicas que el súbito flechazo en los mítines de Hitler. Generalmente, en esos mítines predicaba para los conversos o los que se hallaban ya a medio camino. A los que no estaban entregados a la causa o a los curiosos que simplemente asistían a estos actos, el impacto que les producía a menudo no era precisamente carismático. «¿Qué tipo de impresión causaba? Siempre la de un chiflado, con su corte de pelo y ese bigotín», recordaba un ama de casa de mediana edad. Un joven de dieciséis años les dijo a sus padres, después de que, llevado por la curiosidad, escuchara a Hitler en una caseta de cerveza en Múnich en 1932, que no había nada por lo que preocuparse: «Nadie le va a votar, semejante fanfarrón no puede convencer a nadie»100.
Los apoyos a Hitler fueron más fuertes en el norte y el este de Alemania, mayoritariamente protestantes, que en el sur y el oeste, fundamentalmente católicos; en el campo y en las localidades pequeñas (excepto en las zonas católicas) que en las grandes ciudades; y, dentro de las ciudades, en las áreas residenciales de clase media que en las barriadas proletarias. Los trabajadores autónomos, los agricultores, los empleados de oficinas y los funcionarios eran proclives en gran medida a apoyar al NSDAP. A pesar de la propaganda que presentaba a Hitler como «la última esperanza», los desempleados no se decantaron por él. El movimiento nazi era más «juvenil» que cualquier otro partido político, excepto el Partido Comunista. Sin embargo, y pese a que la imagen «viril» de un «movimiento combativo» abrumadoramente masculino, unida a un idealismo apasionado, atrajo inequívocamente a muchos jóvenes alemanes, el tamaño de las Juventudes Hitlerianas siguió siendo hasta 1933 raquítico en comparación con las organizaciones de las juventudes socialistas, católicas y burguesas. Los nazis, más que ninguno de sus rivales, lograron atraer adeptos de todas las clases sociales y crearon una militancia socialmente heterogénea. No obstante, hubo desviaciones significativas en cuanto a sus apoyos normales y limitaciones en cuanto a su penetración social.
Sobre todo, la izquierda socialista y comunista y las organizaciones políticas católicas siguieron siendo relativamente inmunes al tirón de Hitler hasta 1933 y después. Antes de 1933, alrededor de dos tercios de los votantes alemanes no vieron en Hitler a un candidato atractivo. Su conquista definitiva de las masas surgió una vez que los nazis silenciaron a la opinión opositora y lograron un control absoluto de los medios de comunicación.
No obstante, la consecución del apoyo de un tercio de los votantes entre 1929 y 1932 fue un logro notable de movilización política. Conforme la maquinaria ganaba velocidad en el otoño de 1929, hacía el rodaje en el verano de 1930 y alcanzaba su pleno funcionamiento después del extraordinario triunfo en las elecciones de septiembre de 1930, las oleadas de nuevos militantes permitieron una movilización aún mayor, cuando un éxito llamaba al siguiente. Los fieles del partido, que habían crecido enormemente, podían desatar en aquellos momentos un grado considerable de agitación por medio de continuas concentraciones, mítines, marchas y, no en menor medida, a través de una lucha por el control de las calles en pueblos y ciudades que llevó en repetidas ocasiones al «movimiento de Hitler» a primera plana, proyectando así una imagen de vitalidad y acción.
La imagen del partido se perfilaba, ahora que la máquina propagandística estaba en manos de Goebbels desde abril de 1930, con mayor habilidad y mejor dirigida que antes. Los eslóganes, los temas, los oradores y la publicidad de las campañas obedecían a una dirección centralizada, aunque se concedía importancia a lo local y lo regional. Se desplegaron nuevas y llamativas técnicas, como cuando, en la segunda campaña para la presidencia en la primavera de 1932, se fletó un aeroplano para transportar a Hitler a sus mítines con el lema «el Führer sobre Alemania». La imagen sugería la idea de un mundo moderno y tecnológico, en el que sin embargo también se restablecerían y dominarían los verdaderos valores alemanes. Sobre todo, la imagen que describía la propaganda nazi era la del poder y la fuerza, el dinamismo y la juventud, la de una inexorable marcha hacia el triunfo, la de un futuro que había de ganarse por la creencia en el Führer.
En el verano de 1932, la maquinaria del partido constituía un monstruo imparable. En aquella fecha Hitler estaba a la cabeza de un movimiento impresionante, de unos 800.000 miembros y cerca de medio millón de paramilitares, de los cuales no todos eran militantes del partido. Trece millones de votantes estaban en mayor o menor medida listos para depositar su confianza en Hitler en 1932.
La base popular de la posterior «deificación» de Hitler estaba formada. La capacidad de aclamación que tenía a su servicio iba a funcionar durante todo el Tercer Reich como el elemento de cohesión más importante del Estado nazi. Pero, por el momento, le valía a Hitler para desbloquear el camino hacia el poder: ningún otro dirigente de un partido de la derecha podía ofrecer a las elites conservadoras nada remotamente comparable al control que Hitler ejercía sobre las masas.
Sin embargo, el apoyo popular resultó insuficiente en sí mismo para llevar a Hitler al poder. A finales de 1932, una sucesión de dos campañas presidenciales, varias elecciones provinciales y después unas elecciones al Reichstag le proporcionaron un techo electoral, antes de la conquista del poder, de un 37,3 por 100 de todos los votantes. Como jefe del partido más votado, con mucho, del Reichstag, con 230 escaños, Hitler exigió la cancillería. En una audiencia el 13 de agosto de 1932, el presidente del Reich, Hindenburg, se negó rotundamente a nombrarlo. En consecuencia, hubo una profunda crisis de confianza en el movimiento nazi durante los meses restantes de 1932. Algunos militantes se hartaron y se marcharon. Por primera vez los votantes también le volvieron la espalda al partido: las elecciones de noviembre registraron una caída de dos millones de votantes para el NSDAP, que perdió treinta y cuatro escaños en el Reichstag. Ya en abril Goebbels había anotado en su diario: «debemos llegar al poder en un futuro inmediato; de lo contrario, nos venceremos del todo a nosotros mismos»101. A fines de 1932, con la situación financiera por los suelos y la salida de Strasser como un aporte moral a una situación sin precedentes, el futuro del Partido Nazi no era nada prometedor. La apuesta de Hitler de jugarse la cancillería a todo o nada resultó un completo fracaso. Parecía que el partido corría el riesgo de fraccionarse. La superioridad de Hitler en el partido y su control sobre las masas no parecían suficientes para hacerse con el poder. Era necesario que llegara ayuda del exterior, y, en los momentos más difíciles para el partido, esa ayuda estaba cerca.

 

 

 

LAS ELITES

 

La entrega del poder a Hitler el 30 de enero de 1933 fue la peor salida que podía darse a la inevitable crisis de la democracia de Weimar. No tenía por qué ocurrir. No fue en ningún caso un resultado inevitable. El éxito electoral por sí solo no habría dado lugar a ello. Según la Constitución de Weimar, no había obligación de nombrar jefe del Gobierno al líder del partido que más escaños hubiera conseguido en las elecciones generales. Como se ha señalado, Hindenburg le negó la cancillería a Hitler en agosto de 1932, cuando los nazis se encontraban en la cresta de la ola. Cinco meses después cambió de opinión, cuando el partido estaba en plena crisis tras el revés electoral de noviembre de 1932 y el asunto Strasser. El nombramiento de Hitler era técnicamente constitucional. Sin embargo, el espíritu de la Constitución llevaba bastante tiempo muerto.
Después de que Brüning se convirtiera en canciller en marzo de 1930, el gobierno presidencialista reemplazó de forma creciente y deliberada al gobierno parlamentario; el canciller del Reich gobernaba mediante «decretos de emergencia» con la firma del presidente del Reich y con la autorización que le otorgaba el artículo 48 de la Constitución de Weimar. Si con el primer presidente del Reich, Friedrich Ebert, se hizo uso del artículo 48 para defender a la democracia de las fuerzas antidemocráticas tanto de la derecha como de la izquierda, en aquellos momentos, bajo la presidencia de Hindenburg, se utilizaba para socavar el sistema democrático. A raíz de la castración del Reichstag, que se había vuelto cada vez más incontrolable desde el aumento en el número de votos de comunistas y nazis en las elecciones de 1930, la posición del presidente del Reich resultaba crucial. Acceder a Hindenburg significaba tener la llave del poder. Por lo tanto, el palacio presidencial se convirtió en el centro de las intrigas de mediadores poderosos que, libres de limitaciones institucionales, conspiraban astutamente y por su cuenta en regateos privados con el fin de favorecer sus ambiciones personales de poder. Detrás de estos mediadores independientes se hallaban las tácticas de influencia y presión que manejaban los grupos de elite importantes, deseosos de conseguir una solución política a la crisis favorable a sus intereses.
En aquel laberinto de luchas por el poder, Hitler salió vencedor. Pocos intermediarios políticos o grupos de elite no nazis de la industria, el comercio, las finanzas, la agricultura, la función pública o el ejército tenían a Hitler como su favorito. Pero en enero de 1933, cuando el resto de las alternativas parecían agotadas, la mayor parte de ellos, con los grandes terratenientes a la cabeza, estaba dispuesta a acoger a un Gobierno de Hitler. De haberse opuesto, la llegada de Hitler a la cancillería hubiera sido impensable; necesitaba de las elites para alcanzar el poder. Estas, a su vez, necesitaban a Hitler en enero de 1933, puesto que solo él podía aportar el apoyo popular necesario para imponer una solución autoritaria sostenible para la crisis del capitalismo y del Estado en Alemania. Esta era la base del trato que llevó a Hitler al poder el 30 de enero de 1933.
Antes de que el nazismo adquiriera su enorme base entre las masas y de que se convirtiera en una fuerza que no se podía pasar por alto en las negociaciones electorales, su importancia resultaba poco significativa para los intereses de las elites. Como ya se ha visto anteriormente, Hitler no habría llegado a ser el «tambor» de la derecha en Baviera antes del putsch sin el patronazgo y la protección de la flor y nata de la buena sociedad de Múnich. Pero, lógicamente, en los «años buenos» de Weimar que siguieron a la estabilización de la moneda, los «capitanes de industria», la burguesía terrateniente y la cúpula del ejército tenían pocos motivos para mostrar algo que no fuera un interés escaso por el partido de Hitler, situado en la periferia de la escena política.
No puede haber dudas sobre las tendencias autoritarias y las posturas cada vez más antidemocráticas que proliferaban en destacados grupos de elite, incluso en el efímero apogeo de Weimar. Además, los nazis no cesaron de buscar su apoyo. Hitler se dirigió, o se encontró en privado, con industriales en varias ocasiones para conseguir ayuda política y financiera. Algunos accedieron, aunque hasta el momento eran la excepción. Bastante alejados de la retórica anticapitalista y poco atractiva del NSDAP, la mayor parte de los dirigentes de la economía veía poco sentido en el apoyo a un partido que no tenía influencia y escasas posibilidades de llegar al poder. Es más probable que compartieran el criterio expuesto en un informe confidencial del ministro del Interior del Reich en 1927, que se refería al NSDAP como «un partido que no va a ninguna parte», un «grupo faccioso y revolucionario que no es capaz de ejercer una influencia significativa en la gran masa de la población o sobre el curso de los acontecimientos políticos»102. Por lo tanto, no es sorprendente que muchos «capitanes de industria» y grandes propietarios respaldaran a los partidos liberal-burgueses y conservadores.
Ésta continuó siendo la pauta incluso durante la Depresión. El Partido Nazi se benefició solo a una escala relativamente menor de los fondos de «la gran empresa», que todavía entraban a raudales en las arcas de sus rivales electorales de la derecha conservadora. La financiación del NSDAP procedía en su mayor parte, de una manera menos espectacular, de las cuotas de afiliación, las colectas de fondos en las concentraciones públicas y otras fuentes por el estilo103. Por lo tanto, a medida que el partido crecía, mayor era la cantidad de fondos provenientes de esos cauces. No obstante, las finanzas de la organización estuvieron siempre en un estado lamentable. A pesar de que contaba con simpatizantes y partidarios que le proporcionaban ayuda económica y material, como por ejemplo el usufructo de propiedades como «albergues» de la SA o el préstamo de vehículos para transportar a las tropas de choque; mientras se pudiera pensar en alternativas más aceptables, los sectores más destacados de las elites no incluyeron al Partido Nazi dentro de sus planes de poder.
De 1929 en adelante, sin embargo, el «movimiento de Hitler» comenzó a representar un papel más destacado en sus cálculos políticos, si bien la mayor parte mantenía sus reservas. La campaña de revisión del Plan Young de pagos por reparaciones de guerra, en 1929, le dio al partido la primera oportunidad de unir sus fuerzas con las otras organizaciones nacionalistas y beneficiarse ante todo de la publicidad que en aquellos momentos les ofrecían las publicaciones del magnate de los medios de comunicación Alfred Hugenberg, dirigente del DNVP. El terreno se hallaba listo también para fomentar los contactos con figuras prominentes de la industria y los negocios. En una serie de elecciones locales que se celebraron en otoño se puso de manifiesto el aumento sustancial del voto del NSDAP, sobre todo en zonas rurales que padecían problemas agrícolas serios. Después del crack de Wall Street en octubre de 1929, la rápida intensificación de la crisis económica en 1930 y el triunfo electoral nazi de septiembre de 1930, cuya envergadura cogió por sorpresa incluso a los dirigentes del partido, la advertencia a la República de Weimar estaba muy clara. Cuando se produjo el colapso de los bancos en julio de 1931, la democracia estaba muerta y enterrada. En 1932, las reparaciones fueron efectivamente canceladas y con ello se eliminó la traba principal de Versalles.
Durante todo este tiempo, las elites alemanas, profundamente antidemocráticas, habían estado buscando un recambio autoritario para la República de Weimar. Con Brüning se habló de una restauración de la Monarquía y de un sistema de gobierno al estilo de Bismarck. Cuando los intereses de los grandes propietarios convencieron a Hindenburg de que cesara a Brüning, Von Papen, el favorito de aquéllos, que también convenía a muchos otros sectores del mundo empresarial, contempló incluso el riesgo de una guerra civil que traería el despliegue de la policía y el ejército para suprimir a los partidos políticos e imponer una nueva Constitución autoritaria. Dio buena muestra de sus intenciones cuando depuso al Gobierno electo de Prusia en julio de 1932, un movimiento de lo más significativo, puesto que Prusia, con mucho el mayor de los estados alemanes con casi dos tercios de todo el Reich, estaba todavía controlado por una coalición formada por los socialdemócratas y el Partido del Centro. Después de que las intrigas acabaran también con Von Papen, su sucesor, el general von Schleicher, intentó encontrar una base de apoyo popular mediante la incorporación de los sindicatos y del movimiento nazi, con Gregor Strasser como vicecanciller. Cuando esta maniobra fracasó, por la victoria de Hitler sobre Strasser y su posterior dimisión, los días de Von Schleicher estaban también contados.
Entretanto, los contactos de Hitler con los dirigentes de los negocios, la industria y la agricultura se habían intensificado sin que la mayor parte de ellos se convenciera de que la solución que se necesitaba fuera una dictadura nazi. Sus vínculos con Hindenburg se habían renovado en 1931 en el «Frente Harzburg», así denominado por una reunión de organizaciones nacionalistas en Bad Harzburg, Baja Sajonia. Hjalmar Schacht era uno de aquellos hombres del mundo de los negocios presentes en la reunión, aunque de ningún modo se trataba de una figura central y su entusiasmo por Hitler no era representativo de los círculos empresariales en general. En enero de 1932, Hitler se dirigió al influyente Düsseldorfer Industrielklub, donde ganó algún apoyo aunque muchos seguían todavía sin ver en él a su candidato. Por medio de Schacht y de Wilhelm Keppler, que había desarrollado su actividad en la industria química y ahora actuaba como nexo entre Hitler y los empresarios, se ejerció mucha presión. Y, lo que resultaba aún más importante, se tejieron fuertes lazos entre la cúpula nazi y los grandes terratenientes del este de Alemania, a quienes escuchaba el presidente del Reich, tanto a través de Von Papen como por los intereses personales de Hindenburg como propietario. Los contactos con el ejército también se ampliaron. En el cuerpo de oficiales de la Reichswehr no se despreciaba el atractivo de la defensa del rearme a gran escala, junto con el final de la polarización política por medio del aniquilamiento de la izquierda, sin la participación del ejército en una posible guerra civil. Sin embargo, tal y como los hechos pusieron de manifiesto, acabar con la izquierda y hacerse con una base de apoyo masivo en la derecha eran requisitos necesarios para cualquier forma de régimen autoritario duradero. En enero de 1933, la posibilidad de que Von Schleicher pudiera ganar el respaldo popular del que habían carecido tanto Brüning como Von Papen se había desvanecido. Solo Hitler contaba con las masas de la derecha política a su disposición.
Schacht fue el primer firmante, en noviembre de 1932, de una iniciativa de un grupo de empresarios, dirigida al presidente Hindenburg, en la que solicitaban el nombramiento de Hitler como canciller104. A pesar de todo, Hindenburg se negó. Después de que las elecciones dieran un aumento del voto comunista, junto a una caída del apoyo a los nazis, la perspectiva de interminables conflictos internos parecía real en dichos círculos. En las semanas posteriores, muchos dirigentes de las grandes empresas, sobre todo en la industria pesada, mostraron su profunda preocupación por el apoyo de Schleicher a los proyectos públicos de creación de empleo y el intento de hacer participar a los sindicatos en su estilo autoritario de gobernar. Los planes de Schleicher para asentar a jornaleros en las fincas arruinadas del este supuso una gran ofensa para el grupo de presión de los grandes propietarios. Fue en este contexto, en enero de 1933, donde un ambicioso y egoísta Von Papen se las ingenió para actuar como intermediario principal entre el grupo de grandes empresarios que giraba en torno a Schacht —que no representaban en manera alguna los intereses divididos de la industria y el comercio—, el mando nazi y la camarilla que rodeaba al presidente del Reich, en estrecha relación con el ejército y la casta de los grandes terratenientes prusianos. Ahora Von Papen se encontraba en disposición de aceptar a Hitler como canciller, aunque el precio que pedía a cambio era un Gabinete fuertemente nacionalista y conservador, no nazi, con él mismo en el puesto de vicecanciller y solo dos nazis más aparte de Hitler (Frick como ministro del Interior y Göring como ministro sin Cartera y ministro del Interior en funciones para Prusia). Con este acuerdo Von Papen, todavía el favorito de Hindenburg, pudo finalmente convencer al presidente de que Hitler debía ser nombrado canciller.
El error fatal de cálculo de la derecha conservadora consistió en imaginar que se podría «domar» a Hitler haciéndolo participar en el Gobierno, de manera que la burbuja nazi se desharía. Cuando aparecieron voces manifestando preocupación acerca de las intenciones de Hitler, tanto la afirmación de Hugenberg de que nada podría ocurrir puesto que «le estamos cortando los vuelos a Hitler» como el comentario lacónico de Von Papen —«nosotros le hemos contratado»—105 calmaron las mismas. De esta forma, después de que las elites conservadoras se hubieran esforzado por minar la democracia de Weimar, pero tras demostrar también su incapacidad para establecer un sistema autoritario con apoyo popular, estuvieron en disposición de alzar hasta lo más alto de la representación del gobierno a una persona ajena a los círculos convencionales del poder. Supusieron que Hitler serviría a sus intereses durante algún tiempo. No tuvieron en cuenta que podía excederse en el encargo.