I. El poder de la «idea»
No debería sobrestimarse la personalidad de
Hitler como elemento fundamental de su poder. Sin embargo, tampoco
debería pasarse por alto. Su mayor influencia recaía en el entorno
de los más fanáticos y devotos seguidores que le acompañaron desde
el principio, el «círculo íntimo» de los discípulos más
comprometidos. Al buscar una causa y un líder antes de «encontrar»
al nazismo y a Hitler, llegaron a formar el núcleo de la «comunidad
carismática» que vio grandeza en Hitler.
El «carisma» de la propia personalidad de
Hitler, que tanta influencia tuvo entre sus seguidores cercanos,
radicaba en el poder que emanaba —para los que estaban
predispuestos a aceptarlo— de su «idea», de su credo político,
junto con la extraordinaria habilidad que demostró desde que se
incorporó a la política activa para manejar a las masas. A lo largo
de este capítulo se examinará, por tanto, el nacimiento del
«político de convicción» y la acogida de sus primeros seguidores,
que se convirtieron en algunas de las figuras más importantes del
Tercer Reich, a su personalidad y a sus ideas.
Físicamente, Hitler era poco
atractivo23. De mediana
estatura y tez clara, daba la impresión de que la cabeza dominaba
al resto del cuerpo. Un flequillo lacio ocultaba su ancha frente.
El centro de su cara parecía encontrarse en el recortado bigote.
Nunca vistió de manera elegante. Su dentadura estaba en malas
condiciones y, en los últimos años, su vista —que había sido buena—
necesitaba ya gafas para leer, aunque siempre se mostró deseoso de
que no le vieran en público con ellas. Sus ojos, un poco saltones,
y su mirada imperturbable constituían su rasgo físico más
notable.
Los hábitos personales de Hitler resultaban
repetitivos y conservadores, pero al mismo tiempo bastante
estrafalarios. Trató de fijar lo más posible su rutina diaria, era
prácticamente abstemio y, desde los primeros años 30, vegetariano,
no fumaba ni tomaba café y tenía una manía por la limpieza que le
hacía lavarse con una frecuencia anormal. Necesitaba dormir poco,
leía de manera ávida y compulsiva, aunque sin método, y poseía una
memoria extraordinaria para las cuestiones de detalle. Monopolizaba
la conversación con sus puntos de vista sobre un amplio abanico de
temas. Se consideraba asimismo especialmente experto en cualquier
cosa relacionada con la historia, el arte y la arquitectura. Estaba
asimismo muy interesado en la medicina y la biología. Su confianza
en su propio aprendizaje autodidacta iba de la mano de un completo
desprecio por los «intelectuales» que dependían de una educación
formal. Sin embargo, no hay duda de que —aunque sus conocimientos
estuvieran a medio hacer y fueran sesgados y dogmáticamente
inflexibles— se trataba de un hombre inteligente y perspicaz.
A pesar de permanecer, en términos humanos,
incluso en su entorno normal, distante e inabordable, Hitler podía
dedicar una gran atención a asuntos triviales, como cuando hacía
regalos de cumpleaños a sus secretarias. Le gustaba estar en
compañía de mujeres y se mostraba invariablemente cortés y afable
con ellas, especialmente si eran atractivas. Podía hacer reír a los
que le rodeaban con su humor agudo y su talento para la imitación.
Además, tenía un fuerte sentido de la lealtad hacia aquéllos de sus
camaradas que habían soportado sacrificios para apoyarle en los
primeros días.
Estas características personales habrían
resultado insuficientes para llamar la atención sobre Hitler si
hubieran existido al margen de su visión política del mundo y de su
capacidad de conducir al público con la fuerza de su palabra. Visto
en términos puramente personales, prescindiendo de su filosofía
política, Hitler era desde luego una mediocridad. Pero su credo
político y la convicción con que lo expresaba lo transformaron en
una personalidad de un dinamismo considerable y
extraordinario.
Tras el colapso del Tercer Reich, se creyó
durante mucho tiempo que el mensaje de Hitler consistía en poco más
que las frases vacías de un demagogo sediento de poder, que el
hombre que había tras el mensaje carecía de ideas auténticas, como
los tiranos clásicos de la Antigüedad. Sin embargo, ahora todo el
mundo reconoce que detrás de las vagas llamadas misionarías
subyacía un conjunto de ideas interrelacionadas —si bien repulsivas
e irracionales— que cuajaron a mediados de los años 20 en una
ideología coherente. Aunque las ideas fijas de Hitler, que no
variaron en lo esencial hasta su muerte en 1945, no pueden explicar
por sí mismas su atractivo para las masas o el crecimiento del
NSDAP, constituyeron una fuerza motriz personal de inusual vigor.
Proporcionaron a Hitler una cosmovisión general que, como cualquier
otra ideología exclusivista, le dio la oportunidad de ordenar todas
sus ideas dentro de su propia filosofía de conjunto y le hizo
descartar cualquier alternativa por considerarla absolutamente
indefendible. Le transmitieron asimismo el entusiasmo «misionero»
del líder que combinaba, al parecer, la clarividencia con la
certeza de que su camino era el correcto y, de hecho, el único que
podía seguirse.
Aunque a menudo se manifestaba indeciso
acerca de las acciones políticas concretas, nunca vaciló respecto a
la certeza de sus ideas. Para los hombres de su entorno, que
compartían sus prejuicios generales, la fuerza y la seguridad de su
convicción, que se extendían más allá del mero fanatismo o de una
excentricidad normal hasta componer una fórmula grandiosa e
irrevocable para un futuro glorioso, constituían un factor
destacado en la consolidación de su supremacía personal. La
simplicidad de su visión dual del mundo como una lucha maraquea
entre el bien y el mal en la que todo quedaba reducido a absolutos,
todo o nada, se correspondía con la fanática fiereza y la tenacidad
inflexible con las que sostenía sus puntos de vista. Estos
«atributos» hicieron de él un personaje destacado en los círculos
de la derecha völkisch que empezó a
frecuentar a comienzos de los años 20. Sus apariciones en público
le convirtieron en el exponente principal de la propaganda de dicha
corriente y le despejaron el camino para entrar en contacto con los
principales grupos de la burguesía adinerada de Múnich, lo cual le
hizo indispensable y le aseguró el apoyo de otros elementos de la
extrema derecha.
La esencia de la cosmovisión de Hitler
abarcaba la creencia de que la historia consistía en la lucha entre
las razas, un antisemitismo radical, la convicción de que solo
podría garantizarse el futuro de Alemania mediante la conquista del
Lebensraum (espacio vital) a expensas de
Rusia, y el trenzado de todos estos hilos en la idea de una guerra
a vida o muerte para acabar con el marxismo, encarnado de manera
más concreta en el «bolchevismo judío» de la Unión Soviética. La
importancia de estas ideas entrelazadas no solo se advierte en el
hecho de que durante más de veinte años estuvieran vigentes, sino,
sobre todo, en que los objetivos ideológicos que emanaban de ellas
llegaron a ponerse en práctica durante la Segunda Guerra Mundial.
Por lo tanto, deben tenerse en cuenta a la hora de analizar el
poder de Hitler. Antes de proseguir, conviene examinar su
formación, evolución y contenido.
Cuándo exactamente, cómo y por qué Hitler
se adhirió a estas ideas de forma tan fanática no está nada claro.
Sin embargo, el proceso por el cual varias líneas de su pensamiento
fraguaron que mezclaba todas ellas ya había concluido cuando
redactó Mein Kampf en 1924, y apenas osciló
desde entonces. El período que pasó en Linz entre 1905 y 1906 tras
dejar la escuela y, sobre todo, los años de Viena, de 1907 a 1913,
supusieron una etapa formativa importante. La experiencia de la
guerra y, de manera bastante traumática, el hecho de la derrota de
Alemania constituyeron una segunda influencia, más vital aún, para
Hitler. Por último, entre 1920 y 1924 se produjeron modificaciones
cruciales en sus ideas, a raíz del impacto, no menor, de la guerra
civil rusa.
El odio más profundo que albergaba Hitler
estaba dirigido contra los judíos. Las raíces y las causas de su
antisemitismo visceral han sido muy discutidas pero no pueden
determinarse con absoluta seguridad. Algunas teorías resultan
totalmente fantásticas. Que se pueda atribuir la paranoia antijudía
de Hitler al hecho de que sus orígenes pudieran ser parcialmente
judíos no tiene fundamento24. Que temiera o
creyese que el padre de su padre hubiera sido judío es más
verosímil, pero no puede probarse25. Todavía se
adentra más en el terreno de la especulación vincular su odio
patológico a los judíos con un trauma histérico tras la
intoxicación con gas mostaza al final de la Primera Guerra Mundial,
que supuestamente habría relacionado con la muerte de su madre en
1907 a consecuencia de la anestesia administrada por un médico
judío26. Aparte de que,
en aquel entonces, Hitler le había regalado una de sus acuarelas a
ese médico por sus servicios27, esta teoría no tiene en cuenta las pruebas
de su antisemitismo en los años de Viena.
De hecho, sigue siendo una incógnita por
qué Hitler se convirtió en un maníaco antisemita. Las explicaciones
psicológicas que giran en torno a fantasías de carácter sexual y a
un complejo persecutorio muestran diferentes grados de credibilidad
pero en el fondo no son más que conjeturas. Lo más que se puede
suponer con cierta seguridad es que su propia frustración,
provocada por la discrepancia entre su propia autoestima y la
existencia marginal de artista fracasado y de excluido social que
llevaba, se concentró en una imagen aún más negativa que le
proporcionó una explicación para su propio fracaso y una «prueba»,
también, de que al final la historia estaba de su parte28.
La autobiografía de Hitler, contada en
Mein Kampf, da noticia de su conversión al
antisemitismo tras toparse por las calles de Viena con una figura
ataviada con un caftán y el cabello rizado en bucles negros29. Probablemente, se
trataba de una dramatización. En los años de Linz leía prensa
pangermánica y antisemita y ya entonces era un admirador del líder
antisemita y pangermanista austríaco Georg von Schönerer30. No hay duda de
que, cualesquiera que fueran sus puntos de vista sobre los judíos,
durante su estancia en Viena éstos se reforzaron de manera
exagerada. Por esas fechas le impresionó bastante la vehemencia
antisemita del demagogo Karl Lueger, alcalde de la ciudad, a quien
describió más tarde, en una poco frecuente demostración de su
admiración por otro, como «el mejor alcalde alemán de todos los
tiempos»31. A pesar de que
la historia del «judío del caftán» sea probablemente una
recreación, parece verosímil que refleje alguna experiencia
significativa de Hitler en aquel período, en el que obviamente ya
se empapaba de lecturas antisemitas que ratificaban y agudizaban
prejuicios en estado embrionario. De todas formas, marcó al parecer
el cambio desde el antisemitismo convencional de la época de Linz
al antisemitismo maníaco-obsesivo que mantuvo hasta el final de sus
días. En estos años, escribió, «allá donde fuera, no dejaba de ver
judíos y cuantos más veía más claramente diferenciados del resto de
la humanidad me parecían»32.
Los años de Viena constituyeron también una
etapa de formación en el desarrollo de otros aspectos de la
cosmovisión de Hitler. Según su relato, creíble en cuanto al tono
general pero impreciso en los detalles, su propia existencia sin
rumbo entre los menos privilegiados de Viena le hizo comprobar de
primera mano las injusticias más claras de la sociedad burguesa y
le lanzó a la observación de la «cuestión social». Su encuentro con
la socialdemocracia vienesa le provocó una reacción violenta por su
doctrina, basada en la clase y en el antinacionalismo. Su
reprobación de la monarquía de los Habsburgo formaba parte de su ya
declarado y fuerte nacionalismo fanático alemán, del que se había
nutrido desde que se adhiriera al movimiento de Schönerer en la
época de Linz33. Una vez que la «identificación» de los
judíos como los «culpables» de todos estos males se convirtió en el
ingrediente predominante, comenzaron a encajar las piezas
esenciales de una ideología basada en la repugnancia hacia la
sociedad vigente y asociada a una visión utópica de un orden futuro
que debía crearse por parte de una autoridad fuerte e implacable en
un Estado nacional étnicamente alemán.
En buena medida, la visión del mundo de
Hitler ya estaba formada cuando sirvió en el ejército. Entre 1914 y
1918 como muy tarde, un elemento nuclear —su imagen
social-darwinista de la historia como una batalla entre razas en la
que vence el más fuerte, el más preparado y el más despiadado—
parece que ocupaba el centro de su cosmovisión34. Su reacción
histérica mientras se encontraba postrado y ciego en el hospital de
Pasewalk, al enterarse del triunfo de las fuerzas que odiaba con
toda su alma, intensificó probablemente su ya consolidada imagen
dual del mundo, sobre todo en cuanto a su seguridad respecto a que
toda la culpa de la catástrofe que les había afectado a él y a todo
aquello en que creía recaía sobre la espalda de los omnipresentes
judíos35.
Al parecer, Hitler había hablado con uno de
sus compañeros del frente sobre la posibilidad de hacerse
arquitecto o político después de la guerra36. Según decía,
fue durante su estancia en el hospital militar cuando decidió
convertirse en político37. En realidad, la «decisión» de
comprometerse en la política activa le vino de una manera menos
consciente y más indirecta. Todavía en el ejército, regresó a un
Múnich que apenas le recordaba en nada a la ciudad que había dejado
en 1914. Las condiciones políticas resultaban confusas. Después de
la revolución, al frente del Gobierno hubo un socialista del ala
izquierda, Kurt Eisner, judío. El asesinato de Eisner en febrero de
1919 a manos de un joven aristócrata de derechas condujo al caos
político y, en el mes de abril, se proclamó una república de
consejos de obreros y soldados, varios de cuyos dirigentes eran
judíos. Ésta, a su vez, fue derrocada violentamente a las pocas
semanas por fuerzas paramilitares de la derecha.
Hitler se abstuvo de cualquier
participación activa. Sin embargo, observó desde el cuartel lo que
estaba aconteciendo y se informó extensamente por los folletos de
la derecha, que probablemente confirmaban su propio diagnóstico de
los acontecimientos. Al final de la primavera y durante el verano
asistió a cursos de adoctrinamiento militar, que le hicieron tener
más en cuenta el funcionamiento del capitalismo financiero
internacional, asunto en el que estaba influido por las ideas de
Gottfried Feder, el gurú económico del Partido Nazi en sus inicios.
También asistió a conferencias y seminarios sobre historia de
Alemania, teoría y práctica del socialismo, la situación económica
y las condiciones de la paz, Rusia bajo el dominio bolchevique, la
política de precios y la cuestión de Baviera y la unidad del Reich.
Empezaba a llamar la atención por sus opiniones exaltadas y
dogmáticas.
Su propia conciencia sobre el impacto que
tenía como orador en tales círculos marcó su primer paso en la
política activa. Y cuando se le nombró para trabajar en la «unidad
educativa» del ejército, se le destacó como «orador popular nato
que a través de su fanatismo y de su estilo populista convencía con
energía a las masas para que le prestaran atención y compartieran
sus opiniones»38. «De repente», observó Hitler, «se me
brindaba la oportunidad de dirigirme a una gran audiencia; y todo
cuanto siempre había supuesto intuitivamente sin tener la certeza
de ello se confirmaba ahora: podía "hablar"»39. El otoño de 1919,
cuando entró en contacto con el recientemente formado Partido de
los Trabajadores Alemanes y comenzó a darse cuenta del efecto que
podía producir en el público, fue el momento que despejó su camino
hacia la política, aunque solo en los ambientes marginales de las
cervecerías.
Cuando Hitler comenzaba a dejar su huella
como demagogo populista en las cervecerías de Múnich, sus opiniones
políticas —aunque expresadas con un fanatismo extraordinario—
compartían las convenciones de la extrema derecha; nada había en
ellas que las diferenciara de las que mantenían los pangermanistas
y otros grupos nacionalistas y racistas que abundaban en Múnich en
aquellos años. La agitación contra el Tratado de Versalles dominaba
sus primeros discursos. Como todos los pangermanistas, pedía la
devolución de las colonias perdidas y la unificación de Alemania
con Austria. Veía a Francia y Gran Bretaña, y no a Rusia, como los
mayores enemigos de Alemania. Atacaba a los judíos, sobre todo,
como agentes del capitalismo financiero. El mismo afirmaba que su
cosmovisión se había construido de un modo decisivo antes de la
guerra. Sin embargo, todavía quedaban por dar algunos pasos
fundamentales en los primeros años 20 hasta completar su ideología.
En especial, las ideas sobre la dirección que debía tomar la futura
política exterior alemana, o sobre los judíos, por no mencionar su
propio papel de líder, sufrieron modificaciones significativas
desde su incorporación a la política hasta la redacción de
Mein Kampf.
Aunque resultaban desorganizadas y
parciales, sus voraces lecturas incluían influyentes folletos sobre
darwinismo social y geopolítica. Además de ellos, una aportación
fundamental en las modificaciones que sufrió el pensamiento de
Hitler en estas fechas fue la del poeta bávaro Dietrich Eckart y la
de los alemanes bálticos Max Erwin von Scheubner-Richter y Alfred
Rosenberg. Eckart aportó su propia filosofía combativa para vencer
al «judaísmo desalmado», requisito previo a una revolución
auténtica —en contraste con la revolución «falsa» de 1918—,
destinada a traer nuevos dirigentes y el verdadero socialismo.
Rosenberg y Scheubner-Richter tuvieron aún más influencia al
concentrar el pensamiento de Hitler en el «carácter judío» del
bolchevismo ruso. Ambos poseían experiencia acerca de la revolución
rusa, eran también antisemitas extremos y estaban en contacto con
círculos antibolcheviques violentos. En la ideología inicial del
Partido Nazi, ni Rusia ni el bolchevismo destacaban
particularmente. Sin embargo, en aquellos momentos Rosenberg puso a
Hitler al día de las ideas sobre la «conspiración judía mundial»
que contenían los falsos «Protocolos de los Sabios de Sión». Los
dos autores bálticos representaron un papel decisivo al lograr que
el concepto de la esencia judía del bolchevismo se anclara en la
mente de Hitler, lo cual proporcionó la piedra angular del edificio
ideológico hitleriano. Para cuando redactó Mein
Kampf la extirpación del «bolchevismo judío» equivalía ya a la
destrucción de la Unión Soviética en la búsqueda de «espacio vital»
para Alemania.
Los cambios que se produjeron en la
cosmovisión de Hitler entre 1919 y 1924 pueden seguirse en sus
discursos y escritos de aquella etapa. La relación entre
antisemitismo y antimarxismo en su pensamiento se transformó en
esos años bajo la influencia de Rosenberg y Scheubner-Richter. A
pesar de que ambos conceptos llevaban largo tiempo presentes en su
ideología —por encima de todo, el antisemitismo—, fue en esta etapa
cuando se conjuntaron a través de la imagen de la Rusia
bolchevique.
Antes de su fusión con el antimarxismo, el
virulento antisemitismo de Hitler se había concentrado con mayor
intensidad sobre el anticapitalismo en sus discursos públicos. Los
primeros comentarios en público de importancia acerca de «la
cuestión judía» se produjeron, en agosto de 1919, en el contexto de
una «clase magistral» sobre el capitalismo, cuando trabajaba para
la Reichswehr en tareas de adoctrinamiento a los soldados «dudosos»
que volvían del cautiverio40. Unas semanas más tarde, y por el mismo
puesto que desempeñaba, un superior le encargó que respondiera a
una consulta sobre el «problema judío». En su carta, el documento
más antiguo que se conserva sobre este asunto, Hitler se refería a
los judíos como raza, no como grupo religioso, y señalaba la
necesidad de combatirlos por medios racionales, no simplemente con
la emoción. Esto exigía la supresión de sus derechos jurídicos y,
al final, «la eliminación de los judíos en su conjunto»41. El poder de los
judíos se veía como el poder del dinero, «el destello del oro». No
se mencionaba el marxismo, a pesar de que Hitler consideraba a los
judíos como la fuerza motriz que se escondía detrás de la
revolución y de la socialdemocracia. En el programa del Partido
Nazi de febrero de 1920 se exponía claramente la eliminación de los
derechos jurídicos para los judíos. Sin embargo, no se hacía
ninguna mención explícita ni al marxismo ni al bolchevismo.
La fuerte fijación sobre el capitalismo
financiero judío en sus primeros discursos estaba ligada a las
acusaciones sobre la responsabilidad de los judíos en la guerra, la
derrota y los millones de alemanes caídos. Tan influyente resultaba
este punto en su pensamiento que, con posterioridad, en un conocido
pasaje de Mein Kampf, afirmó que podrían
haberse salvado las vidas de un millón de alemanes muertos en el
frente si «se hubiera envenenado con gas a doce o quince mil de
esos hebreos corruptores del pueblo»42. La furia contra los
financieros «judíos» de la guerra dominó muchos de sus primeros
discursos, en los que se repetían los intensos ataques contra
usureros, acaparadores, estafadores y parásitos. Una y otra vez
pedía la ejecución de los estafadores judíos43. Para él, el
socialismo genuino implicaba ser antisemita44. Bajo la influencia
de Feder, distinguía entre el capital industrial, fundamentalmente
sano, y el floreciente «capitalismo financiero judío», que
representaba el verdadero mal. Una vez que el bolchevismo judío se
incorporó a este razonamiento, veía al capital internacional, mano
a mano con el «elemento internacional en la Rusia Soviética»,
trabajando contra los intereses nacionales de Alemania45.
En cada uno de sus discursos sucesivos,
Hitler denunciaba a los judíos en los términos más perversos. Al
igual que lo había hecho en su carta de septiembre de 1919,
rechazaba el antisemitismo visceral de los «pogromos» como
respuesta al problema, pero manifestaba que los alemanes debían
estar preparados para firmar un pacto con el diablo, si era
necesario, para extirpar el mal judío46. Reclamaba una
solución básica: «la eliminación de los judíos de nuestro
pueblo»47. Se refirió a
que había que impedir que los «judíos minaran a nuestro pueblo»
internándolos en campos de concentración48. Su lenguaje,
violento en grado sumo, se adornaba con términos biológicos que
hacían pensar en la erradicación de los gérmenes. En agosto de 1920
proclamó:
No creáis que podéis combatir una
enfermedad sin acabar con el agente que la origina, sin destruir el
bacilo, y no creáis que podéis combatir la tuberculosis racial sin
aseguraros de que el pueblo está libre del agente que causa la
tuberculosis racial. El impacto del judaísmo nunca desparecerá, ni
la contaminación del pueblo cesará, a menos que el causante, los
judíos, sea eliminado de entre nosotros49.
En un discurso dirigido a la SA en 1922,
Hitler manifestó que, en su opinión, solo importaba la preocupación
«única, total y exclusiva» respecto a la cuestión judía; unos meses
más tarde, recapituló el programa completo del partido en un único
punto: ningún judío podía ser camarada del pueblo50. Sin embargo, se
había producido un cambio de matiz en su manera de referirse al
antisemitismo. Influido por los acontecimientos de Rusia, el
objetivo principal de Hitler dejó de ser el de los judíos como
exponentes del capitalismo financiero internacional —sin que por
ello olvidara o pasara por alto este elemento dentro de su
antisemitismo— para convertirse en el poder que había tras el
marxismo y, de forma explícita, tras la manifestación política
práctica del marxismo en el bolchevismo soviético. De una u otra
manera, como controlador del capital internacional o como
controlador del marxismo bolchevique, la «conspiración mundial
judía» brindaba a Hitler la imagen de un enemigo indómito. Sin
embargo, en comparación con su desprecio de la democracia burguesa
en decadencia, el marxismo, en su versión bolchevique, suponía un
Weltanschauung que, en su implacable
brutalidad, él podía entender como una fuerza formidable. Le
proporcionaba una visión del futuro, que, a sus ojos, solo la lucha
racial dirigida por Alemania podía impedir.
En el juicio por alta traición que siguió
en la primavera de 1924 al fallido putsch
de los días 8 y 9 de noviembre de 1923, cuando proclamó en el
Bürgerbräukeller de Múnich una revolución nacional con la esperanza
de derrocar al Gobierno del Reich, Hitler declaró ante el tribunal
que lo que quería era ser el destructor del marxismo y que el
movimiento nazi solo conocía un enemigo, el enemigo mortal del
marxismo51. No se mencionaba a los judíos. Cuando la
prensa «judía» observó el cambio de tono y se preguntó a Hitler
acerca del mismo, éste respondió, de una manera característica, que
efectivamente había variado de postura: mientras trabajaba en la
redacción de Mein Kampf, se había dado
cuenta de que hasta el momento había sido demasiado moderado, que
la «cuestión judía» no era un problema exclusivo del pueblo alemán
sino de todos los pueblos, «puesto que Judá es la plaga del
mundo»52. Por lo tanto, la lucha no alcanzaría la
victoria hasta que el poder mundial de los judíos fuera aniquilado
por completo.
El principal ingrediente responsable del
cambio de acento fue la conexión en la mente de Hitler entre
bolchevismo y judaísmo. Durante la primavera y el comienzo del
verano de 1920, comentó en varias ocasiones, por vez primera, el
efecto catastrófico del bolchevismo en Rusia y la destrucción de
Rusia a manos de los judíos. Ya para julio de 1920 combinaba de
forma explícita las imágenes del bolchevismo, el marxismo y la
Rusia soviética bajo la dominación brutal de los judíos, para los
cuales preparaba el camino, supuestamente, la socialdemocracia en
Alemania53.
El tema de la Rusia bolchevique preocupó a
Hitler en numerosas ocasiones durante los meses siguientes. En
junio de 1922 preveía ya un conflicto entre dos ideologías,
idealista y materialista, que representaba la misión del pueblo
alemán en la batalla contra el bolchevismo, las fuerzas del bien
unidas contra el enemigo mortal de los judíos. El Estado era un
simple medio para conseguir el fin de la defensa de la raza54. Para el otoño de
1922, su concepción acerca de la relación fundamental entre
antisemitismo y antibolchevismo había alcanzado tal grado de
maduración que desde entonces iba a dominar su misión política
hasta el final. En el mes de octubre escribió sobre el combate a
vida o muerte entre dos Weltanschauungen
incapaces de coexistir. En dicho combate solo podía haber
vencedores y vencidos. El ejemplo de Rusia lo ilustraba. «Una
victoria de la idea marxista significa el total exterminio de los
oponentes... La bolchevización de Alemania... significa la
aniquilación de toda la cultura cristiana occidental.» El objetivo
del Partido Nazi podía, por lo tanto, formularse simplemente de la
siguiente manera: aniquilación y exterminio del Weltanschauung marxista55.
La conciencia cambiante de Hitler sobre la
trascendencia de la Rusia bolchevique para su filosofía racial tuvo
implicaciones obvias en sus ideas acerca de la política exterior.
Es importante destacar que fue entonces, en torno a 1922, al
empezar a contemplar su misión como una lucha a vida o muerte
contra el «bolchevismo judío», cuando se produjo un cambio en su
concepción de la futura política exterior alemana, desde el
tradicional interés pangermánico por el colonialismo a la noción de
un expansionismo continental a expensas de Rusia. Bajo la
influencia del éxito del «bolchevismo judío» en la guerra civil
rusa y la amenaza de bolchevización en Alemania, la fusión del
antisemitismo y el antibolchevismo en el pensamiento de Hitler —que
dio lugar a una determinación obsesiva por destruir el «bolchevismo
judío»— se convirtió en un elemento mucho más decisivo que las
consideraciones diplomáticas convencionales a la hora de
reorganizar los objetivos en la política exterior.
En sus primeros discursos, Hitler
transmitió muy poco de sus futuras intenciones en política externa.
Censuraba continuamente los errores de la etapa posbismarkiana por
haber asegurado la paz con Rusia en vez de alinearse con
Austria-Hungría y habló de la inevitable posición hostil de Gran
Bretaña y Francia. El blanco al que se dirigía era naturalmente la
política exterior de los gobiernos de Weimar, contra los que
arremetía a la mínima oportunidad. En cuanto a su pensamiento,
continuó siendo esencialmente antioccidental hasta 1922, aunque no
tenía una idea clara sobre las estrategias de alianzas de cara al
futuro. Su actitud hacia Rusia era de desconocimiento y
ambivalencia. Siguió manteniendo una visión dualista —positiva
hacia el pueblo «nacional» de Rusia, negativa hacia los gobernantes
«judío-bolcheviques»—, y se mostraba favorable a una alianza con
una Rusia no bolchevique contra Gran Bretaña. Hacia fines de 1922
era cada vez más consciente de la división fundamental de intereses
entre Francia y Gran Bretaña. Pero, por encima de todo, se estaba
replanteando la política futura frente a Rusia.
En diciembre de 1922 se formularon los
objetivos de política exterior que, perfilados en Mein Kampf, resultaron centrales en el pensamiento
de Hitler hasta el final. En una discusión confidencial por esas
fechas, volvió la espalda a la vieja política de rivalidad
comercial y colonial con Gran Bretaña con el fin de ganarse su
apoyo en una política a nivel continental contra Rusia.
Alemania (afirmó) se tendría que adaptar a
una política puramente continental, evitando dañar los intereses
ingleses. Tendría que intentarse la destrucción de Rusia con la
ayuda de Inglaterra. Rusia proporcionaría a Alemania suficiente
tierra para los colonos alemanes y un amplio campo de actividad
para la industria alemana. Entonces, Inglaterra no podría
interferir en nuestro ajuste de cuentas con Francia56.
Por lo tanto, dos años antes de escribir
Mein Kampf la cosmovisión personal de
Hitler estaba prácticamente definida. La lucha por destruir el
dominio internacional de los judíos, la lucha por aniquilar el
marxismo y la lucha por conseguir un «espacio vital» para Alemania
a costa de Rusia venían a ser, de hecho, tres formas de expresar el
mismo pensamiento integral. Y esto encajaba y se justificaba dentro
de un modo de entender la historia que, dando la vuelta a la
creencia de Karl Marx en la importancia central de las fuerzas
socioeconómicas, se atenía, de manera dogmática, a una visión del
desarrollo histórico como el despliegue de un conflicto constante
entre razas, grupos étnicos y biológicos. Hitler escribió:
Todas las grandes culturas del pasado
perecieron tan solo porque la raza creada originalmente murió a
causa del envenenamiento de su sangre... La mezcla de sangres y el
consiguiente descenso en el nivel racial es la causa única de la
extinción de las culturas antiguas... Todos los acontecimientos de
la historia mundial son solamente la expresión del instinto de
autoconservación, en el buen o en el mal sentido, de las
razas57.
Aunque para Hitler la raza judía
representaba la antítesis de la entidad racial superior, la raza
aria, su instinto de supervivencia era mayor que el de otros
pueblos, lo que permitía a los judíos medrar «como un parásito en
el cuerpo de otras naciones y estados»58. La definitiva
dominación judía tendría lugar por medio de la destrucción
paulatina de otras razas puras. Después de controlar la democracia
liberal, el siguiente paso se encontraría «en la masa organizada
del marxismo», que «le permite [al judío] subyugar y gobernar a los
pueblos con puño dictatorial y brutal»59. El punto culminante
se halla en «el salvajismo fanático» y en las «torturas inhumanas»
del «bolchevismo judío». «El final no es solo el final de la
libertad de los pueblos oprimidos por los judíos, sino también el
final de esta forma de parasitismo sobre las naciones. Después de
muerta su víctima, el vampiro —tarde o temprano— muere
también»60. Pero antes de que llegase esa etapa, el
enfrentamiento total con la fuerza racial rejuvenecida de la nación
alemana destruiría por completo a los judíos.
El vínculo entre esta coyuntura crítica en
la historia mundial y la política exterior alemana se reserva para
uno de los últimos capítulos de Mein Kampf.
Rusia proporcionaría la tierra necesaria para mantener a Alemania
como una potencia mundial. Allí, el «bolchevismo judío» había
destruido y reemplazado a la antigua capa gobernante germánica. Sin
embargo, «cual fermento de descomposición», los judíos habían
debilitado al imperio ruso, que ahora se mostraba «maduro para el
derrumbamiento». «Y el fin del dominio judío en Rusia será también
el fin de Rusia como Estado»61. La misión del movimiento nazi consistía en
preparar al pueblo alemán para esta tarea. La reconstrucción del
pueblo alemán, hasta alcanzar un vigor que le permitiera llevar a
cabo la destrucción del «bolchevismo judío», era el trabajo de un
«Estado germánico de la nación alemana»62. El propio Estado no
era más que un medio para lograr ese fin63. Pero este objetivo
solo podría conseguirse bajo el liderato de un genio que estuviera
en consonancia con la tarea. Durante su encarcelamiento en la
fortaleza de Landsberg en 1924, con una condena de cuatro años por
alta traición de la que solo cumpliría nueve meses, Hitler se acabó
viendo a sí mismo como el gran dirigente que el pueblo alemán
esperaba. La idea de un liderato heroico, casi mesiánico, dentro de
un nuevo Reich, era moneda corriente dentro de la extrema derecha
en la Alemania de comienzos de los años 20. En principio, Hitler
entendía que su papel correspondía tan solo al de propagandista, el
«chico del tambor» que anunciaba al gran líder que había de surgir.
El ejemplo del éxito de Mussolini en Italia en 1922 fue inspirador
para Hitler. Tanto en 1922 como en 1923 se refirió con más
frecuencia a la importancia de la personalidad y del mando heroico,
que dependía del pueblo pero necesitaba de su obediencia
incondicional para llevar a cabo la misión histórica a la que debía
enfrentarse. Aún en mayo de 1923 declaró que solo estaba allanando
el camino que proporcionaría al futuro dictador un pueblo listo
para recibirlo64. Dos meses más tarde comentó que únicamente
se podría hallar la salvación en el valor de la personalidad, y que
él, como jefe del NSDAP, entendía que su tarea consistía «en
aceptar la responsabilidad»65. En la época del juicio de 1924, que
transformó el fracaso del putsch en un
triunfo personal, surgía ya la concepción de su propio papel como
la imagen del líder heroico con pleno derecho que tomaría cuerpo
tras su retorno a la política en 1925, después de su breve etapa en
la cárcel.
Hacia mediados de la década de 1920, Hitler
había redondeado una filosofía que le otorgaba una visión completa
del mundo, de sus males y de la manera de superarlos. Cuando en la
década de 1940 Hitler exponía largamente ante sus colegas sus ideas
acerca de todo tipo de asuntos en sus monólogos de sobremesa,
todavía predominaban en ellas los mismos dogmas subyacentes de la
cosmovisión que había desarrollado en los primeros años 20. En el
último monólogo registrado antes de su suicidio, Hitler seguía,
como siempre, preocupado por el enfrentamiento con la amenaza
«judeo-bolchevique». Se mantenía firme en la creencia de que «en un
mundo cada vez más pervertido por el virus judío, un pueblo que
había permanecido inmune al virus debía, a largo plazo, salir
triunfante». Sostenía que «desde esta perspectiva, el
Nacional-Socialismo puede reclamar con justicia la eterna gratitud
del pueblo por haber eliminado a los judíos de Alemania y de Europa
Central»66. Las últimas
palabras que Hitler dirigió al pueblo alemán, en el testamento
político que redactó la víspera de su muerte, exhortaban a sus
líderes y seguidores «a que observaran escrupulosamente las leyes
raciales y se opusieran sin piedad al envenenador universal de
todos los pueblos, el judaísmo internacional»67.
Hitler se veía a sí mismo como la más
excepcional de las combinaciones, a la vez «programador» (o
«teórico») y «político», ejecutor de la «idea»68. Así, se refirió a la
tarea del «programador» y «político» como una lucha «por unos
objetivos que solo los menos pueden comprender»69. Por lo tanto, la
«doctrina» era algo más que una simple cuestión de entendimiento
pasivo. Su cosmovisión poseía una dinámica interna. Habló en
repetidas ocasiones de su «misión», vio cada vez más la mano de la
«Providencia» en su trabajo; en Mein Kampf
invocó la ayuda de Dios en su lucha contra el judaísmo70. Se veía a sí mismo
implicado en la preparación de una cruzada. Cuando se convirtió en
realidad la confrontación con el «bolchevismo judío», con la
invasión de la Unión Soviética en junio de 1941, significó para
Hitler —y no solo para él— la culminación de su idea «de
cruzada».
La entrega casi mesiánica de Hitler a una
«idea», una fe que no dejaba alternativas, le daba una fuerza de
voluntad tal que en su presencia era difícil resistirse. El
dogmatismo del autodidacta, que desde su juventud había leído
vorazmente, aunque de forma asistemática, reforzando sus prejuicios
más que sometiéndolos a crítica, le proporcionaba un dominio innato
sobre los que le conocían. Su prodigiosa memoria para los detalles
impresionaba a los que estaban en su presencia, a la vez que
desinflaba los intentos de desafiarle. El hecho de que todas las
situaciones se redujeran a opciones en blanco y negro, una de las
cuales podía ponerse abiertamente en ridículo, junto a la fuerza
retórica expresiva según la cual los asuntos más complejos se
despachaban con desprecio o se simplificaban de acuerdo con
«verdades básicas» e incontrovertibles, implicaba que una oposición
cara a cara tuviera escasas posibilidades de éxito.
La seguridad en sus propias creencias
reforzaba a los más pusilánimes o a los escépticos dentro del grupo
de sus partidarios; mientras que aquellos que no podían compartir
sus creencias, se mostraban cínicos o las rechazaban, nunca
tuvieron la oportunidad de acceder al sanctasanctórum del poder. De
todas formas, Hitler permaneció junto a su círculo de «verdaderos
creyentes», sus leales seguidores, su «propia especie».
Era esta combinación de «profeta» y
propagandista la que desde los primeros años 20 le dio ventaja
sobre todos los potenciales contendientes a la jefatura dentro de
la elite del Partido Nazi. Otros dirigentes nazis carecían de esa
combinación de brillante demagogia y capacidad de movilización y de
la unidad y la «fuerza explicativa» global de su visión
ideológica.
Comparadas con el talento de Hitler para la
simplificación vulgarizadora y su capacidad de convocatoria, las
preocupaciones ideológicas de los primeros «pensadores» del
partido, tales como Gottfried Feder o Alfred Rosenberg, más
interesados en la complejidad de las ideas que en su eficacia
política o su potencial organizativo, resultaban opacas y
limitadas. Feder pasó pronto a tener poca importancia. La debilidad
del liderato de Rosenberg se puso claramente de manifiesto al
ocuparse de los asuntos del partido durante la prisión de Hitler en
1924.
De entre los otros dirigentes de la primera
época del Partido Nazi, Rudolf Hess era introvertido, no tenía
dotes demagógicas y, desde los comienzos, se vio a sí mismo como un
mero discípulo de Hitler. Julius Streicher no era más que un
demagogo racista de limitada inteligencia, incapaz de transformar
su odio obsesivo por los judíos en una ideología de gran alcance.
Hermann Göring era un hombre de acción más que de ideas que,
después de un periodo inicial al frente de la SA, abandonó la
escena durante cuatro años tras el fracaso del putsch y permaneció después apartado de los cargos
del partido. Ernst Röhm era un militar convertido en paramilitar,
un organizador hábil pero sin clarividencia ideológica ni talento
retórico. Gregor Strasser también poseía habilidades organizativas,
pero carecía de la capacidad de manejar el fervor de las masas. Su
hermano Otto fue el representante típico de un grupo inicial de
destacadas figuras en el movimiento que se enemistaron con Hitler
al tratar de desvincular un concepto abstracto del nazismo de su
personificación en el líder del partido. Joseph Goebbels era más un
monaguillo que un sumo sacerdote y obedecía a la voz de su amo.
Heinrich Himmler era un buen administrador pero tenía una
personalidad fría, inhumana, estrafalaria, que le impedía gozar del
favor de las masas. Hans Frank, el dirigente del partido experto en
asuntos jurídicos, era un personaje débil, vacilante, demasiado
emotivo y servil. Los acentos discrepantes en cuanto a las ideas y
las ambiciones personales, las rivalidades y las profundas
hostilidades de estos y de otros personajes destacados en el
movimiento fueron descartándolos como aspirantes potenciales a la
jefatura del partido. Solo se reconciliaron ante la visión de
futuro, imprecisa pero incontrovertible, encarnada en la persona de
un líder supremo cada vez más y más elogiado: Hitler.
Ya entre 1922 y 1923 era visible el inicio
del culto a la personalidad de Hitler. Otros miembros importantes
del todavía reducido movimiento nazi hablaban en público de Hitler,
en términos adulatorios y «heroicos», como el Mussolini de
Alemania, un dirigente al que millones anhelaban y el único hombre
capaz de devolver a Alemania su grandeza. Por tanto, el hecho de
que Hitler asumiera la responsabilidad plena por el putsch de noviembre de 1923, hizo que el golpe
pasara de ser un ridículo fracaso a un triunfo publicitario para la
derecha radical, lo que le valió a Hitler una preeminencia total en
los círculos völkisch. El confinamiento
forzoso en Landsberg de 1924 tuvo un efecto óptimo. Hitler,
acompañado por más de una veintena de miembros de su guardia
personal, con Rudolf Hess como secretario y con visitas periódicas
de otros muchos partidarios, hizo de Landsberg un think tank nazi. Cuando se encontraba redactando
Mein Kampf, exponía sus ideas cada mañana a
otros presos. El internamiento se convirtió en el escenario de un
foro de debate nazi, ya que sus ideas se discutían
detenidamente.
En el círculo más íntimo aumentó la
reputación de Hitler como «programador» de la idea nazi. Uno de los
presentes, un jefe local que no procedía de Baviera y se había
mostrado en cierto modo algo escéptico, quedó muy impresionado por
una charla en la que Hitler disertó profusamente sobre la
diferencia entre los «programadores» y los «políticos». Escribió
acerca de sus crecientes certezas, conforme Hitler empezó a hablar
de cuestiones relevantes de política exterior:
Estoy totalmente seguro de que Hitler no
modificará ni un ápice su pensamiento nacionalsocialista... Y si,
con todo, parece alguna vez que lo hace, es por causa de objetivos
más importantes. Puesto que en él se combinan el programador y el
político, sabe cuáles son sus metas, pero también cómo
conseguirlas. Mi estancia aquí ha fortalecido lo que yo aún dudaba
en Göttingen: la fe en el instinto político de Hitler71.
La creencia cada vez mayor en Hitler como
el futuro líder de Alemania, una fe secular en un mesías político,
se apoderó de muchos de los que estaban en su entorno inmediato y a
partir de entonces mantuvieron una relación con él de forma
regular, habitual y prolongada. Aunque hubo algunos, como los
hermanos Strasser, que de ningún modo sucumbieron al creciente
culto personal, por lo que se vieron obligados a estar a la
defensiva. El círculo íntimo quedó constituido y asentadas las
bases de la «comunidad carismática».
Rudolf Hess, uno de los devotos más
fanáticos y serviles desde los primeros tiempos, se refirió al
«poder de la personalidad», que irradiaba «algo que somete a los
que le rodean a su encanto y se difunde en círculos cada vez
mayores»72. Fue en el
período de Landsberg, escribió, cuando por fin comprendió la
«poderosa trascendencia» de esta personalidad73. Alfred
Rosenberg reconoció, cuando estaba encarcelado en Núremberg después
de la guerra, su admiración desde los momentos iniciales por
Hitler, en quien veía al «creador» del Partido Nazi y de su
filosofía política, un dirigente con «una firme base intelectual,
pero al mismo tiempo una madurez en continuo aumento para hacer
frente a muchos problemas», que poseía «una gran fe en su pueblo y
en su misión», una «fuerza creadora» y una «voluntad de
hierro»74. Hans Frank
recordaba haber sentido, la primera vez que oyó a Hitler hablar en
enero de 1920, que solo él era capaz de salvar a Alemania75. Cuando ingresó en la
SA, en 1923, estaba «totalmente hechizado» por la personalidad de
Hitler. Y cuando Hitler en persona le pidió en 1929 que abandonara
sus planes de dedicarse a la carrera jurídica, Frank aceptó seguir
«el nuevo camino, fuerte y brillante, del mundo de Hitler»76. Después de
leer Mein Kampf, Joseph Goebbels se
preguntaba: «¿quién es este hombre?, ¡mitad plebeyo, mitad dios!
¿El Cristo verdadero, o solo san Juan?» Le veía como un genio y le
quería como amigo. El 19 de abril de 1926 escribió en su diario:
«Adolf Hitler, te quiero»77. Baidur von
Schirach, con el tiempo el jefe de las juventudes hitlerianas,
recordaba la fascinación que le produjo la voz de Hitler cuando le
escuchó hablar en público por vez primera en 1925. Le cautivó y le
convenció de que Hitler iba a ser el «futuro salvador de
Alemania»78. Para Göring,
orgulloso más tarde de su título de «más fiel paladín del Führer»,
la entrega plena vino cuando regresó al partido en 1928, tras
varios años en el extranjero después del fallido golpe. Su sumisión
posterior resultó totalmente servil. En los años siguientes, llegó
en ocasiones a ponerse casi enfermo en las audiencias con Hitler.
Afirmaba que Hitler se había convertido en su conciencia. Veía en
él «la unión nada frecuente... entre el pensador lógico más agudo y
el filósofo más auténticamente profundo, y el hombre de hierro
hecho para la acción»79.
Todos estos jefes nazis de primera fila
veían a Hitler de cerca y estaban en contacto directo y habitual
con él. Todos ellos se unieron al movimiento nazi cuando éste
atravesaba un desierto político, mucho antes de que se acercara a
la toma del poder. Aunque las ventajas materiales y las
oportunidades de hacer carrera resultaban evidentes, no se puede
decir que el oportunismo político fuera el motivo principal para
comprometerse con la causa nazi. La personalización de su fe y
lealtad en Hitler era crucial y, como ponen de manifiesto los
ejemplos citados más arriba, se encontraba muy presente antes de
que la institucionalización del culto al Führer quedara
establecida. De hecho, ellos mismos se contaron tanto entre las
primeras víctimas como entre los exponentes principales del «mito
de Hitler».
El poder de la personalidad de Hitler era
clave para este núcleo de la «comunidad carismática». Dentro de
esta personalidad se incluían la resolución del fanático, la
ardiente convicción del supuesto profeta, la certeza ideológica del
misionero. Para los miembros más cercanos de su séquito, la
presunta unidad en su propia persona del «programador» y el
«político» le proporcionaba un estatus indiscutible como
encarnación de la «idea» y como su genio organizativo.
En las cuestiones prácticas y las
decisiones cotidianas, Hitler era a menudo cualquier cosa menos
alguien seguro de sí mismo. Además, en la tarea urgente de levantar
al partido en los años estériles de mediados y finales de la década
de los 20, los detalles y secretos de la ideología de Hitler no
tuvieron importancia. De hecho, la flexibilidad total de las ideas
individuales dentro de una estructura global entrelazada resultó
muy ventajosa. Incluso entre sus más allegados, un aspecto concreto
de la ideología era, con frecuencia, más relevante que otro, y las
circunstancias exigían que se diera más énfasis a algunas partes
que a otras. Sin embargo, lo crucial era la creencia de que «el
futuro nos pertenece», de que un día el «sueño» de Hitler —sea cual
fuere la interpretación que se le diera— se haría realidad. En esto
consistía el poder de la idea de Hitler.