I. El poder de la «idea»

No debería sobrestimarse la personalidad de Hitler como elemento fundamental de su poder. Sin embargo, tampoco debería pasarse por alto. Su mayor influencia recaía en el entorno de los más fanáticos y devotos seguidores que le acompañaron desde el principio, el «círculo íntimo» de los discípulos más comprometidos. Al buscar una causa y un líder antes de «encontrar» al nazismo y a Hitler, llegaron a formar el núcleo de la «comunidad carismática» que vio grandeza en Hitler.
El «carisma» de la propia personalidad de Hitler, que tanta influencia tuvo entre sus seguidores cercanos, radicaba en el poder que emanaba —para los que estaban predispuestos a aceptarlo— de su «idea», de su credo político, junto con la extraordinaria habilidad que demostró desde que se incorporó a la política activa para manejar a las masas. A lo largo de este capítulo se examinará, por tanto, el nacimiento del «político de convicción» y la acogida de sus primeros seguidores, que se convirtieron en algunas de las figuras más importantes del Tercer Reich, a su personalidad y a sus ideas.
Físicamente, Hitler era poco atractivo23. De mediana estatura y tez clara, daba la impresión de que la cabeza dominaba al resto del cuerpo. Un flequillo lacio ocultaba su ancha frente. El centro de su cara parecía encontrarse en el recortado bigote. Nunca vistió de manera elegante. Su dentadura estaba en malas condiciones y, en los últimos años, su vista —que había sido buena— necesitaba ya gafas para leer, aunque siempre se mostró deseoso de que no le vieran en público con ellas. Sus ojos, un poco saltones, y su mirada imperturbable constituían su rasgo físico más notable.
Los hábitos personales de Hitler resultaban repetitivos y conservadores, pero al mismo tiempo bastante estrafalarios. Trató de fijar lo más posible su rutina diaria, era prácticamente abstemio y, desde los primeros años 30, vegetariano, no fumaba ni tomaba café y tenía una manía por la limpieza que le hacía lavarse con una frecuencia anormal. Necesitaba dormir poco, leía de manera ávida y compulsiva, aunque sin método, y poseía una memoria extraordinaria para las cuestiones de detalle. Monopolizaba la conversación con sus puntos de vista sobre un amplio abanico de temas. Se consideraba asimismo especialmente experto en cualquier cosa relacionada con la historia, el arte y la arquitectura. Estaba asimismo muy interesado en la medicina y la biología. Su confianza en su propio aprendizaje autodidacta iba de la mano de un completo desprecio por los «intelectuales» que dependían de una educación formal. Sin embargo, no hay duda de que —aunque sus conocimientos estuvieran a medio hacer y fueran sesgados y dogmáticamente inflexibles— se trataba de un hombre inteligente y perspicaz.
A pesar de permanecer, en términos humanos, incluso en su entorno normal, distante e inabordable, Hitler podía dedicar una gran atención a asuntos triviales, como cuando hacía regalos de cumpleaños a sus secretarias. Le gustaba estar en compañía de mujeres y se mostraba invariablemente cortés y afable con ellas, especialmente si eran atractivas. Podía hacer reír a los que le rodeaban con su humor agudo y su talento para la imitación. Además, tenía un fuerte sentido de la lealtad hacia aquéllos de sus camaradas que habían soportado sacrificios para apoyarle en los primeros días.
Estas características personales habrían resultado insuficientes para llamar la atención sobre Hitler si hubieran existido al margen de su visión política del mundo y de su capacidad de conducir al público con la fuerza de su palabra. Visto en términos puramente personales, prescindiendo de su filosofía política, Hitler era desde luego una mediocridad. Pero su credo político y la convicción con que lo expresaba lo transformaron en una personalidad de un dinamismo considerable y extraordinario.
Tras el colapso del Tercer Reich, se creyó durante mucho tiempo que el mensaje de Hitler consistía en poco más que las frases vacías de un demagogo sediento de poder, que el hombre que había tras el mensaje carecía de ideas auténticas, como los tiranos clásicos de la Antigüedad. Sin embargo, ahora todo el mundo reconoce que detrás de las vagas llamadas misionarías subyacía un conjunto de ideas interrelacionadas —si bien repulsivas e irracionales— que cuajaron a mediados de los años 20 en una ideología coherente. Aunque las ideas fijas de Hitler, que no variaron en lo esencial hasta su muerte en 1945, no pueden explicar por sí mismas su atractivo para las masas o el crecimiento del NSDAP, constituyeron una fuerza motriz personal de inusual vigor. Proporcionaron a Hitler una cosmovisión general que, como cualquier otra ideología exclusivista, le dio la oportunidad de ordenar todas sus ideas dentro de su propia filosofía de conjunto y le hizo descartar cualquier alternativa por considerarla absolutamente indefendible. Le transmitieron asimismo el entusiasmo «misionero» del líder que combinaba, al parecer, la clarividencia con la certeza de que su camino era el correcto y, de hecho, el único que podía seguirse.
Aunque a menudo se manifestaba indeciso acerca de las acciones políticas concretas, nunca vaciló respecto a la certeza de sus ideas. Para los hombres de su entorno, que compartían sus prejuicios generales, la fuerza y la seguridad de su convicción, que se extendían más allá del mero fanatismo o de una excentricidad normal hasta componer una fórmula grandiosa e irrevocable para un futuro glorioso, constituían un factor destacado en la consolidación de su supremacía personal. La simplicidad de su visión dual del mundo como una lucha maraquea entre el bien y el mal en la que todo quedaba reducido a absolutos, todo o nada, se correspondía con la fanática fiereza y la tenacidad inflexible con las que sostenía sus puntos de vista. Estos «atributos» hicieron de él un personaje destacado en los círculos de la derecha völkisch que empezó a frecuentar a comienzos de los años 20. Sus apariciones en público le convirtieron en el exponente principal de la propaganda de dicha corriente y le despejaron el camino para entrar en contacto con los principales grupos de la burguesía adinerada de Múnich, lo cual le hizo indispensable y le aseguró el apoyo de otros elementos de la extrema derecha.
La esencia de la cosmovisión de Hitler abarcaba la creencia de que la historia consistía en la lucha entre las razas, un antisemitismo radical, la convicción de que solo podría garantizarse el futuro de Alemania mediante la conquista del Lebensraum (espacio vital) a expensas de Rusia, y el trenzado de todos estos hilos en la idea de una guerra a vida o muerte para acabar con el marxismo, encarnado de manera más concreta en el «bolchevismo judío» de la Unión Soviética. La importancia de estas ideas entrelazadas no solo se advierte en el hecho de que durante más de veinte años estuvieran vigentes, sino, sobre todo, en que los objetivos ideológicos que emanaban de ellas llegaron a ponerse en práctica durante la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, deben tenerse en cuenta a la hora de analizar el poder de Hitler. Antes de proseguir, conviene examinar su formación, evolución y contenido.
Cuándo exactamente, cómo y por qué Hitler se adhirió a estas ideas de forma tan fanática no está nada claro. Sin embargo, el proceso por el cual varias líneas de su pensamiento fraguaron que mezclaba todas ellas ya había concluido cuando redactó Mein Kampf en 1924, y apenas osciló desde entonces. El período que pasó en Linz entre 1905 y 1906 tras dejar la escuela y, sobre todo, los años de Viena, de 1907 a 1913, supusieron una etapa formativa importante. La experiencia de la guerra y, de manera bastante traumática, el hecho de la derrota de Alemania constituyeron una segunda influencia, más vital aún, para Hitler. Por último, entre 1920 y 1924 se produjeron modificaciones cruciales en sus ideas, a raíz del impacto, no menor, de la guerra civil rusa.
El odio más profundo que albergaba Hitler estaba dirigido contra los judíos. Las raíces y las causas de su antisemitismo visceral han sido muy discutidas pero no pueden determinarse con absoluta seguridad. Algunas teorías resultan totalmente fantásticas. Que se pueda atribuir la paranoia antijudía de Hitler al hecho de que sus orígenes pudieran ser parcialmente judíos no tiene fundamento24. Que temiera o creyese que el padre de su padre hubiera sido judío es más verosímil, pero no puede probarse25. Todavía se adentra más en el terreno de la especulación vincular su odio patológico a los judíos con un trauma histérico tras la intoxicación con gas mostaza al final de la Primera Guerra Mundial, que supuestamente habría relacionado con la muerte de su madre en 1907 a consecuencia de la anestesia administrada por un médico judío26. Aparte de que, en aquel entonces, Hitler le había regalado una de sus acuarelas a ese médico por sus servicios27, esta teoría no tiene en cuenta las pruebas de su antisemitismo en los años de Viena.
De hecho, sigue siendo una incógnita por qué Hitler se convirtió en un maníaco antisemita. Las explicaciones psicológicas que giran en torno a fantasías de carácter sexual y a un complejo persecutorio muestran diferentes grados de credibilidad pero en el fondo no son más que conjeturas. Lo más que se puede suponer con cierta seguridad es que su propia frustración, provocada por la discrepancia entre su propia autoestima y la existencia marginal de artista fracasado y de excluido social que llevaba, se concentró en una imagen aún más negativa que le proporcionó una explicación para su propio fracaso y una «prueba», también, de que al final la historia estaba de su parte28.
La autobiografía de Hitler, contada en Mein Kampf, da noticia de su conversión al antisemitismo tras toparse por las calles de Viena con una figura ataviada con un caftán y el cabello rizado en bucles negros29. Probablemente, se trataba de una dramatización. En los años de Linz leía prensa pangermánica y antisemita y ya entonces era un admirador del líder antisemita y pangermanista austríaco Georg von Schönerer30. No hay duda de que, cualesquiera que fueran sus puntos de vista sobre los judíos, durante su estancia en Viena éstos se reforzaron de manera exagerada. Por esas fechas le impresionó bastante la vehemencia antisemita del demagogo Karl Lueger, alcalde de la ciudad, a quien describió más tarde, en una poco frecuente demostración de su admiración por otro, como «el mejor alcalde alemán de todos los tiempos»31. A pesar de que la historia del «judío del caftán» sea probablemente una recreación, parece verosímil que refleje alguna experiencia significativa de Hitler en aquel período, en el que obviamente ya se empapaba de lecturas antisemitas que ratificaban y agudizaban prejuicios en estado embrionario. De todas formas, marcó al parecer el cambio desde el antisemitismo convencional de la época de Linz al antisemitismo maníaco-obsesivo que mantuvo hasta el final de sus días. En estos años, escribió, «allá donde fuera, no dejaba de ver judíos y cuantos más veía más claramente diferenciados del resto de la humanidad me parecían»32.
Los años de Viena constituyeron también una etapa de formación en el desarrollo de otros aspectos de la cosmovisión de Hitler. Según su relato, creíble en cuanto al tono general pero impreciso en los detalles, su propia existencia sin rumbo entre los menos privilegiados de Viena le hizo comprobar de primera mano las injusticias más claras de la sociedad burguesa y le lanzó a la observación de la «cuestión social». Su encuentro con la socialdemocracia vienesa le provocó una reacción violenta por su doctrina, basada en la clase y en el antinacionalismo. Su reprobación de la monarquía de los Habsburgo formaba parte de su ya declarado y fuerte nacionalismo fanático alemán, del que se había nutrido desde que se adhiriera al movimiento de Schönerer en la época de Linz33. Una vez que la «identificación» de los judíos como los «culpables» de todos estos males se convirtió en el ingrediente predominante, comenzaron a encajar las piezas esenciales de una ideología basada en la repugnancia hacia la sociedad vigente y asociada a una visión utópica de un orden futuro que debía crearse por parte de una autoridad fuerte e implacable en un Estado nacional étnicamente alemán.
En buena medida, la visión del mundo de Hitler ya estaba formada cuando sirvió en el ejército. Entre 1914 y 1918 como muy tarde, un elemento nuclear —su imagen social-darwinista de la historia como una batalla entre razas en la que vence el más fuerte, el más preparado y el más despiadado— parece que ocupaba el centro de su cosmovisión34. Su reacción histérica mientras se encontraba postrado y ciego en el hospital de Pasewalk, al enterarse del triunfo de las fuerzas que odiaba con toda su alma, intensificó probablemente su ya consolidada imagen dual del mundo, sobre todo en cuanto a su seguridad respecto a que toda la culpa de la catástrofe que les había afectado a él y a todo aquello en que creía recaía sobre la espalda de los omnipresentes judíos35.
Al parecer, Hitler había hablado con uno de sus compañeros del frente sobre la posibilidad de hacerse arquitecto o político después de la guerra36. Según decía, fue durante su estancia en el hospital militar cuando decidió convertirse en político37. En realidad, la «decisión» de comprometerse en la política activa le vino de una manera menos consciente y más indirecta. Todavía en el ejército, regresó a un Múnich que apenas le recordaba en nada a la ciudad que había dejado en 1914. Las condiciones políticas resultaban confusas. Después de la revolución, al frente del Gobierno hubo un socialista del ala izquierda, Kurt Eisner, judío. El asesinato de Eisner en febrero de 1919 a manos de un joven aristócrata de derechas condujo al caos político y, en el mes de abril, se proclamó una república de consejos de obreros y soldados, varios de cuyos dirigentes eran judíos. Ésta, a su vez, fue derrocada violentamente a las pocas semanas por fuerzas paramilitares de la derecha.
Hitler se abstuvo de cualquier participación activa. Sin embargo, observó desde el cuartel lo que estaba aconteciendo y se informó extensamente por los folletos de la derecha, que probablemente confirmaban su propio diagnóstico de los acontecimientos. Al final de la primavera y durante el verano asistió a cursos de adoctrinamiento militar, que le hicieron tener más en cuenta el funcionamiento del capitalismo financiero internacional, asunto en el que estaba influido por las ideas de Gottfried Feder, el gurú económico del Partido Nazi en sus inicios. También asistió a conferencias y seminarios sobre historia de Alemania, teoría y práctica del socialismo, la situación económica y las condiciones de la paz, Rusia bajo el dominio bolchevique, la política de precios y la cuestión de Baviera y la unidad del Reich. Empezaba a llamar la atención por sus opiniones exaltadas y dogmáticas.
Su propia conciencia sobre el impacto que tenía como orador en tales círculos marcó su primer paso en la política activa. Y cuando se le nombró para trabajar en la «unidad educativa» del ejército, se le destacó como «orador popular nato que a través de su fanatismo y de su estilo populista convencía con energía a las masas para que le prestaran atención y compartieran sus opiniones»38. «De repente», observó Hitler, «se me brindaba la oportunidad de dirigirme a una gran audiencia; y todo cuanto siempre había supuesto intuitivamente sin tener la certeza de ello se confirmaba ahora: podía "hablar"»39. El otoño de 1919, cuando entró en contacto con el recientemente formado Partido de los Trabajadores Alemanes y comenzó a darse cuenta del efecto que podía producir en el público, fue el momento que despejó su camino hacia la política, aunque solo en los ambientes marginales de las cervecerías.
Cuando Hitler comenzaba a dejar su huella como demagogo populista en las cervecerías de Múnich, sus opiniones políticas —aunque expresadas con un fanatismo extraordinario— compartían las convenciones de la extrema derecha; nada había en ellas que las diferenciara de las que mantenían los pangermanistas y otros grupos nacionalistas y racistas que abundaban en Múnich en aquellos años. La agitación contra el Tratado de Versalles dominaba sus primeros discursos. Como todos los pangermanistas, pedía la devolución de las colonias perdidas y la unificación de Alemania con Austria. Veía a Francia y Gran Bretaña, y no a Rusia, como los mayores enemigos de Alemania. Atacaba a los judíos, sobre todo, como agentes del capitalismo financiero. El mismo afirmaba que su cosmovisión se había construido de un modo decisivo antes de la guerra. Sin embargo, todavía quedaban por dar algunos pasos fundamentales en los primeros años 20 hasta completar su ideología. En especial, las ideas sobre la dirección que debía tomar la futura política exterior alemana, o sobre los judíos, por no mencionar su propio papel de líder, sufrieron modificaciones significativas desde su incorporación a la política hasta la redacción de Mein Kampf.
Aunque resultaban desorganizadas y parciales, sus voraces lecturas incluían influyentes folletos sobre darwinismo social y geopolítica. Además de ellos, una aportación fundamental en las modificaciones que sufrió el pensamiento de Hitler en estas fechas fue la del poeta bávaro Dietrich Eckart y la de los alemanes bálticos Max Erwin von Scheubner-Richter y Alfred Rosenberg. Eckart aportó su propia filosofía combativa para vencer al «judaísmo desalmado», requisito previo a una revolución auténtica —en contraste con la revolución «falsa» de 1918—, destinada a traer nuevos dirigentes y el verdadero socialismo. Rosenberg y Scheubner-Richter tuvieron aún más influencia al concentrar el pensamiento de Hitler en el «carácter judío» del bolchevismo ruso. Ambos poseían experiencia acerca de la revolución rusa, eran también antisemitas extremos y estaban en contacto con círculos antibolcheviques violentos. En la ideología inicial del Partido Nazi, ni Rusia ni el bolchevismo destacaban particularmente. Sin embargo, en aquellos momentos Rosenberg puso a Hitler al día de las ideas sobre la «conspiración judía mundial» que contenían los falsos «Protocolos de los Sabios de Sión». Los dos autores bálticos representaron un papel decisivo al lograr que el concepto de la esencia judía del bolchevismo se anclara en la mente de Hitler, lo cual proporcionó la piedra angular del edificio ideológico hitleriano. Para cuando redactó Mein Kampf la extirpación del «bolchevismo judío» equivalía ya a la destrucción de la Unión Soviética en la búsqueda de «espacio vital» para Alemania.
Los cambios que se produjeron en la cosmovisión de Hitler entre 1919 y 1924 pueden seguirse en sus discursos y escritos de aquella etapa. La relación entre antisemitismo y antimarxismo en su pensamiento se transformó en esos años bajo la influencia de Rosenberg y Scheubner-Richter. A pesar de que ambos conceptos llevaban largo tiempo presentes en su ideología —por encima de todo, el antisemitismo—, fue en esta etapa cuando se conjuntaron a través de la imagen de la Rusia bolchevique.
Antes de su fusión con el antimarxismo, el virulento antisemitismo de Hitler se había concentrado con mayor intensidad sobre el anticapitalismo en sus discursos públicos. Los primeros comentarios en público de importancia acerca de «la cuestión judía» se produjeron, en agosto de 1919, en el contexto de una «clase magistral» sobre el capitalismo, cuando trabajaba para la Reichswehr en tareas de adoctrinamiento a los soldados «dudosos» que volvían del cautiverio40. Unas semanas más tarde, y por el mismo puesto que desempeñaba, un superior le encargó que respondiera a una consulta sobre el «problema judío». En su carta, el documento más antiguo que se conserva sobre este asunto, Hitler se refería a los judíos como raza, no como grupo religioso, y señalaba la necesidad de combatirlos por medios racionales, no simplemente con la emoción. Esto exigía la supresión de sus derechos jurídicos y, al final, «la eliminación de los judíos en su conjunto»41. El poder de los judíos se veía como el poder del dinero, «el destello del oro». No se mencionaba el marxismo, a pesar de que Hitler consideraba a los judíos como la fuerza motriz que se escondía detrás de la revolución y de la socialdemocracia. En el programa del Partido Nazi de febrero de 1920 se exponía claramente la eliminación de los derechos jurídicos para los judíos. Sin embargo, no se hacía ninguna mención explícita ni al marxismo ni al bolchevismo.
La fuerte fijación sobre el capitalismo financiero judío en sus primeros discursos estaba ligada a las acusaciones sobre la responsabilidad de los judíos en la guerra, la derrota y los millones de alemanes caídos. Tan influyente resultaba este punto en su pensamiento que, con posterioridad, en un conocido pasaje de Mein Kampf, afirmó que podrían haberse salvado las vidas de un millón de alemanes muertos en el frente si «se hubiera envenenado con gas a doce o quince mil de esos hebreos corruptores del pueblo»42. La furia contra los financieros «judíos» de la guerra dominó muchos de sus primeros discursos, en los que se repetían los intensos ataques contra usureros, acaparadores, estafadores y parásitos. Una y otra vez pedía la ejecución de los estafadores judíos43. Para él, el socialismo genuino implicaba ser antisemita44. Bajo la influencia de Feder, distinguía entre el capital industrial, fundamentalmente sano, y el floreciente «capitalismo financiero judío», que representaba el verdadero mal. Una vez que el bolchevismo judío se incorporó a este razonamiento, veía al capital internacional, mano a mano con el «elemento internacional en la Rusia Soviética», trabajando contra los intereses nacionales de Alemania45.
En cada uno de sus discursos sucesivos, Hitler denunciaba a los judíos en los términos más perversos. Al igual que lo había hecho en su carta de septiembre de 1919, rechazaba el antisemitismo visceral de los «pogromos» como respuesta al problema, pero manifestaba que los alemanes debían estar preparados para firmar un pacto con el diablo, si era necesario, para extirpar el mal judío46. Reclamaba una solución básica: «la eliminación de los judíos de nuestro pueblo»47. Se refirió a que había que impedir que los «judíos minaran a nuestro pueblo» internándolos en campos de concentración48. Su lenguaje, violento en grado sumo, se adornaba con términos biológicos que hacían pensar en la erradicación de los gérmenes. En agosto de 1920 proclamó:

 

No creáis que podéis combatir una enfermedad sin acabar con el agente que la origina, sin destruir el bacilo, y no creáis que podéis combatir la tuberculosis racial sin aseguraros de que el pueblo está libre del agente que causa la tuberculosis racial. El impacto del judaísmo nunca desparecerá, ni la contaminación del pueblo cesará, a menos que el causante, los judíos, sea eliminado de entre nosotros49.

 

En un discurso dirigido a la SA en 1922, Hitler manifestó que, en su opinión, solo importaba la preocupación «única, total y exclusiva» respecto a la cuestión judía; unos meses más tarde, recapituló el programa completo del partido en un único punto: ningún judío podía ser camarada del pueblo50. Sin embargo, se había producido un cambio de matiz en su manera de referirse al antisemitismo. Influido por los acontecimientos de Rusia, el objetivo principal de Hitler dejó de ser el de los judíos como exponentes del capitalismo financiero internacional —sin que por ello olvidara o pasara por alto este elemento dentro de su antisemitismo— para convertirse en el poder que había tras el marxismo y, de forma explícita, tras la manifestación política práctica del marxismo en el bolchevismo soviético. De una u otra manera, como controlador del capital internacional o como controlador del marxismo bolchevique, la «conspiración mundial judía» brindaba a Hitler la imagen de un enemigo indómito. Sin embargo, en comparación con su desprecio de la democracia burguesa en decadencia, el marxismo, en su versión bolchevique, suponía un Weltanschauung que, en su implacable brutalidad, él podía entender como una fuerza formidable. Le proporcionaba una visión del futuro, que, a sus ojos, solo la lucha racial dirigida por Alemania podía impedir.
En el juicio por alta traición que siguió en la primavera de 1924 al fallido putsch de los días 8 y 9 de noviembre de 1923, cuando proclamó en el Bürgerbräukeller de Múnich una revolución nacional con la esperanza de derrocar al Gobierno del Reich, Hitler declaró ante el tribunal que lo que quería era ser el destructor del marxismo y que el movimiento nazi solo conocía un enemigo, el enemigo mortal del marxismo51. No se mencionaba a los judíos. Cuando la prensa «judía» observó el cambio de tono y se preguntó a Hitler acerca del mismo, éste respondió, de una manera característica, que efectivamente había variado de postura: mientras trabajaba en la redacción de Mein Kampf, se había dado cuenta de que hasta el momento había sido demasiado moderado, que la «cuestión judía» no era un problema exclusivo del pueblo alemán sino de todos los pueblos, «puesto que Judá es la plaga del mundo»52. Por lo tanto, la lucha no alcanzaría la victoria hasta que el poder mundial de los judíos fuera aniquilado por completo.
El principal ingrediente responsable del cambio de acento fue la conexión en la mente de Hitler entre bolchevismo y judaísmo. Durante la primavera y el comienzo del verano de 1920, comentó en varias ocasiones, por vez primera, el efecto catastrófico del bolchevismo en Rusia y la destrucción de Rusia a manos de los judíos. Ya para julio de 1920 combinaba de forma explícita las imágenes del bolchevismo, el marxismo y la Rusia soviética bajo la dominación brutal de los judíos, para los cuales preparaba el camino, supuestamente, la socialdemocracia en Alemania53.
El tema de la Rusia bolchevique preocupó a Hitler en numerosas ocasiones durante los meses siguientes. En junio de 1922 preveía ya un conflicto entre dos ideologías, idealista y materialista, que representaba la misión del pueblo alemán en la batalla contra el bolchevismo, las fuerzas del bien unidas contra el enemigo mortal de los judíos. El Estado era un simple medio para conseguir el fin de la defensa de la raza54. Para el otoño de 1922, su concepción acerca de la relación fundamental entre antisemitismo y antibolchevismo había alcanzado tal grado de maduración que desde entonces iba a dominar su misión política hasta el final. En el mes de octubre escribió sobre el combate a vida o muerte entre dos Weltanschauungen incapaces de coexistir. En dicho combate solo podía haber vencedores y vencidos. El ejemplo de Rusia lo ilustraba. «Una victoria de la idea marxista significa el total exterminio de los oponentes... La bolchevización de Alemania... significa la aniquilación de toda la cultura cristiana occidental.» El objetivo del Partido Nazi podía, por lo tanto, formularse simplemente de la siguiente manera: aniquilación y exterminio del Weltanschauung marxista55.
La conciencia cambiante de Hitler sobre la trascendencia de la Rusia bolchevique para su filosofía racial tuvo implicaciones obvias en sus ideas acerca de la política exterior. Es importante destacar que fue entonces, en torno a 1922, al empezar a contemplar su misión como una lucha a vida o muerte contra el «bolchevismo judío», cuando se produjo un cambio en su concepción de la futura política exterior alemana, desde el tradicional interés pangermánico por el colonialismo a la noción de un expansionismo continental a expensas de Rusia. Bajo la influencia del éxito del «bolchevismo judío» en la guerra civil rusa y la amenaza de bolchevización en Alemania, la fusión del antisemitismo y el antibolchevismo en el pensamiento de Hitler —que dio lugar a una determinación obsesiva por destruir el «bolchevismo judío»— se convirtió en un elemento mucho más decisivo que las consideraciones diplomáticas convencionales a la hora de reorganizar los objetivos en la política exterior.
En sus primeros discursos, Hitler transmitió muy poco de sus futuras intenciones en política externa. Censuraba continuamente los errores de la etapa posbismarkiana por haber asegurado la paz con Rusia en vez de alinearse con Austria-Hungría y habló de la inevitable posición hostil de Gran Bretaña y Francia. El blanco al que se dirigía era naturalmente la política exterior de los gobiernos de Weimar, contra los que arremetía a la mínima oportunidad. En cuanto a su pensamiento, continuó siendo esencialmente antioccidental hasta 1922, aunque no tenía una idea clara sobre las estrategias de alianzas de cara al futuro. Su actitud hacia Rusia era de desconocimiento y ambivalencia. Siguió manteniendo una visión dualista —positiva hacia el pueblo «nacional» de Rusia, negativa hacia los gobernantes «judío-bolcheviques»—, y se mostraba favorable a una alianza con una Rusia no bolchevique contra Gran Bretaña. Hacia fines de 1922 era cada vez más consciente de la división fundamental de intereses entre Francia y Gran Bretaña. Pero, por encima de todo, se estaba replanteando la política futura frente a Rusia.
En diciembre de 1922 se formularon los objetivos de política exterior que, perfilados en Mein Kampf, resultaron centrales en el pensamiento de Hitler hasta el final. En una discusión confidencial por esas fechas, volvió la espalda a la vieja política de rivalidad comercial y colonial con Gran Bretaña con el fin de ganarse su apoyo en una política a nivel continental contra Rusia.

 

Alemania (afirmó) se tendría que adaptar a una política puramente continental, evitando dañar los intereses ingleses. Tendría que intentarse la destrucción de Rusia con la ayuda de Inglaterra. Rusia proporcionaría a Alemania suficiente tierra para los colonos alemanes y un amplio campo de actividad para la industria alemana. Entonces, Inglaterra no podría interferir en nuestro ajuste de cuentas con Francia56.

 

Por lo tanto, dos años antes de escribir Mein Kampf la cosmovisión personal de Hitler estaba prácticamente definida. La lucha por destruir el dominio internacional de los judíos, la lucha por aniquilar el marxismo y la lucha por conseguir un «espacio vital» para Alemania a costa de Rusia venían a ser, de hecho, tres formas de expresar el mismo pensamiento integral. Y esto encajaba y se justificaba dentro de un modo de entender la historia que, dando la vuelta a la creencia de Karl Marx en la importancia central de las fuerzas socioeconómicas, se atenía, de manera dogmática, a una visión del desarrollo histórico como el despliegue de un conflicto constante entre razas, grupos étnicos y biológicos. Hitler escribió:

 

Todas las grandes culturas del pasado perecieron tan solo porque la raza creada originalmente murió a causa del envenenamiento de su sangre... La mezcla de sangres y el consiguiente descenso en el nivel racial es la causa única de la extinción de las culturas antiguas... Todos los acontecimientos de la historia mundial son solamente la expresión del instinto de autoconservación, en el buen o en el mal sentido, de las razas57.

 

Aunque para Hitler la raza judía representaba la antítesis de la entidad racial superior, la raza aria, su instinto de supervivencia era mayor que el de otros pueblos, lo que permitía a los judíos medrar «como un parásito en el cuerpo de otras naciones y estados»58. La definitiva dominación judía tendría lugar por medio de la destrucción paulatina de otras razas puras. Después de controlar la democracia liberal, el siguiente paso se encontraría «en la masa organizada del marxismo», que «le permite [al judío] subyugar y gobernar a los pueblos con puño dictatorial y brutal»59. El punto culminante se halla en «el salvajismo fanático» y en las «torturas inhumanas» del «bolchevismo judío». «El final no es solo el final de la libertad de los pueblos oprimidos por los judíos, sino también el final de esta forma de parasitismo sobre las naciones. Después de muerta su víctima, el vampiro —tarde o temprano— muere también»60. Pero antes de que llegase esa etapa, el enfrentamiento total con la fuerza racial rejuvenecida de la nación alemana destruiría por completo a los judíos.
El vínculo entre esta coyuntura crítica en la historia mundial y la política exterior alemana se reserva para uno de los últimos capítulos de Mein Kampf. Rusia proporcionaría la tierra necesaria para mantener a Alemania como una potencia mundial. Allí, el «bolchevismo judío» había destruido y reemplazado a la antigua capa gobernante germánica. Sin embargo, «cual fermento de descomposición», los judíos habían debilitado al imperio ruso, que ahora se mostraba «maduro para el derrumbamiento». «Y el fin del dominio judío en Rusia será también el fin de Rusia como Estado»61. La misión del movimiento nazi consistía en preparar al pueblo alemán para esta tarea. La reconstrucción del pueblo alemán, hasta alcanzar un vigor que le permitiera llevar a cabo la destrucción del «bolchevismo judío», era el trabajo de un «Estado germánico de la nación alemana»62. El propio Estado no era más que un medio para lograr ese fin63. Pero este objetivo solo podría conseguirse bajo el liderato de un genio que estuviera en consonancia con la tarea. Durante su encarcelamiento en la fortaleza de Landsberg en 1924, con una condena de cuatro años por alta traición de la que solo cumpliría nueve meses, Hitler se acabó viendo a sí mismo como el gran dirigente que el pueblo alemán esperaba. La idea de un liderato heroico, casi mesiánico, dentro de un nuevo Reich, era moneda corriente dentro de la extrema derecha en la Alemania de comienzos de los años 20. En principio, Hitler entendía que su papel correspondía tan solo al de propagandista, el «chico del tambor» que anunciaba al gran líder que había de surgir. El ejemplo del éxito de Mussolini en Italia en 1922 fue inspirador para Hitler. Tanto en 1922 como en 1923 se refirió con más frecuencia a la importancia de la personalidad y del mando heroico, que dependía del pueblo pero necesitaba de su obediencia incondicional para llevar a cabo la misión histórica a la que debía enfrentarse. Aún en mayo de 1923 declaró que solo estaba allanando el camino que proporcionaría al futuro dictador un pueblo listo para recibirlo64. Dos meses más tarde comentó que únicamente se podría hallar la salvación en el valor de la personalidad, y que él, como jefe del NSDAP, entendía que su tarea consistía «en aceptar la responsabilidad»65. En la época del juicio de 1924, que transformó el fracaso del putsch en un triunfo personal, surgía ya la concepción de su propio papel como la imagen del líder heroico con pleno derecho que tomaría cuerpo tras su retorno a la política en 1925, después de su breve etapa en la cárcel.
Hacia mediados de la década de 1920, Hitler había redondeado una filosofía que le otorgaba una visión completa del mundo, de sus males y de la manera de superarlos. Cuando en la década de 1940 Hitler exponía largamente ante sus colegas sus ideas acerca de todo tipo de asuntos en sus monólogos de sobremesa, todavía predominaban en ellas los mismos dogmas subyacentes de la cosmovisión que había desarrollado en los primeros años 20. En el último monólogo registrado antes de su suicidio, Hitler seguía, como siempre, preocupado por el enfrentamiento con la amenaza «judeo-bolchevique». Se mantenía firme en la creencia de que «en un mundo cada vez más pervertido por el virus judío, un pueblo que había permanecido inmune al virus debía, a largo plazo, salir triunfante». Sostenía que «desde esta perspectiva, el Nacional-Socialismo puede reclamar con justicia la eterna gratitud del pueblo por haber eliminado a los judíos de Alemania y de Europa Central»66. Las últimas palabras que Hitler dirigió al pueblo alemán, en el testamento político que redactó la víspera de su muerte, exhortaban a sus líderes y seguidores «a que observaran escrupulosamente las leyes raciales y se opusieran sin piedad al envenenador universal de todos los pueblos, el judaísmo internacional»67.
Hitler se veía a sí mismo como la más excepcional de las combinaciones, a la vez «programador» (o «teórico») y «político», ejecutor de la «idea»68. Así, se refirió a la tarea del «programador» y «político» como una lucha «por unos objetivos que solo los menos pueden comprender»69. Por lo tanto, la «doctrina» era algo más que una simple cuestión de entendimiento pasivo. Su cosmovisión poseía una dinámica interna. Habló en repetidas ocasiones de su «misión», vio cada vez más la mano de la «Providencia» en su trabajo; en Mein Kampf invocó la ayuda de Dios en su lucha contra el judaísmo70. Se veía a sí mismo implicado en la preparación de una cruzada. Cuando se convirtió en realidad la confrontación con el «bolchevismo judío», con la invasión de la Unión Soviética en junio de 1941, significó para Hitler —y no solo para él— la culminación de su idea «de cruzada».
La entrega casi mesiánica de Hitler a una «idea», una fe que no dejaba alternativas, le daba una fuerza de voluntad tal que en su presencia era difícil resistirse. El dogmatismo del autodidacta, que desde su juventud había leído vorazmente, aunque de forma asistemática, reforzando sus prejuicios más que sometiéndolos a crítica, le proporcionaba un dominio innato sobre los que le conocían. Su prodigiosa memoria para los detalles impresionaba a los que estaban en su presencia, a la vez que desinflaba los intentos de desafiarle. El hecho de que todas las situaciones se redujeran a opciones en blanco y negro, una de las cuales podía ponerse abiertamente en ridículo, junto a la fuerza retórica expresiva según la cual los asuntos más complejos se despachaban con desprecio o se simplificaban de acuerdo con «verdades básicas» e incontrovertibles, implicaba que una oposición cara a cara tuviera escasas posibilidades de éxito.
La seguridad en sus propias creencias reforzaba a los más pusilánimes o a los escépticos dentro del grupo de sus partidarios; mientras que aquellos que no podían compartir sus creencias, se mostraban cínicos o las rechazaban, nunca tuvieron la oportunidad de acceder al sanctasanctórum del poder. De todas formas, Hitler permaneció junto a su círculo de «verdaderos creyentes», sus leales seguidores, su «propia especie».
Era esta combinación de «profeta» y propagandista la que desde los primeros años 20 le dio ventaja sobre todos los potenciales contendientes a la jefatura dentro de la elite del Partido Nazi. Otros dirigentes nazis carecían de esa combinación de brillante demagogia y capacidad de movilización y de la unidad y la «fuerza explicativa» global de su visión ideológica.
Comparadas con el talento de Hitler para la simplificación vulgarizadora y su capacidad de convocatoria, las preocupaciones ideológicas de los primeros «pensadores» del partido, tales como Gottfried Feder o Alfred Rosenberg, más interesados en la complejidad de las ideas que en su eficacia política o su potencial organizativo, resultaban opacas y limitadas. Feder pasó pronto a tener poca importancia. La debilidad del liderato de Rosenberg se puso claramente de manifiesto al ocuparse de los asuntos del partido durante la prisión de Hitler en 1924.
De entre los otros dirigentes de la primera época del Partido Nazi, Rudolf Hess era introvertido, no tenía dotes demagógicas y, desde los comienzos, se vio a sí mismo como un mero discípulo de Hitler. Julius Streicher no era más que un demagogo racista de limitada inteligencia, incapaz de transformar su odio obsesivo por los judíos en una ideología de gran alcance. Hermann Göring era un hombre de acción más que de ideas que, después de un periodo inicial al frente de la SA, abandonó la escena durante cuatro años tras el fracaso del putsch y permaneció después apartado de los cargos del partido. Ernst Röhm era un militar convertido en paramilitar, un organizador hábil pero sin clarividencia ideológica ni talento retórico. Gregor Strasser también poseía habilidades organizativas, pero carecía de la capacidad de manejar el fervor de las masas. Su hermano Otto fue el representante típico de un grupo inicial de destacadas figuras en el movimiento que se enemistaron con Hitler al tratar de desvincular un concepto abstracto del nazismo de su personificación en el líder del partido. Joseph Goebbels era más un monaguillo que un sumo sacerdote y obedecía a la voz de su amo. Heinrich Himmler era un buen administrador pero tenía una personalidad fría, inhumana, estrafalaria, que le impedía gozar del favor de las masas. Hans Frank, el dirigente del partido experto en asuntos jurídicos, era un personaje débil, vacilante, demasiado emotivo y servil. Los acentos discrepantes en cuanto a las ideas y las ambiciones personales, las rivalidades y las profundas hostilidades de estos y de otros personajes destacados en el movimiento fueron descartándolos como aspirantes potenciales a la jefatura del partido. Solo se reconciliaron ante la visión de futuro, imprecisa pero incontrovertible, encarnada en la persona de un líder supremo cada vez más y más elogiado: Hitler.
Ya entre 1922 y 1923 era visible el inicio del culto a la personalidad de Hitler. Otros miembros importantes del todavía reducido movimiento nazi hablaban en público de Hitler, en términos adulatorios y «heroicos», como el Mussolini de Alemania, un dirigente al que millones anhelaban y el único hombre capaz de devolver a Alemania su grandeza. Por tanto, el hecho de que Hitler asumiera la responsabilidad plena por el putsch de noviembre de 1923, hizo que el golpe pasara de ser un ridículo fracaso a un triunfo publicitario para la derecha radical, lo que le valió a Hitler una preeminencia total en los círculos völkisch. El confinamiento forzoso en Landsberg de 1924 tuvo un efecto óptimo. Hitler, acompañado por más de una veintena de miembros de su guardia personal, con Rudolf Hess como secretario y con visitas periódicas de otros muchos partidarios, hizo de Landsberg un think tank nazi. Cuando se encontraba redactando Mein Kampf, exponía sus ideas cada mañana a otros presos. El internamiento se convirtió en el escenario de un foro de debate nazi, ya que sus ideas se discutían detenidamente.
En el círculo más íntimo aumentó la reputación de Hitler como «programador» de la idea nazi. Uno de los presentes, un jefe local que no procedía de Baviera y se había mostrado en cierto modo algo escéptico, quedó muy impresionado por una charla en la que Hitler disertó profusamente sobre la diferencia entre los «programadores» y los «políticos». Escribió acerca de sus crecientes certezas, conforme Hitler empezó a hablar de cuestiones relevantes de política exterior:

 

Estoy totalmente seguro de que Hitler no modificará ni un ápice su pensamiento nacionalsocialista... Y si, con todo, parece alguna vez que lo hace, es por causa de objetivos más importantes. Puesto que en él se combinan el programador y el político, sabe cuáles son sus metas, pero también cómo conseguirlas. Mi estancia aquí ha fortalecido lo que yo aún dudaba en Göttingen: la fe en el instinto político de Hitler71.

 

La creencia cada vez mayor en Hitler como el futuro líder de Alemania, una fe secular en un mesías político, se apoderó de muchos de los que estaban en su entorno inmediato y a partir de entonces mantuvieron una relación con él de forma regular, habitual y prolongada. Aunque hubo algunos, como los hermanos Strasser, que de ningún modo sucumbieron al creciente culto personal, por lo que se vieron obligados a estar a la defensiva. El círculo íntimo quedó constituido y asentadas las bases de la «comunidad carismática».
Rudolf Hess, uno de los devotos más fanáticos y serviles desde los primeros tiempos, se refirió al «poder de la personalidad», que irradiaba «algo que somete a los que le rodean a su encanto y se difunde en círculos cada vez mayores»72. Fue en el período de Landsberg, escribió, cuando por fin comprendió la «poderosa trascendencia» de esta personalidad73. Alfred Rosenberg reconoció, cuando estaba encarcelado en Núremberg después de la guerra, su admiración desde los momentos iniciales por Hitler, en quien veía al «creador» del Partido Nazi y de su filosofía política, un dirigente con «una firme base intelectual, pero al mismo tiempo una madurez en continuo aumento para hacer frente a muchos problemas», que poseía «una gran fe en su pueblo y en su misión», una «fuerza creadora» y una «voluntad de hierro»74. Hans Frank recordaba haber sentido, la primera vez que oyó a Hitler hablar en enero de 1920, que solo él era capaz de salvar a Alemania75. Cuando ingresó en la SA, en 1923, estaba «totalmente hechizado» por la personalidad de Hitler. Y cuando Hitler en persona le pidió en 1929 que abandonara sus planes de dedicarse a la carrera jurídica, Frank aceptó seguir «el nuevo camino, fuerte y brillante, del mundo de Hitler»76. Después de leer Mein Kampf, Joseph Goebbels se preguntaba: «¿quién es este hombre?, ¡mitad plebeyo, mitad dios! ¿El Cristo verdadero, o solo san Juan?» Le veía como un genio y le quería como amigo. El 19 de abril de 1926 escribió en su diario: «Adolf Hitler, te quiero»77. Baidur von Schirach, con el tiempo el jefe de las juventudes hitlerianas, recordaba la fascinación que le produjo la voz de Hitler cuando le escuchó hablar en público por vez primera en 1925. Le cautivó y le convenció de que Hitler iba a ser el «futuro salvador de Alemania»78. Para Göring, orgulloso más tarde de su título de «más fiel paladín del Führer», la entrega plena vino cuando regresó al partido en 1928, tras varios años en el extranjero después del fallido golpe. Su sumisión posterior resultó totalmente servil. En los años siguientes, llegó en ocasiones a ponerse casi enfermo en las audiencias con Hitler. Afirmaba que Hitler se había convertido en su conciencia. Veía en él «la unión nada frecuente... entre el pensador lógico más agudo y el filósofo más auténticamente profundo, y el hombre de hierro hecho para la acción»79.
Todos estos jefes nazis de primera fila veían a Hitler de cerca y estaban en contacto directo y habitual con él. Todos ellos se unieron al movimiento nazi cuando éste atravesaba un desierto político, mucho antes de que se acercara a la toma del poder. Aunque las ventajas materiales y las oportunidades de hacer carrera resultaban evidentes, no se puede decir que el oportunismo político fuera el motivo principal para comprometerse con la causa nazi. La personalización de su fe y lealtad en Hitler era crucial y, como ponen de manifiesto los ejemplos citados más arriba, se encontraba muy presente antes de que la institucionalización del culto al Führer quedara establecida. De hecho, ellos mismos se contaron tanto entre las primeras víctimas como entre los exponentes principales del «mito de Hitler».
El poder de la personalidad de Hitler era clave para este núcleo de la «comunidad carismática». Dentro de esta personalidad se incluían la resolución del fanático, la ardiente convicción del supuesto profeta, la certeza ideológica del misionero. Para los miembros más cercanos de su séquito, la presunta unidad en su propia persona del «programador» y el «político» le proporcionaba un estatus indiscutible como encarnación de la «idea» y como su genio organizativo.
En las cuestiones prácticas y las decisiones cotidianas, Hitler era a menudo cualquier cosa menos alguien seguro de sí mismo. Además, en la tarea urgente de levantar al partido en los años estériles de mediados y finales de la década de los 20, los detalles y secretos de la ideología de Hitler no tuvieron importancia. De hecho, la flexibilidad total de las ideas individuales dentro de una estructura global entrelazada resultó muy ventajosa. Incluso entre sus más allegados, un aspecto concreto de la ideología era, con frecuencia, más relevante que otro, y las circunstancias exigían que se diera más énfasis a algunas partes que a otras. Sin embargo, lo crucial era la creencia de que «el futuro nos pertenece», de que un día el «sueño» de Hitler —sea cual fuere la interpretación que se le diera— se haría realidad. En esto consistía el poder de la idea de Hitler.