VI. Poder absoluto
Los años que transcurrieron entre 1938 y
1943 fueron los más decisivos en la traumática historia reciente de
Alemania. Fueron los años en los cuales el poder de Hitler fue
absoluto.
Mediante el golpe de febrero de 1938 quedó
firmemente establecida la supremacía de Hitler sobre la única
institución del Estado que todavía podía derrocarlo: las fuerzas
armadas. No había restricciones institucionales al ejercicio de su
poder; ninguna decisión de cierta relevancia podía tomarse sin su
visto bueno; ninguna organización opositora suponía ya una
amenaza.
Por supuesto, la oposición no fue
eliminada. Pero no era capaz de adoptar una forma organizativa que
constituyera un peligro para Hitler. Las posibilidades de un ataque
interno contra Hitler quedaron reducidas a las actividades de
pequeños grupos de conspiradores dentro del ejército —vinculados a
individuos de otros sectores de las elites tradicionales, cada vez
más inquietos ante la dirección que tomaba la política nazi— o a
las acciones aisladas de algunas personas sin conexiones con ningún
colectivo u organización, como el notable atentado contra la vida
de Hitler que llevó a cabo en solitario el carpintero suavo Georg
Elser en el Bürgerbraükeller de Múnich en 1939.
Este capítulo explora el ejercicio del
poder absoluto por parte de Hitler en aquellos cinco años
decisivos, cuando la deformación de la estructura de poder le había
dejado en posición de moldear los acontecimientos hasta un punto
inusual incluso para los dictadores, no digamos para los jefes de
gobiernos democráticos. Se trata pues de explicar cómo la «idea»
del nazismo, encarnada en la persona de Hitler, se hizo efectiva en
la práctica política.
Parte de la respuesta a esta cuestión se
encuentra en las características del liderato de Hitler y de la
toma de decisiones en estos años. La guerra no era para él un
conflicto militar convencional. Representaba un paso decisivo para
la realización de su «idea», el cumplimiento de su «misión». En la
guerra, se ha dicho con razón, el nazismo volvió a sus
esencias192. La dinámica activista labrada dentro del
movimiento nazi, embotellada solo en parte y con dificultades antes
de la guerra, se descorchó plenamente en el clima de una contienda
que, desde el punto de vista nazi, conducía a una «cruzada». Las
maniobras diplomáticas y los giros estratégicos de Hitler, basados
en cálculos políticos racionales, dieron paso de modo creciente a
la disponibilidad para «arriesgarlo todo» y a decisiones cimentadas
sobre las «verdades» ideológicas de su irracional «filosofía del
mundo», que se concretaban en la búsqueda grandiosa y de una vez
por todas de la supremacía alemana, la dominación racial y el
«espacio vital». Pero otra parte de la respuesta, igualmente
crucial, se halla en el impacto sobre los asuntos gubernamentales
del poder, ahora sin trabas, del Führer. En las condiciones
marcadas por la preparación febril de la guerra primero y por la
misma guerra después, se aceleró bruscamente el proceso a través
del cual las estructuras racionales de gobierno y administración se
disolvieron en el seno de un conjunto fragmentado y en competencia
de organismos ejecutivos del poder del Führer. «Gobierno» y
«administración» fueron sustituidos por pura dominación, un mando
tan despótico, libre y arbitrario como pueda imaginarse, definido
tan solo por las referencias a una serie de preceptos ideológicos
tan indiscutibles como generales. La gobernación se desintegró, por
consiguiente, en un «Behemoth»193 de feudos
rivales cuyos señores, con el fin de aumentar y mantener su propia
influencia, se esforzaban para superar a los demás al «trabajar en
la dirección del Führer», poniendo en práctica la «idea» de Hitler.
Esto, por un lado, era reflejo del concepto que Hitler tenía de la
autoridad, y, por otro, proporcionó el marco en el cual la fuerza
ideológica motriz que subyacía a la guerra se concretó en políticas
específicas de barbarie y genocidio. La primera parte de lo que
sigue examina la corrosión del gobierno sistemático por el impacto
del poder del Führer.
LA DESINTEGRACIÓN DEL ESTADO
Cuando los ministros del Gobierno se vieron
la tarde del 5 de febrero de 1938 para oír una larga declaración de
Hitler acerca de la crisis «Blomberg-Fritsch» y de su resultado,
nada indicaba que no fuera a haber más reuniones del Gabinete. De
hecho, con una pila de asuntos pendientes sobre la mesa, el jefe de
la Cancillería del Reich, Lammers, quien desde 1937 disfrutaba de
la categoría de ministro, presionó a Hitler para que aceptara
reuniones sucesivas en fechas concretas a lo largo de 1938 y
comienzos de 1939. En cada una de esas ocasiones, Hitler canceló la
sesión poco antes de que tuviera lugar194. Conforme
crecía el tamaño del Gabinete, su importancia menguaba. De hecho,
su papel era totalmente secundario dentro del proceso legislativo
en el Estado del Führer.
Pero la aversión de Hitler hacia las
reuniones de gabinete, presente desde el principio, tenía raíces
más profundas que la simple consideración de las cuestiones de
procedimiento. La misma idea de un colectivo de ministros, cuyo
poder procedía de su posición constitucional, y que por tanto
albergaba la posibilidad de un control sobre la expresión de su
propio mando, era un anatema para Hitler. Las reglas burocráticas,
que extraían su fuerza obligatoria de conceptos legales y
constitucionales, resultaban incompatibles con los principios de
gobierno personal que servían de base a la autoridad carismática de
Hitler como Führer. Los intentos de Lammers de resucitar las
reuniones gubernamentales en 1942, como era predecible, quedaron en
nada. Extremadamente sensible a cualquier cosa que pudiera limitar
su libertad de acción, Hitler rehusó incluso juntar de manera
informal a los ministros en torno a una mesa para tomar una
cerveza195.
Otras formas alternativas de gobierno
central parcialmente mancomunado también se vinieron abajo. El
llamado «Gabinete secreto del Reich» (Geheimes
Reichskabinett), anunciado por un decreto de Hitler el 4 de
febrero de 1938, que supuestamente agrupaba a algunos ministros
relevantes bajo la dirección de Von Neurath para proporcionar
asesoramiento sobre cuestiones de política exterior, no se reunió
ni una sola vez. Se trataba simplemente de un mecanismo para
camuflar ante el público el verdadero significado del cambio de
personal en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Al estallar la guerra se estableció un
«Consejo Ministerial para la Defensa del Reich», que, bajo la
presidencia de Göring, integraba a Frick (como plenipotenciario
para la Administración), Funk (plenipotenciario para la Economía),
Lammers (jefe de la Cancillería del Reich), Keitel (jefe del
comando supremo de la Wehrmacht) y Hess (jefe del partido). Este
hecho parecía sugerir la vuelta de alguna forma del gabinete
interno, sobre todo cuando, para descargar a Hitler de la carga
legislativa, se le permitió promulgar leyes con la firma de Göring,
a menos para las normas que no se reservase para sí el propio
Hitler. Sin embargo, solo se celebró seis veces, promulgó un cierto
número de decretos sobre materias administrativas y económicas y no
volvió a reunirse a partir del 15 de noviembre de 1959.
Göring, cuyo estilo como administrador era
tan arbitrario como el de Hitler, despreció la oportunidad de
convertir el Consejo Ministerial en un vehículo de su propio poder,
lo cual resulta algo sorprendente. Por su parte, Hitler se apresuró
a ver cómo esta institución, potencialmente relevante, se
marchitaba antes de florecer. Aunque el Consejo continuó
promulgando decretos, lo hizo a través de la circulación de
borradores y no de encuentros colectivos.
Tampoco el llamado Dreierkollegium o «Directorio de los Tres Hombres»
(Frick, Funk y Keitel, cuyos poderes plenos para emitir decretos en
las esferas de la administración, la economía y la defensa civil
emanaban de una ley de defensa del Reich de septiembre de 1938) se
reunió para trabajar conjuntamente. Simplemente, cada departamento
aclaraba los borradores legislativos con ayuda de los otros
dos.
Por lo tanto, el aparato gubernamental
central del Reich, que como entidad colectiva había entrado en
decadencia en los primeros años de gobierno de Hitler, ahora, bajo
las condiciones creadas por la guerra, se astilló en las diversas
partes que lo componían. La Cancillería del Reich no representó
nunca más el papel de coordinar en la práctica el grueso de la
legislación196. Y el jefe de la
Cancillería, Hans-Heinrich Lammers, encontraba difícil a menudo
acceder por sí mismo al Führer. A finales de la década de los 30, a
veces pasaban semanas sin que lograra concretar una audiencia para
discutir asuntos urgentes de gobierno197.
Durante los primeros años de la guerra, el
acceso de Lammers a Hitler fue otra vez más frecuente: tenía la
oportunidad de hablar con él brevemente una vez a la semana como
media. Pero después de la invasión de la Unión Soviética se produjo
un descenso en picado en el número de estas reuniones, de treinta y
nueve en 1942 a solo dieciocho al año siguiente198. Para
entonces, tenía que presentar un resumen de los puntos que deseaba
tratar con el Führer a la persona que controlaba en aquellos
momentos el acceso a Hitler: Martin Bormann.
El camino de Bormann hacia la cumbre tuvo
lugar entre bambalinas. Su talento no residía en las dotes
demagógicas y de agitación sino en la organización, donde combinaba
el fanatismo ideológico con la habilidad burocrática, un tortuoso
maquiavelismo, una energía infatigable y una notable capacidad para
el trabajo duro. Era poco conocido en las filas del partido y, para
empezar, unánimemente subestimado por los jefes nazis. Pero durante
los años 30 excavó los cimientos gemelos de la que habría de ser su
plataforma de poder en los últimos tiempos del Tercer Reich. El
primero de ellos consistía en el control del aparato central del
partido, que edificó desde 1933 como jefe de gabinete de Himmler en
la oficina que éste ocupaba como viceführer. El segundo residía en
su contacto personal con el líder, que amplió bastante cuando,
desde 1934, manejó los fondos a disposición de Hitler y gestionó
también la compra de una propiedad que sirviera de refugio de
montaña en el Berghof, cerca de Berchtesgaden. Una vez estalló la
guerra, Bormann permaneció constantemente al lado de Hitler en su
cuartel general.
Después del fracaso del vuelo de Hess a
Escocia, la dirección partidista quedó en manos de Bormann como
cabeza de la ahora denominada Cancillería del Partido, junto con
los derechos que había ejercido Hess de vetar leyes y nombramientos
y disponiendo de la autoridad de un ministro del Reich. La
radicalización, al empezar la guerra, de las políticas relacionadas
con los aspectos centrales de la ideología nazi, hizo que la
influencia del mismo partido se extendiera mucho más que en los
primeros años del Tercer Reich. El papel de Bormann, tan solo desde
este punto de vista, era crucial. Intervino más y más en los
asuntos del Gobierno del Reich. A veces, simplemente puenteaba a
las autoridades promulgando leyes en los territorios anexionados.
Además, se convirtió en el máximo responsable de la revitalización
de la «disputa eclesiástica» en 1941. Sin embargo, lo que le
proporcionó una base de poder única fue la combinación del control
sobre el partido, que tenía un impacto cada día más penetrante en
el gobierno y en la administración, y de su puesto como secretario
privado de Hitler, inicialmente informal pero confirmado cuando
recibió el título oficial de «Secretario del Führer» el 12 de abril
de 1943.
Al principio, Bormann continuó compartiendo
con Lammers, de acuerdo con sus respectivas esferas de influencia,
el control sobre el acceso a Hitler de aquellos que deseaban verlo.
Pero la disminución de la influencia que disfrutaba el segundo de
ellos como cabeza del gobierno del Reich resultaba inevitable. En
efecto, hacia 1944 Lammers solo accedía a Hitler cuando el
«Secretario del Führer» estaba dispuesto a permitirlo. En octubre
de aquel año tuvo que abandonar su puesto en el cuartel general de
campaña y vio a Hitler solo una vez más a propósito de asuntos
oficiales: un cuarto de hora el 27 de marzo de 1945 con el fin de
obtener su firma para algunos proyectos legislativos199.
Así pues, en el ejercicio del poder por
parte de Hitler durante los años de la guerra, Bormann ocupaban una
posición central, de vital importancia. Controlaba en buena medida
no solo qué personas llegaban a estar en presencia de Hitler, sino
también la información que recibía el Führer. Con lápiz y papel
siempre listos para anotar cualquier manifestación de Hitler que le
pareciera significativa, Bormann canalizó además la conversión de
la «voluntad del Führer» en órdenes de acción, interpretando a
veces observaciones casuales a la hora de cenar como directivas de
obligado cumplimiento legal.
Por poderoso que fuera, Bormann tenía que
permitir el acceso a Hitler de algunos otros prohombres nazis. Pero
conforme avanzó la guerra y creció el aislamiento del Führer, el
número de quienes podían verlo cuando quisieran se redujo a un
puñado de ellos: aparte del propio Bormann, Göring, Goebbels,
Himmler, Ribbentrop, Ley, Sauckel, Speer y Keitel, junto con la
mayoría de los jefes regionales, los Gauleiter. Incluso cuando no
estaban presentes, Göring, Himmler y Ribbentrop se aseguraban de
que sus ayudantes en el cuartel general del Führer velaran por sus
intereses. Otros, ante todo Goebbels y, desde 1942, el ministro de
Justicia del Reich, Thierack, enviaban con frecuencia informes —la
llamada «información del Führer»— a los que Hitler respondía de
manera esporádica200. Por tanto, aunque no transitaran
directamente a través de Bormann, las vías internas de información
de Hitler se fueron estrechando en gran medida hasta proceder tan
solo de una camarilla de líderes comprometidos fanática y
personalmente con Hitler y con la puesta en práctica, por medio de
diversos aparatos de gobierno, de la «idea» del Führer.
Lejos de la sede central del poder, en las
provincias y en los territorios ocupados, los fuertes lazos de
mutua lealtad personal que existían entre Hitler y los caciques
regionales, los Gauleiter, implicaban que el ámbito de acción y la
libertad que se les había concedido a éstos para implementar la
«voluntad del Führer», vagamente definida, condujeran a una
continua radicalización de las iniciativas políticas.
Ya en los tiempos de paz del Tercer Reich,
los Gauleiter habían resultado decisivos al ejercer el mando nazi
en las provincias, sobre todo cuando actuaban también como
gobernadores del Reich. Pese a no tener una función evidente tras
la abolición de la autonomía de los Länder en 1934, el puesto de
gobernador del Reich fue, significativamente, mantenido por Hitler.
Este mantenimiento evitaba ofender a sus leales Gauleiter, cosa que
habría ocurrido si se les hubiera privado de una porción de su
influencia, y reforzaba al mismo tiempo sus lazos directos con el
propio Hitler y, por tanto, su papel como vehículos de su poder en
las regiones. Aunque hubo excepciones, la mayor parte de los
Gauleiter tenía la oportunidad de ponerse en contacto con Hitler,
tanto de manera individual como a través de reuniones periódicas de
Gauleiter, que siguieron celebrándose incluso cuando el gobierno
colectivo del Estado había desaparecido hacía mucho. Durante la
guerra, los Gauleiter extraían a veces de esas reuniones órdenes o
líneas directrices generales por parte de Hitler, que ellos podían
entonces desplegar para someter a presión a la burocracia estatal
central.
Asimismo, en la guerra, los Gauleiter
recibieron numerosas tareas de «liderato» en su nueva calidad de
«Comisarios de Defensa del Reich», con amplios poderes sobre la
movilización de personas y recursos para el esfuerzo bélico. Una
vez más, este elemento conllevó la ampliación del papel de los
fanáticos y activistas del partido en la base social, y con ello un
mayor fortalecimiento de la influencia de aquellos cuyo poder
emanaba directamente del de Hitler.
En sus respectivas provincias, los
Gauleiter ejercían como virreyes de Hitler de modo casi
independiente. La influencia de la administración central del
Estado sobre ellos resultaba extremadamente limitada. Incluso con
respecto a la sede central del partido su actitud no era servil.
Los lazos personales con el Führer apuntalaban de manera decisiva
su posición. Así era incluso en el «viejo Reich» de las fronteras
de 1937. Con la anexión de Austria y Checoslovaquia, y sobre todo
con la conquista de Polonia y de grandes zonas de la Unión
Soviética, los Gauleiter que se hicieron cargo de las nuevas
provincias nazis recibieron poderes aún más amplios y no
necesitaron de más órdenes para hacer cuanto pudieran en los
territorios recién incorporados. Al vasto mandato proveniente del
centro se le correspondía con iniciativas «desde abajo» que se
ajustaban a la presunta «voluntad del Führer», iniciativas que a
cambio obtenían la aprobación de Berlín.
La burocracia estatal estaba desamparada
pues ante los feudos territoriales de los Gauleiter, que
representaban un poder personal en las provincias capaz de pasar
por alto, bloquear, anular o usurpar las prerrogativas del Estado;
y tenía que adaptarse al hecho de que hubiera enormes regiones del
gran Reich alemán donde sus órdenes simplemente no estaban en
vigor201. Asimismo, se
hallaba completamente minada como agente central en la estructura
de poder por la proliferación y la extensión de las «autoridades
especiales» (Sonderbehörden) que, como ya
hemos señalado, habían constituido ya un rasgo del gobierno
Hitleriano antes de la guerra.
Hacia 1942 resultaba apenas posible,
incluso para la Cancillería del Reich, tener una visión de conjunto
sobre el crecimiento canceroso de aquellos órganos políticos con
múltiples capas, a menudo superpuestos y en competencia. El propio
imperio de Göring, el Plan Cuatrienal, se había expandido hasta
abarcar no menos de veintidós esferas de «autoridad especial», que
incluían el control de precios, la producción química y minera, las
carreteras, las vías fluviales, la navegación y la explotación de
las propiedades saqueadas en Polonia202. El ministro
de Armamentos y Municiones (Fritz Todt, y tras su muerte Albert
Speer), el comisario del Reich para la Vivienda (Robert Ley) y el
plenipotenciario para la Organización del Trabajo (Fritz Sauckel)
gobernaban otros complejos de poder que disponían de hilo directo
con Hitler y permanecían al margen de las instancias normales de la
administración gubernamental. Como instrumentos de ejecución
ideológica, las «autoridades especiales» más importantes de todas
pertenecían al dominio de la policía-SS, el imperio solapado que
dirigía Himmler en calidad, desde octubre de 1939, de comisario del
Reich para la Consolidación de la Germanidad Étnica (RKFDV), y a la
Cancillería del Führer, bajo las órdenes de Philipp Bouhler.
Pese a su sonoro título, la Cancillería del
Führer consistía esencialmente en un departamento bastante poco
significativo. Hitler lo había creado a comienzos del Tercer Reich
para gestionar las peticiones y súplicas que recibía como cabeza
del partido. Pero, a finales de los años 30, sus ambiciosos
dirigentes, Bouhler y su segundo de a bordo, Brack, eran capaces de
utilizar su proximidad a Hitler con el fin de consolidar la
posición de la Cancillería del Führer dentro de aquella jungla
competitiva y lograr para ella una relevancia fuera de toda
proporción si se la comparaba con el modesto papel que se le había
atribuido en un principio. Así, de este organismo surgieron las
iniciativas que culminaron en la orquestación de la mortífera
«acción de la eutanasia»203.
Una azarosa petición enviada a la
Cancillería del Führer por el padre de un niño gravemente
deformado, solicitando permiso para «adormecerlo», motivó que
Hitler autorizara a su médico personal, Karl Brandt, a llevar
adelante la solicitud y, después, diera poderes a Brandt y al jefe
de la Cancillería, Bouhler, para actuar de la misma forma en casos
similares. La intención ideológica de Hitler de plantear la
«cuestión de la eutanasia» se había manifestado mucho antes, pero
había dado también a entender que el asunto solo podía abordarse
dentro del contexto de la guerra. Cuando se dio la autorización
para aplicar la «eutanasia» a niños, se sondearon posibles
reacciones eclesiásticas y, en parte a la luz de dichas respuestas,
se decidió emprender una «acción» con respecto a los adultos.
Bouhler fue empujado por Brack, subordinado suyo, a hacerse con la
responsabilidad de organizar el «programa». Como Hitler era un
entusiasta de las soluciones «antiburocráticas» y desarrolladas en
el mayor secreto, deseaba mantenerlo fuera del alcance de las
autoridades sanitarias integradas en el molesto Ministerio del
Interior.
Para octubre de 1939 ya se habían montado
la maquinaria y la organización en la Cancillería del Führer y,
basándose en la fácil colaboración de médicos que aportaban listas
de pacientes destinados a ser «candidatos», la «acción» se puso en
marcha. El resultado fue la muerte de más de 70.000 enfermos
mentales y con malformaciones en los asilos alemanes. Más tarde, la
Cancillería del Führer actuó casi como una agencia de empleo
encargada de encontrar personal para la «Aktion Reinhard», el
exterminio de los judíos polacos en los campos de la muerte de
Belzec, Sobibor y Treblinka.
La «acción de la eutanasia» constituye un
ejemplo clásico de cómo una «iniciativa» homicida podía tomar forma
en el Tercer Reich. Una serie de piezas clave se engranaron en el
despliegue de la «acción»: la codicia de poder y el buen ojo para
la oportunidad de Bouhler y Brack; la presta obediencia de los
médicos en los asilos, más que preparados para poner su grano de
arena y «trabajar en la dirección del Führer» en un tema que se
relacionaba con la eugenesia y la «salud racial» mucho antes de la
llegada del Tercer Reich; la aversión de Hitler hacia la burocracia
y su tendencia a no hacer caso en absoluto de la administración
estatal en materias delicadas o cuando se requería una acción
ejecutiva «sin complicaciones»; y, con una relevancia no menor, un
objetivo ideológico cercano al centro de la «filosofía universal»
de Hitler.
Tal y como muestra también la «acción de la
eutanasia», no solo su autorización resultaba esencial, sino que,
en condiciones de guerra, Hitler no rehuía las decisiones que, de
acuerdo con su propia «misión ideológica», confirmaban la sentencia
de muerte a decenas de miles de civiles. Sus métodos de decisión,
sin embargo, se deformaban crecientemente, reflejando una vez más
el colapso de cualquier reminiscencia de un sistema estatal
organizado, aunque fuera autoritario, frente al poder personal del
Führer, omnipotente pero corrosivo.
En el caso de la «eutanasia», la
autorización inicial a Bouhler y Brandt, que por lo visto fue
puramente verbal, produjo dificultades cuando se cuestionó su
existencia. Como ningún ministro excepto Lammers había sido
informado, esta duda no resultaba nada sorprendente, dada la
gravedad del asunto. Así pues, Hitler se vio presionado, en torno a
finales de octubre de 1939, para otorgar un permiso por escrito.
Este no tomó la forma de un decreto o una ley, que se resistió a
promulgar, sino la de un mandato general de unas cuantas líneas
escritas sobre su propio papel de cartas, fechadas retrospectiva y
significativamente con el día en que había comenzado la
guerra204. La incorporación de la ley a la persona
del Führer parecía tan incontestable que incluso esta orden vaga e
informal se percibía como si tuviera el poder conminatorio de una
ley.
Hitler, indiferente de todos modos hacia la
forma precisa que adoptara la legislación, durante la guerra empleó
cada vez más el dispositivo del decreto personal en lugar de
ordenanzas formales o leyes. Muchos de estos decretos, incluso los
más importantes y de mayor alcance por sus consecuencias, ni
siquiera se promulgaron públicamente. Mediante uno de esos mandatos
no publicados, nombró a Himmler el 7 de octubre de 1939 para el
cargo de comisario del Reich encargado de la Consolidación de la
Germanidad Étnica, un puesto que le concedía un cheque en blanco
para realizar la implacable «germanización» y la despiadada
«purificación racial» de los territorios conquistados en el
Este205. Sobre la base de
este decreto, Himmler pudo levantar un enorme aparato, a su cargo,
para organizar deportaciones masivas de poblaciones definidas con
criterios étnicos.
Inevitablemente, el carácter de las
decisiones de Hitler conducía a una incertidumbre y a un conflicto
continuos. A veces, las dificultades surgían cuando un decreto del
Führer se revelaba impracticable, lo cual reforzaba la exigencia
del propio Hitler de conocer todos los pros y contras antes de
acceder a legislar. La naturaleza abierta de algunos decretos, al
otorgar extensos poderes que entraban en conflicto con los de otras
autoridades, podía crear serios problemas de aplicación. La
Cancillería del Reich, por ejemplo, tuvo problemas —no, claro está,
de orden moral, sino a propósito de formalidades legales— con el
decreto que Rosenberg hizo redactar a Hitler en marzo de 1942, de
la mayor brevedad imaginable, para darle atribuciones sobre el
saqueo cultural de la Europa ocupada por los nazis. No obstante, la
orden permaneció en vigor hasta el final, con pocas
enmiendas206.
Así pues, las instancias ejecutivas ligadas
a Hitler y el cumplimiento de su visión ideológica erosionaron de
manera fundamental, en todos los niveles, el gobierno basado en
cualquier principio sistemático o en cualquier norma abstracta
legal o constitucional. Las estructuras predadoras que surgieron
difícilmente pueden concebirse como un auténtico sistema estatal. La «ley», que da forma a los
fundamentos de los sistemas de gobierno conocidos como «Estados»,
incluso de los de tipo autoritario, se había hundido y había sido
reemplazada por la fuerza arbitraria, justificada con el recurso al
poder místico del Führer. La sustitución de la ley por la fuerza,
un proceso bastante avanzado en la misma Alemania hacia 1942, era
completa en los territorios ocupados. La privatización de la fuerza
coercitiva pública mediante la elevación de la guardia personal de
Hitler a una categoría que le permitió engullir a la policía
estatal207 constituye el
ejemplo más evidente de la definitiva ausencia de orden en el
régimen de Hitler. Las turbas «mañosas» se habían apoderado del
Estado. Tal y como se ha dicho, «se trataba de una forma de
sociedad en la cual los grupos gobernantes dominaban al resto de la
población directamente, sin la mediación del aparato racional
aunque coercitivo hasta ahora conocido como Estado»208.
LA «IDEA» SE CONVIERTE EN REALIDAD
Incluso a finales de la década de los 30,
la «visión del mundo» de Hitler resultaba absurda para aquellos no
conversos que se preocupaban de leer sus efusiones en Mein Kampf. Pero, en 1941, la perspectiva de una
confrontación definitiva con el bolchevismo a través de una
«cruzada» doble para ganar «espacio vital» y erradicar a la vez a
los judíos era una realidad inexorable. ¿Cómo tuvo lugar esta
realización de la «idea» de Hitler? ¿Cuál fue su contribución
personal al cumplimiento de sus propios objetivos
ideológicos?
Hitler dio el empujón final al frágil
castillo de naipes de la diplomacia europea. La expansión alemana
de 1938-1939 aunó una amalgama de causas diferentes y entrelazadas
—presión económica, logística militar, impulso ideológico y
debilidad de las democracias occidentales—, que se reforzaron
mutuamente hasta poner a Europa con toda rapidez al borde del
abismo e introducirla en la guerra. Cada una de estas
precondiciones para la expansión existían de modo independiente
respecto a Hitler. Dicha expansión habría resultado probable aunque
Hitler hubiera sido depuesto o asesinado en 1938. Pero su
trayectoria, sus características y su ritmo llevaron el sello de
Hitler. Bajo un Gobierno alemán dirigido por Beck y Goerdeler, por
ejemplo, difícilmente se habría pensado en asumir los riesgos que
implicaba el «todo o nada» hitleriano. Cuando se vislumbró la
guerra, incluso Göring se quedó visiblemente atrás respecto a las
peligrosas apuestas de Hitler. Todo esto apunta hacia las vías por
las cuales se había desintegrado la estructura de gobierno hasta el
punto de que un solo hombre, espoleado por una pequeña orquesta de
aventureros políticos y militares, pudiera ejercer sin ataduras un
poder tan enorme.
Los dos líderes nazis que tuvieron una
mayor influencia sobre Hitler en asuntos de política exterior,
sobre todo después de los importantes cambios de febrero de 1938,
fueron Ribbentrop y Göring. Ninguno de ellos mantenía puntos de
vista completamente idénticos a los de Hitler, pero tampoco
plantearon alternativas políticas categóricas e
irreconciliables.
El enfoque de Ribbentrop no se fijaba tanto
como el de Hitler en la destrucción del «bolchevismo judío», sino
que consistía en una aproximación más tradicional, centrada en
consideraciones acerca del poder209. Para
Ribbentrop, el objetivo principal no era Rusia, sino Gran Bretaña.
Su mano se notó a partir de 1937 en la renovada política colonial,
dirigida claramente a Inglaterra. Cuando se congelaron las
relaciones germano-británicas a finales de los años 30, la
influencia de Ribbentrop sobre Hitler creció y alcanzó su momento
estelar al firmarse el pacto de no-agresión con la Unión Soviética
el 23 de agosto de 1939. Pero nada sugiere que este pacto, que
contradecía en apariencia todo lo que había defendido la política
nazi, significara para Hitler más que lo que en efecto resultó ser:
un acuerdo estratégicamente necesario pero temporal. Cuando se
presentó la oportunidad para darle la vuelta, el influjo de
Ribbentrop comenzó de nuevo a desvanecerse. Así se demostró que su
política exterior «alternativa» no constituía sino un vehículo
pasajero que Hitler podía utilizar cuando le conviniera para
bajarse de él más tarde. En ningún momento planteó una opción
verdaderamente distinta de la «visión» racial-imperialista de
Hitler, sino que acabó trabajando en la misma dirección, se
subordinó y fue suplantada por ella.
Asimismo, Göring tenía una concepción algo
diferente de la de Hitler respecto a los objetivos de la política
exterior210. Pero conforme
Hitler se liberaba de los límites que restringían su propensión al
«alto riesgo», las metas de Göring, más pragmáticas, tenían menos
posibilidades de éxito.
Entre 1934 y 1938, el papel de Göring en la
política exterior había adquirido una gran relevancia. En especial,
había sido así en la definición de las relaciones con los países
del sureste de Europa e Italia, en la decisión de intervenir en la
guerra civil española, en la política hacia Austria, y sobre todo
en la misma crisis del Anschluss, en la cual fue Göring, y no
Hitler quien llevó las riendas. Las obsesiones racial-imperialistas
de Hitler tenían una importancia directa escasa para Göring, que
estaba más preocupado por establecer el dominio económico de
Alemania sobre la Europa central y del sureste basándose en la
hegemonía política continental consolidada a través de una alianza
con Gran Bretaña. Mientras la postura antibritánica de Ribbentrop
trataba de satisfacer la buena disposición de Hitler a arriesgarse
a una guerra con Gran Bretaña, país que creía fundamentalmente
debilitado, Göring, haciéndose eco en parte de los temores
expresados por sus muchos contactos en los círculos empresariales,
militares y terratenientes, pretendía oponerse a la política de
alto riesgo y, sobre todo, evitar la perspectiva de una guerra con
los británicos.
El triunfo de Göring —y había de ser el
último— llegó con la firma del acuerdo de Múnich en septiembre de
1938. Pero esto solo significaba que su estrella declinaba. Hitler
echó en cara a Göring que contribuyera a llevarle a la mesa de
negociaciones y le desviase del conflicto que había deseado desde
el principio. A Göring, que sufría los síntomas de una depresión
nerviosa, rara vez se le vio en compañía de Hitler durante los
meses siguientes, y apenas se le consultó sobre las decisiones de
ocupar el resto de Checoslovaquia y atacar Polonia a la primera
ocasión. La impaciencia de Hitler, que empezó a destacar después de
Múnich, por acelerar en lugar de aminorar el paso de la expansión
alemana, por apostar más fuerte, chocó ahora con la estrategia más
prudente de Göring. A Göring se le encontró pues prescindible, y
fue desplazado como el «confidente» más importante en la política
exterior por Ribbentrop, abiertamente un «halcón».
En vísperas de la guerra, Göring trató de
interceder, con bastante poco entusiasmo, ante Gran Bretaña para
impedir las hostilidades. Asimismo, intentó con retraso disuadir a
Hitler para que no emprendiera una aventura arriesgada que pudiera
comprometer a las potencias occidentales y terminar en un desastre
para Alemania. El 29 de agosto de 1939, Göring suplicó a Hitler que
no jugara a «todo o nada». Hitler respondió, de modo
característico, que a lo largo de su vida él siempre había jugado a
«todo o nada»211.
En última instancia quedó de manifiesto que
los objetivos «alternativos» de Göring en política exterior, como
los de su archirrival Ribbentrop, se alineaban tan cerca de los de
Hitler que no podían ejercer más que una influencia pasajera.
Además, el servilismo y la dependencia personal de Göring respecto
a Hitler constituían un obstáculo de la mayor importancia para la
construcción de una política «alternativa» genuina y viable por
parte del «segundo hombre del Reich».
Si había diferentes concepciones de la
política exterior en el entorno inmediato de Hitler, no es
necesario decir que diversas variantes sobre la cuestión reinaban
entre las más amplias elites del gobierno, la burocracia, el
ejército y los negocios, y entre aquellos grupos amateurs implicados dentro del partido en las
relaciones exteriores. El colonialismo tradicional pangermanista,
dirigido a Gran Bretaña, coexistía con los intereses que deseaban
la adquisición de tierras en el este de Europa y el dominio
comercial sobre los Balcanes. Incluso dentro de la misma Wehrmacht,
la marina —que compartía con la Luftwaffe un fervor en el apoyo al
régimen nazi mucho mayor que el del antiguo cuerpo de oficiales del
ejército— veía sus intereses mejor representados en la preparación
de un conflicto con Gran Bretaña que en la dedicación de los
escasos recursos disponibles a la construcción de una fuerza
terrestre para hacer la guerra en la Unión Soviética.
Fueran cuales fueran las diferencias de
énfasis, se mantuvo incólume el consenso acerca de la política
exterior expansionista y la consecución de la hegemonía alemana
sobre Europa central, incluso entre las filas de aquellos
individuos que trataban de hallar una vía para oponerse firmemente
al régimen nazi212. La
combinación de un consenso de amplio espectro acerca del
expansionismo y la desintegración de cualquier límite institucional
alrededor de Hitler daban cancha a apuestas aún más peligrosas por
parte del dictador, a las que la sociedad alemana se había atado
con posibilidades cada vez más pequeñas de escape.
Conforme desaparecieron las restricciones
que se oponían a las acciones de Hitler desde el interior del
régimen, crecieron, paradójicamente, los límites externos a su
capacidad de maniobra. Los esfuerzos económicos no podían
sostenerse mucho más tiempo sin recurrir a la expansión. Los
problemas que trajo consigo el programa de rearme forzado
resultaban graves ya en 1938, actuaron como un motivo de primera
magnitud en la extensión hacia Austria y Checoslovaquia, y se
agudizaron en 1939. Aún más importante era el hecho, del cual
Hitler se daba perfecta cuenta, de que el tiempo corría en contra
de Alemania en la carrera de armamentos. Las ventajas
armamentísticas de los alemanes pronto quedarían invalidadas al
rearmarse otros países, con lo que se perdería la iniciativa. Y la
constelación internacional existente, sobre todo la debilidad de
británicos y franceses, no seguiría siendo propicia, con toda
probabilidad, durante mucho más tiempo. «No tenemos elección.
Tenemos que actuar», dijo a sus generales en agosto de 1939213.
Dentro del marco de su invariable objetivo
a largo plazo, la lucha por el Lebensraum,
y del corto abanico de opciones que imponían las consideraciones
económicas y militar-estratégicas, las decisiones de Hitler sobre
política exterior se mantuvieron en el ámbito del pragmatismo y la
oportunidad. Las crisis de Austria, los Sudetes y Polonia tuvieron
en común rápidos —casi impulsivos— reajustes políticos, la
disposición a recurrir a la fuerza bruta cuando las presiones
diplomáticas provocaban signos de resistencia y las consiguientes
amenazas a su presagio, y un sentido creciente de urgencia según el
cual había llegado el momento de actuar —el tiempo transcurría en
contra de Alemania y era necesario correr el riesgo. Cuando la
fragilidad de las potencias occidentales se manifestó claramente en
Múnich a finales de septiembre de 1938, la confianza de Hitler en
sí mismo aumentó hasta el punto de convencerse de que no irían a la
guerra por Polonia. «Nuestros enemigos son gente de poca monta»,
dijo a sus generales en agosto de 1939. «Los vi en Munich»214.
En las sucesivas crisis de Austria, los
Sudetes y Polonia, las consideraciones estratégicas predominaron en
la expansión alemana, la necesidad económica tuvo casi la misma
importancia (ciertamente, en los casos de Austria y Checoslovaquia)
y las cuestiones ideológicas solo representaron un papel
secundario. Las decisiones y los ajustes políticos de Hitler
dependieron de la oportunidad: invadir Austria cuando Schuschnigg,
de manera inesperada, había convocado un plebiscito; fusionar a
Austria con Alemania solo tras la recepción delirante que encontró
en Linz; destruir Checoslovaquia a la primera ocasión, cuando la
movilización checa en la «crisis del fin de semana» del 20 y 21 de
mayo de 1938 hizo parecer ridícula a Alemania; y atacar Polonia
solo cuando las propuestas diplomáticas habían sido rechazadas y se
había concretado la garantía británica. Sin embargo, por debajo
subyacía la coherencia con el objetivo de establecer la dominación
alemana sobre Europa central y dejar abiertas las opciones para un
ataque, bien en el este, bien en el oeste, pero siempre con la meta
última de acabar con el bolchevismo y lograr el Lebensraum. Una vez que Ribbentrop había sido capaz
de aprovechar de nuevo la indecisión de la diplomacia occidental
para diseñar el pacto con la Unión Soviética, y tras completar la
demolición de Polonia —secretamente acordada con los soviéticos—,
quedó despejado el camino para un ataque en el oeste.
Aunque las demandas de la ideología nazi no
habían orientado ninguno de estos pasos decisivos en la política
exterior, que habían culminado en la guerra e incluso habían
desembocado finalmente en una alianza con su archienemigo, el
proceso de radicalización ideológica se amplió de todos modos y por
diferentes vías, tanto en los territorios recién incorporados como
en el interior de Alemania.
En Austria y en los Sudetes, y más tarde en
el resto de la Checoslovaquia ocupada, el ajuste de cuentas con los
enemigos raciales y políticos señaló nuevas «tareas» para el
partido y la Gestapo. Aquellos tiempos recordaban la época de la
«toma del poder» tanto a los extremistas del partido como a los
burócratas de la policía. Pero ahora el partido disponía desde el
principio de una posición reforzada en la administración de los
nuevos territorios, y el aparato represivo de la Gestapo-SS era
incluso más eficaz e implacable de lo que había sido la policía en
la Alemania de 1933.
El clima resultaba pues propicio para una
renovada ferocidad contra la izquierda socialista y comunista, y
para el ensañamiento, a través de una abierta brutalidad, contra
los judíos austríacos, más salvaje incluso que el que había tenido
lugar en Alemania hasta esa fecha. Las nuevas «oportunidades
organizativas» para abordar la «cuestión judía» ofrecieron una
oportunidad a Adolf Eichmann, todavía entonces una figura
insignificante en la «Sección Judía» de la SD en Berlín, al
encargarse de planificar la política de emigración judía, rápida y
brutal, de la SS, primero en Viena y después en Praga a partir de
julio de 1939.
Dentro de la misma Alemania, el furioso
ataque de Hitler al «bolchevismo judío» en el congreso del partido
celebrado en Núremberg en septiembre de 1937 ya había marcado el
comienzo de una nueva ola de radicalización en el tratamiento a los
judíos. Esto fue suficiente para anunciar otra oleada de violencia
antisemita y, en el contexto de los crecientes problemas económicos
asociados al Plan Cuatrienal, sancionar la «arianización» —o
expropiación forzosa— de los negocios judíos. Nuevamente, este
proceso recibió un estímulo de la mayor importancia con la anexión
de Austria y los Sudetes.
La «luz verde» que dio Hitler al partido en
el discurso de septiembre otorgó nuevos ímpetus al activismo
partidista. Durante los meses de tensión de la primavera de 1938,
este activismo se liberó mediante una violencia renovada e
intensificada hacia los judíos y sus propiedades. Las agresiones
resultaban ahora más amenazantes y extendidas de lo que habían sido
en la anterior ola de ataques en el verano de 1935.
El surgimiento del terror antisemita
alcanzó su desenlace en la famosa Reichkristallnacht, el terrible pogromo de los días
9 y 10 de noviembre de 1938. Una vez más, Hitler solo necesitó
ofrecer su apoyo tácito a Goebbels, el principal instigador, para
desatar el odio reprimido de los activistas del partido y la SA en
un frenesí de violencia. En un pogromo que abarcó todo el país,
fueron asesinados alrededor de un centenar de judíos, las sinagogas
fueron incendiadas, las propiedades judías saqueadas y destruidas,
y unos 30.000 varones judíos conducidos como rehenes a campos de
concentración para forzar el ritmo de la emigración. Además, los
judíos eran ahora excluidos por completo de la economía y
expulsados a los márgenes más sombríos de la sociedad. De todo ello
resultó la centralización del control de la «cuestión judía», que
pasó a manos de la SS, mientras Eichmann recogía la recompensa a
sus éxitos en Austria y se encargaba de organizar la emigración de
los judíos en todo el Reich. Se había dado un paso importante en la
ruta que llevaba del «antisemitismo emocional» y la violencia
pública del pogromo, con rasgos desagradables para muchos alemanes,
a los asesinatos «racionalizados» en cadena, fuera de la vista del
público, de los campos de la muerte.
Hitler había hecho poco por sí mismo, en el
sentido de una acción directa, para ocasionar la agudización
repentina de la persecución de los judíos. No lo había necesitado.
Lo único que se requería era su permiso para que sus subordinados
cumplieran lo que consideraban sus «deseos». Estos «deseos» no solo
se correspondían con las convicciones de los antisemitas rabiosos
dentro del movimiento. Trabajar con el fin de aplicar tales
«deseos» proporcionaba posibilidades de promoción, de progreso y
enriquecimiento personal, de autoengrandecimiento para muchos que
no compartían la paranoia del odio a los judíos pero sí estaban
dispuestos a utilizar la política antijudía para sus propios fines.
Dado el lugar central que ocupaba el antisemitismo en el credo
nazi, prácticamente cualquier acto podía justificarse recurriendo a
su faceta como un elemento destinado a excluir a los judíos de la
sociedad alemana. La «meta final» de una Alemania libre de judíos
servía para legitimar iniciativas políticas provenientes de las más
diversas agencias, ministerios y organizaciones del Tercer Reich,
que competían entre ellas para implementar aquello que
interpretaban como la voluntad del Führer.
Más tarde, en una de sus «charlas de
sobremesa», Hitler admitió que durante mucho tiempo se había visto
forzado a permanecer inactivo en relación con los judíos215, una
limitación táctica dirigida a frenar un innecesario empeoramiento
de las relaciones internacionales. A lo largo de todo el año 1938,
cuando tenía lugar esta radicalización trascendental en el
territorio extendido del Reich, tenía poco o nada que decir en
público sobre la «cuestión judía». Incluso en unas declaraciones
confidenciales a los líderes de la prensa, realizadas la misma
mañana después del pogromo, no mencionó en ningún momento los
hechos de la «Noche de los cristales rotos»216.
Sin embargo, en su discurso al Reichstag el
30 de enero de 1939, Hitler volvió a la «cuestión judía» con nuevas
y espantosas amenazas. Dijo que se convertiría en un profeta: «¡Si
los financieros judíos internacionales, de dentro y de fuera de
Europa, lograran una vez más sumergir a las naciones en una guerra
mundial, el resultado no sería el triunfo del bolchevismo, y por
tanto de los judíos, sobre la tierra, sino la aniquilación de la
raza judía en Europa!»217
Estas palabras, en parte, no eran sino
propaganda. Repetían en un lenguaje más siniestro la amenaza, que
Hitler había dejado caer en algunas otras ocasiones a lo largo de
los años 30, de tratar a los judíos como «rehenes» en caso de que
Alemania se viera forzada a una confrontación armada. Pero esta vez
eran más que simple propaganda. Hitler, como hicieron algunos de
los que integraban su círculo más cercano, fue más allá al invocar
ese preciso pasaje en muchas de sus declaraciones, y también en
comentarios dentro de su entorno inmediato, durante 1941 y 1942,
justo cuando la «Solución Final» comenzaba a aplicarse. Además,
continuamente equivocaba la fecha del discurso al situarlo el día
en que comenzó la guerra, el 1 de septiembre de 1939. Lo cual
significaba sencillamente, en su mente, que de un modo o de otro la
próxima guerra sería sinónimo de la destrucción de los judíos. Cómo
ocurriría tal cosa, ni él ni nadie más lo sabía. Que ocurriría, eso era algo seguro.
Mientras tanto, no solo los judíos habían
constituido la diana de la creciente radicalización ideológica a
finales de los años 30. Los prejuicios sociales tradicionales, el
interés de la policía en extender su imperio mediante el hallazgo
de nuevos «enemigos del pueblo» que perseguir, y el fetiche de la
salud y la higiene social que llevó a las autoridades médicas y a
la burocracia sanitaria a seguir sin tardanza los requerimientos de
los programas nazis de eugenesia y esterilización, se combinaron
para radicalizar el ataque contra gitanos, homosexuales,
prostitutas, «vagos», mendigos, «retirados», «antisociales», los
que «se asustaban del trabajo», delincuentes habituales y otros
«indeseables raciales» y elementos «ajenos a la comunidad». Los
impulsos y propuestas de muchísimos individuos y de una miríada de
organizaciones, que actuaban por múltiples motivos, hicieron
posible que, al comenzar la guerra, empezaran a surgir nuevas
posibilidades de abordar cuestiones ideológicas clave, las más
cercanas al núcleo de la «filosofía universal» del propio Hitler.
La misma guerra ofrecía la oportunidad, y creaba el contexto de
brutalidad adecuado, para que aquéllas tomaran una forma
genocida.
En la ocupación de Polonia, Hitler dio otra
vez permiso desde arriba para cometer barbaridades al ordenar a sus
jefes militares que cerraran sus corazones a la piedad, que
«actuaran brutalmente» y se aseguraran de que se respetaban los
derechos de Alemania con «la mayor severidad»218. La lucha racial en
Polonia no permitía la existencia de límite legal alguno. Hitler
comentó a Keitel después de la victoria que «los métodos serán
incompatibles con los principios que de otra manera
respetaríamos»219.
Hitler rechazó desdeñosamente las
objeciones planteadas por algunos oficiales acerca de la despiadada
barbarie durante y después de la campaña de Polonia como quejas
«pueriles» de jefes militares que querían hacer la guerra con los
«métodos del ejército de salvación»220. La mayoría de
los mandos castrenses, menos escrupulosos o menos valientes, se
ajustaron a la draconiana severidad de la salvaje destrucción de
Polonia y a la implacabilidad de los procedimientos de
«germanización» que allí se emplearon.
Con carte blanche
del Führer para proceder como les pareciera más conveniente en sus
dominios, los nuevos jefes nazis concedieron sobre la marcha un
creciente papel al terror. Las zonas occidentales de Polonia que,
junto con una franja del territorio adyacente a Prusia oriental,
habían sido incorporadas al Reich y expresamente excluidas de las
ataduras normales de la ley penal alemana, se convirtieron en áreas
experimentales para el «Nuevo Orden» nazi. Hitler afirmó que lo
único que exigía a sus Gauleiter en el este era que, dentro de diez
años, estuvieran en condiciones de afirmar que sus territorios eran
completamente alemanes. No le importaban los métodos que utilizaran
para lograrlo221. A cambio,
ellos podían hacer que se aceptasen las bárbaras medidas
recurriendo a las «tareas especiales» que les había encomendado
personalmente el Führer, aunque éstas no se especificaban nunca con
detalle ni, mucho menos, se ponían por escrito.
El resto de Polonia —el «gobierno general»
a cargo de Hans Frank— se convirtió en el basurero donde se
depositaba a los «racialmente inferiores». Las «Escuadras del
Servicio de Seguridad» (Einsatzgruppen) de
Heydrich asumieron el trabajo de aniquilar a la intelligentsia polaca. Himmler, en su nueva calidad
de comisario del Reich para el Fortalecimiento de la Germanidad,
orquestó las deportaciones y el «reasentamiento» de miles de
personas. Bajo las órdenes de Heydrich, los judíos fueron ahora
acorralados y emplazados en guetos, donde las condiciones
empeoraron con rapidez y se extendieron de forma dramática las
enfermedades epidémicas, todo lo cual creó la acuciante necesidad
de encontrar una «solución final» al «problema judío», enormemente
agrandado por la inclusión de alrededor de tres millones de judíos
polacos bajo el mando nazi. Y de cara a los polacos no judíos, el
gobierno nazi de ocupación desató un reinado del terror que afectó
prácticamente a todas las familias. Mientras en el Reich
propiamente dicho sobrevivía una apariencia legal, aunque fuera
corrupta y pervertida, el «derecho» en Polonia dependía del
capricho de los Gauleiter nazis y de los cabecillas regionales de
la SS, los altos SS y los jefes de la policía. Las órdenes de
actuar de Hitler marcaban el tono. Del trabajo sucio se encargaban
otros de forma voluntaria.
Decidido a atacar Polonia, Hitler se había
convencido de que las democracias no declararían la guerra a causa
de Danzig y el corredor polaco. Hacia el 3 de septiembre de 1939,
esta apuesta se reveló como un error de cálculo, si bien las
potencias occidentales no hicieron nada para evitar el
desmembramiento de Polonia, que, de manera característica, se
improvisó sobre la marcha mientras tenía lugar la destrucción del
país. La confianza ganada por el rápido derrumbamiento del ejército
polaco, y el espectro continuo del tiempo que corría en contra de
Alemania tanto en el terreno militar como en el diplomático —sobre
todo el dudoso porvenir del pacto con Rusia—, hicieron que Hitler
se sintiera impaciente por abrir un frente en el oeste justo al
concluir la campaña polaca, en la creencia de que un ataque
conduciría a la destrucción definitiva de los enemigos occidentales
de Alemania. Se encontró con la oposición de sus comandantes
militares, que percibían el espantoso riesgo de una campaña en
mitad del invierno. En efecto, el mal tiempo trajo una serie de
aplazamientos hasta que, tras los éxitos en Escandinavia, la
asombrosa campaña del oeste anonadó al mundo, dejó a Francia
completamente derrotada, aislada a Gran Bretaña y al triunfador,
Hitler, en la cumbre de su popularidad y su poder.
Solo cinco semanas después de que Francia
firmara el armisticio, y cuando en realidad se estaba reduciendo el
tamaño del ejército alemán, Hitler ordenó a sus jefes militares, en
una reunión celebrada en Berchtesgaden el 31 de julio de 1940, que
se preparasen para un ataque contra Rusia, que tendría lugar en
mayo de 1941222. El objetivo
consistía en la completa destrucción de Rusia en un plazo de cinco
semanas. La confrontación con el bolchevismo, que había permanecido
como una constante en el pensamiento de Hitler a pesar de su
ignorancia acerca de las condiciones en que podría ocurrir,
empezaba ahora a adquirir una forma concreta.
Las cuestiones ideológicas no representaron
expresamente un papel directo en el conjunto de razones que
motivaron el planeamiento inicial del ataque. El factor crucial
residía en la necesidad de forzar a Gran Bretaña a llegar a un
acuerdo, dejando así a Alemania como dueña de Europa y, tal y como
deseaba, con las manos libres para transformar el este en el
ansiado Lebensraum. La segunda
consideración clave era la preocupante expansión del poder
soviético en el Báltico y, sobre todo, en los Balcanes, donde la
anexión de territorios planteaba entonces una amenaza de primera
magnitud sobre los campos de petróleo rumanos, de vital importancia
para el esfuerzo de guerra alemán. La decisión de atacar a la Unión
Soviética no constituyó, pues, una «decisión libre» que, basada en
el terreno ideológico, se encaminara hacia la puesta en práctica de
la «visión» de Mein Kampf. Era una
necesidad estratégica y económica.
Una vez más, la misma dinámica de la guerra
determinaba en su mayor parte los límites dentro de los cuales
podía actuar Hitler. La enormidad de la partida en la cual se
jugaba la hegemonía en Europa imponía su propia «lógica» sobre la
toma de decisiones. Resultaba pues natural que Hitler, de nuevo,
justificara la decisión de atacar a la Unión Soviética subrayando
la imposibilidad de tomar cualquier otro camino, es decir, las
consecuencias negativas que, con toda seguridad, habría tenido no
actuar223.
Aunque esto significaba abrir una guerra en
dos frentes, la vieja pesadilla alemana, no había muchos motivos
para el nerviosismo en la cúpula nazi. El mando militar alemán
menospreciaba burdamente la capacidad soviética para luchar, lo
cual implicaba el predominio de un optimismo creciente, la certeza
de que la destrucción de Rusia se conseguiría en unos cuantos meses
y dejaría vía libre para atacar a las fuerzas británicas en Oriente
Medio. De un solo golpe, la supuesta victoria sobre la Unión
Soviética proveería de recursos económicos vitales a Alemania,
dejaría a Gran Bretaña completamente sola y la obligaría a elegir
entre la capitulación o la invasión, colocaría a los
norteamericanos bajo una mayor presión a causa de las oportunidades
abiertas a Japón en el Lejano Oriente y, por lo tanto, frenaría la
entrada de los Estados Unidos en la guerra.
Pese a que las obsesiones ideológicas
hitlerianas no habían representado un papel protagonista en el
marco real de la decisión de atacar a la Unión Soviética, una vez
esta decisión se hubo tomado, y en particular cuando los planes
para la invasión empezaron a concretarse en detalle a lo largo de
la primavera de 1941, la huella de la filosofía racial nazi se hizo
visible por completo. Hitler habló de su sensación de libertad
psicológica tan pronto se decidió dar por terminado el pacto con
los soviéticos, que él mismo contemplaba como una ruptura con sus
propios orígenes y opiniones políticas224. Como si se liberara
del peso de unos años en que se ponían límites tácticos a las
medidas que podían emplearse contra sus enemigos, ahora Hitler,
enfrentado con la realidad de una guerra que siempre había sabido
que libraría aunque resultara imposible prever en qué
circunstancias, volvió a ser él mismo. Dijo a sus generales que, a
diferencia de la que se desarrollaba en occidente, ésta sería una
«guerra de exterminio»225. Los
comisarios políticos del ejército rojo serían fusilados sin
más226. El ejército debía
cooperar plenamente con las escuadras de exterminio de la SD, que
operaban de acuerdo con las «tareas especiales» encomendadas a
Himmler227. La naturaleza de
estas «tareas» se reveló a través de las instrucciones que dio
Heydrich a los jefes de los Einsatzgruppen
para liquidar a los funcionarios del Partido Comunista, a los
«judíos al servicio del partido del Estado» y a «otros elementos
extremistas»228. La invasión
de la Unión Soviética, fueran cuales fueran las razones
estratégicas y económicas que la justificaban a ojos de los nazis,
se formuló por parte de Hitler con todos los rasgos de una cruzada
ideológica contra el «bolchevismo judío». En la primavera de 1941
se dio pues el «salto cuántico»229 hacia el
genocidio.
La decisión de aniquilar a todos los judíos
en la Europa ocupada por los alemanes estaba todavía lejos. Durante
las primeras y victoriosas semanas de la campaña rusa, la escalada
de matanzas aún resultaba compatible con una «meta final» expresada
en términos de un asentamiento territorial «más allá de los
Urales». Incluso si esto hubiera ocurrido, tan solo habría
conducido, incuestionablemente, a una forma de genocidio distinta
de la que tuvo lugar en realidad. El proceso asesino era ya
irreversible y desarrollaba rápidamente su propia energía.
Las órdenes de Heydrich habían dejado
evidentemente mucho campo libre para la interpretación a los
comandantes de los Einsatzgruppen. La
mayoría solo mató al comienzo a los varones judíos; otros, a
familias enteras. Probablemente pidieron alguna clarificación, que
al parecer les proporcionó Himmler en agosto de 1941230. De todas
formas, a finales de agosto y en septiembre, cuando el avance
militar se desaceleraba y crecía el número de judíos en manos de
los alemanes, los asesinatos aumentaron de manera dramática y
abarcaron ahora de modo general no solo a los hombres adultos sino
a todos los judíos, incluyendo a mujeres y
niños. La Wehrmacht, que había perdido ya cualquier vestigio de los
sentimientos humanitarios que había mostrado al cometer las
primeras atrocidades en Polonia, colaboró con las escuadras de la
muerte y llevó a cabo muchos desmanes por su cuenta231.
Hacia finales de julio, Heydrich había
solicitado y conseguido la necesaria autorización de Göring, que
desde 1939 estaba nominalmente a cargo de las labores de
coordinación en la búsqueda de una «solución» a la «cuestión
judía», para preparar la llegada de una «solución total»232. Hasta
mediados de septiembre, ésta parecía concebirse aún como un arreglo
territorial, como la deportación a una reserva judía en el este,
que sin duda se habría convertido en una especie de campo de
concentración gigante. Pero en esta coyuntura, cuando las
perspectivas de un rápido triunfo sobre la Unión Soviética se
desvanecían a toda velocidad, Hitler, que había vetado hasta
entonces las deportaciones a la zona militar en previsión del
traslado definitivo de los judíos desde Europa al este tras el
final de una campaña victoriosa, se convenció de la necesidad de
ordenar el destierro de los judíos alemanes233. En aquellas
circunstancias, una orden de destierro era sinónimo de una decisión
de exterminio. De cualquier modo, los pasos cruciales hacia la
auténtica «Solución final», el intento de asesinar de manera
sistemática a todos los judíos de Europa, se siguieron uno tras
otro velozmente desde entonces.
Cuando aún no había pasado un mes, los
primeros judíos alemanes deportados arribaban al gueto de Lodz,
donde las condiciones de vida eran ya indescriptibles y la
liquidación de los internos se había planteado ya como una solución
meses atrás234. Los transportes
ferroviarios llegaron al poco tiempo a Riga, donde se fusiló a los
primeros judíos alemanes a finales de noviembre.
Alrededor de octubre de 1941, el jefe de la
policía de Lublin, Odilo Globocnik, fue encargado por Himmler de la
que daría en llamarse «Aktion Reinhard» con la misión de exterminar
a los judíos de Polonia. Poco después comenzó a proyectarse el
primero de los campos de extermino relacionados con Globocnik,
Belzec, seguido más tarde por Sobibor y Treblinka. El segundo de a
bordo en la Cancillería del Führer, Viktor Brack, que contaba ya
con experiencia en la «acción de la eutanasia», suministró expertos
para asesorar acerca de las técnicas de gaseado y personal, ya
entrenado y probado en aquella «acción», para llevar adelante el
trabajo. También empezó entonces la construcción de la unidad de
exterminio de Birkenau, dentro del complejo de Auschwitz. Más o
menos al mismo tiempo, un «comando especial» de hombres de Himmler
encabezado por Herbert Lange, ya implicado con anterioridad en el
asesinato de enfermos mentales en Prusia oriental empleando el
método del «camión de gas», tras recorrer el área en busca de un
sitio adecuado para liquidar a los judíos procedentes del gueto de
Lodz en el Warthegau, escogió un lugar cerca de Chelmno y dio
comienzo a las operaciones a comienzos de diciembre de 1941. La
«Solución final» estaba ya en marcha, aunque su logística
terminaría de diseñarse el 20 de enero de 1942 en la conferencia de
Wannsee.
Durante el verano de 1941, el curso
inexorable de los acontecimientos en la campaña de Rusia, junto con
el crecimiento de las dificultades prácticas para manejar a los
millones de judíos apresados y el deseo de los Gauleiter nazis de
librarse de los que quedaban en sus territorios, además de las
ambiciones organizativas de la SS, se combinaron para presionar
cada vez más desde diferentes lados con el fin de llegar a una
«solución final» para la «cuestión judía». Las iniciativas
provinieron de muchos lugares. Pero, dada la naturaleza del Estado
del Führer, Hitler siguió siendo la clave para cualquier acción de
conjunto.
Hitler inspiraba la «Solución final»,
aunque las iniciativas directas procedieran de otros. Goebbels lo
calificó como «el protagonista y el firme abogado de una solución
radical»235. Se aludía de
manera invariable a una «orden» o a la «voluntad» del Führer al
ponerse en marcha o llevarse a cabo una matanza de judíos en
cualquier nivel236. Las
decisiones cruciales requerían la aprobación de Hitler. Himmler
invocó la autoridad de Hitler en la orden que en torno a mediados
de agosto de 1941 extendió los asesinatos en la Unión Soviética a
las mujeres y los niños judíos237. Convencido por Goebbels y Heydrich,
Hitler consintió también en agosto de 1941 que se obligara a los
judíos alemanes a llevar sobre su ropa la «Estrella Amarilla», algo
a lo que se había resistido, por razones tácticas, hasta ese
momento238. No hay duda de que el mismo Hitler tomó
la decisión, a mediados de septiembre, de deportar a los judíos
alemanes al este, lo cual sellaba su destino. No ha sobrevivido
ningún documento en el que Hitler ordenara por escrito la «Solución
final», y es casi seguro que tal documento nunca existió. Pero no
puede dudarse de que Hitler diera instrucciones verbales para matar
a los judíos europeos, aunque tales instrucciones consistieran tan
solo en la concesión de un cheque en blanco a Himmler y
Heydrich.
La guerra y los judíos estaban unidos desde
el principio en el pensamiento de Hitler, que les había culpado de
la derrota en la Primera Guerra Mundial y les había amenazado con
su extinción en caso de producirse una nueva contienda. A finales
del verano de 1941, la guerra y el destino de los judíos eran ya
realidades inseparables. Conforme se frenó el avance de las tropas
alemanas y crecieron las dudas sobre el éxito de la apuesta vital
que preveía un rápido KO de la Unión Soviética, Alemania se
enfrentó con el horizonte de un conflicto prolongado y la magnitud
del trabajo necesario para lograr la victoria final se hizo enorme,
todo lo cual hundió a Hitler en el pesimismo. Con este estado de
ánimo autorizó que se dieran los pasos precisos para que su
«profecía» de 1939 se cumpliese al pie de la letra. Los judíos no
tendrían la oportunidad de derrotar a Alemania por segunda vez.
Justamente durante los meses de septiembre y octubre, cuando se
adoptaron las medidas decisivas para el genocidio total, se sintió
de nuevo esperanzado y recuperó la confianza239.
Pese a que las decisiones fundamentales
sobre el exterminio de los judíos las tomó sin duda Hitler, la
«Solución final» no puede verse simplemente en términos personales.
La radicalización de la política antisemita durante los años 30
tuvo lugar con un escaso compromiso activo por parte de Hitler y a
la vista de toda la sociedad alemana. Aunque muchos ciudadanos
corrientes no estuvieran entusiasmados con lo que ocurría, no hubo
apenas oposición. Incluso las iglesias miraron por sus propios
intereses y permanecieron, como tales instituciones, calladas ante
aquella enorme falta de humanidad. La industria y el comercio
protestaron, por razones pragmáticas, cuando parecieron en peligro
las transacciones internacionales, pero se avinieron fácilmente a
participar en los programas de explotación económica salvaje y en
el saqueo de las propiedades judías. Los funcionarios, desde los
jefes de los departamentos gubernamentales más importantes hasta
los insignificantes empleados que organizaban el horario de los
trenes que partían hacia el destierro, trabajaron duro para
transformar la irracionalidad ideológica en regulaciones
burocráticas de la discriminación. El ejército, molesto por algunos
de los «excesos» cometidos en Polonia, cooperó en la lucha contra
el archienemigo «judeobolchevique». Además, Hitler contaba con la
organización más dinámica del Tercer Reich, la SS, que extrajo todo
su carácter de la doctrina de la dominación racial y se aferró a la
necesidad de resolver la «cuestión judía». Por tanto, el genocidio
alemán no fue obra de una sola persona, sino más bien el producto
de la disposición, por parte de una amplia variedad de sectores de
la sociedad, para trabajar en la dirección que marcaban los
objetivos visionarios de un «líder carismático», que, para cuando
surgieron las condiciones que hacían posible el genocidio, se había
liberado por completo de cualquier límite constitucional o
legal.
Mientras las fábricas de la muerte del este
trabajaban a pleno rendimiento, la victoria definitiva en la guerra
se le escapaba de las manos a Alemania. Algunos asesores militares
y económicos dijeron a Hitler en noviembre de 1941 que no podía
ganarse. Él mismo expresó por primera vez la idea de que el pueblo
alemán podía perecer en la lucha240. Al aumentar
los factores en contra, Hitler apostó de manera aún más arriesgada.
La fuerza de voluntad reemplazó cada vez más a la estrategia, la
irracionalidad desplazó más y más a la razón. La frontera que le
separaba de sus generales se convirtió en un abismo durante la
crisis del invierno de 1941-1942. Cuando las cosas iban mal, miraba
a su alrededor en busca de un chivo expiatorio. Así pues, despidió
a numerosos generales. El jefe del ejército, Von Brauchitsch, logró
finalmente que se le admitiera la dimisión que tenía presentada.
Hitler en persona se hizo cargo ahora de la jefatura militar, con
lo cual se enredó en las minucias y detalles de las órdenes.
En lo más crudo de la crisis invernal, el
ataque de Japón a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, era la
mejor noticia que podía esperar Alemania. De hecho, desde abril los
alemanes habían intentado introducir a Japón en la guerra para
mantener a los Estados Unidos alejados del escenario
europeo241. Con ese fin,
Hitler estaba preparado antes de Pearl Harbor para comprometer a
Alemania en una contienda con los norteamericanos en caso de
agresión japonesa. Pero aún no se había firmado un tratado formal a
estos efectos. El golpe japonés dio a Hitler lo que había deseado
durante meses. Cabe pensar que Alemania podía haberse mantenido al
margen y haberse regocijado con la perspectiva del desgaste de las
energías estadounidenses en una guerra librada en el Pacífico. No
había un compromiso formal de intervención. Además, todo lo que
Hitler podía obtener de los japoneses era un acuerdo para no llegar
a una paz por separado con los norteamericanos. Sin embargo, el 11
de diciembre de 1941 anunció que Alemania declaraba la guerra a los
Estados Unidos. Se trataba de un movimiento hacia delante típico de
Hitler, que intentaba tomar la iniciativa en un conflicto que, a su
juicio, ya existía en la realidad y estaba destinado de todos modos
a convertirse en un conflicto abierto. Pero fue un movimiento que
partía de la debilidad, no de la fuerza, más irracional que
cualquier otra decisión estratégica adoptada hasta esa fecha. Por
vez primera, era claramente la jugada de un perdedor.
Durante un tiempo en 1942, los éxitos
militares de Alemania en Rusia y el norte de África indujeron al
engaño. Un análisis interno del Alto Mando afirmaba que la
Wehrmacht era más débil a mediados de 1942 que el año
anterior242. Además, la economía alemana sufría
enormes tensiones. Entre la espada y la pared, la economía, bajo la
dirección de Speer, iba a mostrar una notable capacidad de
recuperación entre 1942 y 1944, aunque resultaban vanas las
esperanzas de competir con la fuerza económica combinada de los
aliados. En el frente militar, las derrotas en El Alamein y, sobre
todo, el calamitoso sacrificio del Sexto Ejército alemán en
Stalingrado, donde se perdieron aproximadamente 250.000 soldados en
una terrible batalla de dos meses que acabó el 2 de febrero de 1945
con la rendición y la captura por los soviéticos de los 91.000
supervivientes, supusieron importantes puntos de no retorno para la
suerte de Alemania.
La pérdida de Stalingrado simbolizó, y no
solo de manera retrospectiva, el comienzo del fin para el poder de
Hitler. Su responsabilidad personal en el fracaso se reconocía
ampliamente. Las crecientes críticas al régimen no se detenían ya
en el Führer, la resistencia clandestina comenzaba a reagruparse,
el poder de Hitler se tambaleaba. Pero su dominio disponía aún de
una fuerza enorme. Solo un golpe de Estado o una derrota militar
absoluta podían quebrarlo.