VI. Poder absoluto

Los años que transcurrieron entre 1938 y 1943 fueron los más decisivos en la traumática historia reciente de Alemania. Fueron los años en los cuales el poder de Hitler fue absoluto.
Mediante el golpe de febrero de 1938 quedó firmemente establecida la supremacía de Hitler sobre la única institución del Estado que todavía podía derrocarlo: las fuerzas armadas. No había restricciones institucionales al ejercicio de su poder; ninguna decisión de cierta relevancia podía tomarse sin su visto bueno; ninguna organización opositora suponía ya una amenaza.
Por supuesto, la oposición no fue eliminada. Pero no era capaz de adoptar una forma organizativa que constituyera un peligro para Hitler. Las posibilidades de un ataque interno contra Hitler quedaron reducidas a las actividades de pequeños grupos de conspiradores dentro del ejército —vinculados a individuos de otros sectores de las elites tradicionales, cada vez más inquietos ante la dirección que tomaba la política nazi— o a las acciones aisladas de algunas personas sin conexiones con ningún colectivo u organización, como el notable atentado contra la vida de Hitler que llevó a cabo en solitario el carpintero suavo Georg Elser en el Bürgerbraükeller de Múnich en 1939.
Este capítulo explora el ejercicio del poder absoluto por parte de Hitler en aquellos cinco años decisivos, cuando la deformación de la estructura de poder le había dejado en posición de moldear los acontecimientos hasta un punto inusual incluso para los dictadores, no digamos para los jefes de gobiernos democráticos. Se trata pues de explicar cómo la «idea» del nazismo, encarnada en la persona de Hitler, se hizo efectiva en la práctica política.
Parte de la respuesta a esta cuestión se encuentra en las características del liderato de Hitler y de la toma de decisiones en estos años. La guerra no era para él un conflicto militar convencional. Representaba un paso decisivo para la realización de su «idea», el cumplimiento de su «misión». En la guerra, se ha dicho con razón, el nazismo volvió a sus esencias192. La dinámica activista labrada dentro del movimiento nazi, embotellada solo en parte y con dificultades antes de la guerra, se descorchó plenamente en el clima de una contienda que, desde el punto de vista nazi, conducía a una «cruzada». Las maniobras diplomáticas y los giros estratégicos de Hitler, basados en cálculos políticos racionales, dieron paso de modo creciente a la disponibilidad para «arriesgarlo todo» y a decisiones cimentadas sobre las «verdades» ideológicas de su irracional «filosofía del mundo», que se concretaban en la búsqueda grandiosa y de una vez por todas de la supremacía alemana, la dominación racial y el «espacio vital». Pero otra parte de la respuesta, igualmente crucial, se halla en el impacto sobre los asuntos gubernamentales del poder, ahora sin trabas, del Führer. En las condiciones marcadas por la preparación febril de la guerra primero y por la misma guerra después, se aceleró bruscamente el proceso a través del cual las estructuras racionales de gobierno y administración se disolvieron en el seno de un conjunto fragmentado y en competencia de organismos ejecutivos del poder del Führer. «Gobierno» y «administración» fueron sustituidos por pura dominación, un mando tan despótico, libre y arbitrario como pueda imaginarse, definido tan solo por las referencias a una serie de preceptos ideológicos tan indiscutibles como generales. La gobernación se desintegró, por consiguiente, en un «Behemoth»193 de feudos rivales cuyos señores, con el fin de aumentar y mantener su propia influencia, se esforzaban para superar a los demás al «trabajar en la dirección del Führer», poniendo en práctica la «idea» de Hitler. Esto, por un lado, era reflejo del concepto que Hitler tenía de la autoridad, y, por otro, proporcionó el marco en el cual la fuerza ideológica motriz que subyacía a la guerra se concretó en políticas específicas de barbarie y genocidio. La primera parte de lo que sigue examina la corrosión del gobierno sistemático por el impacto del poder del Führer.

 

 

 

LA DESINTEGRACIÓN DEL ESTADO

 

Cuando los ministros del Gobierno se vieron la tarde del 5 de febrero de 1938 para oír una larga declaración de Hitler acerca de la crisis «Blomberg-Fritsch» y de su resultado, nada indicaba que no fuera a haber más reuniones del Gabinete. De hecho, con una pila de asuntos pendientes sobre la mesa, el jefe de la Cancillería del Reich, Lammers, quien desde 1937 disfrutaba de la categoría de ministro, presionó a Hitler para que aceptara reuniones sucesivas en fechas concretas a lo largo de 1938 y comienzos de 1939. En cada una de esas ocasiones, Hitler canceló la sesión poco antes de que tuviera lugar194. Conforme crecía el tamaño del Gabinete, su importancia menguaba. De hecho, su papel era totalmente secundario dentro del proceso legislativo en el Estado del Führer.
Pero la aversión de Hitler hacia las reuniones de gabinete, presente desde el principio, tenía raíces más profundas que la simple consideración de las cuestiones de procedimiento. La misma idea de un colectivo de ministros, cuyo poder procedía de su posición constitucional, y que por tanto albergaba la posibilidad de un control sobre la expresión de su propio mando, era un anatema para Hitler. Las reglas burocráticas, que extraían su fuerza obligatoria de conceptos legales y constitucionales, resultaban incompatibles con los principios de gobierno personal que servían de base a la autoridad carismática de Hitler como Führer. Los intentos de Lammers de resucitar las reuniones gubernamentales en 1942, como era predecible, quedaron en nada. Extremadamente sensible a cualquier cosa que pudiera limitar su libertad de acción, Hitler rehusó incluso juntar de manera informal a los ministros en torno a una mesa para tomar una cerveza195.
Otras formas alternativas de gobierno central parcialmente mancomunado también se vinieron abajo. El llamado «Gabinete secreto del Reich» (Geheimes Reichskabinett), anunciado por un decreto de Hitler el 4 de febrero de 1938, que supuestamente agrupaba a algunos ministros relevantes bajo la dirección de Von Neurath para proporcionar asesoramiento sobre cuestiones de política exterior, no se reunió ni una sola vez. Se trataba simplemente de un mecanismo para camuflar ante el público el verdadero significado del cambio de personal en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Al estallar la guerra se estableció un «Consejo Ministerial para la Defensa del Reich», que, bajo la presidencia de Göring, integraba a Frick (como plenipotenciario para la Administración), Funk (plenipotenciario para la Economía), Lammers (jefe de la Cancillería del Reich), Keitel (jefe del comando supremo de la Wehrmacht) y Hess (jefe del partido). Este hecho parecía sugerir la vuelta de alguna forma del gabinete interno, sobre todo cuando, para descargar a Hitler de la carga legislativa, se le permitió promulgar leyes con la firma de Göring, a menos para las normas que no se reservase para sí el propio Hitler. Sin embargo, solo se celebró seis veces, promulgó un cierto número de decretos sobre materias administrativas y económicas y no volvió a reunirse a partir del 15 de noviembre de 1959.
Göring, cuyo estilo como administrador era tan arbitrario como el de Hitler, despreció la oportunidad de convertir el Consejo Ministerial en un vehículo de su propio poder, lo cual resulta algo sorprendente. Por su parte, Hitler se apresuró a ver cómo esta institución, potencialmente relevante, se marchitaba antes de florecer. Aunque el Consejo continuó promulgando decretos, lo hizo a través de la circulación de borradores y no de encuentros colectivos.
Tampoco el llamado Dreierkollegium o «Directorio de los Tres Hombres» (Frick, Funk y Keitel, cuyos poderes plenos para emitir decretos en las esferas de la administración, la economía y la defensa civil emanaban de una ley de defensa del Reich de septiembre de 1938) se reunió para trabajar conjuntamente. Simplemente, cada departamento aclaraba los borradores legislativos con ayuda de los otros dos.
Por lo tanto, el aparato gubernamental central del Reich, que como entidad colectiva había entrado en decadencia en los primeros años de gobierno de Hitler, ahora, bajo las condiciones creadas por la guerra, se astilló en las diversas partes que lo componían. La Cancillería del Reich no representó nunca más el papel de coordinar en la práctica el grueso de la legislación196. Y el jefe de la Cancillería, Hans-Heinrich Lammers, encontraba difícil a menudo acceder por sí mismo al Führer. A finales de la década de los 30, a veces pasaban semanas sin que lograra concretar una audiencia para discutir asuntos urgentes de gobierno197.
Durante los primeros años de la guerra, el acceso de Lammers a Hitler fue otra vez más frecuente: tenía la oportunidad de hablar con él brevemente una vez a la semana como media. Pero después de la invasión de la Unión Soviética se produjo un descenso en picado en el número de estas reuniones, de treinta y nueve en 1942 a solo dieciocho al año siguiente198. Para entonces, tenía que presentar un resumen de los puntos que deseaba tratar con el Führer a la persona que controlaba en aquellos momentos el acceso a Hitler: Martin Bormann.
El camino de Bormann hacia la cumbre tuvo lugar entre bambalinas. Su talento no residía en las dotes demagógicas y de agitación sino en la organización, donde combinaba el fanatismo ideológico con la habilidad burocrática, un tortuoso maquiavelismo, una energía infatigable y una notable capacidad para el trabajo duro. Era poco conocido en las filas del partido y, para empezar, unánimemente subestimado por los jefes nazis. Pero durante los años 30 excavó los cimientos gemelos de la que habría de ser su plataforma de poder en los últimos tiempos del Tercer Reich. El primero de ellos consistía en el control del aparato central del partido, que edificó desde 1933 como jefe de gabinete de Himmler en la oficina que éste ocupaba como viceführer. El segundo residía en su contacto personal con el líder, que amplió bastante cuando, desde 1934, manejó los fondos a disposición de Hitler y gestionó también la compra de una propiedad que sirviera de refugio de montaña en el Berghof, cerca de Berchtesgaden. Una vez estalló la guerra, Bormann permaneció constantemente al lado de Hitler en su cuartel general.
Después del fracaso del vuelo de Hess a Escocia, la dirección partidista quedó en manos de Bormann como cabeza de la ahora denominada Cancillería del Partido, junto con los derechos que había ejercido Hess de vetar leyes y nombramientos y disponiendo de la autoridad de un ministro del Reich. La radicalización, al empezar la guerra, de las políticas relacionadas con los aspectos centrales de la ideología nazi, hizo que la influencia del mismo partido se extendiera mucho más que en los primeros años del Tercer Reich. El papel de Bormann, tan solo desde este punto de vista, era crucial. Intervino más y más en los asuntos del Gobierno del Reich. A veces, simplemente puenteaba a las autoridades promulgando leyes en los territorios anexionados. Además, se convirtió en el máximo responsable de la revitalización de la «disputa eclesiástica» en 1941. Sin embargo, lo que le proporcionó una base de poder única fue la combinación del control sobre el partido, que tenía un impacto cada día más penetrante en el gobierno y en la administración, y de su puesto como secretario privado de Hitler, inicialmente informal pero confirmado cuando recibió el título oficial de «Secretario del Führer» el 12 de abril de 1943.
Al principio, Bormann continuó compartiendo con Lammers, de acuerdo con sus respectivas esferas de influencia, el control sobre el acceso a Hitler de aquellos que deseaban verlo. Pero la disminución de la influencia que disfrutaba el segundo de ellos como cabeza del gobierno del Reich resultaba inevitable. En efecto, hacia 1944 Lammers solo accedía a Hitler cuando el «Secretario del Führer» estaba dispuesto a permitirlo. En octubre de aquel año tuvo que abandonar su puesto en el cuartel general de campaña y vio a Hitler solo una vez más a propósito de asuntos oficiales: un cuarto de hora el 27 de marzo de 1945 con el fin de obtener su firma para algunos proyectos legislativos199.
Así pues, en el ejercicio del poder por parte de Hitler durante los años de la guerra, Bormann ocupaban una posición central, de vital importancia. Controlaba en buena medida no solo qué personas llegaban a estar en presencia de Hitler, sino también la información que recibía el Führer. Con lápiz y papel siempre listos para anotar cualquier manifestación de Hitler que le pareciera significativa, Bormann canalizó además la conversión de la «voluntad del Führer» en órdenes de acción, interpretando a veces observaciones casuales a la hora de cenar como directivas de obligado cumplimiento legal.
Por poderoso que fuera, Bormann tenía que permitir el acceso a Hitler de algunos otros prohombres nazis. Pero conforme avanzó la guerra y creció el aislamiento del Führer, el número de quienes podían verlo cuando quisieran se redujo a un puñado de ellos: aparte del propio Bormann, Göring, Goebbels, Himmler, Ribbentrop, Ley, Sauckel, Speer y Keitel, junto con la mayoría de los jefes regionales, los Gauleiter. Incluso cuando no estaban presentes, Göring, Himmler y Ribbentrop se aseguraban de que sus ayudantes en el cuartel general del Führer velaran por sus intereses. Otros, ante todo Goebbels y, desde 1942, el ministro de Justicia del Reich, Thierack, enviaban con frecuencia informes —la llamada «información del Führer»— a los que Hitler respondía de manera esporádica200. Por tanto, aunque no transitaran directamente a través de Bormann, las vías internas de información de Hitler se fueron estrechando en gran medida hasta proceder tan solo de una camarilla de líderes comprometidos fanática y personalmente con Hitler y con la puesta en práctica, por medio de diversos aparatos de gobierno, de la «idea» del Führer.
Lejos de la sede central del poder, en las provincias y en los territorios ocupados, los fuertes lazos de mutua lealtad personal que existían entre Hitler y los caciques regionales, los Gauleiter, implicaban que el ámbito de acción y la libertad que se les había concedido a éstos para implementar la «voluntad del Führer», vagamente definida, condujeran a una continua radicalización de las iniciativas políticas.
Ya en los tiempos de paz del Tercer Reich, los Gauleiter habían resultado decisivos al ejercer el mando nazi en las provincias, sobre todo cuando actuaban también como gobernadores del Reich. Pese a no tener una función evidente tras la abolición de la autonomía de los Länder en 1934, el puesto de gobernador del Reich fue, significativamente, mantenido por Hitler. Este mantenimiento evitaba ofender a sus leales Gauleiter, cosa que habría ocurrido si se les hubiera privado de una porción de su influencia, y reforzaba al mismo tiempo sus lazos directos con el propio Hitler y, por tanto, su papel como vehículos de su poder en las regiones. Aunque hubo excepciones, la mayor parte de los Gauleiter tenía la oportunidad de ponerse en contacto con Hitler, tanto de manera individual como a través de reuniones periódicas de Gauleiter, que siguieron celebrándose incluso cuando el gobierno colectivo del Estado había desaparecido hacía mucho. Durante la guerra, los Gauleiter extraían a veces de esas reuniones órdenes o líneas directrices generales por parte de Hitler, que ellos podían entonces desplegar para someter a presión a la burocracia estatal central.
Asimismo, en la guerra, los Gauleiter recibieron numerosas tareas de «liderato» en su nueva calidad de «Comisarios de Defensa del Reich», con amplios poderes sobre la movilización de personas y recursos para el esfuerzo bélico. Una vez más, este elemento conllevó la ampliación del papel de los fanáticos y activistas del partido en la base social, y con ello un mayor fortalecimiento de la influencia de aquellos cuyo poder emanaba directamente del de Hitler.
En sus respectivas provincias, los Gauleiter ejercían como virreyes de Hitler de modo casi independiente. La influencia de la administración central del Estado sobre ellos resultaba extremadamente limitada. Incluso con respecto a la sede central del partido su actitud no era servil. Los lazos personales con el Führer apuntalaban de manera decisiva su posición. Así era incluso en el «viejo Reich» de las fronteras de 1937. Con la anexión de Austria y Checoslovaquia, y sobre todo con la conquista de Polonia y de grandes zonas de la Unión Soviética, los Gauleiter que se hicieron cargo de las nuevas provincias nazis recibieron poderes aún más amplios y no necesitaron de más órdenes para hacer cuanto pudieran en los territorios recién incorporados. Al vasto mandato proveniente del centro se le correspondía con iniciativas «desde abajo» que se ajustaban a la presunta «voluntad del Führer», iniciativas que a cambio obtenían la aprobación de Berlín.
La burocracia estatal estaba desamparada pues ante los feudos territoriales de los Gauleiter, que representaban un poder personal en las provincias capaz de pasar por alto, bloquear, anular o usurpar las prerrogativas del Estado; y tenía que adaptarse al hecho de que hubiera enormes regiones del gran Reich alemán donde sus órdenes simplemente no estaban en vigor201. Asimismo, se hallaba completamente minada como agente central en la estructura de poder por la proliferación y la extensión de las «autoridades especiales» (Sonderbehörden) que, como ya hemos señalado, habían constituido ya un rasgo del gobierno Hitleriano antes de la guerra.
Hacia 1942 resultaba apenas posible, incluso para la Cancillería del Reich, tener una visión de conjunto sobre el crecimiento canceroso de aquellos órganos políticos con múltiples capas, a menudo superpuestos y en competencia. El propio imperio de Göring, el Plan Cuatrienal, se había expandido hasta abarcar no menos de veintidós esferas de «autoridad especial», que incluían el control de precios, la producción química y minera, las carreteras, las vías fluviales, la navegación y la explotación de las propiedades saqueadas en Polonia202. El ministro de Armamentos y Municiones (Fritz Todt, y tras su muerte Albert Speer), el comisario del Reich para la Vivienda (Robert Ley) y el plenipotenciario para la Organización del Trabajo (Fritz Sauckel) gobernaban otros complejos de poder que disponían de hilo directo con Hitler y permanecían al margen de las instancias normales de la administración gubernamental. Como instrumentos de ejecución ideológica, las «autoridades especiales» más importantes de todas pertenecían al dominio de la policía-SS, el imperio solapado que dirigía Himmler en calidad, desde octubre de 1939, de comisario del Reich para la Consolidación de la Germanidad Étnica (RKFDV), y a la Cancillería del Führer, bajo las órdenes de Philipp Bouhler.
Pese a su sonoro título, la Cancillería del Führer consistía esencialmente en un departamento bastante poco significativo. Hitler lo había creado a comienzos del Tercer Reich para gestionar las peticiones y súplicas que recibía como cabeza del partido. Pero, a finales de los años 30, sus ambiciosos dirigentes, Bouhler y su segundo de a bordo, Brack, eran capaces de utilizar su proximidad a Hitler con el fin de consolidar la posición de la Cancillería del Führer dentro de aquella jungla competitiva y lograr para ella una relevancia fuera de toda proporción si se la comparaba con el modesto papel que se le había atribuido en un principio. Así, de este organismo surgieron las iniciativas que culminaron en la orquestación de la mortífera «acción de la eutanasia»203.
Una azarosa petición enviada a la Cancillería del Führer por el padre de un niño gravemente deformado, solicitando permiso para «adormecerlo», motivó que Hitler autorizara a su médico personal, Karl Brandt, a llevar adelante la solicitud y, después, diera poderes a Brandt y al jefe de la Cancillería, Bouhler, para actuar de la misma forma en casos similares. La intención ideológica de Hitler de plantear la «cuestión de la eutanasia» se había manifestado mucho antes, pero había dado también a entender que el asunto solo podía abordarse dentro del contexto de la guerra. Cuando se dio la autorización para aplicar la «eutanasia» a niños, se sondearon posibles reacciones eclesiásticas y, en parte a la luz de dichas respuestas, se decidió emprender una «acción» con respecto a los adultos. Bouhler fue empujado por Brack, subordinado suyo, a hacerse con la responsabilidad de organizar el «programa». Como Hitler era un entusiasta de las soluciones «antiburocráticas» y desarrolladas en el mayor secreto, deseaba mantenerlo fuera del alcance de las autoridades sanitarias integradas en el molesto Ministerio del Interior.
Para octubre de 1939 ya se habían montado la maquinaria y la organización en la Cancillería del Führer y, basándose en la fácil colaboración de médicos que aportaban listas de pacientes destinados a ser «candidatos», la «acción» se puso en marcha. El resultado fue la muerte de más de 70.000 enfermos mentales y con malformaciones en los asilos alemanes. Más tarde, la Cancillería del Führer actuó casi como una agencia de empleo encargada de encontrar personal para la «Aktion Reinhard», el exterminio de los judíos polacos en los campos de la muerte de Belzec, Sobibor y Treblinka.
La «acción de la eutanasia» constituye un ejemplo clásico de cómo una «iniciativa» homicida podía tomar forma en el Tercer Reich. Una serie de piezas clave se engranaron en el despliegue de la «acción»: la codicia de poder y el buen ojo para la oportunidad de Bouhler y Brack; la presta obediencia de los médicos en los asilos, más que preparados para poner su grano de arena y «trabajar en la dirección del Führer» en un tema que se relacionaba con la eugenesia y la «salud racial» mucho antes de la llegada del Tercer Reich; la aversión de Hitler hacia la burocracia y su tendencia a no hacer caso en absoluto de la administración estatal en materias delicadas o cuando se requería una acción ejecutiva «sin complicaciones»; y, con una relevancia no menor, un objetivo ideológico cercano al centro de la «filosofía universal» de Hitler.
Tal y como muestra también la «acción de la eutanasia», no solo su autorización resultaba esencial, sino que, en condiciones de guerra, Hitler no rehuía las decisiones que, de acuerdo con su propia «misión ideológica», confirmaban la sentencia de muerte a decenas de miles de civiles. Sus métodos de decisión, sin embargo, se deformaban crecientemente, reflejando una vez más el colapso de cualquier reminiscencia de un sistema estatal organizado, aunque fuera autoritario, frente al poder personal del Führer, omnipotente pero corrosivo.
En el caso de la «eutanasia», la autorización inicial a Bouhler y Brandt, que por lo visto fue puramente verbal, produjo dificultades cuando se cuestionó su existencia. Como ningún ministro excepto Lammers había sido informado, esta duda no resultaba nada sorprendente, dada la gravedad del asunto. Así pues, Hitler se vio presionado, en torno a finales de octubre de 1939, para otorgar un permiso por escrito. Este no tomó la forma de un decreto o una ley, que se resistió a promulgar, sino la de un mandato general de unas cuantas líneas escritas sobre su propio papel de cartas, fechadas retrospectiva y significativamente con el día en que había comenzado la guerra204. La incorporación de la ley a la persona del Führer parecía tan incontestable que incluso esta orden vaga e informal se percibía como si tuviera el poder conminatorio de una ley.
Hitler, indiferente de todos modos hacia la forma precisa que adoptara la legislación, durante la guerra empleó cada vez más el dispositivo del decreto personal en lugar de ordenanzas formales o leyes. Muchos de estos decretos, incluso los más importantes y de mayor alcance por sus consecuencias, ni siquiera se promulgaron públicamente. Mediante uno de esos mandatos no publicados, nombró a Himmler el 7 de octubre de 1939 para el cargo de comisario del Reich encargado de la Consolidación de la Germanidad Étnica, un puesto que le concedía un cheque en blanco para realizar la implacable «germanización» y la despiadada «purificación racial» de los territorios conquistados en el Este205. Sobre la base de este decreto, Himmler pudo levantar un enorme aparato, a su cargo, para organizar deportaciones masivas de poblaciones definidas con criterios étnicos.
Inevitablemente, el carácter de las decisiones de Hitler conducía a una incertidumbre y a un conflicto continuos. A veces, las dificultades surgían cuando un decreto del Führer se revelaba impracticable, lo cual reforzaba la exigencia del propio Hitler de conocer todos los pros y contras antes de acceder a legislar. La naturaleza abierta de algunos decretos, al otorgar extensos poderes que entraban en conflicto con los de otras autoridades, podía crear serios problemas de aplicación. La Cancillería del Reich, por ejemplo, tuvo problemas —no, claro está, de orden moral, sino a propósito de formalidades legales— con el decreto que Rosenberg hizo redactar a Hitler en marzo de 1942, de la mayor brevedad imaginable, para darle atribuciones sobre el saqueo cultural de la Europa ocupada por los nazis. No obstante, la orden permaneció en vigor hasta el final, con pocas enmiendas206.
Así pues, las instancias ejecutivas ligadas a Hitler y el cumplimiento de su visión ideológica erosionaron de manera fundamental, en todos los niveles, el gobierno basado en cualquier principio sistemático o en cualquier norma abstracta legal o constitucional. Las estructuras predadoras que surgieron difícilmente pueden concebirse como un auténtico sistema estatal. La «ley», que da forma a los fundamentos de los sistemas de gobierno conocidos como «Estados», incluso de los de tipo autoritario, se había hundido y había sido reemplazada por la fuerza arbitraria, justificada con el recurso al poder místico del Führer. La sustitución de la ley por la fuerza, un proceso bastante avanzado en la misma Alemania hacia 1942, era completa en los territorios ocupados. La privatización de la fuerza coercitiva pública mediante la elevación de la guardia personal de Hitler a una categoría que le permitió engullir a la policía estatal207 constituye el ejemplo más evidente de la definitiva ausencia de orden en el régimen de Hitler. Las turbas «mañosas» se habían apoderado del Estado. Tal y como se ha dicho, «se trataba de una forma de sociedad en la cual los grupos gobernantes dominaban al resto de la población directamente, sin la mediación del aparato racional aunque coercitivo hasta ahora conocido como Estado»208.

 

 

 

LA «IDEA» SE CONVIERTE EN REALIDAD

 

Incluso a finales de la década de los 30, la «visión del mundo» de Hitler resultaba absurda para aquellos no conversos que se preocupaban de leer sus efusiones en Mein Kampf. Pero, en 1941, la perspectiva de una confrontación definitiva con el bolchevismo a través de una «cruzada» doble para ganar «espacio vital» y erradicar a la vez a los judíos era una realidad inexorable. ¿Cómo tuvo lugar esta realización de la «idea» de Hitler? ¿Cuál fue su contribución personal al cumplimiento de sus propios objetivos ideológicos?
Hitler dio el empujón final al frágil castillo de naipes de la diplomacia europea. La expansión alemana de 1938-1939 aunó una amalgama de causas diferentes y entrelazadas —presión económica, logística militar, impulso ideológico y debilidad de las democracias occidentales—, que se reforzaron mutuamente hasta poner a Europa con toda rapidez al borde del abismo e introducirla en la guerra. Cada una de estas precondiciones para la expansión existían de modo independiente respecto a Hitler. Dicha expansión habría resultado probable aunque Hitler hubiera sido depuesto o asesinado en 1938. Pero su trayectoria, sus características y su ritmo llevaron el sello de Hitler. Bajo un Gobierno alemán dirigido por Beck y Goerdeler, por ejemplo, difícilmente se habría pensado en asumir los riesgos que implicaba el «todo o nada» hitleriano. Cuando se vislumbró la guerra, incluso Göring se quedó visiblemente atrás respecto a las peligrosas apuestas de Hitler. Todo esto apunta hacia las vías por las cuales se había desintegrado la estructura de gobierno hasta el punto de que un solo hombre, espoleado por una pequeña orquesta de aventureros políticos y militares, pudiera ejercer sin ataduras un poder tan enorme.
Los dos líderes nazis que tuvieron una mayor influencia sobre Hitler en asuntos de política exterior, sobre todo después de los importantes cambios de febrero de 1938, fueron Ribbentrop y Göring. Ninguno de ellos mantenía puntos de vista completamente idénticos a los de Hitler, pero tampoco plantearon alternativas políticas categóricas e irreconciliables.
El enfoque de Ribbentrop no se fijaba tanto como el de Hitler en la destrucción del «bolchevismo judío», sino que consistía en una aproximación más tradicional, centrada en consideraciones acerca del poder209. Para Ribbentrop, el objetivo principal no era Rusia, sino Gran Bretaña. Su mano se notó a partir de 1937 en la renovada política colonial, dirigida claramente a Inglaterra. Cuando se congelaron las relaciones germano-británicas a finales de los años 30, la influencia de Ribbentrop sobre Hitler creció y alcanzó su momento estelar al firmarse el pacto de no-agresión con la Unión Soviética el 23 de agosto de 1939. Pero nada sugiere que este pacto, que contradecía en apariencia todo lo que había defendido la política nazi, significara para Hitler más que lo que en efecto resultó ser: un acuerdo estratégicamente necesario pero temporal. Cuando se presentó la oportunidad para darle la vuelta, el influjo de Ribbentrop comenzó de nuevo a desvanecerse. Así se demostró que su política exterior «alternativa» no constituía sino un vehículo pasajero que Hitler podía utilizar cuando le conviniera para bajarse de él más tarde. En ningún momento planteó una opción verdaderamente distinta de la «visión» racial-imperialista de Hitler, sino que acabó trabajando en la misma dirección, se subordinó y fue suplantada por ella.
Asimismo, Göring tenía una concepción algo diferente de la de Hitler respecto a los objetivos de la política exterior210. Pero conforme Hitler se liberaba de los límites que restringían su propensión al «alto riesgo», las metas de Göring, más pragmáticas, tenían menos posibilidades de éxito.
Entre 1934 y 1938, el papel de Göring en la política exterior había adquirido una gran relevancia. En especial, había sido así en la definición de las relaciones con los países del sureste de Europa e Italia, en la decisión de intervenir en la guerra civil española, en la política hacia Austria, y sobre todo en la misma crisis del Anschluss, en la cual fue Göring, y no Hitler quien llevó las riendas. Las obsesiones racial-imperialistas de Hitler tenían una importancia directa escasa para Göring, que estaba más preocupado por establecer el dominio económico de Alemania sobre la Europa central y del sureste basándose en la hegemonía política continental consolidada a través de una alianza con Gran Bretaña. Mientras la postura antibritánica de Ribbentrop trataba de satisfacer la buena disposición de Hitler a arriesgarse a una guerra con Gran Bretaña, país que creía fundamentalmente debilitado, Göring, haciéndose eco en parte de los temores expresados por sus muchos contactos en los círculos empresariales, militares y terratenientes, pretendía oponerse a la política de alto riesgo y, sobre todo, evitar la perspectiva de una guerra con los británicos.
El triunfo de Göring —y había de ser el último— llegó con la firma del acuerdo de Múnich en septiembre de 1938. Pero esto solo significaba que su estrella declinaba. Hitler echó en cara a Göring que contribuyera a llevarle a la mesa de negociaciones y le desviase del conflicto que había deseado desde el principio. A Göring, que sufría los síntomas de una depresión nerviosa, rara vez se le vio en compañía de Hitler durante los meses siguientes, y apenas se le consultó sobre las decisiones de ocupar el resto de Checoslovaquia y atacar Polonia a la primera ocasión. La impaciencia de Hitler, que empezó a destacar después de Múnich, por acelerar en lugar de aminorar el paso de la expansión alemana, por apostar más fuerte, chocó ahora con la estrategia más prudente de Göring. A Göring se le encontró pues prescindible, y fue desplazado como el «confidente» más importante en la política exterior por Ribbentrop, abiertamente un «halcón».
En vísperas de la guerra, Göring trató de interceder, con bastante poco entusiasmo, ante Gran Bretaña para impedir las hostilidades. Asimismo, intentó con retraso disuadir a Hitler para que no emprendiera una aventura arriesgada que pudiera comprometer a las potencias occidentales y terminar en un desastre para Alemania. El 29 de agosto de 1939, Göring suplicó a Hitler que no jugara a «todo o nada». Hitler respondió, de modo característico, que a lo largo de su vida él siempre había jugado a «todo o nada»211.
En última instancia quedó de manifiesto que los objetivos «alternativos» de Göring en política exterior, como los de su archirrival Ribbentrop, se alineaban tan cerca de los de Hitler que no podían ejercer más que una influencia pasajera. Además, el servilismo y la dependencia personal de Göring respecto a Hitler constituían un obstáculo de la mayor importancia para la construcción de una política «alternativa» genuina y viable por parte del «segundo hombre del Reich».
Si había diferentes concepciones de la política exterior en el entorno inmediato de Hitler, no es necesario decir que diversas variantes sobre la cuestión reinaban entre las más amplias elites del gobierno, la burocracia, el ejército y los negocios, y entre aquellos grupos amateurs implicados dentro del partido en las relaciones exteriores. El colonialismo tradicional pangermanista, dirigido a Gran Bretaña, coexistía con los intereses que deseaban la adquisición de tierras en el este de Europa y el dominio comercial sobre los Balcanes. Incluso dentro de la misma Wehrmacht, la marina —que compartía con la Luftwaffe un fervor en el apoyo al régimen nazi mucho mayor que el del antiguo cuerpo de oficiales del ejército— veía sus intereses mejor representados en la preparación de un conflicto con Gran Bretaña que en la dedicación de los escasos recursos disponibles a la construcción de una fuerza terrestre para hacer la guerra en la Unión Soviética.
Fueran cuales fueran las diferencias de énfasis, se mantuvo incólume el consenso acerca de la política exterior expansionista y la consecución de la hegemonía alemana sobre Europa central, incluso entre las filas de aquellos individuos que trataban de hallar una vía para oponerse firmemente al régimen nazi212. La combinación de un consenso de amplio espectro acerca del expansionismo y la desintegración de cualquier límite institucional alrededor de Hitler daban cancha a apuestas aún más peligrosas por parte del dictador, a las que la sociedad alemana se había atado con posibilidades cada vez más pequeñas de escape.
Conforme desaparecieron las restricciones que se oponían a las acciones de Hitler desde el interior del régimen, crecieron, paradójicamente, los límites externos a su capacidad de maniobra. Los esfuerzos económicos no podían sostenerse mucho más tiempo sin recurrir a la expansión. Los problemas que trajo consigo el programa de rearme forzado resultaban graves ya en 1938, actuaron como un motivo de primera magnitud en la extensión hacia Austria y Checoslovaquia, y se agudizaron en 1939. Aún más importante era el hecho, del cual Hitler se daba perfecta cuenta, de que el tiempo corría en contra de Alemania en la carrera de armamentos. Las ventajas armamentísticas de los alemanes pronto quedarían invalidadas al rearmarse otros países, con lo que se perdería la iniciativa. Y la constelación internacional existente, sobre todo la debilidad de británicos y franceses, no seguiría siendo propicia, con toda probabilidad, durante mucho más tiempo. «No tenemos elección. Tenemos que actuar», dijo a sus generales en agosto de 1939213.
Dentro del marco de su invariable objetivo a largo plazo, la lucha por el Lebensraum, y del corto abanico de opciones que imponían las consideraciones económicas y militar-estratégicas, las decisiones de Hitler sobre política exterior se mantuvieron en el ámbito del pragmatismo y la oportunidad. Las crisis de Austria, los Sudetes y Polonia tuvieron en común rápidos —casi impulsivos— reajustes políticos, la disposición a recurrir a la fuerza bruta cuando las presiones diplomáticas provocaban signos de resistencia y las consiguientes amenazas a su presagio, y un sentido creciente de urgencia según el cual había llegado el momento de actuar —el tiempo transcurría en contra de Alemania y era necesario correr el riesgo. Cuando la fragilidad de las potencias occidentales se manifestó claramente en Múnich a finales de septiembre de 1938, la confianza de Hitler en sí mismo aumentó hasta el punto de convencerse de que no irían a la guerra por Polonia. «Nuestros enemigos son gente de poca monta», dijo a sus generales en agosto de 1939. «Los vi en Munich»214.
En las sucesivas crisis de Austria, los Sudetes y Polonia, las consideraciones estratégicas predominaron en la expansión alemana, la necesidad económica tuvo casi la misma importancia (ciertamente, en los casos de Austria y Checoslovaquia) y las cuestiones ideológicas solo representaron un papel secundario. Las decisiones y los ajustes políticos de Hitler dependieron de la oportunidad: invadir Austria cuando Schuschnigg, de manera inesperada, había convocado un plebiscito; fusionar a Austria con Alemania solo tras la recepción delirante que encontró en Linz; destruir Checoslovaquia a la primera ocasión, cuando la movilización checa en la «crisis del fin de semana» del 20 y 21 de mayo de 1938 hizo parecer ridícula a Alemania; y atacar Polonia solo cuando las propuestas diplomáticas habían sido rechazadas y se había concretado la garantía británica. Sin embargo, por debajo subyacía la coherencia con el objetivo de establecer la dominación alemana sobre Europa central y dejar abiertas las opciones para un ataque, bien en el este, bien en el oeste, pero siempre con la meta última de acabar con el bolchevismo y lograr el Lebensraum. Una vez que Ribbentrop había sido capaz de aprovechar de nuevo la indecisión de la diplomacia occidental para diseñar el pacto con la Unión Soviética, y tras completar la demolición de Polonia —secretamente acordada con los soviéticos—, quedó despejado el camino para un ataque en el oeste.
Aunque las demandas de la ideología nazi no habían orientado ninguno de estos pasos decisivos en la política exterior, que habían culminado en la guerra e incluso habían desembocado finalmente en una alianza con su archienemigo, el proceso de radicalización ideológica se amplió de todos modos y por diferentes vías, tanto en los territorios recién incorporados como en el interior de Alemania.
En Austria y en los Sudetes, y más tarde en el resto de la Checoslovaquia ocupada, el ajuste de cuentas con los enemigos raciales y políticos señaló nuevas «tareas» para el partido y la Gestapo. Aquellos tiempos recordaban la época de la «toma del poder» tanto a los extremistas del partido como a los burócratas de la policía. Pero ahora el partido disponía desde el principio de una posición reforzada en la administración de los nuevos territorios, y el aparato represivo de la Gestapo-SS era incluso más eficaz e implacable de lo que había sido la policía en la Alemania de 1933.
El clima resultaba pues propicio para una renovada ferocidad contra la izquierda socialista y comunista, y para el ensañamiento, a través de una abierta brutalidad, contra los judíos austríacos, más salvaje incluso que el que había tenido lugar en Alemania hasta esa fecha. Las nuevas «oportunidades organizativas» para abordar la «cuestión judía» ofrecieron una oportunidad a Adolf Eichmann, todavía entonces una figura insignificante en la «Sección Judía» de la SD en Berlín, al encargarse de planificar la política de emigración judía, rápida y brutal, de la SS, primero en Viena y después en Praga a partir de julio de 1939.
Dentro de la misma Alemania, el furioso ataque de Hitler al «bolchevismo judío» en el congreso del partido celebrado en Núremberg en septiembre de 1937 ya había marcado el comienzo de una nueva ola de radicalización en el tratamiento a los judíos. Esto fue suficiente para anunciar otra oleada de violencia antisemita y, en el contexto de los crecientes problemas económicos asociados al Plan Cuatrienal, sancionar la «arianización» —o expropiación forzosa— de los negocios judíos. Nuevamente, este proceso recibió un estímulo de la mayor importancia con la anexión de Austria y los Sudetes.
La «luz verde» que dio Hitler al partido en el discurso de septiembre otorgó nuevos ímpetus al activismo partidista. Durante los meses de tensión de la primavera de 1938, este activismo se liberó mediante una violencia renovada e intensificada hacia los judíos y sus propiedades. Las agresiones resultaban ahora más amenazantes y extendidas de lo que habían sido en la anterior ola de ataques en el verano de 1935.
El surgimiento del terror antisemita alcanzó su desenlace en la famosa Reichkristallnacht, el terrible pogromo de los días 9 y 10 de noviembre de 1938. Una vez más, Hitler solo necesitó ofrecer su apoyo tácito a Goebbels, el principal instigador, para desatar el odio reprimido de los activistas del partido y la SA en un frenesí de violencia. En un pogromo que abarcó todo el país, fueron asesinados alrededor de un centenar de judíos, las sinagogas fueron incendiadas, las propiedades judías saqueadas y destruidas, y unos 30.000 varones judíos conducidos como rehenes a campos de concentración para forzar el ritmo de la emigración. Además, los judíos eran ahora excluidos por completo de la economía y expulsados a los márgenes más sombríos de la sociedad. De todo ello resultó la centralización del control de la «cuestión judía», que pasó a manos de la SS, mientras Eichmann recogía la recompensa a sus éxitos en Austria y se encargaba de organizar la emigración de los judíos en todo el Reich. Se había dado un paso importante en la ruta que llevaba del «antisemitismo emocional» y la violencia pública del pogromo, con rasgos desagradables para muchos alemanes, a los asesinatos «racionalizados» en cadena, fuera de la vista del público, de los campos de la muerte.
Hitler había hecho poco por sí mismo, en el sentido de una acción directa, para ocasionar la agudización repentina de la persecución de los judíos. No lo había necesitado. Lo único que se requería era su permiso para que sus subordinados cumplieran lo que consideraban sus «deseos». Estos «deseos» no solo se correspondían con las convicciones de los antisemitas rabiosos dentro del movimiento. Trabajar con el fin de aplicar tales «deseos» proporcionaba posibilidades de promoción, de progreso y enriquecimiento personal, de autoengrandecimiento para muchos que no compartían la paranoia del odio a los judíos pero sí estaban dispuestos a utilizar la política antijudía para sus propios fines. Dado el lugar central que ocupaba el antisemitismo en el credo nazi, prácticamente cualquier acto podía justificarse recurriendo a su faceta como un elemento destinado a excluir a los judíos de la sociedad alemana. La «meta final» de una Alemania libre de judíos servía para legitimar iniciativas políticas provenientes de las más diversas agencias, ministerios y organizaciones del Tercer Reich, que competían entre ellas para implementar aquello que interpretaban como la voluntad del Führer.
Más tarde, en una de sus «charlas de sobremesa», Hitler admitió que durante mucho tiempo se había visto forzado a permanecer inactivo en relación con los judíos215, una limitación táctica dirigida a frenar un innecesario empeoramiento de las relaciones internacionales. A lo largo de todo el año 1938, cuando tenía lugar esta radicalización trascendental en el territorio extendido del Reich, tenía poco o nada que decir en público sobre la «cuestión judía». Incluso en unas declaraciones confidenciales a los líderes de la prensa, realizadas la misma mañana después del pogromo, no mencionó en ningún momento los hechos de la «Noche de los cristales rotos»216.
Sin embargo, en su discurso al Reichstag el 30 de enero de 1939, Hitler volvió a la «cuestión judía» con nuevas y espantosas amenazas. Dijo que se convertiría en un profeta: «¡Si los financieros judíos internacionales, de dentro y de fuera de Europa, lograran una vez más sumergir a las naciones en una guerra mundial, el resultado no sería el triunfo del bolchevismo, y por tanto de los judíos, sobre la tierra, sino la aniquilación de la raza judía en Europa!»217
Estas palabras, en parte, no eran sino propaganda. Repetían en un lenguaje más siniestro la amenaza, que Hitler había dejado caer en algunas otras ocasiones a lo largo de los años 30, de tratar a los judíos como «rehenes» en caso de que Alemania se viera forzada a una confrontación armada. Pero esta vez eran más que simple propaganda. Hitler, como hicieron algunos de los que integraban su círculo más cercano, fue más allá al invocar ese preciso pasaje en muchas de sus declaraciones, y también en comentarios dentro de su entorno inmediato, durante 1941 y 1942, justo cuando la «Solución Final» comenzaba a aplicarse. Además, continuamente equivocaba la fecha del discurso al situarlo el día en que comenzó la guerra, el 1 de septiembre de 1939. Lo cual significaba sencillamente, en su mente, que de un modo o de otro la próxima guerra sería sinónimo de la destrucción de los judíos. Cómo ocurriría tal cosa, ni él ni nadie más lo sabía. Que ocurriría, eso era algo seguro.
Mientras tanto, no solo los judíos habían constituido la diana de la creciente radicalización ideológica a finales de los años 30. Los prejuicios sociales tradicionales, el interés de la policía en extender su imperio mediante el hallazgo de nuevos «enemigos del pueblo» que perseguir, y el fetiche de la salud y la higiene social que llevó a las autoridades médicas y a la burocracia sanitaria a seguir sin tardanza los requerimientos de los programas nazis de eugenesia y esterilización, se combinaron para radicalizar el ataque contra gitanos, homosexuales, prostitutas, «vagos», mendigos, «retirados», «antisociales», los que «se asustaban del trabajo», delincuentes habituales y otros «indeseables raciales» y elementos «ajenos a la comunidad». Los impulsos y propuestas de muchísimos individuos y de una miríada de organizaciones, que actuaban por múltiples motivos, hicieron posible que, al comenzar la guerra, empezaran a surgir nuevas posibilidades de abordar cuestiones ideológicas clave, las más cercanas al núcleo de la «filosofía universal» del propio Hitler. La misma guerra ofrecía la oportunidad, y creaba el contexto de brutalidad adecuado, para que aquéllas tomaran una forma genocida.
En la ocupación de Polonia, Hitler dio otra vez permiso desde arriba para cometer barbaridades al ordenar a sus jefes militares que cerraran sus corazones a la piedad, que «actuaran brutalmente» y se aseguraran de que se respetaban los derechos de Alemania con «la mayor severidad»218. La lucha racial en Polonia no permitía la existencia de límite legal alguno. Hitler comentó a Keitel después de la victoria que «los métodos serán incompatibles con los principios que de otra manera respetaríamos»219.
Hitler rechazó desdeñosamente las objeciones planteadas por algunos oficiales acerca de la despiadada barbarie durante y después de la campaña de Polonia como quejas «pueriles» de jefes militares que querían hacer la guerra con los «métodos del ejército de salvación»220. La mayoría de los mandos castrenses, menos escrupulosos o menos valientes, se ajustaron a la draconiana severidad de la salvaje destrucción de Polonia y a la implacabilidad de los procedimientos de «germanización» que allí se emplearon.
Con carte blanche del Führer para proceder como les pareciera más conveniente en sus dominios, los nuevos jefes nazis concedieron sobre la marcha un creciente papel al terror. Las zonas occidentales de Polonia que, junto con una franja del territorio adyacente a Prusia oriental, habían sido incorporadas al Reich y expresamente excluidas de las ataduras normales de la ley penal alemana, se convirtieron en áreas experimentales para el «Nuevo Orden» nazi. Hitler afirmó que lo único que exigía a sus Gauleiter en el este era que, dentro de diez años, estuvieran en condiciones de afirmar que sus territorios eran completamente alemanes. No le importaban los métodos que utilizaran para lograrlo221. A cambio, ellos podían hacer que se aceptasen las bárbaras medidas recurriendo a las «tareas especiales» que les había encomendado personalmente el Führer, aunque éstas no se especificaban nunca con detalle ni, mucho menos, se ponían por escrito.
El resto de Polonia —el «gobierno general» a cargo de Hans Frank— se convirtió en el basurero donde se depositaba a los «racialmente inferiores». Las «Escuadras del Servicio de Seguridad» (Einsatzgruppen) de Heydrich asumieron el trabajo de aniquilar a la intelligentsia polaca. Himmler, en su nueva calidad de comisario del Reich para el Fortalecimiento de la Germanidad, orquestó las deportaciones y el «reasentamiento» de miles de personas. Bajo las órdenes de Heydrich, los judíos fueron ahora acorralados y emplazados en guetos, donde las condiciones empeoraron con rapidez y se extendieron de forma dramática las enfermedades epidémicas, todo lo cual creó la acuciante necesidad de encontrar una «solución final» al «problema judío», enormemente agrandado por la inclusión de alrededor de tres millones de judíos polacos bajo el mando nazi. Y de cara a los polacos no judíos, el gobierno nazi de ocupación desató un reinado del terror que afectó prácticamente a todas las familias. Mientras en el Reich propiamente dicho sobrevivía una apariencia legal, aunque fuera corrupta y pervertida, el «derecho» en Polonia dependía del capricho de los Gauleiter nazis y de los cabecillas regionales de la SS, los altos SS y los jefes de la policía. Las órdenes de actuar de Hitler marcaban el tono. Del trabajo sucio se encargaban otros de forma voluntaria.
Decidido a atacar Polonia, Hitler se había convencido de que las democracias no declararían la guerra a causa de Danzig y el corredor polaco. Hacia el 3 de septiembre de 1939, esta apuesta se reveló como un error de cálculo, si bien las potencias occidentales no hicieron nada para evitar el desmembramiento de Polonia, que, de manera característica, se improvisó sobre la marcha mientras tenía lugar la destrucción del país. La confianza ganada por el rápido derrumbamiento del ejército polaco, y el espectro continuo del tiempo que corría en contra de Alemania tanto en el terreno militar como en el diplomático —sobre todo el dudoso porvenir del pacto con Rusia—, hicieron que Hitler se sintiera impaciente por abrir un frente en el oeste justo al concluir la campaña polaca, en la creencia de que un ataque conduciría a la destrucción definitiva de los enemigos occidentales de Alemania. Se encontró con la oposición de sus comandantes militares, que percibían el espantoso riesgo de una campaña en mitad del invierno. En efecto, el mal tiempo trajo una serie de aplazamientos hasta que, tras los éxitos en Escandinavia, la asombrosa campaña del oeste anonadó al mundo, dejó a Francia completamente derrotada, aislada a Gran Bretaña y al triunfador, Hitler, en la cumbre de su popularidad y su poder.
Solo cinco semanas después de que Francia firmara el armisticio, y cuando en realidad se estaba reduciendo el tamaño del ejército alemán, Hitler ordenó a sus jefes militares, en una reunión celebrada en Berchtesgaden el 31 de julio de 1940, que se preparasen para un ataque contra Rusia, que tendría lugar en mayo de 1941222. El objetivo consistía en la completa destrucción de Rusia en un plazo de cinco semanas. La confrontación con el bolchevismo, que había permanecido como una constante en el pensamiento de Hitler a pesar de su ignorancia acerca de las condiciones en que podría ocurrir, empezaba ahora a adquirir una forma concreta.
Las cuestiones ideológicas no representaron expresamente un papel directo en el conjunto de razones que motivaron el planeamiento inicial del ataque. El factor crucial residía en la necesidad de forzar a Gran Bretaña a llegar a un acuerdo, dejando así a Alemania como dueña de Europa y, tal y como deseaba, con las manos libres para transformar el este en el ansiado Lebensraum. La segunda consideración clave era la preocupante expansión del poder soviético en el Báltico y, sobre todo, en los Balcanes, donde la anexión de territorios planteaba entonces una amenaza de primera magnitud sobre los campos de petróleo rumanos, de vital importancia para el esfuerzo de guerra alemán. La decisión de atacar a la Unión Soviética no constituyó, pues, una «decisión libre» que, basada en el terreno ideológico, se encaminara hacia la puesta en práctica de la «visión» de Mein Kampf. Era una necesidad estratégica y económica.
Una vez más, la misma dinámica de la guerra determinaba en su mayor parte los límites dentro de los cuales podía actuar Hitler. La enormidad de la partida en la cual se jugaba la hegemonía en Europa imponía su propia «lógica» sobre la toma de decisiones. Resultaba pues natural que Hitler, de nuevo, justificara la decisión de atacar a la Unión Soviética subrayando la imposibilidad de tomar cualquier otro camino, es decir, las consecuencias negativas que, con toda seguridad, habría tenido no actuar223.
Aunque esto significaba abrir una guerra en dos frentes, la vieja pesadilla alemana, no había muchos motivos para el nerviosismo en la cúpula nazi. El mando militar alemán menospreciaba burdamente la capacidad soviética para luchar, lo cual implicaba el predominio de un optimismo creciente, la certeza de que la destrucción de Rusia se conseguiría en unos cuantos meses y dejaría vía libre para atacar a las fuerzas británicas en Oriente Medio. De un solo golpe, la supuesta victoria sobre la Unión Soviética proveería de recursos económicos vitales a Alemania, dejaría a Gran Bretaña completamente sola y la obligaría a elegir entre la capitulación o la invasión, colocaría a los norteamericanos bajo una mayor presión a causa de las oportunidades abiertas a Japón en el Lejano Oriente y, por lo tanto, frenaría la entrada de los Estados Unidos en la guerra.
Pese a que las obsesiones ideológicas hitlerianas no habían representado un papel protagonista en el marco real de la decisión de atacar a la Unión Soviética, una vez esta decisión se hubo tomado, y en particular cuando los planes para la invasión empezaron a concretarse en detalle a lo largo de la primavera de 1941, la huella de la filosofía racial nazi se hizo visible por completo. Hitler habló de su sensación de libertad psicológica tan pronto se decidió dar por terminado el pacto con los soviéticos, que él mismo contemplaba como una ruptura con sus propios orígenes y opiniones políticas224. Como si se liberara del peso de unos años en que se ponían límites tácticos a las medidas que podían emplearse contra sus enemigos, ahora Hitler, enfrentado con la realidad de una guerra que siempre había sabido que libraría aunque resultara imposible prever en qué circunstancias, volvió a ser él mismo. Dijo a sus generales que, a diferencia de la que se desarrollaba en occidente, ésta sería una «guerra de exterminio»225. Los comisarios políticos del ejército rojo serían fusilados sin más226. El ejército debía cooperar plenamente con las escuadras de exterminio de la SD, que operaban de acuerdo con las «tareas especiales» encomendadas a Himmler227. La naturaleza de estas «tareas» se reveló a través de las instrucciones que dio Heydrich a los jefes de los Einsatzgruppen para liquidar a los funcionarios del Partido Comunista, a los «judíos al servicio del partido del Estado» y a «otros elementos extremistas»228. La invasión de la Unión Soviética, fueran cuales fueran las razones estratégicas y económicas que la justificaban a ojos de los nazis, se formuló por parte de Hitler con todos los rasgos de una cruzada ideológica contra el «bolchevismo judío». En la primavera de 1941 se dio pues el «salto cuántico»229 hacia el genocidio.
La decisión de aniquilar a todos los judíos en la Europa ocupada por los alemanes estaba todavía lejos. Durante las primeras y victoriosas semanas de la campaña rusa, la escalada de matanzas aún resultaba compatible con una «meta final» expresada en términos de un asentamiento territorial «más allá de los Urales». Incluso si esto hubiera ocurrido, tan solo habría conducido, incuestionablemente, a una forma de genocidio distinta de la que tuvo lugar en realidad. El proceso asesino era ya irreversible y desarrollaba rápidamente su propia energía.
Las órdenes de Heydrich habían dejado evidentemente mucho campo libre para la interpretación a los comandantes de los Einsatzgruppen. La mayoría solo mató al comienzo a los varones judíos; otros, a familias enteras. Probablemente pidieron alguna clarificación, que al parecer les proporcionó Himmler en agosto de 1941230. De todas formas, a finales de agosto y en septiembre, cuando el avance militar se desaceleraba y crecía el número de judíos en manos de los alemanes, los asesinatos aumentaron de manera dramática y abarcaron ahora de modo general no solo a los hombres adultos sino a todos los judíos, incluyendo a mujeres y niños. La Wehrmacht, que había perdido ya cualquier vestigio de los sentimientos humanitarios que había mostrado al cometer las primeras atrocidades en Polonia, colaboró con las escuadras de la muerte y llevó a cabo muchos desmanes por su cuenta231.
Hacia finales de julio, Heydrich había solicitado y conseguido la necesaria autorización de Göring, que desde 1939 estaba nominalmente a cargo de las labores de coordinación en la búsqueda de una «solución» a la «cuestión judía», para preparar la llegada de una «solución total»232. Hasta mediados de septiembre, ésta parecía concebirse aún como un arreglo territorial, como la deportación a una reserva judía en el este, que sin duda se habría convertido en una especie de campo de concentración gigante. Pero en esta coyuntura, cuando las perspectivas de un rápido triunfo sobre la Unión Soviética se desvanecían a toda velocidad, Hitler, que había vetado hasta entonces las deportaciones a la zona militar en previsión del traslado definitivo de los judíos desde Europa al este tras el final de una campaña victoriosa, se convenció de la necesidad de ordenar el destierro de los judíos alemanes233. En aquellas circunstancias, una orden de destierro era sinónimo de una decisión de exterminio. De cualquier modo, los pasos cruciales hacia la auténtica «Solución final», el intento de asesinar de manera sistemática a todos los judíos de Europa, se siguieron uno tras otro velozmente desde entonces.
Cuando aún no había pasado un mes, los primeros judíos alemanes deportados arribaban al gueto de Lodz, donde las condiciones de vida eran ya indescriptibles y la liquidación de los internos se había planteado ya como una solución meses atrás234. Los transportes ferroviarios llegaron al poco tiempo a Riga, donde se fusiló a los primeros judíos alemanes a finales de noviembre.
Alrededor de octubre de 1941, el jefe de la policía de Lublin, Odilo Globocnik, fue encargado por Himmler de la que daría en llamarse «Aktion Reinhard» con la misión de exterminar a los judíos de Polonia. Poco después comenzó a proyectarse el primero de los campos de extermino relacionados con Globocnik, Belzec, seguido más tarde por Sobibor y Treblinka. El segundo de a bordo en la Cancillería del Führer, Viktor Brack, que contaba ya con experiencia en la «acción de la eutanasia», suministró expertos para asesorar acerca de las técnicas de gaseado y personal, ya entrenado y probado en aquella «acción», para llevar adelante el trabajo. También empezó entonces la construcción de la unidad de exterminio de Birkenau, dentro del complejo de Auschwitz. Más o menos al mismo tiempo, un «comando especial» de hombres de Himmler encabezado por Herbert Lange, ya implicado con anterioridad en el asesinato de enfermos mentales en Prusia oriental empleando el método del «camión de gas», tras recorrer el área en busca de un sitio adecuado para liquidar a los judíos procedentes del gueto de Lodz en el Warthegau, escogió un lugar cerca de Chelmno y dio comienzo a las operaciones a comienzos de diciembre de 1941. La «Solución final» estaba ya en marcha, aunque su logística terminaría de diseñarse el 20 de enero de 1942 en la conferencia de Wannsee.
Durante el verano de 1941, el curso inexorable de los acontecimientos en la campaña de Rusia, junto con el crecimiento de las dificultades prácticas para manejar a los millones de judíos apresados y el deseo de los Gauleiter nazis de librarse de los que quedaban en sus territorios, además de las ambiciones organizativas de la SS, se combinaron para presionar cada vez más desde diferentes lados con el fin de llegar a una «solución final» para la «cuestión judía». Las iniciativas provinieron de muchos lugares. Pero, dada la naturaleza del Estado del Führer, Hitler siguió siendo la clave para cualquier acción de conjunto.
Hitler inspiraba la «Solución final», aunque las iniciativas directas procedieran de otros. Goebbels lo calificó como «el protagonista y el firme abogado de una solución radical»235. Se aludía de manera invariable a una «orden» o a la «voluntad» del Führer al ponerse en marcha o llevarse a cabo una matanza de judíos en cualquier nivel236. Las decisiones cruciales requerían la aprobación de Hitler. Himmler invocó la autoridad de Hitler en la orden que en torno a mediados de agosto de 1941 extendió los asesinatos en la Unión Soviética a las mujeres y los niños judíos237. Convencido por Goebbels y Heydrich, Hitler consintió también en agosto de 1941 que se obligara a los judíos alemanes a llevar sobre su ropa la «Estrella Amarilla», algo a lo que se había resistido, por razones tácticas, hasta ese momento238. No hay duda de que el mismo Hitler tomó la decisión, a mediados de septiembre, de deportar a los judíos alemanes al este, lo cual sellaba su destino. No ha sobrevivido ningún documento en el que Hitler ordenara por escrito la «Solución final», y es casi seguro que tal documento nunca existió. Pero no puede dudarse de que Hitler diera instrucciones verbales para matar a los judíos europeos, aunque tales instrucciones consistieran tan solo en la concesión de un cheque en blanco a Himmler y Heydrich.
La guerra y los judíos estaban unidos desde el principio en el pensamiento de Hitler, que les había culpado de la derrota en la Primera Guerra Mundial y les había amenazado con su extinción en caso de producirse una nueva contienda. A finales del verano de 1941, la guerra y el destino de los judíos eran ya realidades inseparables. Conforme se frenó el avance de las tropas alemanas y crecieron las dudas sobre el éxito de la apuesta vital que preveía un rápido KO de la Unión Soviética, Alemania se enfrentó con el horizonte de un conflicto prolongado y la magnitud del trabajo necesario para lograr la victoria final se hizo enorme, todo lo cual hundió a Hitler en el pesimismo. Con este estado de ánimo autorizó que se dieran los pasos precisos para que su «profecía» de 1939 se cumpliese al pie de la letra. Los judíos no tendrían la oportunidad de derrotar a Alemania por segunda vez. Justamente durante los meses de septiembre y octubre, cuando se adoptaron las medidas decisivas para el genocidio total, se sintió de nuevo esperanzado y recuperó la confianza239.
Pese a que las decisiones fundamentales sobre el exterminio de los judíos las tomó sin duda Hitler, la «Solución final» no puede verse simplemente en términos personales. La radicalización de la política antisemita durante los años 30 tuvo lugar con un escaso compromiso activo por parte de Hitler y a la vista de toda la sociedad alemana. Aunque muchos ciudadanos corrientes no estuvieran entusiasmados con lo que ocurría, no hubo apenas oposición. Incluso las iglesias miraron por sus propios intereses y permanecieron, como tales instituciones, calladas ante aquella enorme falta de humanidad. La industria y el comercio protestaron, por razones pragmáticas, cuando parecieron en peligro las transacciones internacionales, pero se avinieron fácilmente a participar en los programas de explotación económica salvaje y en el saqueo de las propiedades judías. Los funcionarios, desde los jefes de los departamentos gubernamentales más importantes hasta los insignificantes empleados que organizaban el horario de los trenes que partían hacia el destierro, trabajaron duro para transformar la irracionalidad ideológica en regulaciones burocráticas de la discriminación. El ejército, molesto por algunos de los «excesos» cometidos en Polonia, cooperó en la lucha contra el archienemigo «judeobolchevique». Además, Hitler contaba con la organización más dinámica del Tercer Reich, la SS, que extrajo todo su carácter de la doctrina de la dominación racial y se aferró a la necesidad de resolver la «cuestión judía». Por tanto, el genocidio alemán no fue obra de una sola persona, sino más bien el producto de la disposición, por parte de una amplia variedad de sectores de la sociedad, para trabajar en la dirección que marcaban los objetivos visionarios de un «líder carismático», que, para cuando surgieron las condiciones que hacían posible el genocidio, se había liberado por completo de cualquier límite constitucional o legal.
Mientras las fábricas de la muerte del este trabajaban a pleno rendimiento, la victoria definitiva en la guerra se le escapaba de las manos a Alemania. Algunos asesores militares y económicos dijeron a Hitler en noviembre de 1941 que no podía ganarse. Él mismo expresó por primera vez la idea de que el pueblo alemán podía perecer en la lucha240. Al aumentar los factores en contra, Hitler apostó de manera aún más arriesgada. La fuerza de voluntad reemplazó cada vez más a la estrategia, la irracionalidad desplazó más y más a la razón. La frontera que le separaba de sus generales se convirtió en un abismo durante la crisis del invierno de 1941-1942. Cuando las cosas iban mal, miraba a su alrededor en busca de un chivo expiatorio. Así pues, despidió a numerosos generales. El jefe del ejército, Von Brauchitsch, logró finalmente que se le admitiera la dimisión que tenía presentada. Hitler en persona se hizo cargo ahora de la jefatura militar, con lo cual se enredó en las minucias y detalles de las órdenes.
En lo más crudo de la crisis invernal, el ataque de Japón a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, era la mejor noticia que podía esperar Alemania. De hecho, desde abril los alemanes habían intentado introducir a Japón en la guerra para mantener a los Estados Unidos alejados del escenario europeo241. Con ese fin, Hitler estaba preparado antes de Pearl Harbor para comprometer a Alemania en una contienda con los norteamericanos en caso de agresión japonesa. Pero aún no se había firmado un tratado formal a estos efectos. El golpe japonés dio a Hitler lo que había deseado durante meses. Cabe pensar que Alemania podía haberse mantenido al margen y haberse regocijado con la perspectiva del desgaste de las energías estadounidenses en una guerra librada en el Pacífico. No había un compromiso formal de intervención. Además, todo lo que Hitler podía obtener de los japoneses era un acuerdo para no llegar a una paz por separado con los norteamericanos. Sin embargo, el 11 de diciembre de 1941 anunció que Alemania declaraba la guerra a los Estados Unidos. Se trataba de un movimiento hacia delante típico de Hitler, que intentaba tomar la iniciativa en un conflicto que, a su juicio, ya existía en la realidad y estaba destinado de todos modos a convertirse en un conflicto abierto. Pero fue un movimiento que partía de la debilidad, no de la fuerza, más irracional que cualquier otra decisión estratégica adoptada hasta esa fecha. Por vez primera, era claramente la jugada de un perdedor.
Durante un tiempo en 1942, los éxitos militares de Alemania en Rusia y el norte de África indujeron al engaño. Un análisis interno del Alto Mando afirmaba que la Wehrmacht era más débil a mediados de 1942 que el año anterior242. Además, la economía alemana sufría enormes tensiones. Entre la espada y la pared, la economía, bajo la dirección de Speer, iba a mostrar una notable capacidad de recuperación entre 1942 y 1944, aunque resultaban vanas las esperanzas de competir con la fuerza económica combinada de los aliados. En el frente militar, las derrotas en El Alamein y, sobre todo, el calamitoso sacrificio del Sexto Ejército alemán en Stalingrado, donde se perdieron aproximadamente 250.000 soldados en una terrible batalla de dos meses que acabó el 2 de febrero de 1945 con la rendición y la captura por los soviéticos de los 91.000 supervivientes, supusieron importantes puntos de no retorno para la suerte de Alemania.
La pérdida de Stalingrado simbolizó, y no solo de manera retrospectiva, el comienzo del fin para el poder de Hitler. Su responsabilidad personal en el fracaso se reconocía ampliamente. Las crecientes críticas al régimen no se detenían ya en el Führer, la resistencia clandestina comenzaba a reagruparse, el poder de Hitler se tambaleaba. Pero su dominio disponía aún de una fuerza enorme. Solo un golpe de Estado o una derrota militar absoluta podían quebrarlo.