IV. Poder plebiscitario
El nazismo mostró en el poder un dinamismo
que lo diferenciaba notablemente de otros regímenes autoritarios de
derechas existentes en aquel mismo período, ya fueran total o
parcialmente fascistas. La energía inagotable, la aceleración en el
impulso, la «radicalización acumulativa»141 del régimen de
Hitler no fueron igualadas siquiera por la Italia de Mussolini,
mucho menos aún por el Estado autoritario con adornos fascistas de
Franco en España. En ningún momento el Estado de Hitler perdió su
vigor ni se «instaló» en un «mero» autoritarismo represivo y
conservador-reaccionario.
Esto cogió desprevenidos a muchos en
aquella época. Tanto en la izquierda como en la derecha, dentro o
fuera de Alemania, lo más frecuente era suponer, cuando se produjo
el ascenso de Hitler a la cancillería, que los impulsos
revolucionarios iniciales amainarían y que las elites gobernantes
tradicionales retomarían entonces las riendas del gobierno. El
enorme menosprecio de la habilidad de Hitler para consolidar y
extender el poder se basaba en la persistente idea —que en el
ámbito de las relaciones exteriores estaba representada por la
política de apaciguamiento de Gran Bretaña y Francia— de que bajo
la superficie, y más allá de la propaganda y la movilización, las
estructuras convencionales del poder y los objetivos políticos
tradicionales se impondrían en Alemania. Esto pasaba por alto hasta
qué punto, a finales de la década de los 30, las elites
tradicionales habían sido desplazadas en áreas vitales de la toma
de decisiones por aquellas fuerzas emparentadas con el poder
absolutista, cada vez mayor, de Hitler.
La expansión de su poder y, en parte como
causa y en parte como efecto de ella, la progresiva radicalización
e imparable dinámica del régimen no pueden atribuirse, sin embargo,
a la personalidad y a las intenciones ideológicas de Hitler. En
este capítulo se señala que ambas se hallaban íntimamente ligadas a
la motivación de la muchedumbre de seguidores del nazismo. La gran
variedad de expectativas sociales que sirvió de sostén al régimen,
cimentada en un amplio consenso subyacente, tenía el común
denominador de la imagen del Führer. Esto, a su vez, suscitaba un
nivel de refrendo y de apoyo plebiscitario que podía aprovecharse
de forma repetida para reforzar la posición cada vez más deificada
de Hitler como líder y contribuir, por tanto, a aumentar el
«absolutismo del Führer» y el grado relativamente alto de
distanciamiento respecto a las elites gobernantes tradicionales que
Hitler consiguió en los últimos años de esta década. Una vez
alcanzado el poder, el dinamismo del régimen hundía por ello sus
raíces en las presiones de cambio radical que se habían expresado,
durante la crisis final de Weimar, en las ilusiones y esperanzas
depositadas en un porvenir de regeneración nacional.
Hitler representaba estas expectativas de
un new deal para los trece millones de
personas que votaron por él en 1932 y para los millones adicionales
que estaban dispuestos a depositar su confianza en él a partir de
1933. Esta muchedumbre de partidarios, como ya se ha mencionado
aquí, no siguió a Hitler en su mayoría porque compartiera sus
obsesiones ideológicas específicas o su particular forma de
concebir el mundo, sino porque él venía a expresar más claramente
que ningún otro la fe en un renacimiento nacional y la destrucción
de los enemigos de la nación. Esta identificación parcial de
motivos entre Hitler y la masa que le apoyaba bastaba, sin embargo,
para proporcionar una base plebiscitaria de legitimación al poder
del Führer. En efecto, hasta cierto punto, la necesidad que Hitler
evidentemente sentía de mantener este apoyo plebiscitario, de
confirmar su popularidad y de retener su prestigio, conformó un
rasgo significativo de su manera de ejercer el poder.
EL CONSENSO SUBYACENTE
Como «partido atrápalo-todo de
protesta»142, el NSDAP
consiguió, ya antes de 1933, unir de forma superficial a sectores
muy dispares de la sociedad por medio de una miscelánea que
integraba la propaganda del odio y la evocación de una Alemania
renovada a través de la creación de una «comunidad nacional» o «del
pueblo» (Volksgemeinschaft). En cierto
modo, el movimiento nazi actuó como una especie de «gran grupo de
interés» que conectaba demandas sociales bastante diferentes, a
veces incluso incompatibles, con una visión unificadora de la
regeneración nacional. La difusión de su estructura organizativa de
1929-1930 en adelante hizo del NSDAP un partido político más capaz
que ninguna otra fuerza coetánea de atraer a amplios sectores de la
sociedad, sobre todo, pero no solo, de las fragmentadas clases
medias. Incorporaba sus deseos materiales y expectativas al acervo
de la creencia psicológica e idealista de que podían resolverse los
problemas por medio del renacimiento nacional que solo el nazismo,
con Hitler a la cabeza, podía producir.
Mientras estuvo en funcionamiento un
sistema pluralista, el Partido Nazi permaneció tan solo como una
más entre numerosas organizaciones políticas en competencia. La
propaganda nazi se topó con la oposición, sobre todo, de los
seguidores de los partidos obreros y católicos, a los que no
convenció. Incluso en las últimas elecciones plurales de marzo de
1933, ya con Hitler de canciller y con los partidos comunista y
socialista como objetivos de la intimidación, la violencia y la
persecución, los nazis no se hicieron con el respaldo ni siquiera
de la mitad del electorado.
Aun así, no todos los que siguieron
apoyando a otros partidos políticos en marzo de 1933 rechazaron
todo lo que los nazis decían representar. En los años posteriores,
muchos de ellos hallarían algo, a veces incluso bastante, digno de
ser admirado en el Tercer Reich. La «mayoría de la mayoría»143 que no votó a
Hitler en 1933 se convirtió, al menos en algunos aspectos, hacia
1939. Esto, en parte, fue debido a que aquellos que habrían
continuado oponiéndose al nazismo abiertamente con posterioridad a
1933 no pudieron hacerlo, ya que fueron silenciados o encarcelados.
Obviamente, además, después de aquel año, con el monopolio del
control de los medios de comunicación a disposición de los nazis,
la propaganda ofrecía nuevas oportunidades para deformar la
realidad y manipular a la opinión pública.
Sin embargo, ni siquiera la prodigiosa
capacidad de Goebbels podía hacer milagros. Los éxitos de la
propaganda dependían en buena medida de la habilidad para
desarrollar, explotar e «interpretar» los valores sociales y
políticos existentes.
Las tensiones de la cultura política con
las que jugó la propaganda nazi se habían forjado con las
esperanzas y las desilusiones del imperio alemán, unificado en
fechas relativamente recientes, e incluso de forma aún más intensa,
con los traumas de la guerra, la derrota y la revolución y con una
profunda antipatía por una democracia marcada por la crisis. La
crisis y las convulsiones desgarraron a la Alemania de Weimar. La
clase, la región y la religión proporcionaron poderosas
sublealtades que amenazaban la fidelidad al Estado-nación, el cual,
lejos de actuar como un foco integrador o unificador de identidad
política, generaba división. Pero fuera de las ideologías
alternativas del socialismo y el comunismo, una serie de actitudes
y valores imperantes se prestó al aprovechamiento por parte de la
propaganda nazi.
Todas las corrientes de opinión que
Goebbels supo explotar, articular y reforzar emanaban de la
sensación de que resultaba necesario un nuevo comienzo para
Alemania, un renacimiento nacional. La misma profundidad de la
división nutría el anhelo de unidad que encontró respuesta en los
lemas nazis acerca de una «comunidad nacional». Las riñas de los
políticos en una democracia débil y fragmentada fomentaron la
creencia en las virtudes de un gobierno fuerte, autoritario, de
«ley y orden». El miedo visceral al marxismo que predominaba en las
clases medias y altas alemanas, plasmado a partir de 1917 en los
horrores que se percibían en el Estado bolchevique soviético,
ofrecía la perspectiva de una aceptación inmediata a cualquier
Gobierno que fuera capaz de acabar de una vez por todas con tales
temores. La humillación y la furia nacionales —que se extendían a
algunos sectores de la izquierda— por el trato que concedieron los
aliados a Alemania tras la guerra, junto a la inquietud por el
futuro de la nación, rodeada al parecer de países hostiles,
favorecieron la buena acogida a una política exterior enérgica que
defendiera el derecho de Alemania a tener una posición militar
fuerte. Es más, cualquier Gobierno que liberara a Alemania del
abismo del colapso económico y ofreciera la esperanza de una
prosperidad nueva y duradera podía contar con un apoyo que
trascendiera las fronteras entre los partidos políticos.
Además, los prejuicios y ofensas
ampliamente extendidos y avivados por las tensiones sociales de la
guerra, la hiperinflación, y después la Depresión, ofrecieron la
base de un consenso que iba más allá de los partidarios del
nazismo. La hostilidad contra el sindicalismo y el nuevo estatus y
el poder de negociación que se ganaron los sindicatos durante la
República de Weimar —sentimientos particularmente difundidos entre
las clases medias y en el ámbito rural— iban muy a menudo ligados a
un populismo anticapitalista que denunciaba la explotación del
hombre corriente por el gran capital, pero que, a diferencia del
anticapitalismo de la izquierda, estaba más interesado en
santificar la propiedad privada que en acabar con ella, con tal de
que fuera de «utilidad» a la «comunidad nacional».
Estas «reacciones viscerales» formaban
parte de un punto de vista social que rechazaba cualquier
posibilidad de intentar una mera restauración de las jerarquías de
clase de la Alemania imperial. Al barrer al igualitarismo de la
izquierda, también ayudaron a eliminar el elitismo que afirmaba el
derecho que procedía del nacimiento o del dinero. En su lugar, una
elite de «los que llegan alto» —los mejores, los más fuertes, los
más capaces, a los que se les han brindado igualdad de
oportunidades y han luchado hasta alcanzar la cumbre por méritos
propios— iba a disfrutar de su puesto legítimo. Un Estado que
manifestara una determinación implacable no solo por acabar con la
amenaza marxista a la propiedad sino también por extirpar y
eliminar las debilidades sociales —los «parásitos», los «desechos»,
los «elementos dañinos» e «indeseables»— podía contar pues con
mucho respaldo. La envidia social y el resentimiento hacia la
posición de los judíos, a los que se consideraba de alguna manera
«diferentes» a pesar de (o a causa de) todos sus esfuerzos de
asimilación, cuadraban con esos «sentimientos viscerales». La idea
de que los judíos no solo eran distintos sino que constituían
asimismo una influencia negativa se hizo más profunda gracias a la
repercusión de la propaganda nazi. Pero aquí también los fanáticos
que odiaban a los judíos pudieron actuar en un clima de opinión que
tradicionalmente incluía al antisemitismo latente como uno de sus
elementos.
Este mismo enfoque rechazaba lo que veía
como intromisión estatal por parte de los gobiernos de Weimar, por
ejemplo, el Estado del bienestar o la protección a los
trabajadores, mientras recibía con agrado la intervención de un
Estado autoritario que, se suponía, aspiraba a aumentar las
oportunidades, el estatus y la riqueza de quienes lo merecían,
favoreciendo el «interés nacional» y destruyendo a aquellas fuerzas
«dañinas para el pueblo» y «ajenas a la comunidad». Aunque, desde
esa perspectiva, el Estado democrático estuvo dominado por los
intereses de algunos grupos, especialmente por los de los
sindicatos y el gran capital, se pensaba ingenuamente que el Estado
autoritario de regeneración nacional sería «su» Estado, el del
«hombre corriente», cuyo talento y habilidad encontrarían al fin el
respaldo y el reconocimiento apropiados. Equivalía a la búsqueda
del retorno a una «normalidad» mítica en la que «los que
legítimamente eran merecedores» recibían lo que «legítimamente» les
correspondía. El hecho de que el transcurso del Tercer Reich
decepcionara a muchos de los que albergaban tales esperanzas no
debe llevar a menospreciar el alcance potencial del consenso
subyacente que la idea nazi de la «comunidad nacional» supo
aprovechar.
Entre las clases altas de Alemania —las
elites sociales de donde procedían tradicionalmente los dirigentes
del país— existía poca identificación directa con el NSDAP o con su
tosca ideología. De un lado, el desprecio por los advenedizos que
accedían por la fuerza a los pasillos del poder; de otro, la
aversión por la vulgaridad de la política de masas y también la
preocupación por la vena de populismo anticapitalista que contenía
el popurrí ideológico del Partido Nazi, formaron una mezcla que
impidió la adhesión entusiasta al movimiento de Hitler. Sin
embargo, hubo significativas afinidades ideológicas parciales con
el nazismo. El fin del odiado experimento democrático, la
destrucción del marxismo, la devolución de la autoridad a quienes
la habían ejercido siempre y, en el exterior, la revisión del
ajuste territorial de posguerra, eran todas propuestas atractivas
para los diversos sectores de las elites tradicionales. Figuras
representativas de la administración estatal, la gran propiedad
agraria, la industria, las finanzas y el ejército hallaron, por
motivos diferentes, un atractivo inequívoco en la idea de un Estado
autoritario renovado. Se suponía que éste descansaría una vez más
sobre los hombros de funcionarios de carrera, que devolvería la
primacía al fomento de la agricultura, daría carta blanca a los
dirigentes económicos para liberar a la industria de los grilletes
del sindicalismo y ofrecería nuevas posibilidades a los militares
profesionales inmovilizados por las restricciones de Versalles. La
identificación de estos grupos con el nazismo rara vez llegó a ser
total y en algunos casos el creciente desencanto desembocó en el
rechazo absoluto. Pero, en general, las afinidades fueron lo
suficientemente sólidas como para indicar que un consenso amplio y
múltiple apuntalaba las relaciones entre los dirigentes nazis, el
sector social dominante y los grupos de poder tradicionales. Este
consenso parcial siguió existiendo, en buena medida, hasta las
últimas etapas de la guerra, cuando la derrota inminente de
Alemania y la irracionalidad en aumento del régimen ya no podían,
evidentemente, considerarse compatibles con el interés y la
autoconservación de los pilares tradicionales de la sociedad.
En la transmisión de los valores sociales,
las dos principales confesiones cristianas siguieron desempeñando
un papel esencial, incluso durante el Tercer Reich. La Iglesia
protestante (o evangélica) y la católica disfrutaban entre ambas en
1933, al menos nominalmente, de la fidelidad de más del 90 por 100
del pueblo alemán. Ninguna iglesia ocultó su desagrado por la
República de Weimar. En ambos casos existían marcadas preferencias
por un sistema de gobierno autoritario, aunque esto no significara
necesariamente que les gustase la toma del poder por los nazis y
que algunas zonas de fricción con el nazismo que ya estaban
presentes antes de 1933, especialmente con la Iglesia católica, se
agrandaran bajo el Tercer Reich.
La marcha del Káiser y el fin del Estado
autoritario tradicional significó, para la mayoría de los
representantes de la Iglesia protestante, la ruptura de los lazos
Iglesia-Estado que estaban implícitos en la teología de la Reforma.
La disminución de la asistencia a las iglesias se relacionó con el
aumento del ateísmo descreído y el triunfo del materialismo
marxista. Hacia el final de la República de Weimar, los elementos
más radicales de la Iglesia apoyaban abiertamente al nacionalismo
völkisch de estilo nazi como vehículo para
la unidad y la revitalización religiosa y política del pueblo
alemán. «La esvástica en el pecho y la cruz en el corazón», rezaba
el eslogan de los «Cristianos Alemanes», la rama nazificada de la
Iglesia protestante144. Los sectores
principales del protestantismo evitaron dichos excesos. Pero
también ellos, incluso cuando ciertos aspectos del nazismo les
parecían desagradables o preocupantes, vieron en el «alzamiento
nacional» que se proclamó con la «toma del poder» la esperanza de
una renovación moral que conduciría al renacimiento nacional. El
entusiasmo por el nuevo régimen apenas se silenció al principio, y,
aunque el desencanto se iba a manifestar en breve, el fundamento
ideológico común entre la Iglesia protestante y el régimen nazi
mantuvo su importancia. Un nacionalismo chovinista, un ferviente
antimarxismo, un autoritarismo enérgico y la creencia en el Führer
estaban entre los factores que unían a la Iglesia protestante con
el régimen de Hitler, a pesar de los graves conflictos en torno a
la política religiosa y a que, al final, se diera la completa
separación de una minoría de representantes de la Iglesia, cada vez
más incapaces de reconciliar el nazismo con los principios
teológicos de la Reforma.
La Iglesia católica compartía con el
protestantismo alemán la antipatía por la democracia de Weimar. Uno
de sus representantes más destacados, el cardenal Faulhaber,
arzobispo de Munich y Freising, se negó a que se tocaran las
campanas en los templos de su diócesis en 1925 por el entierro de
Friedrich Ebert, primer presidente de una República a la que
Faulhaber consideraba fundada sobre la traición y la rebelión. Los
miembros de la jerarquía eran, en su mayor parte, resultado de la
era guillermina. Tanto por su procedencia social —muchos venían de
familias de la aristocracia— como por su catolicismo tradicional
tendían a ser partidarios de una reafirmación del autoritarismo,
aunque menos contrario al catolicismo (que en realidad vivió una
etapa de prosperidad bajo la República de Weimar) de lo que fueron
los Reich bismarckiano y guillermino. Sin embargo, el tipo de
autoritarismo que les atraía no era claramente el de la variedad
nazi.
Las relaciones entre la Iglesia católica y
el Partido Nazi estuvieron llenas de altibajos a lo largo de todo
el período de ascenso al poder. La evidente tendencia anticristiana
de la doctrina nazi, representada sobre todo en los escritos de
Rosenberg, motivó una severa condena de la jerarquía católica.
Fueron numerosas las prohibiciones, advertencias y avisos sobre el
nazismo por parte del clero. Los esfuerzos de Hitler por negar la
calumnia de que él encabezaba un movimiento antirreligioso no
convencieron a los líderes de opinión católicos. A pesar de sus
orígenes en Munich, los baluartes de apoyo del partido, incluso en
los primeros años, se extendían principalmente por las tierras del
norte de Baviera y por Franconia más que por el sur,
abrumadoramente católico. Incluso después de 1929, la «subcultura»
católica y el apoyo a los partidos políticos católicos (Partido del
Centro y Partido del Pueblo Bávaro) permanecieron relativamente
impermeables a la penetración nazi. El voto nazi se mantuvo, por
consiguiente, en niveles bajos en las zonas católicas, mientras que
el gran avance de los nazis tuvo lugar en las regiones
protestantes. Pero en las elecciones de marzo de 1933 se obtuvo un
fuerte aumento del voto católico. Esto pudo figurar entre los
factores que ayudaron —tras las promesas realizadas por Hitler en
su discurso en el Reichstag el 23 de marzo de ese mismo año,
dedicado a justificar la aprobación de la Ley de Autorización, de
defender los derechos de la Iglesia católica— a convencer a los
obispos para que levantasen todas las prohibiciones y dieran su
aprobación leal al régimen145.
A pesar de las grandes expectativas creadas
por el Concordato con el Vaticano, ratificado en el verano de 1933,
pronto se hizo evidente que los temores sobre la agresividad contra
la Iglesia que había en la ideología y en los principios nazis
estaban bien fundados. La «batalla de la Iglesia», una guerra de
desgaste que alcanzó sus cotas más altas entre 1937 y 1937 y de
nuevo en 1941, privó al régimen de un respaldo importante en la
subcultura católica, que los nazis encontraron siempre
relativamente difícil de penetrar.
Si bien la Iglesia fue muy tenaz en la
defensa de sus instituciones, prácticas y creencias, existieron, no
obstante, también rasgos significativos de acuerdo —al margen de
las competencias eclesiásticas directas— en aspectos centrales de
los principios y la ideología nazis. El ataque contra el marxismo
«descreído» era un área en que el régimen podía contar con la
aprobación de la Iglesia. Así pues, obispos cuya aversión al
nazismo resultaba incuestionable interpretaron la invasión de la
Unión Soviética en 1941 como una «cruzada» contra el bolchevismo.
La construcción de un Estado autoritario (aunque, por supuesto, no
uno que atacase los principios fundamentales del cristianismo), una
política exterior de afirmación que defendiera los derechos de la
nación alemana y la actitud favorable a separar a la propia persona
de Hitler de los males del sistema constituían los componentes
adicionales de un consenso parcial con el régimen.
Se han examinado brevemente aquí las
actitudes predominantes hacia el nazismo entre la masa de la gente
«corriente», de la que solo una minoría estaba afiliada a una o más
organizaciones del movimiento nazi; entre las clases altas, que en
su mayor parte preferían una solución autoritaria para la crisis de
Weimar de un estilo distinto al que ofrecieron los nazis; y también
entre los representantes de las instituciones que poseían una mayor
influencia independiente sobre la formación de opinión en amplios
sectores sociales una vez que se acabó con el sistema político
pluralista en 1933 (y que, en diferentes formas, experimentaron
grandes conflictos con el régimen). En cada caso, a comienzos del
Tercer Reich, detrás del Estado de Hitler existían facetas
importantes de un consenso subyacente. Se trataba de un consenso
que, cualesquiera que fuesen las reservas —que crecían en diversas
partes—, se iba a mantener en lo esencial hasta la mitad de la
guerra.
Apartados del consenso se encontraban,
claro está, aquellos grupos sometidos al terror, los partidarios
que quedaban de las ideas asociadas sobre todo a los partidos
obreros prohibidos, las minorías raciales perseguidas, los
marginados sociales y otros que no encajaban en la «comunidad» de
los «camaradas nacionales». Como ya hemos subrayado, tampoco el
consenso implicó normalmente una identificación incondicional con
el nazismo. Vino a significar más bien una coincidencia parcial de
intereses que de ningún modo excluía la presencia de sectores
significativos de discordia. Pero el consenso subyacente sentó las
bases del amplio apoyo y la aprobación del régimen nazi desde 1933,
en unas condiciones en las que las voces de oposición fueron
forzadas a ingresar en la clandestinidad y donde la formación de la
opinión pública era un monopolio nazi. Antes de entrar a valorar
las consecuencias de todo ello sobre el poder de Hitler, debemos
considerar brevemente el potencial de movilización de este consenso
subyacente.
AGENTES DE ACLAMACIÓN
Desde el principio, resultaba evidente que
el régimen daría la máxima prioridad al control de la opinión. Una
de las primeras medidas que se tomaron después de las elecciones
del 5 de marzo de 1933 fue la creación, ocho días más tarde, de un
Ministerio de Ilustración del Pueblo y Propaganda bajo la dirección
de Joseph Goebbels, quien, desde 1929, se encargaba de la
propaganda del partido.
En su primer discurso ante los
representantes de la prensa, dos días después de tomar posesión,
Goebbels perfiló los ambiciosos objetivos de su ministerio e hizo
hincapié en el papel activo, no pasivo, de la propaganda. No era
suficiente, manifestó, con someter por medio del terror a los que
no estaban a favor, o conformarse con su aceptación tácita o su
actitud neutral. El objetivo tenía que ser «seguir insistiendo
hasta que se rindan». Por lo tanto, la intención era nada menos que
atraer a todo el pueblo a la idea del nazismo. Goebbels afirmó que
la meta de su ministerio no era otra que la de «unir a la nación en
torno al ideal de la revolución nacional»146. Se había
marcado «la tarea de conseguir una movilización del espíritu en
Alemania». De manera significativa, Goebbels hizo la comparación
con la Primera Guerra Mundial, ya que la derrota —a ojos de los
nazis— había provenido, supuestamente, no de la ausencia de
movilización en términos materiales, sino del hecho de que Alemania
no hubiera sido movilizada en su espíritu147. Cuando se
manifestaban estas observaciones, la finalidad última, una vez se
hubiera atraído al pueblo a la idea nazi, ya se preveía: la
preparación psicológica del pueblo alemán para una guerra
inevitable por la supremacía, cuando quiera que ocurriese.
La prensa, la radio y el cine —medios en
rápida expansión—, la literatura, la música, las artes plásticas,
fueron todos llamados al orden para no dejar ni un solo cauce
público de expresión fuera de control, en el intento de moldear a
la opinión conforme a la filosofía política y a los principios de
la jefatura, y de incitar a la aclamación entusiasta por los logros
del régimen. Con el cuasi-monopolio de los medios de comunicación a
su disposición, no le fue difícil a Goebbels armar los diversos
elementos del consenso subyacente para ampliar el apoyo
plebiscitario al régimen. El modo de «filosofar» nazi, como el que
le gustaba a Rosenberg, habría resultado contraproducente. Con
Goebbels, el mensaje tenía que expresarse de forma clara. Pero la
doctrina nazi quedó imprecisa y sin fronteras definidas. El
llamamiento «positivo» a la unidad nacional y a la subordinación de
todas las fidelidades menores de clase, región, religión o partido
político al bien supremo de la «comunidad nacional» unida, que
reclamaba lealtad y sacrificio totales e incuestionables, tenía su
contrapunto en las exhortaciones a la supresión de cualquier
sentimiento humanitario hacia los «enemigos» internos «del pueblo»,
en el fomento del nacionalismo chovinista y en el sentido de
superioridad de Alemania en sus relaciones con otros pueblos.
Las vastas ambiciones del ministerio
propagandístico de Goebbels nunca pudieron llevarse por completo a
la práctica. Por debajo de la superficie uniforme que pregonaba la
propaganda, muchas de las antiguas hostilidades y divisiones
internas de la sociedad alemana apenas permanecían ocultas. A pesar
de la apelación al idealismo de la «comunidad nacional» armónica,
las actitudes y los comportamientos siguieron marcadamente
influidos por el propio interés material. En especial, entre las
viejas generaciones de trabajadores industriales, instruidos en los
principios de la socialdemocracia, no era fácil que el chovinismo
nazi pudiera borrar las actitudes y la lealtad de clase. Para los
duros hombres del campo, el lema que anteponía el «bien comunitario
al bien individual» se volvía del revés conforme el idealismo
político se subordinaba al provecho particular. Incluso los grupos
de clase media que formaban el núcleo del apoyo nazi no dejaron de
tener nunca motivos de queja por las medidas y las prácticas del
nazismo. Y cuando se atacó a las iglesias cristianas, la
consecuencia fue la alienación de los creyentes y, si cabe, el
fortalecimiento de la fidelidad a su credo. Sin embargo, bajo la
disconformidad cotidiana existían zonas en las que no había apenas
oposición a lo que hacía el régimen. En su mayor parte, encontraban
representación en la imagen de Hitler y ofrecían un terreno fértil
para el aluvión de información parcial y manipulada que
proporcionaba el Ministerio de la Propaganda a partir de
1933.
Una de las áreas sobre las que la
propaganda pudo asentarse firmemente fue la aceptación, anterior al
nazismo y ampliamente extendida, de un gobierno autoritario
«fuerte». Mucho antes de Hitler, el nacionalismo extremo creía en
que la salvación de Alemania solo podía alcanzarse con la mediación
de un «gran líder». Y el «mercado» que demandaba dichas opiniones
aumentó de forma considerable durante la crisis de la República de
Weimar. La propagación del culto al Führer a partir de 1953 como
pilar del nuevo Estado descansaba con fuerza sobre esta
predisposición, que no se limitaba, ni mucho menos, a los miembros
del movimiento nazi.
Goebbels, verdadero creyente y experto en
propaganda, conocía bien la importancia de la fe ciega en el líder
supremo. El culto a Hitler se convirtió en el eje de todo el
esfuerzo propagandístico; y Goebbels estaba orgulloso de sus logros
en la tarea de construir el «mito del Führer». Lo que se pedía era
una creencia firme en que el Führer siempre haría lo que resultara
conveniente para su pueblo, y una obediencia también incondicional
derivada de esa fe. La «idea» del nazismo, se indicaba —aunque de
manera vaga—, estaba simbolizada por el Führer. Los éxitos del
nazismo eran los del Führer. El «objetivo» final, que nunca se
definió, solo podría alcanzarse siguiendo ciegamente al Führer. En
este sentido, la propaganda quería transmitir la noción de que
«trabajar en la dirección del Führer» constituía el deber de todo
alemán.
Los entusiastas de la plena excrecencia en
que se había convertido el culto al Führer conformaban sin duda una
minoría. Para los ciudadanos sensatos, los excesos en la adoración
al Führer resultaban ridículos. No cabe duda, sin embargo, de que
la popularidad de Hitler fue inmensa en los años posteriores a 1955
y se extendió a sectores de la sociedad que, por lo demás,
encontraban en el nazismo motivos para la crítica. La destrucción
del marxismo, la restauración del orden, la eliminación de la plaga
del desempleo generalizado, la revitalización de la economía, la
fortaleza renovada del ejército y la no menos importante serie de
triunfos espectaculares en política exterior, que dio la vuelta a
la odiada paz de Versalles y despertó el orgullo nacional, todo
esto, según pregonaba la propaganda nazi (no quedaban voces en
Alemania que contestaran públicamente esta interpretación), solo
había sido posible gracias al Führer. Naturalmente, los seguidores
incondicionales de Hitler no mostraron desaprobación ante la
brutalidad, la injusticia, la persecución, la represión y la
tensión internacional que había tras estos «logros». Pero, en un
sector más amplio de la sociedad, también se daban por buenos
dichos aspectos «negativos», se culpaba de ellos a todos menos a
Hitler o se percibían como la consecuencia lamentable pero
inevitable de la, por lo demás, saludable regeneración nacional que
se llevaba a cabo en nombre de Hitler. Aquellos que hallaron «sus»
«logros» poco convincentes o detestables tuvieron lógicamente, en
su mayor parte, buen cuidado de no manifestar su sentir.
El culto al Führer impregnó de una manera u
otra todos los ámbitos de la vida pública del Tercer Reich. A
partir de julio de 1933, se exigió a los funcionarios que
realizaran una muestra visible de lealtad mediante el uso del
saludo «Heil Hitler», preceptivo en el movimiento nazi desde 1926.
La discapacidad física no dispensaba de su cumplimiento. Cuando no
se podía efectuar el saludo con el brazo derecho, ¡había que
hacerlo con el brazo izquierdo!148 Desde 1933, conforme
las escuelas acusaron una influencia nazi cada vez mayor, los
maestros comenzaban sus clases con ese mismo saludo. Escritores,
intérpretes, artistas e intelectuales —los que no habían sido
perseguidos o no estaban en el exilio— se congraciaron enseguida
con los nuevos gobernantes de Alemania y demostraron una incansable
admiración por la obra del Führer. Los representantes de las dos
confesiones cristianas más importantes estuvieron dispuestos, al
menos en público, a disculpar a Hitler de la humillación que
suponía el ataque a sus iglesias, del que culpaban a los elementos
radicales del partido. No existió prácticamente forma alguna de
vida organizada o institucionalizada que no sirviera de vehículo
para el refrendo público del Führer. Sobre todo, los militantes del
partido y el movimiento de las Juventudes Hitlerianas, que a partir
de 1936 se convirtió en la organización juvenil del Estado,
proporcionaron una caudalosa fuente de apoyo fanático, aprovechable
cuando fuera necesario.
La expansión numérica y organizativa del
movimiento nazi después de 1933 significaba la omnipresencia de
éste en la sociedad alemana. El hecho de que muchos oportunistas se
adhirieran al movimiento después de la «toma del poder» supuso un
aumento vertiginoso de la militancia del partido, que pasó de
850.000 miembros a cerca de dos millones y medio en 1935 y a algo
más de cinco millones al inicio de la guerra. El crecimiento
posterior, durante el conflicto, elevó la cifra a su máximo,
alrededor de ocho millones en 1943149. La afiliación
a la SA (que coincidía en parte con el partido pero no era su
equivalente) también aumentó con rapidez, de alrededor de 450.000 a
principios de 1933 a casi tres millones en tiempos de la «purga de
Röhm» en junio de 1934, aunque después de aquello descendió a solo
1.200.000 en 1938150. Las
Juventudes Hitlerianas engordaron desde 1933 hasta llegar, a
finales de 1935, a incluir en sus filas a casi cuatro millones de
jóvenes, cerca de la mitad de la juventud de la nación. Con el
monopolio de la organización juvenil estatal a partir de 1936,
llegó a tener más de siete millones a comienzos de 1939151. Aunque éstas
eran las organizaciones de agitación de masas más significativas,
la afiliación al partido se extendió así mismo a través de un
surtido de suborganizaciones que cubría prácticamente todos los
sectores de la actividad social y profesional, lo cual vino a
significar que era casi imposible evitar algún grado de exposición
a la propaganda.
Antes de 1933, el objetivo del movimiento
nazi había consistido en la consecución del poder. Una vez
alcanzado, se trató de una tarea más difusa de control social que,
junto a la propaganda y al adoctrinamiento, se encaminaba a dirigir
al pueblo hacia los objetivos asociados con la gran visión del
Führer. Por supuesto, nunca se mencionaron estos objetivos. Incluso
para los creyentes más devotos y fervientes de Hitler, los fines
por los que había que trabajar no se perfilaban más que en una vaga
utopía visionaria y a largo plazo, un nuevo mundo feliz con
Alemania a la cabeza. Entretanto, en el camino hacia esa meta, no
solo el idealismo movía a los activistas; para cientos de miles de
partidarios del nazismo, el trabajo, el estatus y los beneficios
materiales dependían de la entrega al partido y les vinculaba
estrechamente al régimen.
En 1934, Hitler definió la función del
partido como «hacer al pueblo receptivo ante las medidas propuestas
por el Gobierno, ayudar a llevar a cabo las medidas dispuestas por
el Gobierno para la nación en general y apoyar al Gobierno en todos
los sentidos»152. Si bien las
medidas gubernamentales iban dirigidas a poner en práctica la
voluntad del Führer, el papel del partido era, por excelencia, el
de «trabajar en la dirección del Führer», hacer de lo que se
interpretaba como su voluntad algo aceptable para la población en
general. Los militantes del partido debían, «siempre y en todo
lugar, considerarse portadores de la palabra del Führer» y mostrar
de manera patente su subordinación a la voluntad del Führer153. La propaganda debía descender hasta la
misma base popular de la sociedad por medio del contacto personal
del jefe nazi de cada bloque con los habitantes del vecindario. Ni
la coacción ni el control se separaron nunca de las técnicas de
movilización. El saludo «Heil Hitler», gesto visible de apoyo al
Führer, comprometía incluso a los menos entusiastas con una seña de
identidad del régimen, a menudo en contra de su voluntad. No
hacerlo, sobre todo en un mitin o en una concentración de masas,
exigía mucho valor. La propaganda del partido era omnipresente.
Según una descripción que hacía uso de los temas propagandísticos
en el área de Munich en 1936, «el partido tenía respuesta u opinión
para todo: arte, paz, igualdad, iglesias, el paseo de los domingos,
la agricultura, y, por supuesto, los judíos»154. Debajo de
todos los asuntos subyacía la aclamación ubicua al Führer, a sus
«logros» y a sus metas de futuro.
ACLAMACIÓN AL FÜHRER Y DINAMISMO DEL
RÉGIMEN
En los años posteriores a 1933 se creó una
estructura organizativa para traducir el consenso subyacente del
Tercer Reich en un apoyo por aclamación. Dicho apoyo nunca fue
absoluto. Sin embargo, ofrecía una legitimación plebiscitaria
amplia y aparentemente irresistible a las acciones de Hitler. La
maquinaria de la propaganda estatal determinaba los parámetros de
lo que era admisible en la opinión pública, mientras que el partido
y sus afiliados facilitaban una base enorme de activismo fanático,
un vehículo esencial de agitación y movilización. Ambos eran
instrumentos vitales de poder. Ambos estaban entregados por entero
a la ejecución de la «idea», que para ellos resultaba inseparable
de la «voluntad del Führer». La lograda deificación que de Hitler
hicieron la propaganda del Estado y el movimiento nazi,
convirtiéndolo en un líder de cualidades por encima de toda medida,
en la encarnación de la «misión» histórica, constituía un elemento
crucial en la estructura de poder del Tercer Reich.
Como consecuencia de la autoridad
carismática y universal del Führer, al margen de toda crítica o
duda, la «forma del discurso» en la Alemania nazi se encontraba
fuertemente condicionada por la percepción de los preceptos
ideológicos de Hitler. No es que Hitler dictara órdenes para actuar
a través de un caudal constante de instrucciones que emanase desde
arriba. En la práctica, su método consistía más bien en evitar, en
lo posible, situaciones difíciles que requirieran optar entre las
distintas posibilidades propuestas por dos o más de sus seguidores
de confianza. Pero esto no era obstáculo para el fomento de medidas
políticas que avanzaran en la realización de su «visión»
ideológica. El funcionamiento práctico del «gobierno carismático»
corría por senderos más indirectos. Por ejemplo, resultaba
imposible formular un argumento, por no mencionar una propuesta
concreta, que se opusiera por completo a lo que se consideraba como
un rasgo distintivo del pensamiento de Hitler. De hecho, una de las
estrategias más destacada para lograr la puesta en marcha de una
iniciativa era hacer hincapié en su importancia a la hora de
ejecutar los objetivos del Führer. Y, aunque hubo excepciones,
asegurarse el visto bueno de Hitler a dicha iniciativa era
normalmente la clave del éxito.
Las obsesiones principales de Hitler —el
«Lebensraum», librar a Alemania de los judíos y el enfrentamiento
próximo con el «bolchevismo judío»—, eran motivos suficientes para
sus propias acciones, aunque su importancia variara en el tiempo de
acuerdo con consideraciones tácticas o estratégicas. Pero, para la
masa de sus partidarios, estos preceptos ideológicos simplemente
determinaban los parámetros de la acción, que se materializaban en
objetivos lejanos a los que había que tender155. De esta forma
prosiguió una autoselección en la que «trabajar en la dirección del
Führer» ayudaba a la promoción de aquellos factores ideológicos más
próximos a lo que se suponía eran los deseos de Hitler, a la vez
que se reducían o se excluían aquellas posibilidades que se
opusieran o no se adaptaran a la «idea» del Führer.
Dentro de los asuntos internos, la
radicalización de las diferentes tendencias de la política racial
ofrece un ejemplo obvio. El objetivo de crear una «comunidad
nacional» homogénea se basaba en la exclusión de varios grupos
«contaminados», social o racialmente. De hecho, solo mediante la
definición negativa de los grupos excluidos, la nebulosa «comunidad
nacional» podía conformar una identidad concreta. De esta forma,
trabajar activamente por el vago ideal «positivo» de una comunidad
«nacional» —un ideal que sin duda poseía una fuerte capacidad de
atracción, y no solo para los nazis fervientes— necesitaba
explícitamente la discriminación de los grupos cuya identidad
distaba de ser vaga y podía determinarse con cierta precisión.
Además, la adhesión psicológica que daba cohesión a esta «comunidad
nacional» abarcaba no solo la difusa búsqueda «positiva» de la
grandeza alemana sino también la labor «negativa» y concreta de
extirpar las fuerzas, al parecer siempre abundantes y poderosas,
«ajenas» a la comunidad. Como solamente cabía concebir una purga
implacable, destinada a la eliminación total de dichos grupos de la sociedad alemana y a
traer una sociedad perfecta y definitiva, la empresa suponía una
dinámica inherente de discriminación más que un «ajuste de cuentas»
superficial con los «enemigos del pueblo».
Con la figura del judío como antítesis
simbólica de las virtudes alemanas encarnadas por la «comunidad del
pueblo», el antisemitismo ofrecía posibilidades a una variada gama
de actuaciones en las que los principios ideológicos podían casar
fácilmente con las formas materiales de motivación social.
«Trabajar en la dirección del Führer» por medio de la
discriminación a los judíos podía significar, por tanto, quitarse
de en medio a un negocio rival, desalojar a un vecino indeseable,
adquirir una propiedad a precio rebajado o simplemente desahogarse
por las diversas frustraciones de la vida. Dada la suma importancia
que tenía la odiada imagen de los judíos en el movimiento nazi,
Hitler no necesitaba hacer gran cosa por encauzar las presiones
existentes desde abajo para que se produjera una radicalización
creciente de la política de discriminación. Le bastaba con dar luz
verde o, simplemente, su aprobación tácita, para ratificar una
nueva oleada de violencia antisemita. El ímpetu de dichas oleadas
—como las de la primavera de 1933, la primavera y el comienzo del
verano de 1935, y el verano y el otoño de 1938— fue más que
suficiente para convencer a la administración pública de que
adoptara medidas legales y animar a la policía a elaborar
estrategias de ejecución más «racionales». Fuera cual fuera el
rumbo que tomaran las iniciativas antisemitas, no había marcha
atrás en la espiral de discriminación.
En otros ámbitos de la política racial se
encontraba en marcha un proceso parecido de radicalización. De una
manera u otra, las barreras que definían las formas permisibles de
comportamiento con grupos sociales marginales «sospechosos» o
«desagradables» cayeron una tras otra a partir de 1933. No solo los
asesinos nazis, sino también modernos profesionales y expertos en
diversas materias pudieron aprovecharse de esto, justificando su
falta de humanidad con el recurso a los «deseos», «intenciones» u
«objetivos» del Führer, a los intereses o las necesidades de la
«comunidad nacional» y a la «salud racial». Así, por ejemplo, la
eliminación de restricciones a la esterilización obligatoria de
todos los que tuvieran defectos mentales o físicos hereditarios y
de otros «indeseables» sociales o raciales abrió la puerta a la
cooperación entusiasta de médicos y psiquiatras, que trabajaron en
colaboración con la policía y las autoridades locales a través de
los denominados Tribunales de Salud Hereditaria. Más de 400.000
individuos sufrieron sus tratamientos156. La
culminación lógica del acento en la pureza eugenésica, la salud
racial y la virilidad nacional consistió en el programa destinado a
liquidar la «vida inservible» que comenzó en 1939157.
Dentro del esfuerzo para completar la tarea
del renacimiento nacional, la parte «positiva» de la ecuación —la
creación de la «comunidad del pueblo» en armonía— era un objetivo
abierto sin límites definidos. Por lo tanto, no fue en absoluto
casual que su parte «negativa» —la eliminación de los aspectos
«inaceptables» e «indeseables»— consiguiera la prioridad como
agente de movilización y alcanzase un predominio creciente como una
meta más realista y tangible. Los deseos que se le suponían al
Führer sirvieron, por lo tanto, para aglutinar fuerzas diversas y
fragmentadas dentro del régimen, hacerlas actuar y justificar las
consecuencias de sus actividades. De esta forma, el hecho de
«trabajar en la dirección del Führer» dio impulso a la política,
sin un estricto control desde arriba pero reforzándose mutuamente
con los intereses de los políticos y eliminando por completo la
posibilidad de cualquier línea de actuación política contraria. El
respaldo plebiscitario al Führer, implícito en buena medida en el
consenso subyacente y activado por los agentes de aclamación,
constituía, por tanto, un elemento crucial en la dinámica de
radicalización del Tercer Reich y en la autonomía, cada vez mayor,
del poder de Hitler.
El aplauso con que fue acogido Hitler por
su hábil aprovechamiento de la debilidad diplomática occidental,
entre 1933 y la primavera de 1939, también contribuyó notablemente
al refuerzo de su posición, en especial con respecto a la jefatura
militar y a las otras elites gobernantes tradicionales.
El propio Hitler era muy consciente del
gran valor del apoyo plebiscitario que ganó por su inmensa
popularidad personal. Si se puede dar crédito a Hermann Rauschning,
Hitler justificaba su primer gran desaire a las democracias
occidentales —la retirada de la Sociedad de Naciones en octubre de
1933— principalmente por su significado interno, es decir, porque
suponía un mayor acercamiento al pueblo alemán, alegando que se
había visto obligado a dar aquel paso sabiendo que cualquier
dificultad que se originara en la política exterior se vería
compensada por la confianza que obtendría del pueblo alemán a
través de aquel acto158. En mitad de
la guerra, Hitler recordaba que se había asegurado de que los
plebiscitos se organizaran tras sus golpes de efecto a causa de su
impacto «tanto dentro como fuera» del país159.
Solo uno de los cuatro grandes plebiscitos
que tuvieron lugar en el Tercer Reich —el del 19 de agosto de 1934,
convocado para aprobar la toma de posesión de Hitler como jefe del
Estado tras la muerte de Hindenburg— no siguió a un gran triunfo en
política exterior. El abandono de la Sociedad de Naciones en 1933,
la ocupación de Renania en 1936 y el Anschluss de Austria en 1938
—ocasiones para los otros plebiscitos— tuvieron gran repercusión
popular, cualesquiera que fueran los resultados oficiales
manifiestamente absurdos de la consulta (especialmente en 1936 y
1938). Tales éxitos, que incidían en la unidad que proporcionaban
las cuestiones «nacionales» y no en los asuntos potencialmente
conflictivos que rodeaban al núcleo del credo específico nazi,
garantizaban la explotación al máximo de todo el consenso posible y
enviaban señales tanto a los que dudaban en Alemania como al mundo
entero de que Hitler tenía al pueblo alemán tras de sí.
La marcha sobre Renania el 7 de marzo de
1936 —cuando las tropas alemanas, incumpliendo los tratados de
Versalles y Locarno, volvieron a ocupar la antigua zona
desmilitarizada— ofrece el indicio más claro de cómo un golpe de
efecto en la política internacional, al menos temporalmente,
desviaba la atención respecto a las dificultades internas y ayudaba
al régimen a recobrar el impulso tanto en el interior como en el
exterior. Aunque los triunfos diplomáticos ocupaban, sin duda, el
primer lugar en el pensamiento de Hitler, en ciertas altas
instancias del Gobierno se pensaba de hecho que las razones para
elegir el momento del golpe fueron solamente de tipo interno: la
necesidad de agitar a las masas de nuevo, renovar el entusiasmo en
el partido, recuperar la confianza tras la grave crisis de escasez
de alimentos del invierno anterior y eclipsar el conflicto
creciente con la Iglesia católica160.
En efecto, el plebiscito del 29 de marzo
proporcionó una excelente oportunidad para restañar la baja moral
del partido atrayendo a los activistas a una operación de
propaganda a gran escala en las semanas previas al «voto». Esta vez
se consiguió un óptimo porcentaje del 99 por 100 del voto a favor.
Incluso teniendo en cuenta algún «recuento creativo», así como el
empleo de formas indirectas o menos sutiles de coerción que
contribuyeron al resultado, era algo que no podía pasarse por alto
ni dentro ni fuera de Alemania. En el exterior, los aliados
occidentales no habían perdido simplemente una oportunidad de
frenar la expansión alemana, se vieron obligados además a ser
testigos del enorme ímpetu de la popularidad que dicha maniobra
otorgó a Hitler.
Para aquellos grupos aislados que, dentro
de Alemania y en condiciones arriesgadas, trabajaban por la caída
del régimen en organizaciones ilegales, la falta de actuación de
Occidente y el apoyo plebiscitario a Hitler hundieron su moral
después de que el invierno anterior algunos indicios mostraran que
incluso la propia popularidad de Hitler empezaba a resentirse a
raíz de las dificultades, cada vez mayores, para hacer frente a la
escasez de alimentos. Un observador del SDP en el exilio captó la
relación existente entre el refrendo plebiscitario de las acciones
de Hitler y el desarrollo de la política nazi al observar que
Hitler «ya no podía escapar de su política». Por medio de la
aprobación, sin duda abrumadora, de su actuación que traería el
anunciado plebiscito del 29 de marzo, «¡el dictador se permite el
lujo de que el pueblo le obligue a hacer la política que él mismo
quería!»161
Si bien el respaldo popular del que gozaba
Hitler entre las masas resultó una fuente de gran valor para él, la
pérdida potencial de dicho apoyo no podía significar más que
debilidad. Por ello, era claramente alérgico a cualquier cosa que
pudiera dañar su imagen pública o socavar su prestigio. En más de
una ocasión expresó sus temores más recónditos ante la posibilidad
de una caída importante de su popularidad162. Y puesto que
aceptaba que la «gris monotonía diaria» era una amenaza permanente
para el «entusiasmo»163 político,
reconocía la necesidad de triunfos sucesivos para que las masas
permanecieran junto a él y para generar la movilización psicológica
constante que precisaba. De otro modo, aparecería a su juicio la
«esterilidad» y «con ella surgirían seguramente desórdenes de
carácter social»164. Así pues, la legitimación por medio del
apoyo plebiscitario solo podía asegurarse a través de repetidos
éxitos, un rasgo clásico del «gobierno carismático» según la
conceptualización de Max Weber. Por tanto, el rechazo a dejar que
el impulso se agotara era intrínseco a la auténtica esencia del
poder «carismático» de Hitler.