El poder de Hitler: un enigma

A poco que se realice un esfuerzo de imaginación, Hitler resulta, como objeto de un perfil del poder, un caso singular. Durante los primeros treinta años de su vida fue un don nadie, pero en los restantes veintiséis años de su existencia dejaría una huella imborrable en la historia como dictador de Alemania e instigador de una guerra genocida que marcó el momento más bajo en los valores de la civilización que se haya conocido en los tiempos modernos y que acabó con su propio país y gran parte de Europa en estado ruinoso.
Nacido en 1889 en el seno de la respetable clase media baja del pueblo fronterizo de Braunau am Inn, en Austria, los primeros años de la vida de Adolf Hitler no ofrecen el menor indicio de que llegaría a ser un personaje que dejaría perplejo al mundo. Más bien se encaminaba hacia la insignificancia y la mediocridad.
A la edad de dieciséis años, Hitler dejó el colegio sin mucho pesar. Los años escolares no fueron felices y sus resultados oscilaron entre malos y escasamente satisfactorios. Suspendió en 1907, y de nuevo en 1908, en las pruebas de acceso a la Academia de Bellas Artes de Viena, lo cual supuso un serio revés para su orgullo. Durante los cinco años siguientes llevó la existencia de un excluido social en la capital imperial. Era un solitario con pocos amigos y conocidos, un personaje marginal convencido de su talento artístico y resentido contra la sociedad burguesa que le había rechazado. Huyó a Múnich en 1913 para escapar del servicio militar en Austria, para el cual, de todos modos, se le consideró «demasiado débil» y no apto un año más tarde, en 19141. Una foto muy conocida, tomada meses después, muestra su rostro emocionado en medio de una multitud exultante concentrada en la Odeonsplatz de Múnich el 2 de agosto de 1914, al día siguiente de la declaración de guerra a Rusia por parte de Alemania2.
Hitler corrió a presentarse voluntario en el ejército bávaro. Recibió, como cabo primero en un regimiento de infantería, dos distinciones al valor, una de ellas la Cruz de Hierro de primera clase, pero al mismo tiempo no se le consideró adecuado para un ascenso ¡basándose en que carecía de dotes de liderato!3 Sus camaradas le veían como un bicho raro, estrafalario, introvertido y obsesionado con Schopenhauer4, mientras ellos se dedicaban a charlar sobre sus familias y novias. Nada en él presagiaba a un hombre que fuera a llegar lejos. Pocos a su alrededor prestaron5 atención a los radicales puntos de vista que ya sostenía, algunas veces en público, entre ellos la necesidad de romper con el «internacionalismo interno» después de la guerra.
Algunos años más tarde escribió que la guerra fue el «período más inolvidable» y «más maravilloso» de su vida6. En la década de los años 40, cuando se hallaba encerrado en el cuartel general del frente en Prusia oriental, le invadían los recuerdos de sus tiempos de cabo, que en ese momento, sin duda, constituían un sustitutivo para sus fracasos como jefe militar. Indudablemente, la guerra fue un momento de vital importancia en la formación de Hitler, una experiencia que reforzó una amalgama de prejuicios ya existentes, muy profundamente arraigados y llenos de palpitantes obsesiones que enardecían una personalidad tan poco atractiva como la suya. Para alguien como él, que se «había encontrado a sí mismo» en la guerra, las noticias de la derrota alemana y la revolución, que recibió en un hospital militar de Pomerania cuando se encontraba convaleciente de una ceguera producida por la acción del gas mostaza, fueron un duro golpe. Sufrió un trauma y una locura temporales. En ese momento, el odio que había nacido en su interior explotó con rabia hacia fuera.
Cuando recibió el alta en el hospital, Hitler trabajó para el ejército en la vigilancia política rutinaria de grupos extremistas en Múnich, lo que le llevó a entrar en contacto con el incipiente Partido de los Trabajadores Alemanes, que acababa de surgir como uno de tantos grupos sectarios con ideas nacionalistas y racistas. Su incorporación a lo que pronto sería el Partido Nazi le condujo a la política activa de las cervecerías de Múnich. Tanto los que le rodeaban como él mismo empezaron a darse cuenta de su habilidad, poco común, para expresar los prejuicios y resentimientos populistas más vulgares de una manera atractiva y puramente demagógica, con lo que comenzó a perfilarse la toma de conciencia y la seguridad del agitador político. Se iniciaba su salida del anonimato.
A estas alturas, no había todavía nada que presagiara su posterior ascenso meteórico. Carecía de experiencia política y no tenía una posición notable ni acceso a los círculos de poder. Sin embargo, en los años que le quedaban de vida, Hitler atrajo la atención como agitador de cervecería; se recuperó del oprobio después del tremendo fracaso del golpe de Estado, obtuvo un triunfo propagandístico durante su juicio y reconstruyó un partido fragmentado al salir de la cárcel; emergió durante la Depresión como cabeza de un gran ejército político y se convirtió en un serio aspirante a los más altos cargos del Estado; se hizo con un dominio dictatorial, en un período de tiempo increíblemente corto, sobre un aparato de gobierno muy desarrollado, elaborado y sofisticado; dirigió una recuperación económica y militar que cogió desprevenidos por igual a opositores y seguidores; quebró el orden europeo establecido después de la guerra y trastocó la diplomacia mundial; recibió una adulación infinita de su entorno y despertó una gran admiración —y un odio aún mayor— en otros; arrastró a su país, a Europa y, al final, a todas las grandes potencias mundiales a una guerra destructiva sin precedentes; mantuvo durante cuatro años bajo su dominio a casi todo el continente; fue el inspirador del genocidio más abominable que la humanidad haya conocido; y, finalmente, hundió a su país en una derrota militar total, que desembocó en su ocupación, y se suicidó con su tierra reducida a escombros y con su archienemigo llamando a la puerta.
¿Cómo un personaje así pudo, aunque solo fuera durante unos cuantos años —que para sus adversarios significaron una interminable etapa de oscuridad— dirigir los destinos de una de las naciones económicamente más desarrolladas y culturalmente más avanzadas del mundo? ¿Cómo pudo convertirse Hitler durante un tiempo en el hombre más poderoso de Europa? Clase, origen, formación y experiencia obraban en su contra. Ni siquiera era ciudadano alemán (hasta que se le concedió la nacionalidad alemana en 1932). No procedía del tipo de familia del que salían tradicionalmente los dirigentes alemanes. No surgió de entre las elites del poder al uso. Era ajeno por completo a ese mundo. Durante mucho tiempo, todo lo que al parecer podía ofrecer eran sus bien arraigadas fobias ideológicas y una habilidad poco común para la demagogia que despertaba los instintos primarios de las masas, junto a ciertos amaneramientos estrafalarios. Y, sin embargo, al cabo de quince años de su salida del anonimato absoluto, había logrado sustituir al pilar del antiguo orden que era el mariscal de campo Hindenburg como jefe del Estado. En solo dos décadas desde los inicios de su «carrera política», este antiguo cabo de infantería ya impartía órdenes a los aristocráticos generales alemanes en medio de la segunda gran contienda europea, que se convirtió pronto en mundial, de la que él, más que cualquier otra persona, reclamaba ser su máximo responsable.
El poder de Hitler plantea una serie de problemas muy complejos. La pregunta «¿cómo fue posible Hitler?» inquietaba ya a los que en su tiempo se opusieron al nazismo y desde entonces ha obsesionado a los historiadores. Cuestiones todavía más complejas, más allá de cómo Hitler pudo alcanzar el poder, se refieren a la naturaleza, al alcance y al ejercicio de su poder. Muchos de sus coetáneos, desde todos los sectores del espectro político y tanto dentro como fuera de Alemania, estaban seguros en 1933 de que el poder de Hitler iba a constituir un fenómeno de corta duración, de que estaba dotado para agitar a la muchedumbre pero no para gobernar y de que los grupos de poder tradicionales le apartarían y le marginarían una vez que se hubiese superado la crisis inmediata. Este planteamiento resultó ser un fatídico error de cálculo. Sin embargo, pone sobre la mesa el problema de cómo Hitler, una vez llegó a la Cancillería, fue capaz de consolidar y extender su poder, un asunto del cual, a su vez, surgen preguntas acerca de las bases de ese poder, los cambios que tuvieron lugar entre los grupos poderosos que le apoyaban y cómo dichos cambios afectaron al alcance y al ejercicio de su propia influencia, así como acerca de los efectos de la forma de autoridad política tan particular que representaba Hitler sobre las estructuras ya existentes de poder y administración. El análisis de estas cuestiones debería permitir apreciar las relaciones que mantuvo el poder de Hitler con las «fuerzas sociales» impersonales que le dieron forma y lo condicionaron, qué grado de autonomía en el ejercicio personal del poder tenía y cómo se puede relacionar ese poder personal con el camino hacia el abismo de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.
En sus intentos de ofrecer respuestas a estas preguntas, los historiadores siempre han tenido que enfrentarse a la difícil tarea de sopesar la importancia relativa de la «personalidad» y de las «estructuras» y fuerzas impersonales en el proceso de desarrollo histórico. Aunque éste es un problema general en la interpretación de todos los períodos de la historia, ha llevado a divisiones especialmente acentuadas en el análisis de la Alemania nazi. La importancia que los historiadores han dado a la «personalidad» o a «determinantes impersonales» ha marcado la naturaleza de las interpretaciones sobre Hitler7.
En un extremo, las interpretaciones marxista-leninistas, que sostuvieron los coetáneos en la Comintern de Entreguerras y mantuvieron en particular hasta hace poco los historiadores de la Alemania oriental, atribuían tradicionalmente poco peso al individuo en la historia. En consecuencia, dichos historiadores minimizaron la importancia del papel personal de Hitler y negaron la existencia de cualquier práctica de poder individualizado y autónomo. De acuerdo con dicha visión, fuera cual fuera el poder que ejerciera Hitler, no superó al poder de los grupos imperialistas más extremos del capitalismo financiero alemán. Estos grupos habían «aupado» a Hitler al poder, preparándole el terreno con el fin de que actuara como portavoz y «agente» de la destrucción de la fuerza del movimiento obrero y proporcionase el entorno adecuado para la reconstrucción del capitalismo tras una crisis sin precedentes y la expansión que asegurara la hegemonía del capitalismo alemán en Europa y, en definitiva, en el mundo. Los que «realmente» mandaban en Alemania, según este marco explicativo, eran los representantes de «los grandes negocios». Sus intereses —los del gran capitalismo empresarial— moldearon la política nazi. Una vez instalaron a Hitler en el poder, siguieron determinando los límites dentro de los cuales podía actuar. Según esta interpretación, el poder personal de Hitler era una quimera; como variable independiente, no existió.
Este modelo explicativo tuvo poco arraigo entre los historiadores occidentales. A pesar de que la literatura procedente de la Alemania oriental hizo mucho por desvelar la complicidad de las grandes empresas con el Gobierno nazi, resulta inadecuada porque, por un lado, exagera la capacidad manipuladora de los representantes de la industria y, por otro, olvida el problema de cómo, en determinadas circunstancias, un estilo de mando personalista puede desarrollar una relativa independencia respecto a los intereses económicos, subordinándolos a la larga a unas prioridades ideológicas no económicas.
Allí donde ha predominado una historiografía «liberal», se ha atribuido al papel de la personalidad una importancia independiente mucho mayor de lo que los análisis marxistas de cualquier tipo consideran aceptable. Mientras que los historiadores de la República Democrática de Alemania no produjeron ni una sola biografía de Hitler, entre los escritores no-marxistas la fascinación por la figura del dictador comenzó ya cuando éste estaba vivo, momento en que se publicaron las primeras biografías, y no muestra signos de extinguirse. Los detalles de la vida de Hitler han sido exhaustivamente investigados, los elementos que componen su bagaje ideológico estudiados con minuciosidad, e incluso su «historia psíquica» ha quedado al descubierto. Sin embargo, y a pesar de la abundancia de estudios, persisten los problemas interpretativos que, de alguna manera, se hallan en el reverso de los aportados por la literatura marxista.
En los primeros años de la posguerra, las explicaciones del nazismo y de sus siniestras consecuencias se personalizaron a veces tanto en la figura de Hitler que daba la impresión de que todo el devenir de una nación, por lo demás sano, hubiera sido secuestrado por la diabólica influencia de un solo hombre. El ex ministro de Armamento Albert Speer se refirió a Hitler, durante su confinamiento en Spandau, como una «figura demoníaca», «uno de esos fenómenos históricos inexplicables que surgen ocasionalmente en el seno de la humanidad», cuya «persona determinó el destino de una nación»8. Esta demonización de Hitler ha dado paso desde entonces a una comprensión más sofisticada de su lugar en la historia alemana. Sin embargo, incluso las mejores biografías han corrido el riesgo de situar el poder personal de Hitler en un nivel tan elevado que la historia de Alemania entre 1933 y 1945 queda reducida a poco más que la expresión de la voluntad del dictador. Desde esta perspectiva, el Tercer Reich puede aparecer como una mera tiranía personal de nuevo cuño.
El contraste entre el enfoque biográfico y el enfoque impersonal del marxismo-leninismo no podría ser más rotundo. Mientras en la historiografía de la Alemania oriental Hitler es poco más que un cero a la izquierda de los intereses capitalistas, la principal biografía del personaje escrita en Alemania occidental9 olvida en la práctica a los intereses capitalistas, que resultan, si no explícita sí implícitamente, subordinados a sus dictados políticos e ideológicos. Según estas interpretaciones polarizadas, el poder de Hitler fue, al parecer, bien un elemento totalmente insignificante, bien un factor tan omnicomprensivo que todo el fenómeno nazi puede reducirse a «hitlerismo».
La supuesta personalización del nazismo a través de una preocupación excesiva por las intenciones y motivos ideológicos de Hitler ha continuado, de hecho, siendo el centro de atención en el debate de los historiadores del Tercer Reich. Desde una perspectiva marxista no dogmática ni leninista, se ha admitido abiertamente que «todavía no tenemos ni siquiera los elementos para construir una versión marxista del poder personal del líder fascista en el período de entreguerras»10. El debate acerca del papel de Hitler y la naturaleza y el alcance de su poder personal ha sido en gran medida, por lo tanto, territorio de los investigadores no marxistas.
En la actualidad se considera que los enfoques sobre el asunto se pueden clasificar en dos categorías, que han venido a denominarse, no del todo satisfactoriamente, «intencionalista» y «estructuralista» (o «funcionalista»). En el conjunto de las interpretaciones «intencionalistas», el poder supremo de Hitler como «señor del Tercer Reich»11 se da por sentado y se concibe la historia del nazismo en el poder como la historia de la ejecución programada y consecuente de las intenciones ideológicas de Hitler. En palabras de uno de sus máximos representantes, «se trataba en definitiva de la Weltanschauung de Hitler y nada más que eso»12. Según esta interpretación, Hitler es la encarnación clásica del poder en un Estado totalitario.
Por otro lado, el enfoque opuesto ha destacado el condicionamiento de las decisiones políticas por parte de limitaciones «estructurales» que, como las restricciones económicas, les restaban libertad de maniobra, o debido al propio «funcionamiento» de los componentes fundamentales de la dominación nazi, como la necesidad innata de Hitler de evitar cualquier acción que pudiera amenazar su posición y su prestigio. La ideología de Hitler no se ha examinado como un «programa» que se ejecutaba de forma coherente, sino como un marco poco definido para la acción que avanzaba dando traspiés con el fin de conseguir objetivos realizables. Estas consideraciones han llevado a subrayar que se trataba de un proceso decisorio muy poco claro dentro de un sistema de gobierno caótico. Por consiguiente, se ha puesto seriamente en cuestión el ámbito de actuación de Hitler, el grado de su autonomía personal con respecto a los factores que lo limitaban y hasta qué punto intervenía él mismo en la elaboración de la política. Desde esta perspectiva, se ha descrito a Hitler como un hombre «poco inclinado a tomar decisiones, a menudo indeciso, tan solo interesado en mantener su prestigio y autoridad personales e influido sobremanera por su séquito». Lejos de ser un líder con poder personal ilimitado, se ha señalado que debe considerarse al personaje «en cierto modo, como un dictador débil»13.
En términos heurísticos, la polarización del debate ha servido algunas veces a fines útiles, aunque otras ha dado la impresión de ser estéril. En todo caso, éste parece el momento de avanzar. Se puede comenzar por aceptar, sin duda alguna, que Hitler ocupó un lugar singular en el curso-de la historia alemana entre 1933 y 1945. ¿Se habría erigido un Estado terrorista y policial bajo el mando de Himmler y la SS sin Hitler al frente del Gobierno? ¿Se habría embarcado Alemania en una guerra total a finales de los años 30 con un modelo diferente de régimen autoritario? ¿Habría culminado en genocidio la discriminación de los judíos con otro jefe de Estado? En cada uno de los casos, parece muy poco probable. Se puede pensar que Hitler fue crucial en el inicio de todos estos procesos. Sin embargo, dentro de la explicación histórica, tanto las intenciones de los actores principales como las condiciones externas que favorecen o invalidan esas intenciones resultan de gran importancia. Los móviles, objetivos y propósitos de los líderes políticos poderosos son de vital trascendencia. Pero no completamente libres: tienen que actuar en circunstancias que van más allá del control y capacidad de manipulación de cualquier personaje histórico individual, por muy grande que sea el poder político que tenga ese personaje.
Los capítulos que siguen parten de la premisa de que el poder personal de Hitler fue ciertamente una realidad, no un espectro. Sin embargo, en ellos se interpreta el alcance y la expresión de ese poder, en gran medida, como el producto de la colaboración y la tolerancia, de los desaciertos y la debilidad de otros que estaban en posiciones de poder e influencia. Se afirma, además, que la ampliación progresiva del poder de Hitler, hasta llegar a un punto en el cual su potencial exclusivamente destructivo llegó a ser arrollador y completamente antagónico respecto a la preservación de la autoridad política racional, era principalmente la consecuencia de las concesiones y capitulaciones que otros estuvieron dispuestos a hacer. Un examen del poder de Hitler no puede, por tanto, empezar y terminar en la figura de Hitler. Las acciones de otros y las condiciones que determinaron esas acciones resultan también cruciales.
Un destacado líder nazi declaró en 1934 que en el Tercer Reich «todo el mundo tenía el deber de intentar trabajar en la dirección del Führer, conforme a sus deseos»14. Y los fanáticos seguidores de Hitler se lo tomaban al pie de la letra. Sin embargo, muchos de los menos entregados al régimen «actuaban en la dirección del Führer», a sabiendas o no, de forma subjetiva u objetiva, para favorecer las circunstancias por las cuales el poder de Hitler se viera libre de restricciones y sus vagos o «utópicos» imperativos ideológicos se plasmaran en la labor de gobierno. El ejercicio de su autoridad, de esta forma, estaba muy condicionado por su influencia simbólica como Führer. La disponibilidad para aceptar un nivel de poder personalizado que resulta bastante extraordinario en los Estados modernos y la idea de «trabajar para» la persona que ejerce ese poder están en el fondo de esta investigación.
Se puede definir el «poder», de forma abstracta, como «la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad»15. El complejo organismo del Estado moderno contiene una serie de bases de poder interrelacionadas pero relativamente autónomas. Aparte del ámbito del poder político en sentido estricto, que reside en el aparato burocrático, ejecutivo, judicial y administrativo del Estado en sí, las esferas parcialmente independientes de los poderes militar, económico e ideológico pueden, todas o cada una de ellas, sostener o socavar la forma de dominación política vigente16. «Dominación» o gobierno es la «probabilidad de encontrar obediencia inmediata y automática, de forma estereotipada, a un mandato por parte de un grupo dado de personas»17.
Tal como se define aquí, «poder» es un concepto relativo, no absoluto. El dominio que obtiene un individuo se hace a costa de la pérdida de poder de otro individuo o grupo. Esto, claro está, no excluye la posibilidad, ni siquiera la probabilidad, de que dos o más individuos o grupos puedan aumentar-su propia influencia, al menos temporalmente, a expensas de una tercera parte. En el caso del Tercer Reich, esto vendría a significar que no solo Hitler y el Partido Nazi sino también las elites tradicionales del poder —capaces, por medio de su entente con el nazismo, de renovar en alguna medida su propia base de poder— se aprovecharon de la pérdida de poder por parte de las instituciones democráticas.
Con la progresiva destrucción de cualquier estructura «racional» de distribución del poder, se hace probable además la consolidación de un elemento de poder a expensas de los otros. En el Tercer Reich, el «cartel del poder» inicial, que abarcaba tanto a las facciones nazis como a los grupos de las elites tradicionales nacionalistas y conservadoras no nazis, se entretuvo durante unos años en incesantes batallas internas por el poder, de las que surgieron fortalecidas algunas facciones radicales. El éxito de las mismas se debió generalmente a la dependencia directa de la protección de Hitler. Pero, a la inversa, la propia posición de poder de Hitler se vio sumamente reforzada por el éxito, en el «cartel del poder» del Tercer Reich, de esos mismos elementos, que tanto le debían y que constituyeron los agentes políticos ejecutivos directamente relacionados con sus imperativos ideológicos. En otras palabras, una idea distributiva del poder puede ayudar a conceptualizar el proceso mediante el cual el poder de Hitler se convirtió poco a poco en absoluto a expensas de otros elementos integrantes de la ecuación del poder en la Alemania nazi.
Una clave para comprender la progresiva expansión del poder de Hitler puede encontrarse en otro concepto de Max Weber: la «dominación carismática». Este concepto-procedente de Weber, aunque modificado en ocasiones—, tal y como se explicará en los capítulos siguientes, hace uso de una acepción técnica de la palabra «carisma» que no equivale a la aplicación imprecisa del término, por ejemplo, a políticos democráticos o a otras figuras conocidas con una personalidad llamativa o atractiva. A diferencia de la dominación que descansa en la «autoridad tradicional», la de los gobernantes hereditarios, y de la burocracia impersonal que caracteriza a la «autoridad legal» en la mayoría de los sistemas políticos modernos, la «dominación carismática» se basa en la percepción que tiene un «séquito» de creyentes del heroísmo, la grandeza y la «misión» de un líder aclamado. En contraste con las otras dos formas de dominación, la «dominación carismática» es intrínsecamente inestable. Tiende a surgir en condiciones de crisis y es propensa a venirse abajo por dos causas principales: por su incapacidad para responder a las expectativas creadas o porque dé lugar a un sistema «repetitivo», capaz de reproducirse a sí mismo tan solo a través de la eliminación, la subordinación o la absorción de la esencia «carismática»18.
Aunque los escritos de Max Weber son anteriores a la aparición de Hitler en escena, su concepto de «dominación carismática» tiene trascendencia tanto respecto a las fuentes del poder de Hitler como al ejercicio del mismo. Resultan valiosos a la hora de comprender la naturaleza de los fundamentos del poder de Hitler dentro del movimiento nazi y el impacto corrosivo de ese dominio cuando se superpuso a una forma alternativa de dominación, la que representaba el marco legal y burocrático del aparato del Estado alemán.
Desde una perspectiva marxista, se ha afirmado que es difícil acomodar el concepto de «dominación carismática» con la existencia de un moderno Estado capitalista19. De hecho, parece que el ejercicio del «poder carismático» se contradice con las formas de gobierno regulado por normas que resultan necesarias para la reproducción del capitalismo. Sin embargo, la aparición de demandas de poder «carismático», así como la naturaleza y función de la expresión «carismática» del poder, pueden comprenderse fácilmente en Estados capitalistas en crisis. Es aquí donde la intuición de Max Weber, a pesar de que la mayor parte de las veces se inspiró en ejemplos de «autoridad carismática» alejados de los sistemas políticos del siglo XX, se relaciona con las características propias de las formas fascistas de liderato y con las inestables bases de poder de un Estado de tipo fascista.
En los modernos Estados capitalistas, el poder político descansa normalmente en el desempeño de un cargo determinado y en la función que dicho cargo realiza. Se trata, básicamente, de un mando impersonal. El ejercicio del poder burocrático e impersonal, apoyado sobre la base de unas normas legales e impersonales equitativas, conforma el núcleo de lo que Max Weber explicó en términos generales como el marco «legitimo racional» de dominación. No obstante, en el contexto de una crisis socio-económica de la magnitud de la que asoló Alemania a comienzos de la década de los años 30, que rodeó a un sistema político rechazado desde el comienzo por sectores importantes de la sociedad alemana y evolucionó con rapidez hacia una crisis del propio Estado, las bases impersonales del ejercicio funcional del mando se vieron frontalmente atacadas y desacreditadas por aquellos que tenían la sensación de haber sido los que más habían sufrido durante el período. La consecuencia de todo ello fue la violenta sacudida que se produjo en la crisis terminal de la República de Weimar y que desembocó en una disposición bastante extendida —aunque no generalizada— a aceptar un sistema de gobierno completamente distinto, basado en el ejercicio del poder personal y también en la responsabilidad personal20 El concepto de «dominación carismática» puede describir este sistema putativo.
Parece claro que, en un Estado moderno, esta forma de dominio solo pudo darse como resultado de la crisis más profunda que quepa imaginar y que no podía suplantar a una burocracia moderna sino que tenía que superponerse a ella. Se hace también difícil imaginar cómo pudo crear una estructura duradera con el fin de perpetuar la dominación personalizada. Su fugacidad, como intento de resolver una crisis condenada finalmente al fracaso, no puede enmascarar el hecho de que, en unas circunstancias como las que ofrecía Alemania a comienzos de los años 30, evolucionó como una fuerza de una potencia extraordinaria y arrolladora y se consolidó como un agente dinámico y corrosivo de una insólita capacidad destructiva.
El concepto de «dominación carismática» no viene a expresar nada en sí mismo sobre el contenido de una «exigencia» concreta de liderato ni sobre las razones de la aceptación de dicha exigencia. Éstas varían de acuerdo con las circunstancias, los antecedentes y la forma particular de la «cultura política». Un factor psicológico de cierta importancia para el predominio de formas de liderato «carismático» de estilo fascista en los años 20 y 30 fue el hundimiento relativamente próximo en el tiempo de las monarquías, acompañado, sin embargo, en algunos sectores de la sociedad, por retazos de un anhelo casi religioso respecto a una autoridad suprema de origen divino, que en aquellos momentos podía adoptar una forma de autoridad más populista. Además, el traumático impacto que produjo la guerra y los valores asociados a la misma, como el chovinismo y el exceso de militarismo, favorecieron un entorno en el cual las demandas de un liderato «heroico» tuvieron acogida.
Las características propias de la variante alemana de «dominación carismática», que la diferenciaban, por ejemplo, del culto al Duce con Mussolini o del culto a la personalidad que rodeó a Stalin y a otros líderes en las diversas estructuras de los sistemas comunistas, provenían de la interacción de la crisis global que sufrió Alemania tras la Primera Guerra Mundial —y especialmente a comienzos de los años 30— con los rasgos específicos de la cultura política alemana. La historia «nacional» se percibía con frecuencia como una larguísima prehistoria que había precedido a una unidad nacional tardía y parcial, forjada principalmente mediante guerras —triunfantes o desastrosas— en suelo «alemán», y caracterizada en exceso por interrupciones, desuniones y divisiones, lo cual dejó una predisposición, principalmente aunque no solo en los círculos de la burguesía, a dotar a la política de un carácter heroico. El panteón de los héroes nacionales, al margen de grandes personajes del mundo cultural como Goethe o Beethoven, estaba habitado de manera más o menos exclusiva por figuras míticas o mitologizadas que habían obtenido célebres victorias adelantándose al ideal último de un Reich alemán unido21.
Las figuras heroicas de Federico el Grande o Bismark sobresalían más aún si cabe debido a la decepción provocada por el reinado del káiser Guillermo II, al trauma de la derrota en la guerra, a la revolución y a la conquista del Estado por parte de los odiados socialistas, a la vergüenza nacional de Versalles, al espectáculo que ofrecía una nación en tiempos poderosa arruinada por la inflación y luego por la depresión, y a la percepción de que la democracia de Weimar era un sistema infectado por la división y las disputas entre los partidos políticos. En la década de los años 20, antes de que Hitler llegara a destacar, era frecuente en la derecha alemana encontrar el anhelo de un nuevo gran líder, concebido a veces como la encarnación del guerrero, sumo sacerdote y hombre de Estado. Según esta concepción, dicho sacerdote libraría a Alemania de sus divisiones y devolvería al Reich, término que en sí mismo había adquirido connotaciones místicas, la unidad y la grandeza.
A comienzos de los años 30 y al inicio de una crisis que trajo un predominio todavía mayor de dichas ideas, había al alcance de la mano un aspirante que ofrecía las cualidades heroicas del liderato «carismático» y estaba respaldado por una organización que poseía el auténtico sello de una «comunidad carismática».
La «comunidad carismática» se componía, en primer lugar, de los más cercanos a Hitler, sus seguidores inmediatos en la elite del mando nazi, que formaban la correa de transmisión del culto a la personalidad en su entorno. La relación de estos hombres con Hitler no venía determinada por ningún cargo formal o impersonal que ocupara éste como jefe del partido, sino por vínculos de lealtad personal de tipo arcaico, casi feudal, que provenían del reconocimiento por parte de sus seguidores de la «misión» y los «logros» de Hitler y a los que éste correspondía dado el alto nivel de su propia dependencia respecto a sus más leales «paladines».
Fuera del reducido grupo de los líderes nazis, aquellos que sostenían el «carisma» de Hitler eran los activistas del movimiento, los principales portadores y proveedores del mensaje de sus «grandes hazañas». Otros personajes cruciales, que también soportaban y se aprovechaban del «carisma» de Hitler, eran los dirigentes y los funcionarios de aquellas organizaciones, la más importante de las cuales era la SS, que debían su propia existencia y la expansión de su poder a su adhesión al Führer. Más allá de éstos se encontraba la masa de los «partidarios de Hitler», entre la población en general, cuya adulación le proporcionaba a Hitler una plataforma de popularidad que fortalecía sumamente su posición de mando. Incluso los admiradores que más reticencias mostraban, los poco entusiastas que no obstante no tuvieron otra alternativa y los oportunistas, dispuestos a gritar «Heil Hitler» más fuerte que nadie si con ello se beneficiaban en algo, contribuyeron de forma objetiva a intensificar el culto «carismático» al Führer.
Un perfil del poder de Hitler debe explicar cómo se obtuvo, se consolidó y se expandió el «poder carismático», así como su doble apoyo en la represión y la aclamación, además de sus manifestaciones y de su impacto una vez hubo alcanzado el apogeo de su relativa autonomía y absolutismo. Esta investigación debe asimismo incorporar las concesiones con las que contribuyeron al «poder carismático» las elites no nazis, las de quienes tenían poca fe en él pero que, por sus propios motivos, estuvieron dispuestos a aceptarlo, o al menos a tolerarlo, hasta que se agotaran o rebasaran sus propias ambiciones de poder. Finalmente, habrá que examinar la fuerza destructiva del poder carismático, cómo erosionó todas las estructuras «racionales» y modelos de gobierno y administración, un proceso que culminó en un «enloquecimiento»22 definitivo de la «comunidad carismática» al desmoronarse los fundamentos de aquel poder.
El hilo conductor de esta investigación, que sigue el establecimiento, magnificación y disolución del poder de Hitler, descansa en el fuerte impacto inherente a la «dominación carismática» sobre las bases «racionales-legales» de la autoridad política, la influencia destructiva de un poder arbitrario y personalista sobre unas formas reguladas de dominación impersonal.
El presente examen del proceso por el cual una figura tan improbable pudo llegar a ejercer un poder personal tan extraordinario debe empezar por considerar de qué manera se hizo con esas cualidades «carismáticas». Sin duda alguna, una de las claves reside en la adecuación de sus condiciones personales a las necesidades de la situación, al igual que su promesa de salvación se correspondía con las expectativas de solución a la crisis. Habrá que comenzar, por tanto, estudiando la promesa de salvación en sí misma, cómo percibía Hitler su «misión» y cuáles fueron las razones por las que un grupo inicialmente reducido de devotos vio en él la respuesta a las necesidades de Alemania.