III. Represión y poder
En los años que siguieron a la desaparición
del régimen nazi, las descripciones del período en que gobernó
Hitler se centraron en exceso sobre el terror extremo y la
represión como sus características principales. Desde la propia
Alemania se defendía con frecuencia la idea de que cualquier tipo
de oposición resultaba inútil bajo un régimen totalitario y
represivo como aquél. Aquellos que habían sufrido durante el
nazismo y los que se habían librado de las garras del régimen a
través de la emigración proporcionaron descripciones gráficas y
conmovedoras acerca del sometimiento del individuo al terror
brutal. En esa misma línea discurrían los análisis académicos sobre
el totalitarismo realizados bajo la influencia de la Guerra Fría y
de las revelaciones acerca de las brutalidades tanto del
estalinismo como del régimen nazi. Desde distintos puntos de vista,
el poder de Hitler no se explica al parecer más que por la fuerza
coercitiva de un Estado totalitario y policial.
Las generaciones de posguerra, que
afortunadamente no han tenido que sufrir las barbaridades que
ocurrieron durante los años de Hitler, necesitan de buenas dosis de
humildad para matizar esta interpretación. En efecto, cualquier
explicación del carácter y el alcance del poder de Hitler que no
haga hincapié en la coerción y la represión nazis sería incompleta.
Sin embargo, resulta preciso hacer ciertas salvedades desde el
principio, que al mismo tiempo ayudarán a definir los límites de
nuestra investigación.
Proponer que el dominio de Hitler
descansaba en el «terror totalitario», dejando al margen los
problemas del concepto de «totalitarismo», es solo una verdad a
medias. Si centramos nuestra atención en la propia Alemania y
dejamos a un lado el terror sin límites desatado durante la guerra
en los territorios ocupados, especialmente en Polonia y la Unión
Soviética, tanto el terror corno la represión se aplicaron de forma
bastante selectiva. Se lanzó en masa a los campos de concentración
a los trabajadores relacionados con los partidos de izquierda,
sobre todo en la embestida inicial del nuevo régimen en 1933. Los
empresarios, los grandes propietarios (al margen de los sospechosos
de estar implicados en la conspiración de 1944) y los banqueros
quedaron incólumes. Se sometió al terror a los judíos, una pequeña
minoría rechazada. Gitanos, homosexuales, mendigos y otros
«elementos antisociales» también sufrieron el azote de la opresión
nazi. Sin embargo, y a pesar de la «lucha eclesiástica», ningún
obispo católico alemán fue confinado en un campo de concentración.
El acoso policial fue mucho más frecuente en los barrios obreros de
las grandes ciudades que en los de clase media. No se produjeron
ataques contra la población rural ni contra los pequeños
propietarios agrarios. No hubo purgas en el ejército, aparte de las
actuaciones relacionadas con las destituciones de Blomberg y
Fritsch en 1938 y los actos de venganza contra los implicados en la
conspiración de 1944. La mayor parte de la intelligentsia, al margen de la minoría de
intelectuales que se vieron forzados a emigrar, no necesitó del
terror para alinearse con la Gleichschaltung (o «coordinación») nazi. En efecto,
se empleó la «autocoordinación» a muchos sectores de la sociedad
que cooperaron voluntariamente en los primeros momentos para
proceder a la nazificación de sus cuerpos profesionales y
representativos.
Por lo tanto, la represión se dirigió en
general contra los sectores de la sociedad menos poderosos y
apreciados. Poco o nada se hizo contra los «grandes batallones»,
principalmente en los primeros años del régimen. Tampoco la
represión fue una constante en el tiempo. Tras los ajustes de
cuentas iniciales, en los que decenas de miles de enemigos
políticos del nazismo fueron represaliados por las hordas nazis,
durante algunos años se produjo un descenso en los niveles de
represión, que se reflejó en la disminución de casos presentados en
los recién creados «tribunales especiales», establecidos para
resolver de forma rápida «delitos» políticos menores, y en el menor
número de internados en los campos de concentración. Las cifras
comenzaron a aumentar de nuevo en los dos años previos al estallido
de la guerra. El comienzo de ésta fue acompañado por una ampliación
de la gama de delitos y de castigos draconianos para todos aquellos
que parecían minar o amenazar el esfuerzo bélico. Pero, en el
interior de Alemania, los que sufrían lo peor de las represiones
eran sobre todo los grupos raciales «indeseables», especialmente
los judíos (antes de su deportación) y los grupos en aumento de
«trabajadores extranjeros» que mantenían la economía de guerra.
Cuando el balance de la guerra empezó a ser desfavorable, la
represión alcanzó nuevas cotas; el régimen se volvió contra toda
forma de manifestación, real o presunta, de oposición. Fuera de
Alemania, en aquellos momentos, el terror nazi era un torbellino
aniquilador.
Una vez hechas estas observaciones, la
fuerza coercitiva que subyacía al poder de Hitler resulta
inseparable del consenso en amplios sectores de la sociedad alemana
respecto a mucho de lo que se estaba haciendo en nombre de Hitler.
Coerción y consentimiento eran las dos caras de la misma moneda,
los dos rasgos inseparables del dominio de Hitler.
Es importante, sin embargo, no olvidar el
hecho de que el poder de Hitler, a partir de 1933, descansaba
principalmente sobre su control de los instrumentos de dominación y
el aparato coercitivo del Estado. En las democracias capitalistas
modernas y estables, puede decirse que el poder del Estado reside
en su capacidad de penetrar en las organizaciones intermedias de la
sociedad civil y, de ese modo, poner en práctica decisiones
políticas a través de la cooperación y el consenso mediados. Allí
donde esta capacidad se encuentra tan debilitada que las
estructuras pluralistas se descomponen y la democracia se viene
abajo, se hace uso de lo que puede denominarse «poder despótico»:
acciones que se imponen desde arriba, desde la jefatura
gubernamental, en lugar de emplear la negociación con los grupos
intermedios de la sociedad civil106.
Sin duda, en 1933 Alemania había llegado a
esa etapa. El colapso de la democracia de Weimar —la fragmentación
primero y la polarización después de la sociedad civil, que condujo
a unas circunstancias similares a aquellas que desencadenan una
guerra civil, y el consiguiente vacío en el poder central del
Estado— proporcionó desde 1930 el escenario en el cual se
reorganizó el poder estatal alemán sobre bases «despóticas». Los
niveles extremos de conflicto en la sociedad civil provocaron
niveles extremos en la coerción ejercida por el nuevo régimen nazi,
lo cual se unió, por supuesto, a los intentos sin precedentes de
«fabricar», por medio de propaganda, el consenso que había estado
ausente, de manera harto manifiesta, antes de 1933.
Las estructuras organizativas de los
instrumentos de dominación han sido examinadas profundamente y no
necesitan aquí de un examen más detenido. A partir de ahora, la
atención se centrará sobre todo en cómo la atomización de la
oposición y el desgaste de la legalidad por medio de actuaciones
policiales contribuyeron a la acumulación de poder en manos de
Hitler. Este proceso se relaciona, más que con las propias acciones
de Hitler, con las fuerzas que dentro del Estado, del movimiento
nazi y de la sociedad alemana, por los motivos que fuera, estaban
objetivamente «trabajando en la dirección del Führer».
LA ATOMIZACIÓN DE LA OPOSICIÓN
Mussolini tardó cerca de tres años en
establecer un poder dictatorial pleno en Italia. Hasta cierto
punto, allí el proceso de monopolización fascista del poder nunca
se completó del todo. En Alemania, las formas de organización de la
oposición política se destruyeron en un plazo de seis meses. En
otros seis, los retazos que aún persistían de autonomía regional,
aplastados ya en realidad a las pocas semanas de que Hitler se
convirtiera en canciller, habían desaparecido. Y, en otro semestre
más, la amenaza potencial que se cernía desde el propio movimiento
de Hitler fue brutalmente eliminada. Entretanto, las otras grandes
instituciones sociales que, además del ejército, no habían sido
«coordinadas» (o nazificadas), las iglesias cristianas, fueron
forzadas a mantenerse a la defensiva y adoptaron posiciones de
introversión en las cuales el compromiso político iba de la mano de
una lucha tenaz por defenderse de las intromisiones nazis en los
ámbitos que correspondían a las prácticas y a las instituciones de
la iglesia.
Ya en 1934, un agudo informe de la
organización socialdemócrata en el exilio apuntaba que «la
debilidad de la oposición es la fortaleza del régimen». Los
opositores al nazismo eran ideológica y organizativamente débiles,
continuaba el análisis —«ideológicamente débiles porque la gran
masa solo está descontenta, simplemente quejosa», y
«organizativamente débiles porque es esencial en un sistema
fascista que no se permita a los opositores organizarse
colectivamente»107.
La demolición completa de la oposición
política en un plazo tan breve de tiempo parecía poco probable en
enero de 1933. Este logro se debió a la dinámica creada por el
descrédito absoluto de las formas de gobierno democráticas y
parlamentarias, a la debilidad inherente a la oposición en todo el
abanico político, y a la rapidez con que Hitler explotaba al máximo
y con total implacabilidad cualquier oportunidad que se le
presentase, no tanto a los planes nazis respecto a las etapas
necesarias para tomar y consolidar el poder.
Pese a que solo dos nazis (Göring y Frick)
tomaban parte junto a Hitler en un Gabinete dominado por
conservadores, el puesto clave en él, aparte del que ocupaba
Hitler, era el de Göring, que, como comisario del Ministerio del
Interior prusiano, controlaba a la policía del Estado alemán más
grande y más importante. Además, Hitler guardaba un as en la manga
desde el principio en su relación con sus socios conservadores.
Estaban unidos en lo que se refería al objetivo de destruir al
marxismo de una vez por todas, pero solo Hitler encabezaba un
ejército político de masas capaz de asegurarse el control de la
calle. Así pues, con el inmenso —aunque potencialmente inestable—
movimiento nazi a sus órdenes, y con la ventaja añadida de no
haberse manchado nunca las manos con la participación en el sistema
de Weimar, la posición de Hitler a la hora de asumir el mando,
aunque precaria en apariencia, era en realidad bastante fuerte
dentro de la coalición nazi-nacionalista.
Los socios de coalición acordaron el 30 de
enero de 1933 dos puntos esenciales: la necesidad de poner fin al
parlamentarismo en Alemania y la de barrer por completo al
marxismo. La opinión sobre cómo conseguir ambos fines estaba
dividida. Hugenberg, nuevo ministro de Economía, quería una
inmediata prohibición del Partido Comunista. Hitler puso
objeciones, ya que esta medida podía incitar a un levantamiento
comunista y llevar al ejército a la guerra civil, posibilidad esta
que el mando militar quería evitar a toda costa. El nuevo ministro
de la Guerra, Von Blomberg, ya la había previsto y, para evitarla,
había dejado las manos libres a los nazis en el campo de la
política a cambio de ventajas para el ejército en forma de un
rearme masivo. Papen propuso una ley de autorización. Pero los
pasos precisos para obtenerla habrían hecho depender a la coalición
del respaldo del Partido Católico del Centro. Hitler prefería
presionar para que hubiera nuevas elecciones108, lo cual
equivalía en la práctica a su única estrategia inicial.
Todo lo que estaba en juego en aquellas
elecciones, desde la perspectiva de los partidos gobernantes, era
el apoyo plebiscitario, ya que Hitler garantizó que serían las
últimas elecciones en mucho tiempo y que la composición del
Gabinete se mantendría sin cambios sea cual fuere el resultado.
Esto fue suficiente para convencer a los miembros conservadores del
equipo de gobierno para acceder a la disolución del Reichstag y a
la convocatoria de nuevos comicios.
En la campaña electoral subsiguiente, el
ansia de los conservadores por aplastar de nuevo a la izquierda
hacía el juego a Hitler al respaldar el marco legal dentro del cual
podía producirse la represión. En las semanas que precedieron y
siguieron a las elecciones del 5 de marzo de 1933, esto fortaleció
desmesuradamente la posición del movimiento nazi a costa de los
demás partidos. Laminar a la izquierda, por orden no solo de los
líderes nazis sino también de las elites conservadoras, constituyó
la primera fase de un proceso doble que atomizó a la oposición en
1933 y culminó en la disolución de los partidos burgueses y en el
establecimiento de un sistema de partido único el 14 de julio de
1933.
La maquinaria ya existente del decreto
presidencial bastó para declarar el 4 de febrero de 1933 la
prohibición de todo periódico o acto público que atacara al nuevo
Estado. Esta disposición había sido redactada por funcionarios
antes de que Hitler tomara el poder. En la campaña electoral se
hizo pleno uso de estos poderes, sobre todo contra los comunistas.
A mediados de febrero, Göring dio órdenes a la policía prusiana de
apoyar a las fuerzas paramilitares nazis e indujo, con su total
respaldo, al empleo de armas de fuego para acabar con las
«organizaciones subversivas»109. La utilización oficial de 50.000 hombres
provenientes de las «asociaciones nacionales» de las SA, SS y
Stahlhelm como policía auxiliar en Prusia
sancionaba el permiso para llevar a cabo una orgía de violencia por
parte de las tropas de asalto contra comunistas y socialistas. Como
respuesta a los llamamientos del Partido del Centro a Hindenburg
para que pusiera fin a «las condiciones increíbles», Hitler y
Göring hicieron una llamada a la disciplina110.
Hitler tuvo buen cuidado, en el transcurso
de esas semanas, de no hacer nada que alterara la cooperación con
sus socios conservadores. Pero la quema del Reichstag la noche del
27 de febrero le brindó de nuevo la oportunidad de debilitarlos aún
más y de reforzar significativamente su posición de poder. En la
creencia de que el incendio del Reichstag —iniciado por un joven
holandés y antiguo comunista llamado Marinus van der Lübbe, como
forma de protesta contra el sistema capitalista y el gobierno de
«concentración nacional»— era una señal del esperado levantamiento
comunista, Hitler y Göring reaccionaron con furia histérica. Al
parecer, Hitler pidió que se colgara a todo diputado comunista esa
misma noche111. Aunque no se
llegó tan lejos, Göring se apresuró a dar una serie de órdenes con
el fin de proceder al arresto de comunistas en masa.
Cuando el Gabinete se reunió al día
siguiente, Hitler ya se había calmado. Explicó que «el momento
psicológicamente adecuado para el enfrentamiento (con el KPD) había
llegado», lo cual implicaba una lucha que no debía verse limitada
por consideraciones legales112. El último
punto que figuraba en el orden del día era un decreto, elaborado
por Frick, que recurría al artículo 48 de la Constitución de Weimar
para suspender indefinidamente todos los derechos y libertades
personales, incluidas las libertades de expresión, asociación y
prensa. Según lo estipulado en él, se podía retener a los presos
políticos por tiempo indefinido sin que tuvieran que ser llevados
ante un tribunal113. En el mes de
abril había, solo en Prusia, alrededor de 25.000 prisioneros en
régimen de «custodia protectora»114. El decreto
del incendio del Reichstag inauguró, por tanto, un «estado de
emergencia» que duró en la práctica lo que el propio régimen y
constituyó un elemento crucial en la consolidación del dominio de
Hitler.
Las semanas que siguieron resultaron
decisivas para la eliminación de la oposición organizada de
izquierdas y para el sometimiento de las restantes organizaciones
políticas no nazis. Después de las elecciones del 5 de marzo (en
las que el NSDAP consiguió el 43,9 por 100 de los votos y sus
socios nacionalistas un 8 por 100 adicional), la toma del poder en
los Länder por parte de los nazis trajo consigo un drástico aumento
de la violencia en los estados que no habían caído bajo su control.
En cárceles y campos precipitadamente montados y dirigidos por la
SA, se llevaron a cabo torturas, palizas y asesinatos de
innumerables opositores políticos. Aunque, para apaciguar la
opinión de los conservadores en Alemania y en el exterior, Hitler
hizo un llamamiento público a la SA para que dejara de importunar a
los individuos y de perturbar la actividad económica, animó a la
vez abiertamente al «exterminio del marxismo» y, entre bastidores,
su reacción ante las débiles protestas de los conservadores
rezumaba desprecio y cólera115.
El 20 de marzo, el presidente de la policía
de Munich, Himmler, anunció la instalación del primer campo de
concentración cerca de Dachau. Fueron surgiendo campos similares en
muchas partes de Alemania para el confinamiento de los presos
políticos, en su mayor parte comunistas y socialistas. El 23 de
marzo, fecha de la reunión del Reichstag, Hitler, que contaba con
el apoyo del Partido Católico del Centro y la sola oposición
valerosa del SPD, recibió la ley de Autorización, que permitía al
Gobierno aprobar leyes sin tener que consultar al Reichstag y sin
necesidad de obtener los decretos del presidente del Reich. En
aquellos momentos, los diputados comunistas o bien estaban
detenidos o bien habían huido, y el KPD se vio obligado a pasar a
la oposición en la clandestinidad. No hubo nunca una ley que
prohibiera al Partido Comunista, no hizo falta.
Desde el principio, el KPD subestimó
enormemente a Hitler y a los nazis. Las muestras de abierta
oposición al régimen a través de una huelga general pronto
resultaron inútiles. A pesar de su preparación para resistir en la
clandestinidad, la rapidez y la ferocidad de la represión nazi que
siguió al incendio del Reichstag cogieron al partido desprevenido.
Si bien el valor y la entrega de todos los que participaron en la
resistencia aseguró, a pesar de la represión, que no se erradicara
totalmente a la oposición clandestina, entre febrero y marzo de
1933 se destruyó realmente al Partido Comunista como fuerza
política y como amenaza real para la hegemonía nazi.
Entretanto, y a pesar de su último gesto de
valentía al resistirse a la aprobación de la ley de Autorización,
el que en otro tiempo fuera poderoso SPD estaba también acabado. El
Partido Socialdemócrata, el imponente Reichsbanner (su organización paramilitar) y los
sindicatos actuaron con extremo cuidado durante las primeras
semanas que pasó Hitler en la cancillería para no ser una fuente de
provocación, pero todo fue en vano. Entre los meses de marzo y
abril, el Reichsbanner fue obligado a
disolverse. Los sindicatos, que habían anunciado en marzo su
voluntad de romper los vínculos con el SPD y de servir lealmente al
nuevo Gobierno, fueron disueltos el 2 de mayo. El mismo SPD solo
duró oficialmente hasta la prohibición impuesta el 22 de junio.
Pero, para muchos socialistas, el juego ya había terminado en marzo
y abril. Las sedes del partido cerraron, sus líderes se marcharon
al exilio, muchos activistas fueron arrestados y un sinnúmero de
militantes trató de pasar desapercibido. Dominaban el miedo, la
confusión, la consternación y un profundo desencanto con la
socialdemocracia.
Como entre los comunistas, nunca cesó su
actividad en la clandestinidad, aunque lo más importante para ellos
no era tanto desafiar al régimen por medio de la agitación continua
sino conservar y alentar la solidaridad entre los compañeros
socialistas. Ya habían perfilado largamente una cierta visión de la
ilegalidad a partir de la experiencia que les había traído la
prohibición por las leyes antisocialistas de Bismarck. Pero, como
señaló un antiguo funcionario y militante del SPD en 1935,
comparado con el de Hitler, el Reich bismarckiano era un «paraíso
de libertad»116.
Con la destrucción de la izquierda se había
alcanzado el objetivo común que unía a los nazis con la derecha
conservadora. Sin embargo, los conservadores, lejos de «encerrar a
Hitler» a lo largo del proceso, se vieron cada vez más
sobrepasados, mientras sus organizaciones políticas se enfrentaban
a un triunfante movimiento nazi que engordaba día a día con la
afluencia de nuevos miembros, procedentes sobre todo de las clases
medias y decididos a subirse al carro. Fue necesaria una coerción
relativamente escasa de los nazis sobre los partidos «burgueses».
De hecho, al llegar al poder en los Länder se habían producido
ajustes de cuentas con opositores políticos que no pertenecían solo
a los partidos de la izquierda. Pero, en los primeros meses, el
mayor efecto del terror consistió en hacerles ver lo inútil de la
resistencia organizada, inimaginable de todos modos desde los
pequeños partidos «burgueses», que distaban además de desaprobar
los objetivos políticos de los nazis.
Los antiguos partidos liberales
(DDP/Staatpartei y DVP) se disolvieron a
finales de junio. Por esas mismas fechas, los socios nacionalistas
de la coalición, cada vez bajo una presión mayor desde las
elecciones de marzo, renunciaron a sus organizaciones políticas. El
Partido Católico del Centro y su rama bávara, el BVP, resistieron
hasta comienzos de julio. A finales de junio habían perdido sus
vínculos con el clero, ya que el Vaticano —en su negociación del
Concordato— había aceptado que el clero católico no debía tomar
parte en ninguna actividad política. El toque final llegó con los
arrestos de corta duración de funcionarios del partido. Los
partidos católicos, las últimas organizaciones políticas autónomas,
se disolvieron. Algo más de una semana después, el 14 de julio, el
NSDAP fue declarado oficialmente el único partido político en
Alemania.
La autoridad de Hitler ya no era
cuestionada por ninguna oposición organizada al margen del propio
régimen. Los grupos de interés, los cuerpos profesionales, los
gremios, los clubes y las asociaciones dedicadas a los fines más
inocuos habían nazificado en el mismo período tanto sus formas como
a sus dirigentes. Se había purgado en el funcionariado a todos los
simpatizantes de los antiguos partidos de izquierda, así como a los
judíos (excepto a aquellos que habían participado en la guerra). Se
desplazó de los gobiernos locales a los alcaldes y personajes
representativos no afectos al régimen. Fuera de Prusia, que estaba
bajo el control del Reich desde el golpe de Estado de Papen del 20
de julio de 1932, el problema de la oposición potencial a las
directrices del Reich se había resuelto eficazmente a través de la
toma de posesión nazi de los gobiernos de los estados en marzo y
por medio de la imposición de gobernadores del Reich (en muchos
casos Gauleiter del Partido Nazi) para asegurar la adhesión a las
órdenes de Berlín. La soberanía legal de los estados quedó abolida
finalmente en enero de 1934; las administraciones de los Länder no
se tocaron, aunque carecían de un poder independiente. Un paso más
ese mismo mes ratificó la subordinación de los trabajadores a los
patronos y estableció el marco legal de las nuevas relaciones
laborales, que estaban ahora dominadas, en ausencia de sindicatos y
partidos políticos que representaran a los trabajadores, por un
empresariado triunfal y agresivo, respaldado por un Estado
coercitivo.
A mediados de 1933, el «espacio
organizativo» que necesita cualquier oposición política verdadera
se había eliminado. A pesar de los mitos nazis acerca de una
«revolución legal», ésta se había llevado a cabo con unos niveles
de fuerza, represión y brutalidad que excedían con creces las
medidas acometidas durante la consolidación del dominio de
Mussolini en la Italia fascista. La violencia había destruido a la
izquierda e impreso la crueldad del nuevo régimen en el resto de la
sociedad. Esto se había hecho con la aprobación de Hitler pero sin
necesidad de que dirigiera de cerca el caudal de terror vengativo
que desataron las hordas nazis. Mientras estas acciones estuviesen
dirigidas contra la izquierda o contra minorías indefensas como los
judíos, la oposición resultaba escasa y, cuando existía,
débil.
Las iglesias cristianas mantuvieron cierto
«espacio organizativo» independiente. Con el tiempo, se abandonó el
proyecto de «coordinar» a la fragmentada Iglesia protestante,
amalgama de iglesias estatales con aspectos doctrinales y
estructuras organizativas diversas, algunas de ellas extremadamente
celosas de su autonomía tradicional. Ni siquiera hubo intentos de
destruir a la Iglesia católica, por mucho que los nazis intentaran
acabar —o interferir— con la influencia que tenía sobre la
población de este credo a través de grupos juveniles, colegios,
fiestas y símbolos. Las iglesias, tanto las protestantes como la
católica, estaban poco dispuestas a entrar en conflicto con el
Estado nazi. Se limitaron a defenderse de los ataques a las
creencias cristianas y a sus formas de organización.
La institución más poderosa que quedó
intacta fue el ejército. No hubo purgas, ni ataques, ni intromisión
alguna en 1933. Se trataba de un organismo ante el que Hitler debía
proceder con cautela, sobre todo mientras el presidente del Reich,
Hindenburg, representara una posible fuente alternativa de lealtad
militar. No podía descartarse que el ejército tomara de alguna
manera el poder y estableciese una dictadura militar, o incluso la
restauración de la Monarquía. Hitler necesitaba el respaldo del
ejército más que el de cualquier otro elemento del Estado. No es de
extrañar, por lo tanto, que cuando el mando militar empezó a
preocuparse acerca de una posible subordinación del ejército a una
futura milicia dominada por la SA (que tenía, a principios de 1934,
alrededor de 2.500.000 de hombres), Hitler se mostró dispuesto a
actuar con la máxima crueldad contra una parte de su propio
movimiento en junio de 1934.
Antes de la «Noche de los cuchillos largos»
del 30 de junio de 1934, ya se venía fraguando un enfrentamiento
con el mando de la SA. Resultaba prácticamente inevitable algún
tipo de conflicto. Incluso con anterioridad a 1933 fue difícil en
ocasiones mantener a raya a la SA. Pero la cercana meta de la
conquista del poder bastó, o casi, para frenarlos. Representaron al
sector golpista dentro del movimiento nazi antes de 1933 y, durante
la fase de toma del poder, su estilo de violencia terrorista sin
límites fue decisivo para establecer de una manera tan rápida el
dominio nazi. Sin embargo, la tosquedad de su «política» empezó a
ser contraproducente tan pronto como su objetivo pasó de «los
enemigos del Estado» a los mismos pilares del poder del Estado: el
funcionariado, la policía y el ejército.
Los jefes de la SA no ofrecían una clara
alternativa de futuro. En cuanto amainó el torbellino
revolucionario, se dieron cuenta de que solo había consistido en
una revolución a medias y de que la «vieja guardia» todavía
controlaba los resortes del poder, mientras que apenas se habían
repartido favores y empleos a los amigos (o, mejor dicho, a los
«colegas»). Las descabelladas manifestaciones de Ernst Röhm sobre
una «segunda revolución» y la intromisión arbitraria de los jefes
de la SA en el gobierno local despertaron temor y una gran
hostilidad entre los conservadores —y también entre algunos nazis
incondicionales— que querían un Estado autoritario en orden y no el
destructivo «gamberrismo político»117 de la
SA.
En junio de 1934, la gravedad de las
inquietudes que se expresaban en aquellos momentos en los círculos
conservadores, así como la tensión entre el ejército y la SA, eran
tales que podían haber puesto en peligro la propia posición de
Hitler, sobre todo tras la esperada muerte —con la cual se contaba
en un futuro cercano— del presidente del Reich Hindenburg, ya
enfermo. Una vez que desde la propia cúpula nazi y, por razones
relacionadas con el poder político, Göring y Himmler estaban
dispuestos a eliminar juntos a Röhm, utilizando a la SS para ello,
la suerte de los líderes de la SA estaba decidida. Hitler fue
convencido y dio su autorización para actuar contra la SA. Mediante
un ataque rápido y espectacular, el 30 de junio numerosos jefes de
las guardias de asalto fueron arrestados y fusilados de inmediato
por la Gestapo y la SS, con el pretexto de que estaban involucrados
en los preparativos de un golpe contra el Gobierno. Hitler en
persona voló hasta Baviera y supervisó el arresto de Ernst Röhm,
que con posterioridad fue ejecutado en la cárcel en Munich. Se
aprovechó también la oportunidad para saldar cuentas con algunos
antiguos enemigos, entre los que se contaban Gregor Strasser y el
general Von Schleicher. La «Noche de los cuchillos largos» se cobró
ochenta y cinco víctimas en total.
La cruenta represión sobre una parte de su
propio movimiento constituyó un punto crítico en la consolidación
del poder de Hitler. En primer lugar, eliminaba a la única fuerza
dentro del propio régimen capaz de ofrecer una oposición seria
desde dentro o, mejor, de incitar a la oposición a otros sectores
(en especial al ejército), lo que podía haber derribado a Hitler.
Después del 14 de junio, la SA quedó en nada más que un organismo
activista, útil pero absolutamente leal, que, como en el caso del
pogromo de 1938, gastó su violenta energía en ataques contra las
minorías desprotegidas más que en atentar contra los que
controlaban el poder del Estado. Como consecuencia de la pérdida de
influencia de la SA, quien mayor provecho sacó fue la SS, guardia
pretoriana de Hitler y, a diferencia de su ejército de masas, una
fuerza totalmente fiel. Este desplazamiento del poder dentro del
régimen realzó considerablemente la posición de Hitler.
Esta posición se fortaleció además porque
la eliminación de la odiada cúpula de la SA, tan molesta, vinculaba
a los grupos de poder conservadores más a Hitler y al concepto del
«Estado del Führer». Se reforzaba la dependencia mutua entre las
elites tradicionales y el líder nazi. El ministro de Justicia, el
conservador Gürtner, dio su aprobación legal, con carácter
retroactivo, a los homicidios que se habían cometido por
entenderlos como medidas extraordinarias imprescindibles para
proteger los intereses del Estado. A pesar del malestar que surgió
en el cuerpo de oficiales al saberse que dos antiguos generales,
Von Bredow y Von Schleicher, se encontraban entre las víctimas de
la SS, Blomberg se encargó de que el ejército agradeciera
públicamente a Hitler aquella acción118. Unas semanas
después, tras la muerte de Hindenburg, todos los soldados hicieron
un juramento solemne de lealtad al propio Hitler. Dado el código de
honor de las fuerzas armadas alemanas, el significado de este acto
difícilmente puede sobrevalorarse. Todos los funcionarios hicieron
un juramento similar de fidelidad a la persona del Führer (no a
Hitler en su papel de jefe del Estado)119.
La aclamación y la estima popular ganadas
por la eliminación de la SA, odiada por todos, aumentó aún más el
poder de Hitler. Las palabras de agradecimiento del mismo
Hindenburg a Hitler por «haber salvado a la nación alemana» lo
legitimaban desde la jefatura del Estado120. Nunca había sido
tan alta la valoración popular del canciller. Por último, el
episodio demostró una vez más a todos los posibles opositores que
el régimen sería absolutamente implacable en el uso de la fuerza
siempre que sus intereses se vieran amenazados.
La brutalidad desenfrenada con la que
Hitler se deshizo de parte de su propio movimiento a finales de
junio de 1934 ofrece un nuevo ejemplo de la realidad que contiene
el aforismo de Mao según el cual «el poder político emana del
tambor de una pistola». No resulta sorprendente que muchos
ciudadanos, frente a aquel despliegue sin escrúpulos de la potencia
del Estado y privados por el momento de formas alternativas de
organización política, se sintieran impotentes. De 1934 en
adelante, las posibilidades reales de eliminar a Hitler desde
dentro estaban limitadas a quienes tenían acceso directo a los
arsenales y a la capacidad de coerción del Estado nazi: el ejército
y la SS.
Ambos ya se habían beneficiado enormemente
con el establecimiento del régimen nazi antes de unir sus fuerzas
para aplastar a la SA. Ambos siguieron viéndose favorecidos de
forma desproporcionada por los progresos del régimen en la década
de los años 30. Aunque algunos jefes militares, preocupados por el
peligro que representaba la aceleración de las agresiones alemanas,
adoptaron hacia 1938 actitudes embrionarias de oposición que
culminarían en el intento de golpe de 1944, la gran mayoría de los
generales se mostraba más que dispuesta a ofrecer su total
colaboración al régimen nazi. No era probable que un golpe de
Estado se fraguara en sus cuarteles mientras las condiciones fueran
favorables. Esto era aún más cierto en la SS, pilar del régimen,
una organización imbuida de la doctrina nazi y el órgano ejecutivo
de la ideología de Hitler.
Al margen de estas fuerzas de coerción
claves, resultaba inútil albergar esperanzas de derrocar a Hitler.
Sin embargo, la resistencia por parte de los grupos hostiles al
régimen nunca cesó. Cientos de ciudadanos de toda condición
sufrieron persecución, la cárcel y no pocas veces la muerte por
oponerse a él. Los miembros del Partido Comunista acusaron la
represión de manera especialmente grave: se calcula que 150.000,
aproximadamente la mitad de su militancia en vísperas del inicio de
la etapa nazi, fueron encarcelados o incluso algo peor durante el
Tercer Reich. Unos 12.000 alemanes fueron condenados por alta
traición entre 1933 y 1939. Solo durante la guerra, momento en el
cual el número de delitos punibles con la muerte ascendió de tres a
cuarenta, los tribunales civiles alemanes impusieron alrededor de
15.000 penas de muerte121.
Pero era inevitable que la resistencia
estuviera fragmentada, atomizada y apartada de cualquier
posibilidad de ampliar el apoyo de las masas. Esto quedaba
asegurado por la escala y la intensidad de la represión desde 1933,
aunque la división, el recelo y la ausencia de un objetivo común
antes de la toma del poder por los nazis ya habían abonado el
terreno. Un análisis realizado en 1939 por la cúpula de la
socialdemocracia en el exilio, basado en informes regulares
procedentes de la clandestinidad en Alemania, resume acertadamente
el impacto de la coerción nazi: «Aquellos que solían pensar,
todavía lo hacen hoy, y aquellos que no pensaban, hoy piensan menos
todavía. Lo único es que los pensadores ya no pueden guiar hoy a
los que no piensan»122. Esta es otra manera
de indicar que la impresionante extensión del poder de Hitler
resultó posible, en primer lugar, porque la oposición —real y
potencial— fue aplastada, desmembrada, intimidada y neutralizada
por un nivel de represión implacable y sin precedentes ejercido por
el Estado nazi.
Un alto nivel de represión dirigida hacia
antiguos adversarios políticos constituye un rasgo normal de los
regímenes autoritarios en la fase de «toma» del poder. Sin embargo,
es frecuente que esta represión, después de un período inicial de
derramamiento de sangre, se atenúe para convertirse en un control
poco atrayente pero en gran parte negativo sobre los grupos que
pueden suponer una seria amenaza para el régimen. Hasta en sistemas
fascistas o cuasi-fascistas, como los de Mussolini o Franco, ésta
era la pauta. Aunque en Alemania la violencia fue mucho más feroz
en los momentos de agitación, entre 1933 y 1934, aquí también se
produjo cierta «atenuación». Mientras el 31 de julio de 1933 casi
27.000 personas se encontraban en situación de «custodia
protectora», el número de recluidos en campos de concentración
había descendido en el invierno de 1936-1937 a 7.500, la cantidad
más pequeña durante todo el Tercer Reich123. Pero ya existían
planes para extender los campos de concentración y para crear
categorías nuevas de prisioneros.
Se puede decir, por lo tanto, que en la
Alemania nazi la represión no fue estática sino dinámica. La clave
de este proceso de radicalización dinámica estuvo en la inexorable
erosión de la legalidad bajo la presión de un Estado policial,
donde los rasgos represivos convencionales de la policía política
se combinaban con el dinamismo ideológico de la organización de
elite del partido, la SS. Puesto que esta organización era la más
cercana al ethos de los propios imperativos
ideológicos de Hitler y se veía a sí misma como la ejecutora de la
«idea» del Führer, el aumento del poder de la SS, fusión del
aparato coercitivo del Estado y de la dinámica ideológica del
partido en un órgano entregado más que ningún otro a «trabajar en
la dirección del Führer», proporciona una clave importante para
explicar el carácter y la expansión del poder de Hitler. En este
punto es necesario examinar brevemente el desarrollo de este
proceso.
LA SUBYUGACIÓN DE LA LEGALIDAD EN EL ESTADO
DEL FÜHRER
Aunque en 1933 Alemania poseía tan solo una
corta y accidentada historia democrática, la tradición de gobierno
constitucional basado en los principios del positivismo jurídico
era mucho más firme; tradición que, por etapas pero de forma
inexorable, se quebró con el Estado nazi. No es que el régimen de
Hitler reemplazara el conjunto de leyes por uno nuevo y nazificado.
Sí es cierto que un nuevo código penal, basado en el principio de
castigar la intención de cometer un delito, se encontraba en
avanzado estado de elaboración en 1935. Pero hasta esto parecía
restringir las exigencias del régimen y el proyecto se
paralizó.
El programa del partido de 1920 hablaba de
la necesidad de basar la sociedad en los cimientos de la ley
germánica. Pero pronto se demostró que las esperanzas que
acariciaban los expertos en leyes dentro del movimiento, como el
principal jurista del partido, Hans Frank, eran ilusorias. La
manera de enfocar la ley por parte del régimen resultaba, de hecho,
muy peculiar. Las leyes civiles fueron objeto de pocos cambios. El
área principal era el derecho penal, y aquí el régimen se comportó
de forma brutalmente oportunista y poco escrupulosa. Cuando las
normas legales convenían a los propósitos de la jefatura, se
empleaban, cuando conllevaban obstáculos se evitaban, se pasaban
por alto o simplemente se deshacían de ellas.
Como ya se ha reconocido desde hace tiempo,
la Alemania nazi proporcionó el terreno adecuado para un conflicto
entre las normas legales y la arbitrariedad de las acciones
ejecutivas de la policía. Desde el principio se trató de una
competición desigual. Y cuando, durante la guerra, se deterioró
radicalmente el clima en el cual se mantenía una apariencia de
legalidad, el desgaste de las leyes desembocó en una capitulación
total de los elementos del sistema judicial en favor de las
exigencias del poder ejecutivo policíaco.
La mayor parte de los jueces y abogados
alemanes había sido hostil a la República de Weimar, a la que veían
como una amenaza a su independencia jurídica y como un perjuicio
para sus intereses materiales y su posición social. En cuanto a sus
preferencias políticas, solían ser nacional-conservadores más que
declaradamente nazis, aunque en general dieron la bienvenida al
régimen por su promesa de restaurar un Estado autoritario, que
vendría acompañado por un aumento de la autoridad de los
responsables de la defensa de «la ley y el orden».
Un ejemplo excelente de tales actitudes lo
constituía el propio ministro de Justicia, Franz Gürtner, un
conservador —no un nazi—, pero empeñado en establecer un orden
autoritario estable apoyado en un sistema jurídico que rechazaba el
principio fundamental del liberalismo: la protección del individuo
frente al Estado. Gürtner estaba dispuesto a sancionar las
descaradas ilegalidades cometidas durante la fase de «toma del
poder», entre 1933 y 1934, como acciones necesarias en
circunstancias especiales (y, por lo tanto, «extralegales»). Aceptó
la imposición de la condena a muerte de Van der Lübbe por prender
fuego al Reichstag, aunque la pena capital por incendio
intencionado no existía en el momento de la comisión del delito.
Después de la masacre de la cúpula de la SA en junio de 1934,
autorizó la acción basándose en «que las medidas de autodefensa
tomadas con anterioridad al acto de traición deben ser consideradas
no solamente legales sino el deber de un hombre de Estado»124. A Gürtner le
interesaba defender el sistema jurídico y mantener separados los
papeles del poder judicial y de la policía. Sin embargo, tanto su
filosofía como sus actuaciones demostraron lo vulnerable de su
posición frente a aquellas fuerzas del régimen —con Hitler a la
cabeza— que no tenían escrúpulo alguno en su forma de entender los
principios de la rectitud jurídica.
La posición de los legalistas carecía
finalmente de esperanza por su aceptación voluntaria de la
naturaleza única y el poder ilimitado del Führer, un principio que
en esencia contradecía por completo las premisas de un orden basado
en normas jurídicas. Según el jefe de la Asociación de Abogados
Nazis, Hans Frank, la ley constitucional en el Tercer Reich no
representaba más que «la formulación jurídica de la voluntad
histórica del Führer»125. Esta opinión
equivalía, haciendo uso de la terminología de Max Weber, a la
subyugación de la autoridad jurídica y racional por la autoridad
carismática. La «voluntad», basada en «logros sobresalientes»,
reemplazó a los preceptos legales, abstractos e impersonales, como
el principio fundamental del derecho.
No solo un alto representante nazi como
Hans Frank formuló esta idea, también las autoridades más
destacadas de la teoría del derecho en Alemania intentaron con gran
esfuerzo cuadrar el círculo mediante la fundamentación lógica, en
términos legales, de la autoridad de Hitler. El principal experto
en Derecho constitucional, Ernst Rudolf Huber, por ejemplo, se
refirió a la ley como «nada más que la expresión del orden comunal
en que vive el pueblo y que proviene del Führer». Por consiguiente,
resultaba «imposible comparar las leyes de Hitler con un concepto
superior de derecho porque cada una de las leyes del Führer era la
expresión directa de este concepto völkisch
del derecho»126.
Al explicar que el cargo de Führer no era
en origen un puesto del Estado sino que había surgido en el seno
del propio movimiento, Huber suponía que resultaba correcto, en
lugar de hablar del «poder del Estado», referirse al «poder del
Führer», que constituía un poder político personalizado, «otorgado
al Führer como ejecutor de la voluntad común de la nación». Según
él, el «poder de Hitler» «era completo y total», al margen de
cualquier control, «libre e independiente, exclusivo e
ilimitado»127.
Estas interpretaciones de teóricos del
derecho de reconocido prestigio fueron de un valor incalculable
para legitimar una forma de dominación que, cualquiera que fuera la
teoría mistificadora, socavaba el Estado de derecho en favor de un
ejercicio arbitrario de la voluntad política.
La buena disposición que mostraron los
juristas y jueces para acomodarse a las exigencias más draconianas
del régimen, en un vano intento de preservar su autonomía y el
monopolio de la administración de la justicia, no fue correspondida
por parte de la cúpula nazi con reconocimiento alguno de su
servicio al Estado nazi. Al contrario, cuanto más fervorosamente
intentaban servir los jueces a sus señores nazis, mayor parecía el
desprecio y el abuso que encontraban.
El desprecio de Hitler no tenía límites. En
su opinión, «todo jurista era retrasado por naturaleza, o lo sería
con el tiempo»128. No se trataba
simplemente de injurias personales. Odiaba el «concepto artificial
del derecho»129, cuya función
consistía solo en el uso de los medios que fueran necesarios para
mantener el orden público, pero no en un fin en sí mismo130. Por definición, el
derecho no podía proporcionar la «voluntad», un requisito nazi para
la acción. Era reactivo, no activo. Establecía categorías y reglas
y, por lo tanto, representaba una restricción inaceptable. Por muy
severo que fuera, nunca sería capaz de reflejar totalmente «el sano
criterio del pueblo». Y, por encima de todo, la perspectiva de
cualquier limitación en la teoría o en la práctica al ejercicio del
poder del Führer resultaba inimaginable.
En consecuencia, el derecho significaba
algo que, desde el punto de vista nazi, no podía ser más que
parcialmente satisfactorio, algo que se podía utilizar y aprovechar
pero también pasar por alto si entorpecía las necesidades más
importantes del Estado, el movimiento, la «idea» y el Führer. Por
tanto, el choque entre la autoridad «legal» y el poder
«carismático» del Führer era inherente a la propia esencia del
nazismo.
A través de un creciente número de
intervenciones personales y arbitrarias en el proceso legal, y
también con su respaldo a la autonomía ejecutiva de la policía a
costa del control judicial, Hitler dibujó el marco de la erosión
absoluta de la legalidad en el Tercer Reich. Por mucho que los
juristas «trabajaran en la dirección del Führer», los instrumentos
para llevar a cabo la voluntad de éste no podían estar limitados
por normas legales, sino que debían disfrutar de independencia
plena respecto a la ley. El resultado del ocaso del imperio
convencional de la ley fue, por consiguiente, la enorme extensión
del poder que disfrutaba la fusión entre la policía y la SS, el
principal órgano ejecutivo del dominio del Führer.
Durante el invierno de 1933-1934, el jefe
de la SS, Heinrich Himmler, junto con su compinche Reinhard
Heydrich, que estaba al mando del servicio de inteligencia del
partido (el SD), se aseguró el control de la policía política en
todos los estados menos en el mayor de ellos, Prusia. A pesar de
que Göring, en su calidad de ministro presidente de Prusia, intentó
dominar a la Gestapo en aquel territorio, fue incapaz de atajar la
amenaza cada vez mayor que suponía Himmler. En abril de 1934,
Himmler fue nombrado «inspector de la Gestapo», nominalmente bajo
la autoridad de Göring como ministro presidente, con Heydrich como
jefe de la Oficina de la Policía Secreta de Prusia en Berlín. La
presión de Himmler se hizo irresistible después del destacado papel
que representó en la masacre de la cúpula de la SA en junio de
1934, y en el otoño Göring, incapaz ya de mantener un control
efectivo sobre los asuntos de la Gestapo, cedió todos los poderes
reales al jefe de la SS.
Un área en la que Himmler pudo desarrollar
un espacio de influencia en expansión, fuera de los controles
legales normales y con una autonomía ilimitada, fue la de los
campos de concentración. En la primavera de 1934, muchos de los
campos «desenfrenados» que marcaron la fase de la «toma del poder»
estaban ya desmantelados. Después de la aniquilación de la SA, el
dominio indiscutible de todos los campos pasó a la SS, que utilizó
la organización el primer campo, Dachau, como modelo. El fundamento
jurídico para la ampliación del poder mediante la construcción de
campos de concentración lo había proporcionado el decreto del
Incendio del Reichstag (el 28 de febrero de 1933), que permitía la
«custodia protectora» sin una sentencia judicial. De este modo, los
campos caían técnicamente bajo competencia de la policía estatal,
aunque, dado el éxito con que Himmler y Heydrich se habían hecho
con la policía, fueron administrados por un órgano subsidiario del
partido, la SS.
A pesar de los intentos llevados a cabo por
las autoridades judiciales y por el ministro del Interior del
Reich, Frick, para restringir o incluso acabar con el sistema de
«custodia protectora», que funcionaba al margen de su control, la
autonomía de la SS-Gestapo en el ámbito de los campos y de la
«custodia protectora» no se redujo sino que quedó reafirmada y
contó con el apoyo expreso de Hitler.
Aunque en abril de 1934 Frick había
elaborado unas directrices sobre el alcance limitado de la
«custodia protectora», que Hitler ratificó públicamente tras
affair Röhm, la policía de Himmler pudo
contar en la práctica con el respaldo de Hitler en los casos
frecuentes en que se incumplían seriamente las disposiciones de
Frick. De este modo, cuando el ministro de Justicia del Reich se
quejó a Himmler en 1935 sobre el número de muertes en los campos de
concentración y solicitó la presencia de abogados en los casos en
que se aplicara la «custodia protectora», Himmler llevó el asunto
ante Hitler y obtuvo así el apoyo que quería: «En vista de la
diligente dirección de los campos, no hay necesidad alguna de tomar
medidas excepcionales»; «el Führer ha prohibido la consulta a los
juristas»131.
El Ministerio del Interior del Reich, que
todavía albergaba vanas esperanzas de conseguir el control de las
fuerzas de seguridad, manifestó su protesta por los abusos de la
«custodia protectora» y la consiguiente «ausencia de seguridad
jurídica» en un memorándum escrito en 1935132. La ilusión de
Frick de vencer a la maquinaria cada vez mayor de la Gestapo-SS
que, bajo el mando de Himmler, tenía además a Hitler de su parte en
las cuestiones esenciales, se desvaneció. Por medio de la nueva ley
de la Gestapo de Prusia del 10 de febrero de 1936, Himmler hizo
concesiones nominales, aunque la ambigüedad en la redacción no
podía esconder el hecho de que la autonomía de la Gestapo seguía
intacta. Según se interpretó en este organismo, la ley marcaba la
diferencia entre la Gestapo, que funcionaba «de acuerdo con unos
principios especiales», y la administración, con sus «normas
generales y legalizadas regularmente»133.
Con el decreto de Hitler del 17 de junio de
1936, por el cual se creaba el cargo de jefe de la policía de
Alemania, pero unido al puesto de Reichsführer de la SS dentro del
partido, se completó la victoria de Himmler sobre Frick. En teoría,
como jefe de la policía, se encontraba aún subordinado a Frick,
pero, como jefe de la SS, Himmler se hallaba personalmente tan solo
bajo las órdenes de Hitler. Poco más de una semana después, la
fusión de la policía política y la criminal en un solo cuerpo, la
policía de seguridad, con Heydrich al frente, completaba el proceso
de creación de un espacio de autonomía, influencia y formulación de
políticas a gran escala. Con este paso, las acciones «criminales»
convencionales quedaban también bajo la tutela de la policía
política, ahora un aparato inmensamente poderoso que funcionaba
como órgano ejecutivo directo de la «voluntad del Führer», al
margen del control ortodoxo del Gobierno. Un importante escalón más
consistió en la fusión de la policía de seguridad con la policía de
seguridad del partido (la SD), en 1939, para formar la Oficina
Central de Seguridad del Reich (RSHA). Sin embargo, comparado con
la magnitud de los cambios producidos en 1936, fue un reajuste
organizativo más que una transformación sustancial.
Los cambios producidos en la relación entre
el derecho y la policía de 1933 a 1936 —los que tuvieron lugar en
lo que quedaba de Tercer Reich provinieron en esencia de la
transformaciones de estos primeros años— fueron de una importancia
fundamental para conformar el carácter y el alcance del poder de
Hitler. Este respaldó en todas las ocasiones significativas la
actuación fuera de la legalidad de la policía. En 1936 se fusionó
oficialmente a la policía con el órgano subsidiario del partido con
mayor dinamismo ideológico, la SS. Desde cualquier punto de vista,
las autoridades judiciales se mantuvieron a la defensiva. Aceptaron
la autoridad suprema de Hitler sobre el derecho y por encima de él,
y también que el origen de ese dominio procediese de fuera de su
cargo institucional al frente del Estado. Transigieron con las
ilegalidades. No pudieron penetrar en el dominio policial sobre la
«custodia protectora» y los campos de concentración. Como una
parodia grotesca de la legalidad, a finales de la década de los 30
los abogados defensores se veían obligados a veces a solicitar
condenas excesivamente rígidas para sus clientes con la esperanza
de que al menos fueran enviados a prisiones estatales y no a campos
de concentración. Esto no impidió que los detenidos excarcelados
fueran sometidos a arresto policial, ni la entrada en «custodia
protectora» de aquellos que, ajuicio de la policía, recibían
condenas demasiado indulgentes o incluso de quienes habían sido
declarados inocentes en un juicio.
Cuando, una semana después del estallido de
la guerra, el ministro de Justicia del Reich, Gürtner, atónito,
trató de averiguar quién había detrás de las declaraciones de
Himmler a la prensa afirmando que él había ordenado la ejecución de
una serie de individuos por delitos por los que no habían sido
juzgados, fue informado de que Hitler en persona había dado la
autorización para los fusilamientos134. Las
intervenciones arbitrarias de Hitler en los procesos judiciales
aumentaron durante la guerra. En cuanto Thierack, un nazi de primer
orden, fue nombrado sucesor de Gürtner en 1942, se completó
rápidamente la rendición absoluta del poder judicial al poder
ejecutivo de la policía. Para entonces, en la última reunión del
Reichstag, el 26 de abril de 1942, se había reconocido la posición
de Hitler como jefe supremo de la justicia, por encima de toda
ley135.
No es necesario detallar aquí la vasta
expansión del dominio de la policía-SS que tuvo lugar durante la
guerra. Conviene simplemente observar que con esa expansión llegó
el momento álgido del poder personal de Hitler y la realización de
unas metas ideológicas que, en sus términos generales más que en lo
específico, mantenía desde comienzos de la década de los años 20.
Con el desgaste de la legalidad y la concentración de una policía
política imbuida de la esencia de la ideología nazi, tanto el clima
como los medios estaban servidos para la intensificación del poder
de Hitler y, con ello, la puesta en práctica de lo fundamental de
su Weltanschauung.
El día de su nombramiento como jefe de la
policía alemana, Himmler anunció que su objetivo era «fortalecer a
la policía, unida a la disciplina de la SS, como fuerza para la
defensa interna del pueblo» en «una de las grandes luchas de la
historia de la humanidad» contra «la fuerza destructiva universal
del bolchevismo»136.
En ese mismo año de 1936, el segundo de
Heydrich en la Oficina de la Policía Secreta, el doctor Werner
Best, describió la función de la policía política como la
supervisión de la «salud política» de la nación y la extirpación de
todos los síntomas de enfermedad y de los gérmenes destructivos.
Para acometer esta tarea, la policía necesitaba «una autoridad que
provenga solo de la nueva concepción del Estado y que no necesite
sanción legal especial». Se desarrolló, por tanto, un concepto
nuevo de policía política, el de «un órgano único para la
protección del Estado, cuyos miembros... se consideraban a sí
mismos pertenecientes a una formación de combate»137.
Empapada de esta doctrina y dada la
independencia con que podía ponerla en práctica, la policía
política extendió sus actividades precisamente a aquellas áreas en
las que se «trabajaba en la dirección del Führer», persiguiendo sin
límites a los «enemigos del Estado y del pueblo», tales como
judíos, comunistas (y otros marxistas), masones, representantes
eclesiásticos «políticamente activos», testigos de Jehová,
homosexuales, gitanos, «antisociales» y «delincuentes habituales»,
metas en la ideología propia de Hitler. De este modo, la máquina de
la discriminación siguió funcionando.
La creación de una organización represiva,
con un objetivo ideológico dinámico fuertemente vinculado a la
misión «carismática» del Führer, fue de una importancia decisiva
para el ejercicio del poder de Hitler. Este capítulo comenzó
apuntando lo erróneo de separar la represión del consenso y
presuponer que la población estaba sometida contra su voluntad a la
fuerza y la tiranía de la Gestapo. Aunque en las últimas etapas de
la guerra, con el consenso en declive, la intensificación del nivel
de represión fue crucial a la hora de impedir un colapso interno
como el que había tenido lugar entre 1917 y 1918, durante la mayor
parte del Tercer Reich no solo Hitler en persona, sino también el
aparato policial que sustentó de forma tan crucial su poder,
disfrutó de un apoyo social amplio.
De hecho, sin el respaldo de la población,
la capacidad represiva de la policía política, que en los primeros
momentos después de 1933 no era ni mucho menos numerosa ni tenía
una capacidad de vigilancia exhaustiva, se hubiera reducido.
Todavía en 1937, en Düsseldorf solo había 126 oficiales de la
Gestapo para una población de cerca de medio millón de habitantes;
en Essen, 43 para 650.000 habitantes y en Würzburg, 22 para cubrir
a toda la población de la Baja Franconia, con un total de 840.000
habitantes138. La mayor
parte de los casos que ocuparon a la Gestapo resultaron de
denuncias que procedían de ciudadanos corrientes.
La «Ley de Prácticas Dolosas» del 21 de
marzo de 1933, por la que se prohibían los comentarios ofensivos o
subversivos sobre el Estado y sus dirigentes, abrió la puerta a una
oleada de denuncias que muy a menudo combinaban motivos políticos y
personales. En particular, los «individuos marginales» fueron
objeto de denuncias, con frecuencia en el lugar de trabajo, en el
edificio en que vivían o en el bar. Generalmente, como resultado de
las denuncias, a los denunciados se les aplicaba la «custodia
protectora» o eran llevados a los «tribunales especiales»,
establecidos en 1933 para juicios rápidos de casos políticos.
Los expedientes que se conservan de los
«tribunales especiales» de Munich acumulan alrededor de 10.000
casos entre 1933 y 1945, y no hay nada que indique que la ciudad de
Munich fuera excepcional entre los tribunales federales de
Alemania, cada uno de los cuales fue dotado con un «tribunal
especial». Los archivos existentes de la propia Gestapo, de su sede
de Würzburg, suman alrededor de 19.000 casos distintos, la mayoría
de los cuales estaba relacionada con la «custodia protectora» y se
basaba fundamentalmente en denuncias de particulares139. Los legajos
procedentes de la oficina de la Gestapo en Düsseldorf (se ha
conservado aproximadamente el 70 por 100 del total) ascienden a la
asombrosa cifra de 72.000 casos140. Sin los
«espías» y los denunciantes, listos para llevar a cabo su parte
interesada del «trabajo en la dirección del Führer» entregando a
sus conciudadanos a las manos nada clementes de la Gestapo, un
sistema basado en el temor y la angustia omnipresentes no podría
haber funcionado con tanta eficacia.