III. Represión y poder

En los años que siguieron a la desaparición del régimen nazi, las descripciones del período en que gobernó Hitler se centraron en exceso sobre el terror extremo y la represión como sus características principales. Desde la propia Alemania se defendía con frecuencia la idea de que cualquier tipo de oposición resultaba inútil bajo un régimen totalitario y represivo como aquél. Aquellos que habían sufrido durante el nazismo y los que se habían librado de las garras del régimen a través de la emigración proporcionaron descripciones gráficas y conmovedoras acerca del sometimiento del individuo al terror brutal. En esa misma línea discurrían los análisis académicos sobre el totalitarismo realizados bajo la influencia de la Guerra Fría y de las revelaciones acerca de las brutalidades tanto del estalinismo como del régimen nazi. Desde distintos puntos de vista, el poder de Hitler no se explica al parecer más que por la fuerza coercitiva de un Estado totalitario y policial.
Las generaciones de posguerra, que afortunadamente no han tenido que sufrir las barbaridades que ocurrieron durante los años de Hitler, necesitan de buenas dosis de humildad para matizar esta interpretación. En efecto, cualquier explicación del carácter y el alcance del poder de Hitler que no haga hincapié en la coerción y la represión nazis sería incompleta. Sin embargo, resulta preciso hacer ciertas salvedades desde el principio, que al mismo tiempo ayudarán a definir los límites de nuestra investigación.
Proponer que el dominio de Hitler descansaba en el «terror totalitario», dejando al margen los problemas del concepto de «totalitarismo», es solo una verdad a medias. Si centramos nuestra atención en la propia Alemania y dejamos a un lado el terror sin límites desatado durante la guerra en los territorios ocupados, especialmente en Polonia y la Unión Soviética, tanto el terror corno la represión se aplicaron de forma bastante selectiva. Se lanzó en masa a los campos de concentración a los trabajadores relacionados con los partidos de izquierda, sobre todo en la embestida inicial del nuevo régimen en 1933. Los empresarios, los grandes propietarios (al margen de los sospechosos de estar implicados en la conspiración de 1944) y los banqueros quedaron incólumes. Se sometió al terror a los judíos, una pequeña minoría rechazada. Gitanos, homosexuales, mendigos y otros «elementos antisociales» también sufrieron el azote de la opresión nazi. Sin embargo, y a pesar de la «lucha eclesiástica», ningún obispo católico alemán fue confinado en un campo de concentración. El acoso policial fue mucho más frecuente en los barrios obreros de las grandes ciudades que en los de clase media. No se produjeron ataques contra la población rural ni contra los pequeños propietarios agrarios. No hubo purgas en el ejército, aparte de las actuaciones relacionadas con las destituciones de Blomberg y Fritsch en 1938 y los actos de venganza contra los implicados en la conspiración de 1944. La mayor parte de la intelligentsia, al margen de la minoría de intelectuales que se vieron forzados a emigrar, no necesitó del terror para alinearse con la Gleichschaltung (o «coordinación») nazi. En efecto, se empleó la «autocoordinación» a muchos sectores de la sociedad que cooperaron voluntariamente en los primeros momentos para proceder a la nazificación de sus cuerpos profesionales y representativos.
Por lo tanto, la represión se dirigió en general contra los sectores de la sociedad menos poderosos y apreciados. Poco o nada se hizo contra los «grandes batallones», principalmente en los primeros años del régimen. Tampoco la represión fue una constante en el tiempo. Tras los ajustes de cuentas iniciales, en los que decenas de miles de enemigos políticos del nazismo fueron represaliados por las hordas nazis, durante algunos años se produjo un descenso en los niveles de represión, que se reflejó en la disminución de casos presentados en los recién creados «tribunales especiales», establecidos para resolver de forma rápida «delitos» políticos menores, y en el menor número de internados en los campos de concentración. Las cifras comenzaron a aumentar de nuevo en los dos años previos al estallido de la guerra. El comienzo de ésta fue acompañado por una ampliación de la gama de delitos y de castigos draconianos para todos aquellos que parecían minar o amenazar el esfuerzo bélico. Pero, en el interior de Alemania, los que sufrían lo peor de las represiones eran sobre todo los grupos raciales «indeseables», especialmente los judíos (antes de su deportación) y los grupos en aumento de «trabajadores extranjeros» que mantenían la economía de guerra. Cuando el balance de la guerra empezó a ser desfavorable, la represión alcanzó nuevas cotas; el régimen se volvió contra toda forma de manifestación, real o presunta, de oposición. Fuera de Alemania, en aquellos momentos, el terror nazi era un torbellino aniquilador.
Una vez hechas estas observaciones, la fuerza coercitiva que subyacía al poder de Hitler resulta inseparable del consenso en amplios sectores de la sociedad alemana respecto a mucho de lo que se estaba haciendo en nombre de Hitler. Coerción y consentimiento eran las dos caras de la misma moneda, los dos rasgos inseparables del dominio de Hitler.
Es importante, sin embargo, no olvidar el hecho de que el poder de Hitler, a partir de 1933, descansaba principalmente sobre su control de los instrumentos de dominación y el aparato coercitivo del Estado. En las democracias capitalistas modernas y estables, puede decirse que el poder del Estado reside en su capacidad de penetrar en las organizaciones intermedias de la sociedad civil y, de ese modo, poner en práctica decisiones políticas a través de la cooperación y el consenso mediados. Allí donde esta capacidad se encuentra tan debilitada que las estructuras pluralistas se descomponen y la democracia se viene abajo, se hace uso de lo que puede denominarse «poder despótico»: acciones que se imponen desde arriba, desde la jefatura gubernamental, en lugar de emplear la negociación con los grupos intermedios de la sociedad civil106.
Sin duda, en 1933 Alemania había llegado a esa etapa. El colapso de la democracia de Weimar —la fragmentación primero y la polarización después de la sociedad civil, que condujo a unas circunstancias similares a aquellas que desencadenan una guerra civil, y el consiguiente vacío en el poder central del Estado— proporcionó desde 1930 el escenario en el cual se reorganizó el poder estatal alemán sobre bases «despóticas». Los niveles extremos de conflicto en la sociedad civil provocaron niveles extremos en la coerción ejercida por el nuevo régimen nazi, lo cual se unió, por supuesto, a los intentos sin precedentes de «fabricar», por medio de propaganda, el consenso que había estado ausente, de manera harto manifiesta, antes de 1933.
Las estructuras organizativas de los instrumentos de dominación han sido examinadas profundamente y no necesitan aquí de un examen más detenido. A partir de ahora, la atención se centrará sobre todo en cómo la atomización de la oposición y el desgaste de la legalidad por medio de actuaciones policiales contribuyeron a la acumulación de poder en manos de Hitler. Este proceso se relaciona, más que con las propias acciones de Hitler, con las fuerzas que dentro del Estado, del movimiento nazi y de la sociedad alemana, por los motivos que fuera, estaban objetivamente «trabajando en la dirección del Führer».

 

 

 

LA ATOMIZACIÓN DE LA OPOSICIÓN

 

Mussolini tardó cerca de tres años en establecer un poder dictatorial pleno en Italia. Hasta cierto punto, allí el proceso de monopolización fascista del poder nunca se completó del todo. En Alemania, las formas de organización de la oposición política se destruyeron en un plazo de seis meses. En otros seis, los retazos que aún persistían de autonomía regional, aplastados ya en realidad a las pocas semanas de que Hitler se convirtiera en canciller, habían desaparecido. Y, en otro semestre más, la amenaza potencial que se cernía desde el propio movimiento de Hitler fue brutalmente eliminada. Entretanto, las otras grandes instituciones sociales que, además del ejército, no habían sido «coordinadas» (o nazificadas), las iglesias cristianas, fueron forzadas a mantenerse a la defensiva y adoptaron posiciones de introversión en las cuales el compromiso político iba de la mano de una lucha tenaz por defenderse de las intromisiones nazis en los ámbitos que correspondían a las prácticas y a las instituciones de la iglesia.
Ya en 1934, un agudo informe de la organización socialdemócrata en el exilio apuntaba que «la debilidad de la oposición es la fortaleza del régimen». Los opositores al nazismo eran ideológica y organizativamente débiles, continuaba el análisis —«ideológicamente débiles porque la gran masa solo está descontenta, simplemente quejosa», y «organizativamente débiles porque es esencial en un sistema fascista que no se permita a los opositores organizarse colectivamente»107.
La demolición completa de la oposición política en un plazo tan breve de tiempo parecía poco probable en enero de 1933. Este logro se debió a la dinámica creada por el descrédito absoluto de las formas de gobierno democráticas y parlamentarias, a la debilidad inherente a la oposición en todo el abanico político, y a la rapidez con que Hitler explotaba al máximo y con total implacabilidad cualquier oportunidad que se le presentase, no tanto a los planes nazis respecto a las etapas necesarias para tomar y consolidar el poder.
Pese a que solo dos nazis (Göring y Frick) tomaban parte junto a Hitler en un Gabinete dominado por conservadores, el puesto clave en él, aparte del que ocupaba Hitler, era el de Göring, que, como comisario del Ministerio del Interior prusiano, controlaba a la policía del Estado alemán más grande y más importante. Además, Hitler guardaba un as en la manga desde el principio en su relación con sus socios conservadores. Estaban unidos en lo que se refería al objetivo de destruir al marxismo de una vez por todas, pero solo Hitler encabezaba un ejército político de masas capaz de asegurarse el control de la calle. Así pues, con el inmenso —aunque potencialmente inestable— movimiento nazi a sus órdenes, y con la ventaja añadida de no haberse manchado nunca las manos con la participación en el sistema de Weimar, la posición de Hitler a la hora de asumir el mando, aunque precaria en apariencia, era en realidad bastante fuerte dentro de la coalición nazi-nacionalista.
Los socios de coalición acordaron el 30 de enero de 1933 dos puntos esenciales: la necesidad de poner fin al parlamentarismo en Alemania y la de barrer por completo al marxismo. La opinión sobre cómo conseguir ambos fines estaba dividida. Hugenberg, nuevo ministro de Economía, quería una inmediata prohibición del Partido Comunista. Hitler puso objeciones, ya que esta medida podía incitar a un levantamiento comunista y llevar al ejército a la guerra civil, posibilidad esta que el mando militar quería evitar a toda costa. El nuevo ministro de la Guerra, Von Blomberg, ya la había previsto y, para evitarla, había dejado las manos libres a los nazis en el campo de la política a cambio de ventajas para el ejército en forma de un rearme masivo. Papen propuso una ley de autorización. Pero los pasos precisos para obtenerla habrían hecho depender a la coalición del respaldo del Partido Católico del Centro. Hitler prefería presionar para que hubiera nuevas elecciones108, lo cual equivalía en la práctica a su única estrategia inicial.
Todo lo que estaba en juego en aquellas elecciones, desde la perspectiva de los partidos gobernantes, era el apoyo plebiscitario, ya que Hitler garantizó que serían las últimas elecciones en mucho tiempo y que la composición del Gabinete se mantendría sin cambios sea cual fuere el resultado. Esto fue suficiente para convencer a los miembros conservadores del equipo de gobierno para acceder a la disolución del Reichstag y a la convocatoria de nuevos comicios.
En la campaña electoral subsiguiente, el ansia de los conservadores por aplastar de nuevo a la izquierda hacía el juego a Hitler al respaldar el marco legal dentro del cual podía producirse la represión. En las semanas que precedieron y siguieron a las elecciones del 5 de marzo de 1933, esto fortaleció desmesuradamente la posición del movimiento nazi a costa de los demás partidos. Laminar a la izquierda, por orden no solo de los líderes nazis sino también de las elites conservadoras, constituyó la primera fase de un proceso doble que atomizó a la oposición en 1933 y culminó en la disolución de los partidos burgueses y en el establecimiento de un sistema de partido único el 14 de julio de 1933.
La maquinaria ya existente del decreto presidencial bastó para declarar el 4 de febrero de 1933 la prohibición de todo periódico o acto público que atacara al nuevo Estado. Esta disposición había sido redactada por funcionarios antes de que Hitler tomara el poder. En la campaña electoral se hizo pleno uso de estos poderes, sobre todo contra los comunistas. A mediados de febrero, Göring dio órdenes a la policía prusiana de apoyar a las fuerzas paramilitares nazis e indujo, con su total respaldo, al empleo de armas de fuego para acabar con las «organizaciones subversivas»109. La utilización oficial de 50.000 hombres provenientes de las «asociaciones nacionales» de las SA, SS y Stahlhelm como policía auxiliar en Prusia sancionaba el permiso para llevar a cabo una orgía de violencia por parte de las tropas de asalto contra comunistas y socialistas. Como respuesta a los llamamientos del Partido del Centro a Hindenburg para que pusiera fin a «las condiciones increíbles», Hitler y Göring hicieron una llamada a la disciplina110.
Hitler tuvo buen cuidado, en el transcurso de esas semanas, de no hacer nada que alterara la cooperación con sus socios conservadores. Pero la quema del Reichstag la noche del 27 de febrero le brindó de nuevo la oportunidad de debilitarlos aún más y de reforzar significativamente su posición de poder. En la creencia de que el incendio del Reichstag —iniciado por un joven holandés y antiguo comunista llamado Marinus van der Lübbe, como forma de protesta contra el sistema capitalista y el gobierno de «concentración nacional»— era una señal del esperado levantamiento comunista, Hitler y Göring reaccionaron con furia histérica. Al parecer, Hitler pidió que se colgara a todo diputado comunista esa misma noche111. Aunque no se llegó tan lejos, Göring se apresuró a dar una serie de órdenes con el fin de proceder al arresto de comunistas en masa.
Cuando el Gabinete se reunió al día siguiente, Hitler ya se había calmado. Explicó que «el momento psicológicamente adecuado para el enfrentamiento (con el KPD) había llegado», lo cual implicaba una lucha que no debía verse limitada por consideraciones legales112. El último punto que figuraba en el orden del día era un decreto, elaborado por Frick, que recurría al artículo 48 de la Constitución de Weimar para suspender indefinidamente todos los derechos y libertades personales, incluidas las libertades de expresión, asociación y prensa. Según lo estipulado en él, se podía retener a los presos políticos por tiempo indefinido sin que tuvieran que ser llevados ante un tribunal113. En el mes de abril había, solo en Prusia, alrededor de 25.000 prisioneros en régimen de «custodia protectora»114. El decreto del incendio del Reichstag inauguró, por tanto, un «estado de emergencia» que duró en la práctica lo que el propio régimen y constituyó un elemento crucial en la consolidación del dominio de Hitler.
Las semanas que siguieron resultaron decisivas para la eliminación de la oposición organizada de izquierdas y para el sometimiento de las restantes organizaciones políticas no nazis. Después de las elecciones del 5 de marzo (en las que el NSDAP consiguió el 43,9 por 100 de los votos y sus socios nacionalistas un 8 por 100 adicional), la toma del poder en los Länder por parte de los nazis trajo consigo un drástico aumento de la violencia en los estados que no habían caído bajo su control. En cárceles y campos precipitadamente montados y dirigidos por la SA, se llevaron a cabo torturas, palizas y asesinatos de innumerables opositores políticos. Aunque, para apaciguar la opinión de los conservadores en Alemania y en el exterior, Hitler hizo un llamamiento público a la SA para que dejara de importunar a los individuos y de perturbar la actividad económica, animó a la vez abiertamente al «exterminio del marxismo» y, entre bastidores, su reacción ante las débiles protestas de los conservadores rezumaba desprecio y cólera115.
El 20 de marzo, el presidente de la policía de Munich, Himmler, anunció la instalación del primer campo de concentración cerca de Dachau. Fueron surgiendo campos similares en muchas partes de Alemania para el confinamiento de los presos políticos, en su mayor parte comunistas y socialistas. El 23 de marzo, fecha de la reunión del Reichstag, Hitler, que contaba con el apoyo del Partido Católico del Centro y la sola oposición valerosa del SPD, recibió la ley de Autorización, que permitía al Gobierno aprobar leyes sin tener que consultar al Reichstag y sin necesidad de obtener los decretos del presidente del Reich. En aquellos momentos, los diputados comunistas o bien estaban detenidos o bien habían huido, y el KPD se vio obligado a pasar a la oposición en la clandestinidad. No hubo nunca una ley que prohibiera al Partido Comunista, no hizo falta.
Desde el principio, el KPD subestimó enormemente a Hitler y a los nazis. Las muestras de abierta oposición al régimen a través de una huelga general pronto resultaron inútiles. A pesar de su preparación para resistir en la clandestinidad, la rapidez y la ferocidad de la represión nazi que siguió al incendio del Reichstag cogieron al partido desprevenido. Si bien el valor y la entrega de todos los que participaron en la resistencia aseguró, a pesar de la represión, que no se erradicara totalmente a la oposición clandestina, entre febrero y marzo de 1933 se destruyó realmente al Partido Comunista como fuerza política y como amenaza real para la hegemonía nazi.
Entretanto, y a pesar de su último gesto de valentía al resistirse a la aprobación de la ley de Autorización, el que en otro tiempo fuera poderoso SPD estaba también acabado. El Partido Socialdemócrata, el imponente Reichsbanner (su organización paramilitar) y los sindicatos actuaron con extremo cuidado durante las primeras semanas que pasó Hitler en la cancillería para no ser una fuente de provocación, pero todo fue en vano. Entre los meses de marzo y abril, el Reichsbanner fue obligado a disolverse. Los sindicatos, que habían anunciado en marzo su voluntad de romper los vínculos con el SPD y de servir lealmente al nuevo Gobierno, fueron disueltos el 2 de mayo. El mismo SPD solo duró oficialmente hasta la prohibición impuesta el 22 de junio. Pero, para muchos socialistas, el juego ya había terminado en marzo y abril. Las sedes del partido cerraron, sus líderes se marcharon al exilio, muchos activistas fueron arrestados y un sinnúmero de militantes trató de pasar desapercibido. Dominaban el miedo, la confusión, la consternación y un profundo desencanto con la socialdemocracia.
Como entre los comunistas, nunca cesó su actividad en la clandestinidad, aunque lo más importante para ellos no era tanto desafiar al régimen por medio de la agitación continua sino conservar y alentar la solidaridad entre los compañeros socialistas. Ya habían perfilado largamente una cierta visión de la ilegalidad a partir de la experiencia que les había traído la prohibición por las leyes antisocialistas de Bismarck. Pero, como señaló un antiguo funcionario y militante del SPD en 1935, comparado con el de Hitler, el Reich bismarckiano era un «paraíso de libertad»116.
Con la destrucción de la izquierda se había alcanzado el objetivo común que unía a los nazis con la derecha conservadora. Sin embargo, los conservadores, lejos de «encerrar a Hitler» a lo largo del proceso, se vieron cada vez más sobrepasados, mientras sus organizaciones políticas se enfrentaban a un triunfante movimiento nazi que engordaba día a día con la afluencia de nuevos miembros, procedentes sobre todo de las clases medias y decididos a subirse al carro. Fue necesaria una coerción relativamente escasa de los nazis sobre los partidos «burgueses». De hecho, al llegar al poder en los Länder se habían producido ajustes de cuentas con opositores políticos que no pertenecían solo a los partidos de la izquierda. Pero, en los primeros meses, el mayor efecto del terror consistió en hacerles ver lo inútil de la resistencia organizada, inimaginable de todos modos desde los pequeños partidos «burgueses», que distaban además de desaprobar los objetivos políticos de los nazis.
Los antiguos partidos liberales (DDP/Staatpartei y DVP) se disolvieron a finales de junio. Por esas mismas fechas, los socios nacionalistas de la coalición, cada vez bajo una presión mayor desde las elecciones de marzo, renunciaron a sus organizaciones políticas. El Partido Católico del Centro y su rama bávara, el BVP, resistieron hasta comienzos de julio. A finales de junio habían perdido sus vínculos con el clero, ya que el Vaticano —en su negociación del Concordato— había aceptado que el clero católico no debía tomar parte en ninguna actividad política. El toque final llegó con los arrestos de corta duración de funcionarios del partido. Los partidos católicos, las últimas organizaciones políticas autónomas, se disolvieron. Algo más de una semana después, el 14 de julio, el NSDAP fue declarado oficialmente el único partido político en Alemania.
La autoridad de Hitler ya no era cuestionada por ninguna oposición organizada al margen del propio régimen. Los grupos de interés, los cuerpos profesionales, los gremios, los clubes y las asociaciones dedicadas a los fines más inocuos habían nazificado en el mismo período tanto sus formas como a sus dirigentes. Se había purgado en el funcionariado a todos los simpatizantes de los antiguos partidos de izquierda, así como a los judíos (excepto a aquellos que habían participado en la guerra). Se desplazó de los gobiernos locales a los alcaldes y personajes representativos no afectos al régimen. Fuera de Prusia, que estaba bajo el control del Reich desde el golpe de Estado de Papen del 20 de julio de 1932, el problema de la oposición potencial a las directrices del Reich se había resuelto eficazmente a través de la toma de posesión nazi de los gobiernos de los estados en marzo y por medio de la imposición de gobernadores del Reich (en muchos casos Gauleiter del Partido Nazi) para asegurar la adhesión a las órdenes de Berlín. La soberanía legal de los estados quedó abolida finalmente en enero de 1934; las administraciones de los Länder no se tocaron, aunque carecían de un poder independiente. Un paso más ese mismo mes ratificó la subordinación de los trabajadores a los patronos y estableció el marco legal de las nuevas relaciones laborales, que estaban ahora dominadas, en ausencia de sindicatos y partidos políticos que representaran a los trabajadores, por un empresariado triunfal y agresivo, respaldado por un Estado coercitivo.
A mediados de 1933, el «espacio organizativo» que necesita cualquier oposición política verdadera se había eliminado. A pesar de los mitos nazis acerca de una «revolución legal», ésta se había llevado a cabo con unos niveles de fuerza, represión y brutalidad que excedían con creces las medidas acometidas durante la consolidación del dominio de Mussolini en la Italia fascista. La violencia había destruido a la izquierda e impreso la crueldad del nuevo régimen en el resto de la sociedad. Esto se había hecho con la aprobación de Hitler pero sin necesidad de que dirigiera de cerca el caudal de terror vengativo que desataron las hordas nazis. Mientras estas acciones estuviesen dirigidas contra la izquierda o contra minorías indefensas como los judíos, la oposición resultaba escasa y, cuando existía, débil.
Las iglesias cristianas mantuvieron cierto «espacio organizativo» independiente. Con el tiempo, se abandonó el proyecto de «coordinar» a la fragmentada Iglesia protestante, amalgama de iglesias estatales con aspectos doctrinales y estructuras organizativas diversas, algunas de ellas extremadamente celosas de su autonomía tradicional. Ni siquiera hubo intentos de destruir a la Iglesia católica, por mucho que los nazis intentaran acabar —o interferir— con la influencia que tenía sobre la población de este credo a través de grupos juveniles, colegios, fiestas y símbolos. Las iglesias, tanto las protestantes como la católica, estaban poco dispuestas a entrar en conflicto con el Estado nazi. Se limitaron a defenderse de los ataques a las creencias cristianas y a sus formas de organización.
La institución más poderosa que quedó intacta fue el ejército. No hubo purgas, ni ataques, ni intromisión alguna en 1933. Se trataba de un organismo ante el que Hitler debía proceder con cautela, sobre todo mientras el presidente del Reich, Hindenburg, representara una posible fuente alternativa de lealtad militar. No podía descartarse que el ejército tomara de alguna manera el poder y estableciese una dictadura militar, o incluso la restauración de la Monarquía. Hitler necesitaba el respaldo del ejército más que el de cualquier otro elemento del Estado. No es de extrañar, por lo tanto, que cuando el mando militar empezó a preocuparse acerca de una posible subordinación del ejército a una futura milicia dominada por la SA (que tenía, a principios de 1934, alrededor de 2.500.000 de hombres), Hitler se mostró dispuesto a actuar con la máxima crueldad contra una parte de su propio movimiento en junio de 1934.
Antes de la «Noche de los cuchillos largos» del 30 de junio de 1934, ya se venía fraguando un enfrentamiento con el mando de la SA. Resultaba prácticamente inevitable algún tipo de conflicto. Incluso con anterioridad a 1933 fue difícil en ocasiones mantener a raya a la SA. Pero la cercana meta de la conquista del poder bastó, o casi, para frenarlos. Representaron al sector golpista dentro del movimiento nazi antes de 1933 y, durante la fase de toma del poder, su estilo de violencia terrorista sin límites fue decisivo para establecer de una manera tan rápida el dominio nazi. Sin embargo, la tosquedad de su «política» empezó a ser contraproducente tan pronto como su objetivo pasó de «los enemigos del Estado» a los mismos pilares del poder del Estado: el funcionariado, la policía y el ejército.
Los jefes de la SA no ofrecían una clara alternativa de futuro. En cuanto amainó el torbellino revolucionario, se dieron cuenta de que solo había consistido en una revolución a medias y de que la «vieja guardia» todavía controlaba los resortes del poder, mientras que apenas se habían repartido favores y empleos a los amigos (o, mejor dicho, a los «colegas»). Las descabelladas manifestaciones de Ernst Röhm sobre una «segunda revolución» y la intromisión arbitraria de los jefes de la SA en el gobierno local despertaron temor y una gran hostilidad entre los conservadores —y también entre algunos nazis incondicionales— que querían un Estado autoritario en orden y no el destructivo «gamberrismo político»117 de la SA.
En junio de 1934, la gravedad de las inquietudes que se expresaban en aquellos momentos en los círculos conservadores, así como la tensión entre el ejército y la SA, eran tales que podían haber puesto en peligro la propia posición de Hitler, sobre todo tras la esperada muerte —con la cual se contaba en un futuro cercano— del presidente del Reich Hindenburg, ya enfermo. Una vez que desde la propia cúpula nazi y, por razones relacionadas con el poder político, Göring y Himmler estaban dispuestos a eliminar juntos a Röhm, utilizando a la SS para ello, la suerte de los líderes de la SA estaba decidida. Hitler fue convencido y dio su autorización para actuar contra la SA. Mediante un ataque rápido y espectacular, el 30 de junio numerosos jefes de las guardias de asalto fueron arrestados y fusilados de inmediato por la Gestapo y la SS, con el pretexto de que estaban involucrados en los preparativos de un golpe contra el Gobierno. Hitler en persona voló hasta Baviera y supervisó el arresto de Ernst Röhm, que con posterioridad fue ejecutado en la cárcel en Munich. Se aprovechó también la oportunidad para saldar cuentas con algunos antiguos enemigos, entre los que se contaban Gregor Strasser y el general Von Schleicher. La «Noche de los cuchillos largos» se cobró ochenta y cinco víctimas en total.
La cruenta represión sobre una parte de su propio movimiento constituyó un punto crítico en la consolidación del poder de Hitler. En primer lugar, eliminaba a la única fuerza dentro del propio régimen capaz de ofrecer una oposición seria desde dentro o, mejor, de incitar a la oposición a otros sectores (en especial al ejército), lo que podía haber derribado a Hitler. Después del 14 de junio, la SA quedó en nada más que un organismo activista, útil pero absolutamente leal, que, como en el caso del pogromo de 1938, gastó su violenta energía en ataques contra las minorías desprotegidas más que en atentar contra los que controlaban el poder del Estado. Como consecuencia de la pérdida de influencia de la SA, quien mayor provecho sacó fue la SS, guardia pretoriana de Hitler y, a diferencia de su ejército de masas, una fuerza totalmente fiel. Este desplazamiento del poder dentro del régimen realzó considerablemente la posición de Hitler.
Esta posición se fortaleció además porque la eliminación de la odiada cúpula de la SA, tan molesta, vinculaba a los grupos de poder conservadores más a Hitler y al concepto del «Estado del Führer». Se reforzaba la dependencia mutua entre las elites tradicionales y el líder nazi. El ministro de Justicia, el conservador Gürtner, dio su aprobación legal, con carácter retroactivo, a los homicidios que se habían cometido por entenderlos como medidas extraordinarias imprescindibles para proteger los intereses del Estado. A pesar del malestar que surgió en el cuerpo de oficiales al saberse que dos antiguos generales, Von Bredow y Von Schleicher, se encontraban entre las víctimas de la SS, Blomberg se encargó de que el ejército agradeciera públicamente a Hitler aquella acción118. Unas semanas después, tras la muerte de Hindenburg, todos los soldados hicieron un juramento solemne de lealtad al propio Hitler. Dado el código de honor de las fuerzas armadas alemanas, el significado de este acto difícilmente puede sobrevalorarse. Todos los funcionarios hicieron un juramento similar de fidelidad a la persona del Führer (no a Hitler en su papel de jefe del Estado)119.
La aclamación y la estima popular ganadas por la eliminación de la SA, odiada por todos, aumentó aún más el poder de Hitler. Las palabras de agradecimiento del mismo Hindenburg a Hitler por «haber salvado a la nación alemana» lo legitimaban desde la jefatura del Estado120. Nunca había sido tan alta la valoración popular del canciller. Por último, el episodio demostró una vez más a todos los posibles opositores que el régimen sería absolutamente implacable en el uso de la fuerza siempre que sus intereses se vieran amenazados.
La brutalidad desenfrenada con la que Hitler se deshizo de parte de su propio movimiento a finales de junio de 1934 ofrece un nuevo ejemplo de la realidad que contiene el aforismo de Mao según el cual «el poder político emana del tambor de una pistola». No resulta sorprendente que muchos ciudadanos, frente a aquel despliegue sin escrúpulos de la potencia del Estado y privados por el momento de formas alternativas de organización política, se sintieran impotentes. De 1934 en adelante, las posibilidades reales de eliminar a Hitler desde dentro estaban limitadas a quienes tenían acceso directo a los arsenales y a la capacidad de coerción del Estado nazi: el ejército y la SS.
Ambos ya se habían beneficiado enormemente con el establecimiento del régimen nazi antes de unir sus fuerzas para aplastar a la SA. Ambos siguieron viéndose favorecidos de forma desproporcionada por los progresos del régimen en la década de los años 30. Aunque algunos jefes militares, preocupados por el peligro que representaba la aceleración de las agresiones alemanas, adoptaron hacia 1938 actitudes embrionarias de oposición que culminarían en el intento de golpe de 1944, la gran mayoría de los generales se mostraba más que dispuesta a ofrecer su total colaboración al régimen nazi. No era probable que un golpe de Estado se fraguara en sus cuarteles mientras las condiciones fueran favorables. Esto era aún más cierto en la SS, pilar del régimen, una organización imbuida de la doctrina nazi y el órgano ejecutivo de la ideología de Hitler.
Al margen de estas fuerzas de coerción claves, resultaba inútil albergar esperanzas de derrocar a Hitler. Sin embargo, la resistencia por parte de los grupos hostiles al régimen nunca cesó. Cientos de ciudadanos de toda condición sufrieron persecución, la cárcel y no pocas veces la muerte por oponerse a él. Los miembros del Partido Comunista acusaron la represión de manera especialmente grave: se calcula que 150.000, aproximadamente la mitad de su militancia en vísperas del inicio de la etapa nazi, fueron encarcelados o incluso algo peor durante el Tercer Reich. Unos 12.000 alemanes fueron condenados por alta traición entre 1933 y 1939. Solo durante la guerra, momento en el cual el número de delitos punibles con la muerte ascendió de tres a cuarenta, los tribunales civiles alemanes impusieron alrededor de 15.000 penas de muerte121.
Pero era inevitable que la resistencia estuviera fragmentada, atomizada y apartada de cualquier posibilidad de ampliar el apoyo de las masas. Esto quedaba asegurado por la escala y la intensidad de la represión desde 1933, aunque la división, el recelo y la ausencia de un objetivo común antes de la toma del poder por los nazis ya habían abonado el terreno. Un análisis realizado en 1939 por la cúpula de la socialdemocracia en el exilio, basado en informes regulares procedentes de la clandestinidad en Alemania, resume acertadamente el impacto de la coerción nazi: «Aquellos que solían pensar, todavía lo hacen hoy, y aquellos que no pensaban, hoy piensan menos todavía. Lo único es que los pensadores ya no pueden guiar hoy a los que no piensan»122. Esta es otra manera de indicar que la impresionante extensión del poder de Hitler resultó posible, en primer lugar, porque la oposición —real y potencial— fue aplastada, desmembrada, intimidada y neutralizada por un nivel de represión implacable y sin precedentes ejercido por el Estado nazi.
Un alto nivel de represión dirigida hacia antiguos adversarios políticos constituye un rasgo normal de los regímenes autoritarios en la fase de «toma» del poder. Sin embargo, es frecuente que esta represión, después de un período inicial de derramamiento de sangre, se atenúe para convertirse en un control poco atrayente pero en gran parte negativo sobre los grupos que pueden suponer una seria amenaza para el régimen. Hasta en sistemas fascistas o cuasi-fascistas, como los de Mussolini o Franco, ésta era la pauta. Aunque en Alemania la violencia fue mucho más feroz en los momentos de agitación, entre 1933 y 1934, aquí también se produjo cierta «atenuación». Mientras el 31 de julio de 1933 casi 27.000 personas se encontraban en situación de «custodia protectora», el número de recluidos en campos de concentración había descendido en el invierno de 1936-1937 a 7.500, la cantidad más pequeña durante todo el Tercer Reich123. Pero ya existían planes para extender los campos de concentración y para crear categorías nuevas de prisioneros.
Se puede decir, por lo tanto, que en la Alemania nazi la represión no fue estática sino dinámica. La clave de este proceso de radicalización dinámica estuvo en la inexorable erosión de la legalidad bajo la presión de un Estado policial, donde los rasgos represivos convencionales de la policía política se combinaban con el dinamismo ideológico de la organización de elite del partido, la SS. Puesto que esta organización era la más cercana al ethos de los propios imperativos ideológicos de Hitler y se veía a sí misma como la ejecutora de la «idea» del Führer, el aumento del poder de la SS, fusión del aparato coercitivo del Estado y de la dinámica ideológica del partido en un órgano entregado más que ningún otro a «trabajar en la dirección del Führer», proporciona una clave importante para explicar el carácter y la expansión del poder de Hitler. En este punto es necesario examinar brevemente el desarrollo de este proceso.

 

 

 

LA SUBYUGACIÓN DE LA LEGALIDAD EN EL ESTADO DEL FÜHRER

 

Aunque en 1933 Alemania poseía tan solo una corta y accidentada historia democrática, la tradición de gobierno constitucional basado en los principios del positivismo jurídico era mucho más firme; tradición que, por etapas pero de forma inexorable, se quebró con el Estado nazi. No es que el régimen de Hitler reemplazara el conjunto de leyes por uno nuevo y nazificado. Sí es cierto que un nuevo código penal, basado en el principio de castigar la intención de cometer un delito, se encontraba en avanzado estado de elaboración en 1935. Pero hasta esto parecía restringir las exigencias del régimen y el proyecto se paralizó.
El programa del partido de 1920 hablaba de la necesidad de basar la sociedad en los cimientos de la ley germánica. Pero pronto se demostró que las esperanzas que acariciaban los expertos en leyes dentro del movimiento, como el principal jurista del partido, Hans Frank, eran ilusorias. La manera de enfocar la ley por parte del régimen resultaba, de hecho, muy peculiar. Las leyes civiles fueron objeto de pocos cambios. El área principal era el derecho penal, y aquí el régimen se comportó de forma brutalmente oportunista y poco escrupulosa. Cuando las normas legales convenían a los propósitos de la jefatura, se empleaban, cuando conllevaban obstáculos se evitaban, se pasaban por alto o simplemente se deshacían de ellas.
Como ya se ha reconocido desde hace tiempo, la Alemania nazi proporcionó el terreno adecuado para un conflicto entre las normas legales y la arbitrariedad de las acciones ejecutivas de la policía. Desde el principio se trató de una competición desigual. Y cuando, durante la guerra, se deterioró radicalmente el clima en el cual se mantenía una apariencia de legalidad, el desgaste de las leyes desembocó en una capitulación total de los elementos del sistema judicial en favor de las exigencias del poder ejecutivo policíaco.
La mayor parte de los jueces y abogados alemanes había sido hostil a la República de Weimar, a la que veían como una amenaza a su independencia jurídica y como un perjuicio para sus intereses materiales y su posición social. En cuanto a sus preferencias políticas, solían ser nacional-conservadores más que declaradamente nazis, aunque en general dieron la bienvenida al régimen por su promesa de restaurar un Estado autoritario, que vendría acompañado por un aumento de la autoridad de los responsables de la defensa de «la ley y el orden».
Un ejemplo excelente de tales actitudes lo constituía el propio ministro de Justicia, Franz Gürtner, un conservador —no un nazi—, pero empeñado en establecer un orden autoritario estable apoyado en un sistema jurídico que rechazaba el principio fundamental del liberalismo: la protección del individuo frente al Estado. Gürtner estaba dispuesto a sancionar las descaradas ilegalidades cometidas durante la fase de «toma del poder», entre 1933 y 1934, como acciones necesarias en circunstancias especiales (y, por lo tanto, «extralegales»). Aceptó la imposición de la condena a muerte de Van der Lübbe por prender fuego al Reichstag, aunque la pena capital por incendio intencionado no existía en el momento de la comisión del delito. Después de la masacre de la cúpula de la SA en junio de 1934, autorizó la acción basándose en «que las medidas de autodefensa tomadas con anterioridad al acto de traición deben ser consideradas no solamente legales sino el deber de un hombre de Estado»124. A Gürtner le interesaba defender el sistema jurídico y mantener separados los papeles del poder judicial y de la policía. Sin embargo, tanto su filosofía como sus actuaciones demostraron lo vulnerable de su posición frente a aquellas fuerzas del régimen —con Hitler a la cabeza— que no tenían escrúpulo alguno en su forma de entender los principios de la rectitud jurídica.
La posición de los legalistas carecía finalmente de esperanza por su aceptación voluntaria de la naturaleza única y el poder ilimitado del Führer, un principio que en esencia contradecía por completo las premisas de un orden basado en normas jurídicas. Según el jefe de la Asociación de Abogados Nazis, Hans Frank, la ley constitucional en el Tercer Reich no representaba más que «la formulación jurídica de la voluntad histórica del Führer»125. Esta opinión equivalía, haciendo uso de la terminología de Max Weber, a la subyugación de la autoridad jurídica y racional por la autoridad carismática. La «voluntad», basada en «logros sobresalientes», reemplazó a los preceptos legales, abstractos e impersonales, como el principio fundamental del derecho.
No solo un alto representante nazi como Hans Frank formuló esta idea, también las autoridades más destacadas de la teoría del derecho en Alemania intentaron con gran esfuerzo cuadrar el círculo mediante la fundamentación lógica, en términos legales, de la autoridad de Hitler. El principal experto en Derecho constitucional, Ernst Rudolf Huber, por ejemplo, se refirió a la ley como «nada más que la expresión del orden comunal en que vive el pueblo y que proviene del Führer». Por consiguiente, resultaba «imposible comparar las leyes de Hitler con un concepto superior de derecho porque cada una de las leyes del Führer era la expresión directa de este concepto völkisch del derecho»126.
Al explicar que el cargo de Führer no era en origen un puesto del Estado sino que había surgido en el seno del propio movimiento, Huber suponía que resultaba correcto, en lugar de hablar del «poder del Estado», referirse al «poder del Führer», que constituía un poder político personalizado, «otorgado al Führer como ejecutor de la voluntad común de la nación». Según él, el «poder de Hitler» «era completo y total», al margen de cualquier control, «libre e independiente, exclusivo e ilimitado»127.
Estas interpretaciones de teóricos del derecho de reconocido prestigio fueron de un valor incalculable para legitimar una forma de dominación que, cualquiera que fuera la teoría mistificadora, socavaba el Estado de derecho en favor de un ejercicio arbitrario de la voluntad política.
La buena disposición que mostraron los juristas y jueces para acomodarse a las exigencias más draconianas del régimen, en un vano intento de preservar su autonomía y el monopolio de la administración de la justicia, no fue correspondida por parte de la cúpula nazi con reconocimiento alguno de su servicio al Estado nazi. Al contrario, cuanto más fervorosamente intentaban servir los jueces a sus señores nazis, mayor parecía el desprecio y el abuso que encontraban.
El desprecio de Hitler no tenía límites. En su opinión, «todo jurista era retrasado por naturaleza, o lo sería con el tiempo»128. No se trataba simplemente de injurias personales. Odiaba el «concepto artificial del derecho»129, cuya función consistía solo en el uso de los medios que fueran necesarios para mantener el orden público, pero no en un fin en sí mismo130. Por definición, el derecho no podía proporcionar la «voluntad», un requisito nazi para la acción. Era reactivo, no activo. Establecía categorías y reglas y, por lo tanto, representaba una restricción inaceptable. Por muy severo que fuera, nunca sería capaz de reflejar totalmente «el sano criterio del pueblo». Y, por encima de todo, la perspectiva de cualquier limitación en la teoría o en la práctica al ejercicio del poder del Führer resultaba inimaginable.
En consecuencia, el derecho significaba algo que, desde el punto de vista nazi, no podía ser más que parcialmente satisfactorio, algo que se podía utilizar y aprovechar pero también pasar por alto si entorpecía las necesidades más importantes del Estado, el movimiento, la «idea» y el Führer. Por tanto, el choque entre la autoridad «legal» y el poder «carismático» del Führer era inherente a la propia esencia del nazismo.
A través de un creciente número de intervenciones personales y arbitrarias en el proceso legal, y también con su respaldo a la autonomía ejecutiva de la policía a costa del control judicial, Hitler dibujó el marco de la erosión absoluta de la legalidad en el Tercer Reich. Por mucho que los juristas «trabajaran en la dirección del Führer», los instrumentos para llevar a cabo la voluntad de éste no podían estar limitados por normas legales, sino que debían disfrutar de independencia plena respecto a la ley. El resultado del ocaso del imperio convencional de la ley fue, por consiguiente, la enorme extensión del poder que disfrutaba la fusión entre la policía y la SS, el principal órgano ejecutivo del dominio del Führer.
Durante el invierno de 1933-1934, el jefe de la SS, Heinrich Himmler, junto con su compinche Reinhard Heydrich, que estaba al mando del servicio de inteligencia del partido (el SD), se aseguró el control de la policía política en todos los estados menos en el mayor de ellos, Prusia. A pesar de que Göring, en su calidad de ministro presidente de Prusia, intentó dominar a la Gestapo en aquel territorio, fue incapaz de atajar la amenaza cada vez mayor que suponía Himmler. En abril de 1934, Himmler fue nombrado «inspector de la Gestapo», nominalmente bajo la autoridad de Göring como ministro presidente, con Heydrich como jefe de la Oficina de la Policía Secreta de Prusia en Berlín. La presión de Himmler se hizo irresistible después del destacado papel que representó en la masacre de la cúpula de la SA en junio de 1934, y en el otoño Göring, incapaz ya de mantener un control efectivo sobre los asuntos de la Gestapo, cedió todos los poderes reales al jefe de la SS.
Un área en la que Himmler pudo desarrollar un espacio de influencia en expansión, fuera de los controles legales normales y con una autonomía ilimitada, fue la de los campos de concentración. En la primavera de 1934, muchos de los campos «desenfrenados» que marcaron la fase de la «toma del poder» estaban ya desmantelados. Después de la aniquilación de la SA, el dominio indiscutible de todos los campos pasó a la SS, que utilizó la organización el primer campo, Dachau, como modelo. El fundamento jurídico para la ampliación del poder mediante la construcción de campos de concentración lo había proporcionado el decreto del Incendio del Reichstag (el 28 de febrero de 1933), que permitía la «custodia protectora» sin una sentencia judicial. De este modo, los campos caían técnicamente bajo competencia de la policía estatal, aunque, dado el éxito con que Himmler y Heydrich se habían hecho con la policía, fueron administrados por un órgano subsidiario del partido, la SS.
A pesar de los intentos llevados a cabo por las autoridades judiciales y por el ministro del Interior del Reich, Frick, para restringir o incluso acabar con el sistema de «custodia protectora», que funcionaba al margen de su control, la autonomía de la SS-Gestapo en el ámbito de los campos y de la «custodia protectora» no se redujo sino que quedó reafirmada y contó con el apoyo expreso de Hitler.
Aunque en abril de 1934 Frick había elaborado unas directrices sobre el alcance limitado de la «custodia protectora», que Hitler ratificó públicamente tras affair Röhm, la policía de Himmler pudo contar en la práctica con el respaldo de Hitler en los casos frecuentes en que se incumplían seriamente las disposiciones de Frick. De este modo, cuando el ministro de Justicia del Reich se quejó a Himmler en 1935 sobre el número de muertes en los campos de concentración y solicitó la presencia de abogados en los casos en que se aplicara la «custodia protectora», Himmler llevó el asunto ante Hitler y obtuvo así el apoyo que quería: «En vista de la diligente dirección de los campos, no hay necesidad alguna de tomar medidas excepcionales»; «el Führer ha prohibido la consulta a los juristas»131.
El Ministerio del Interior del Reich, que todavía albergaba vanas esperanzas de conseguir el control de las fuerzas de seguridad, manifestó su protesta por los abusos de la «custodia protectora» y la consiguiente «ausencia de seguridad jurídica» en un memorándum escrito en 1935132. La ilusión de Frick de vencer a la maquinaria cada vez mayor de la Gestapo-SS que, bajo el mando de Himmler, tenía además a Hitler de su parte en las cuestiones esenciales, se desvaneció. Por medio de la nueva ley de la Gestapo de Prusia del 10 de febrero de 1936, Himmler hizo concesiones nominales, aunque la ambigüedad en la redacción no podía esconder el hecho de que la autonomía de la Gestapo seguía intacta. Según se interpretó en este organismo, la ley marcaba la diferencia entre la Gestapo, que funcionaba «de acuerdo con unos principios especiales», y la administración, con sus «normas generales y legalizadas regularmente»133.
Con el decreto de Hitler del 17 de junio de 1936, por el cual se creaba el cargo de jefe de la policía de Alemania, pero unido al puesto de Reichsführer de la SS dentro del partido, se completó la victoria de Himmler sobre Frick. En teoría, como jefe de la policía, se encontraba aún subordinado a Frick, pero, como jefe de la SS, Himmler se hallaba personalmente tan solo bajo las órdenes de Hitler. Poco más de una semana después, la fusión de la policía política y la criminal en un solo cuerpo, la policía de seguridad, con Heydrich al frente, completaba el proceso de creación de un espacio de autonomía, influencia y formulación de políticas a gran escala. Con este paso, las acciones «criminales» convencionales quedaban también bajo la tutela de la policía política, ahora un aparato inmensamente poderoso que funcionaba como órgano ejecutivo directo de la «voluntad del Führer», al margen del control ortodoxo del Gobierno. Un importante escalón más consistió en la fusión de la policía de seguridad con la policía de seguridad del partido (la SD), en 1939, para formar la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA). Sin embargo, comparado con la magnitud de los cambios producidos en 1936, fue un reajuste organizativo más que una transformación sustancial.
Los cambios producidos en la relación entre el derecho y la policía de 1933 a 1936 —los que tuvieron lugar en lo que quedaba de Tercer Reich provinieron en esencia de la transformaciones de estos primeros años— fueron de una importancia fundamental para conformar el carácter y el alcance del poder de Hitler. Este respaldó en todas las ocasiones significativas la actuación fuera de la legalidad de la policía. En 1936 se fusionó oficialmente a la policía con el órgano subsidiario del partido con mayor dinamismo ideológico, la SS. Desde cualquier punto de vista, las autoridades judiciales se mantuvieron a la defensiva. Aceptaron la autoridad suprema de Hitler sobre el derecho y por encima de él, y también que el origen de ese dominio procediese de fuera de su cargo institucional al frente del Estado. Transigieron con las ilegalidades. No pudieron penetrar en el dominio policial sobre la «custodia protectora» y los campos de concentración. Como una parodia grotesca de la legalidad, a finales de la década de los 30 los abogados defensores se veían obligados a veces a solicitar condenas excesivamente rígidas para sus clientes con la esperanza de que al menos fueran enviados a prisiones estatales y no a campos de concentración. Esto no impidió que los detenidos excarcelados fueran sometidos a arresto policial, ni la entrada en «custodia protectora» de aquellos que, ajuicio de la policía, recibían condenas demasiado indulgentes o incluso de quienes habían sido declarados inocentes en un juicio.
Cuando, una semana después del estallido de la guerra, el ministro de Justicia del Reich, Gürtner, atónito, trató de averiguar quién había detrás de las declaraciones de Himmler a la prensa afirmando que él había ordenado la ejecución de una serie de individuos por delitos por los que no habían sido juzgados, fue informado de que Hitler en persona había dado la autorización para los fusilamientos134. Las intervenciones arbitrarias de Hitler en los procesos judiciales aumentaron durante la guerra. En cuanto Thierack, un nazi de primer orden, fue nombrado sucesor de Gürtner en 1942, se completó rápidamente la rendición absoluta del poder judicial al poder ejecutivo de la policía. Para entonces, en la última reunión del Reichstag, el 26 de abril de 1942, se había reconocido la posición de Hitler como jefe supremo de la justicia, por encima de toda ley135.
No es necesario detallar aquí la vasta expansión del dominio de la policía-SS que tuvo lugar durante la guerra. Conviene simplemente observar que con esa expansión llegó el momento álgido del poder personal de Hitler y la realización de unas metas ideológicas que, en sus términos generales más que en lo específico, mantenía desde comienzos de la década de los años 20. Con el desgaste de la legalidad y la concentración de una policía política imbuida de la esencia de la ideología nazi, tanto el clima como los medios estaban servidos para la intensificación del poder de Hitler y, con ello, la puesta en práctica de lo fundamental de su Weltanschauung.
El día de su nombramiento como jefe de la policía alemana, Himmler anunció que su objetivo era «fortalecer a la policía, unida a la disciplina de la SS, como fuerza para la defensa interna del pueblo» en «una de las grandes luchas de la historia de la humanidad» contra «la fuerza destructiva universal del bolchevismo»136.
En ese mismo año de 1936, el segundo de Heydrich en la Oficina de la Policía Secreta, el doctor Werner Best, describió la función de la policía política como la supervisión de la «salud política» de la nación y la extirpación de todos los síntomas de enfermedad y de los gérmenes destructivos. Para acometer esta tarea, la policía necesitaba «una autoridad que provenga solo de la nueva concepción del Estado y que no necesite sanción legal especial». Se desarrolló, por tanto, un concepto nuevo de policía política, el de «un órgano único para la protección del Estado, cuyos miembros... se consideraban a sí mismos pertenecientes a una formación de combate»137.
Empapada de esta doctrina y dada la independencia con que podía ponerla en práctica, la policía política extendió sus actividades precisamente a aquellas áreas en las que se «trabajaba en la dirección del Führer», persiguiendo sin límites a los «enemigos del Estado y del pueblo», tales como judíos, comunistas (y otros marxistas), masones, representantes eclesiásticos «políticamente activos», testigos de Jehová, homosexuales, gitanos, «antisociales» y «delincuentes habituales», metas en la ideología propia de Hitler. De este modo, la máquina de la discriminación siguió funcionando.
La creación de una organización represiva, con un objetivo ideológico dinámico fuertemente vinculado a la misión «carismática» del Führer, fue de una importancia decisiva para el ejercicio del poder de Hitler. Este capítulo comenzó apuntando lo erróneo de separar la represión del consenso y presuponer que la población estaba sometida contra su voluntad a la fuerza y la tiranía de la Gestapo. Aunque en las últimas etapas de la guerra, con el consenso en declive, la intensificación del nivel de represión fue crucial a la hora de impedir un colapso interno como el que había tenido lugar entre 1917 y 1918, durante la mayor parte del Tercer Reich no solo Hitler en persona, sino también el aparato policial que sustentó de forma tan crucial su poder, disfrutó de un apoyo social amplio.
De hecho, sin el respaldo de la población, la capacidad represiva de la policía política, que en los primeros momentos después de 1933 no era ni mucho menos numerosa ni tenía una capacidad de vigilancia exhaustiva, se hubiera reducido. Todavía en 1937, en Düsseldorf solo había 126 oficiales de la Gestapo para una población de cerca de medio millón de habitantes; en Essen, 43 para 650.000 habitantes y en Würzburg, 22 para cubrir a toda la población de la Baja Franconia, con un total de 840.000 habitantes138. La mayor parte de los casos que ocuparon a la Gestapo resultaron de denuncias que procedían de ciudadanos corrientes.
La «Ley de Prácticas Dolosas» del 21 de marzo de 1933, por la que se prohibían los comentarios ofensivos o subversivos sobre el Estado y sus dirigentes, abrió la puerta a una oleada de denuncias que muy a menudo combinaban motivos políticos y personales. En particular, los «individuos marginales» fueron objeto de denuncias, con frecuencia en el lugar de trabajo, en el edificio en que vivían o en el bar. Generalmente, como resultado de las denuncias, a los denunciados se les aplicaba la «custodia protectora» o eran llevados a los «tribunales especiales», establecidos en 1933 para juicios rápidos de casos políticos.
Los expedientes que se conservan de los «tribunales especiales» de Munich acumulan alrededor de 10.000 casos entre 1933 y 1945, y no hay nada que indique que la ciudad de Munich fuera excepcional entre los tribunales federales de Alemania, cada uno de los cuales fue dotado con un «tribunal especial». Los archivos existentes de la propia Gestapo, de su sede de Würzburg, suman alrededor de 19.000 casos distintos, la mayoría de los cuales estaba relacionada con la «custodia protectora» y se basaba fundamentalmente en denuncias de particulares139. Los legajos procedentes de la oficina de la Gestapo en Düsseldorf (se ha conservado aproximadamente el 70 por 100 del total) ascienden a la asombrosa cifra de 72.000 casos140. Sin los «espías» y los denunciantes, listos para llevar a cabo su parte interesada del «trabajo en la dirección del Führer» entregando a sus conciudadanos a las manos nada clementes de la Gestapo, un sistema basado en el temor y la angustia omnipresentes no podría haber funcionado con tanta eficacia.