33

El funcionario de aduanas cruzó la terminal empujando la silla de ruedas de Seto, seguido por Robbins y Ava, que llevaba su equipaje. Fuera esperaba un Crown Victoria negro con el motor en marcha. El cristal estaba bajado y Ava vio sentado tras el volante a un hombre de mediana edad con el brazo tatuado colgando fuera de la ventanilla.

—Davey, ayúdame con este tío y mete la silla de ruedas en el maletero —ordenó Robbins.

Davey salió de un salto del coche. Medía menos de un metro setenta, era muy flaco y tenía una barba rala. Llevaba vaqueros de pitillo, zapatillas de bota y dos pendientes. Sólo le faltaba la melena de rockero. Abrió la puerta de atrás y vio cómo Robbins empujaba a Seto por el asiento.

—Pon tus cosas en el maletero y monta delante, con Davey —dijo Robbins a Ava.

Cruzaron el Puente de la Reina Isabel II, que separaba la isla de Beef de Tórtola, y pusieron rumbo a Road Town. Avanzaban despacio. Las carreteras eran estrechas, el coche grande y la ruta montañosa. El automóvil era de fabricación americana, pero el volante estaba a la izquierda y en la carretera regían las normas de tráfico británicas, lo cual hacía difícil tomar las curvas, sobre todo cuando, como sucedía cada cien metros, eran muy cerradas. La primera vez que Davey tocó el claxon al acercarse a una curva, Ava se sobresaltó y pensó que iban a chocar. Luego comprobó que lo hacía antes de cada curva como medida de precaución.

En el coche, por lo demás, reinó el silencio. Davey miraba fijamente la carretera. Robbins iba sentado como un fardo tras ella. Al mirar por el retrovisor, Ava vio que tenía los ojos fijos en la parte de atrás de su cabeza. Se imaginó su aliento rozándole el cuello. Intentó espabilarse, intentó empezar a pensar en cómo salir de aquel lío, pero Davey conducía tan bruscamente y la carretera era tan peligrosa que no pudo concentrarse.

Tardaron veinte minutos en llegar a la ciudad. Road Town se alza a los pies de una montaña. Mientras avanzaban hacia ella, Ava vio que las luces parecían estar dispuestas en forma de círculo.

—Qué bonito —comentó, rompiendo el silencio.

—Eso es el puerto. La ciudad está construida alrededor, como una herradura —respondió Davey.

Lo acertado de la descripción sorprendió a Ava.

—¿Cuántos habitantes tiene?

—Unos diez mil.

—Parece más grande. Claro que casi todas las ciudades lo parecen de noche.

—Esto también es bonito de día. La planificación urbanística está muy bien hecha. Su novio ha escogido un buen sitio. Está justo ahí, junto a Wickham’s Cay —dijo, señalando con el dedo.

Debe de haber ido a recoger a Derek al apartamento, se dijo Ava, repasando la cronología desde su salida de Guyana. Los funcionarios de aduanas debían de haberle acompañado, porque no se imaginaba a Derek dejando que Davey y Robbins le echaran de la isla por sí solos. Miró hacia donde había indicado Davey, pero sólo vio un muro de luces.

—¿Hay algún buen restaurante cerca del apartamento? —preguntó, pensando que no le vendría mal hacerse amiga del chófer.

—Se acabó la charla, Davey. No te pagamos para que hagas de guía turístico —dijo Robbins.

Se acercaron a Road Town por el este, siguiendo el contorno del puerto en dirección oeste. Mientras pasaban por una serie de bloques residenciales, locales comerciales y edificios de la administración, vio indicaciones para llegar a Wickham’s Cay II y al interior del puerto. La arquitectura era típicamente caribeña: casas bajas de estuco blanco con alguna que otra pincelada de rojo coral o azul claro. Las casas particulares quedaban al norte, apartadas del puerto, mientras que los restaurantes, los mercados, los organismos oficiales y los edificios de oficinas en alquiler, en cuyas fachadas figuraban largas listas de empresas arrendatarias, se apiñaban cerca del mar y en torno a él. Davey se apartó de la calle principal y siguió la flecha que indicaba hacia Wickham’s Cay I.

Los apartamentos Guildford, un edificio de tres plantas con fachada de estuco blanco, estaban en pleno cayo. Parecían haberlo construido en una semana, se dijo Ava.

Davey detuvo el coche delante del edificio. Una puerta doble de cristal daba al vestíbulo y al mostrador de recepción, desocupado en ese momento.

—¿Y la seguridad? —preguntó Ava.

—¿A qué te refieres? —dijo Robbins.

—A que si hay alguna. ¿Crees que conviene que nos hagan preguntas sobre el estado en que está Seto? No sé tú, pero yo no quiero llamar la atención si no es necesario.

Él se encogió de hombros.

—No hay guardias. Hay un mostrador de recepción atendido de nueve de la mañana a nueve de la noche. El resto del tiempo cierran las puertas y hay que usar la llave de la habitación para entrar.

—¿Hay cámaras?

—¿Qué importa eso?

—¿Con qué frecuencia limpian los apartamentos?

—Te digo que qué coño importa eso —le espetó Robbins.

—Seto va a estar esposado, amordazado y atado por los tobillos al menos parte del tiempo. No conviene que las señoras de la limpieza estén entrando y saliendo del apartamento.

—Lo preguntaremos por la mañana —respondió él.

Davey abrió su puerta y se acercó al maletero. Ava le siguió. Recogió su equipaje y el de Seto mientras el chófer sacaba la silla de ruedas y la desplegaba.

—Menuda pinta tiene ese de ahí. Da miedo verle. Tiene cara de pasarles droga a los niños o de vender porno —comentó.

—Se dedica al negocio pesquero, así que no vas muy desencaminado —contestó Ava, y pensó que quizá también Davey intentaba hacerse amigo suyo.

Robbins salió del asiento de atrás sacando primero los pies y agarrándose con los brazos a ambos lados de la puerta. Se reunió con ellos junto al maletero y extrajo de él un maletín.

—Me quedo a pasar la noche con la chica —dijo a Davey—. Ven a recogernos por la mañana. —Se volvió hacia Ava—. ¿A qué hora es tu reunión?

—A las diez —contestó ella.

—En el Barrett’s, ¿no?

—Sí, en el Barrett’s.

—Con que vengas a las diez menos cuarto será suficiente —añadió Robbins dirigiéndose a Davey—. Ayúdanos a subir a este tío antes de irte.

Davey empujó la silla de ruedas hasta la entrada. Robbins introdujo la tarjeta de plástico en la puerta y retrocedió para abrir. Cuando entraron en el vestíbulo, se abrió una puerta lateral y una joven negra estuvo a punto de chocar con ellos. Llevaba una plaquita prendida en la camisa en la que se leía: DOREEN. RECEPCIÓN. Miró a Robbins, se fijó en sus manos enguantadas y luego miró a Ava, a Davey y a Seto, que babeaba con la cabeza colgando y la barbilla apoyada en el pecho.

—Mi amigo tiene una intoxicación espantosa. Tenemos que llevarle a la habitación y meterle en la cama —explicó Ava.

—¿Qué habitación es?

—La trescientos doce —respondió Robbins levantando la tarjeta para que la viera—. Liang.

La chica dudó.

—Que pasen buena noche —dijo al salir.

Mientras subían en el ascensor a la tercera planta, Robbins preguntó:

—¿Qué le has dado para dejarle así?

—Algo que durará otras ocho horas, más o menos. De todos modos, para asegurarnos habrá que esposarle y atarle con cinta aislante. No quiero que se ponga a dar vueltas por ahí o que se escape en plena noche. Por la mañana le daré otra dosis.

—¿De verdad le necesitas?

Y si no lo necesitara, pensó Ava, ¿qué harías con él?

—¿Te ha explicado tu hermano lo que tengo que hacer mañana en el banco?

—Tengo una idea aproximada.

—Pues hasta entonces no sabré si le necesito o no. Si todo va como la seda, no me hará falta. Mientras tanto, hay que mantenerle controlado, por si tiene que hacer acto de aparición.

La puerta del apartamento daba a una sala de estar de baldosas blancas, con un sofá, dos sillas de pino y, dominando la habitación, un televisor Panasonic Viera de cuarenta y ocho pulgadas. A la derecha estaba la cocina, con una mesa de madera, cuatro sillas plegables de aspecto endeble y una puerta corredera que daba a un balcón. A la izquierda había un cuarto de baño cuyo lavabo se veía a través de la puerta abierta. Entre el cuarto de baño y la cocina había tres dormitorios.

—Vamos a ponerle en la habitación del medio. Así le oiremos si hace ruido —dijo Ava.

Robbins la miró como si estuviera intentando engañarle.

—Métele en la del medio —ordenó a Davey.

El chófer llevó a Seto a la habitación y Ava le siguió con su bolso Shanghai Tang.

—Échale en la cama y quítale los pantalones y la camisa —dijo.

Mientras Davey desvestía a Seto, ella rebuscó en su bolso y sacó un rollo de cinta aislante. Ató juntos los tobillos de Seto y le tapó la boca con una tira de cinta. Después le puso las esposas.

—¿Puedes arroparle ya, por favor? —preguntó.

Robbins los observaba desde la puerta. Cuando acabaron, hizo una seña a Davey.

—A las diez menos cuarto. Nos vemos fuera.

Ava vio marcharse al hombrecillo de pie en el cuarto de estar. Robbins entró en la cocina y abrió la nevera.

—Tu novio compró algunas cosas cuando vino para acá. Lástima que no haya tenido tiempo de probarlas. —Sacó una Stella Artois y rozó a Ava al pasar camino del sofá. Se arrellanó en él y encendió el televisor.

Desde donde estaba, ella vio varias bolsas de patatas fritas y frutos secos en la encimera. No había cenado y no quería preguntarle a Robbins si podía salir. Entró en la cocina y eligió una bolsa de almendras tostadas. No bebía cerveza, pero confiaba en que Derek hubiera comprado algún refresco. Se sorprendió al ver que había una botella de Pinot Grigio. Dio gracias al cielo en silencio.

—Quiero la habitación con la cama grande —dijo Robbins desde el sofá.

Ava se volvió. La estaba mirando fijamente desde el otro lado de la habitación. La miraba de arriba abajo, deteniéndose en cada parte de su cuerpo, salvo en los ojos. Con gesto casi distraído se llevó la mano a la cabeza, metió los dedos en los surcos de su cuero cabelludo y los deslizó adelante y atrás, ayudado por la suavidad de los guantes de látex. Ava volvió la cara, asqueada. Guardó el vino en la nevera y salió de la cocina con su bolsa de almendras. Recogió su otra maleta y entró en el dormitorio más cercano al cuarto de baño. Dos camas individuales. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando Robbins gritó:

—¡Déjala abierta! Tengo que poder verte.

Ella dejó la bolsa en el suelo y regresó al cuarto de estar. Se acabó, pensó.

—Escúchame bien, capullo de mierda. Ya oíste a tu hermano: se supone que somos socios. Mañana tengo un día muy duro por delante y necesito organizarme y aclarar mis ideas, y para eso necesito espacio. Así que voy a cerrar la puerta de mi habitación hasta que decida volver a abrirla. Si tienes algún problema, llama al capitán y explícale por qué necesitas tenerla abierta, y que luego el capitán me explique cómo va a contribuir eso a que mañana nos hagamos con el dinero.

Él apenas la miró.

—Vale —dijo.

Ava se dio la vuelta. Sabía que tendría que soportar a Robbins hasta que el dinero fuera camino de Hong Kong. Después... En fin, después improvisaría.

Con la puerta cerrada, abrió su maleta Louis Vuitton. Se quitó el reloj, los gemelos y el alfiler de marfil del pelo y los guardó cuidadosamente dentro de su bolsita. Se quedó en bragas y sujetador, dobló con cuidado los pantalones y la camisa y volvió a ponerlos en la maleta, con las joyas. Luego se puso sus pantalones de chándal Adidas y una camiseta negra. Buscó en su bolso Shanghai Tang y encontró su cuaderno y una pluma. Entonces reparó en su ordenador, que parecía mirarla fijamente. Inspeccionó rápidamente la habitación en busca de una conexión a Internet, pero no vio ninguna. Y aunque hubiera alguna disponible, no merecía la pena correr el riesgo. Al menos, de momento. El bolso Tang tenía una cremallera a un lado, cerca del fondo. La abrió y metió la mano dentro. Su pasaporte hongkonés seguía allí. Pero si el capitán le había dicho la verdad respecto a Thomas, el pasaporte no le serviría para abandonar la isla por aire. De todos modos, no estaba dispuesta a marcharse aún. Piensa en el banco. Concéntrate sólo en eso, se dijo.

Cogió el cuaderno y la pluma y abrió la puerta. Robbins no se había movido del sofá. Se acercó a la habitación de Seto y asomó la cabeza. Seguía arropado en la cama. Su cabeza sobresalía por encima de las mantas. Parecía casi feliz.

Cerró la puerta y se volvió.

—Al lado de la cocina hay un balcón —dijo—. Voy a llevarme una botella de vino, mi cuaderno y mi pluma y voy a sentarme allí para prepararme para mañana.

Robbins se incorporó a medias. La barriga le colgaba sobre las rodillas. Había torcido el gesto. Se disponía a decir algo, pero se detuvo.

Ava dedujo que no le importaba y se acercó a la nevera. Sacó el vino, encontró una copa en el armario de encima del fregadero y abrió la puerta corredera del balcón.

No era muy grande: había el sitio justo para dos sillas de lona y, entre ellas, una mesita de plástico. Se dejó caer en una silla y estiró las piernas hacia la barandilla. Hacía una noche preciosa. Del puerto soplaba una brisa suave, cargada de salitre y olor a flores. El balcón daba al mar, y a la luz de los barcos y los edificios circundantes pudo ver que el puerto estaba repleto de embarcaciones de todos los tamaños. No sabía nada de náutica. No distinguía un catamarán de un yate o un esquife de un velero, ni conocía las esloras o el valor de los barcos, pero aun así le impresionó el puerto de Road Town porque sobre sus aguas parecían mecerse barcos de todo tipo. Mirarlos era tranquilizador, y a medida que fue calmándose comenzó a asimilar la gravedad de su situación. El estupor inicial se disipó, asumió lo ocurrido y pudo empezar a afrontar las circunstancias por orden de prioridad. Y en el primer lugar de la lista se hallaban Jeremy Bates y el banco. Debía conseguir lo que se proponía; si no, las amenazas de Robbins carecerían de importancia y Andrew Tam estaría perdido. Tenía que concentrarse en el banco.

Se sirvió una copa de vino y abrió el cuaderno. Pasó diez minutos revisando la estrategia que pensaba utilizar, buscando de nuevo sus puntos flacos y anticipándose a posibles preguntas. No era perfecta ni podía serlo dado el estado de Seto, pero el plan básico que había esbozado seguía sosteniéndose pese a la intromisión de Robbins. Tenía que conseguir que el banco transfiriera el dinero, y eso dependía absolutamente de ella, estaba bajo su control. Lo que ocurriera después, dónde y cómo cambiara de manos el dinero... Eso, en fin, aún tenía que evaluarlo, y a ello se dedicó a continuación.

Desde que había aterrizado en la isla de Beef había estado sumida en una especie de estupefacción. Se había movido maquinalmente, intentando mantener a raya el desconcierto que le había provocado todo aquello. Robbins le había tendido una buena trampa. De eso no había duda: estaba con el agua al cuello. Sin Derek. Sin pasaporte. Sin teléfono. Y con Jack Robbins instalado en el sofá. Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? Respecto a Seto y al banco no había cambiado nada, excepto que Robbins quería una parte del pastel. Si sólo quería eso, las cosas podían arreglarse. Y tenía que dar por sentado que era sólo eso lo que quería el capitán. El único interrogante era cómo manejar la situación.

Naturalmente, podía hacer lo que le había dicho a Robbins que haría. Pero eso conllevaba ciertos inconvenientes; entre ellos, en lugar destacado, que no sabía si podía confiar en que el capitán se conformara con 2.200.000 dólares. ¿Y si, al saber que había trasladado el dinero a Hong Kong, su avaricia no se daba por satisfecha? ¿Y si seguía reteniéndole el pasaporte y exigía más dinero?

Después estaba el problema ético que le planteaba su compromiso con Andrew Tam. El dinero era suyo. Tenía derecho a recuperarlo por completo. En la práctica, Tío y ella nunca habían garantizado su devolución, y mucho menos su devolución íntegra, pero Ava no podía engañarse: el dinero estaba intacto y al alcance de su mano. Con un poco de astucia, tal vez pudiera recuperar hasta el último centavo. ¿Por qué iba a darle nada a Robbins si podía evitarlo?

¿Hasta qué punto se mostraría crédulo y complaciente Robbins una vez supiera que había logrado que el dinero se transfiriera a Hong Kong? Suponiendo que se diera por satisfecho con 2.200.000 dólares, ¿accedería a que Thomas le devolviera su pasaporte y le permitiera abandonar el país tan pronto como tuviera pruebas de que la transferencia había sido enviada a su cuenta en las Islas Caimán, en vez de esperar a que el dinero llegara al banco? En Guyana había estado dispuesto a hacerlo. Pero entonces las circunstancias eran otras y había menos dinero en juego. ¿Hasta qué punto se fiaba de ella?

Así pues, tendría un plan A y un plan B, decidió. Después echó el freno: no quería adelantarse tanto a los acontecimientos. Concéntrate en mañana, se dijo, y volvió a abrir su cuaderno. En la parte de atrás había pegado con cinta adhesiva el permiso de conducir de Seto expedido en el estado de Washington. Lo sacó y lo puso en la parte de abajo de una hoja en blanco. Luego, empezando por arriba, llenó el resto de la página con la firma de Seto. Cuando llegó al final de la hoja, la firma empezaba a parecer auténtica.

Apuró su copa de vino y se sirvió otra. Allá abajo, en el muelle, vio a un grupo de diez personas que caminaba tranquilamente hacia un barco con aspecto de ser un pequeño hotel flotante. Parecían parejas, viejos amigos: iban cogidos del brazo, o enlazaban relajadamente el cuello de su acompañante. Avanzaban describiendo un suave zigzag y sus voces se alzaban hacia ella: voces alegres de personas despreocupadas que seguramente venían de tomar una cena exquisita regada con seis botellas de vino. Bueno, yo tengo mi vino, se dijo, una noche preciosa y una vista fantástica. Podría estar peor. Pero ojalá no hubiera buscado información sobre Tommy Ordonez.