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La llamaron a las seis para despertarla. Se cepilló el pelo, se lavó los dientes y se puso sus pantalones de chándal Adidas, un sujetador limpio y una camiseta. Tiró del ejemplar del Trinidad Tribute que habían metido por la rendija de debajo de su puerta y lo dejó sobre una mesa, cerca de la ventana. Había un hervidor eléctrico en la habitación; lo encendió y, mientras se calentaba el agua, se sentó a leer el periódico.

Había un refrito del reportaje de televisión de la noche anterior con fotografías de los ministros del Gobierno sospechosos de corrupción. Parecían cuatro jugadores de críquet entrados en carnes. Se saltó la noticia y leyó otra que mostraba la preocupación del Gobierno por la creciente tasa de delincuencia y la búsqueda de un nuevo director para la policía. Entre los candidatos había un canadiense de Calgary. Era mala idea, se dijo. ¿Cómo iba a entender un canadiense la dinámica social y los imperativos económicos de un lugar como Trinidad?

Llenó una taza de agua caliente y se preparó un café instantáneo. Se acabó el primero y estaba tomándose el segundo cuando la llamaron para avisarle de que el coche había llegado. Cogió el ascensor para ir al vestíbulo y al salir se encontró con un chófer distinto, que parecía hindú. Cuando salieron del hotel y tomaron la calle que rodeaba el Savannah, Ava le preguntó qué opinaba de las acusaciones de corrupción contra los ministros del Gobierno.

—Los negros... —dijo el chófer como si eso lo explicara todo.

Ella le preguntó por el tráfico de drogas.

—¿Qué más da, mientras la droga no se quede aquí? Puede que sea bueno para la economía.

Fijó su atención en las calles por las que pasaban. Los Siete Magníficos parecían casi decrépitos a la luz del día: el sol radiante de la mañana dejaba al descubierto su pintura descolorida, sus ladrillos desconchados, sus tejas levantadas. El Savannah también había perdido parte de su atractivo. Notó que había menos césped que trozos de tierra desnuda salpicados de grama y malas hierbas. Recordó algo que le había dicho Tío sobre las mujeres mayores que por las mañanas no llevaban maquillaje, y enseguida arrumbó aquella idea.

Circularon en silencio por la carretera principal. Las fábricas y los almacenes parecían menos agobiantes, y Beetham Estate aún más deprimente que el día anterior. Cuando llegaron al cruce que llevaba al aeropuerto, el coche se detuvo ante un semáforo en rojo. Mientras esperaban al ralentí, una mujer esquelética, desnuda y con el cuerpo manchado de polvo y barro, el pelo apelmazado y los pechos aplanados contra el torso, saltó de repente a la calzada y comenzó a aporrear el capó. Pegó la cara al cristal de la ventanilla de Ava mientras gritaba obscenidades. Ava se apartó, asustada.

—No se preocupe —dijo el chófer—. Está aquí todos los días. No es más que una loca.

—Necesita ayuda —contestó ella, alarmada todavía.

—Sin dinero no hay ayuda. Esto es Trinidad. Vaya al centro de noche. Hay un montón de gente como ella. Todos chiflados, aunque puede que no tanto como ésta.

—Mierda —dijo Ava.

—Bueno, ¿adónde va? —preguntó el chófer cuando se alejaron del cruce y dejaron atrás a la mujer, que seguía vociferando.

—A Guyana.

—¿Por qué?

—Por negocios.

—En Guyana no hay negocios, sólo hay trapicheos.

—Eso no es lo mío.

—Bueno, en todo caso no beba Kool-Aid —dijo, y se echó a reír.

—¿Qué?

—Kool-Aid. No lo beba. ¿No se acuerda de Jim Jones?

—Vagamente.

—Era un predicador yanqui. Se trajo a toda su iglesia a Guyana y montó allí una comuna. La cosa no salió bien.

—¿Y eso?

—Tuvieron problemas. El grupo entero bebió Kool-Aid mezclado con veneno. Murieron todos. Eran novecientos, si no recuerdo mal, puede que más. Por aquí se dice en broma que, si hay que elegir entre beber Kool-Aid y vivir en Guyana, el Kool-Aid casi siempre se lleva la palma.