26
Ya había oscurecido al llegar ellos: esa noche tocaba apagón en aquel lado de la ciudad. Pero las tiendas y los restaurantes del barrio estaban iluminados en su mayoría. Ava se imaginaba cómo sería caminar por las callejuelas una noche sin luna. No era de extrañar que el país tuviera una tasa de delincuencia desorbitada.
El nombre CHINA WORLD brillaba intermitente en la luna del restaurante. Debajo del luminoso en inglés podía leerse en caracteres chinos COMIDA CELESTIAL. Ava no recordaba haber visto nunca un restaurante chino cuyos nombres en inglés y en chino significaran lo mismo. Antes de que le diera tiempo de dejar de pensar en el asunto, Seto apareció recortado en la vidriera. Estaba hablando con un chino de corta estatura, cubierto con un delantal.
—Ya sale, creo —dijo.
Patrick llamó a un número desde su móvil.
—Atentos, chicos —dijo—. ¿Ves a ese tipo bajito del delantal? —preguntó a Ava—. Es uno de nuestros mayores traficantes de drogas. Se ocupa de casi todas las importaciones. También es amigo de un amigo. Hasta ahora no se me había ocurrido que podía estar relacionado con Ng y Seto. Cuando acabe todo esto, tendré que preguntar por ahí.
El trío salió del restaurante y montó en el Land Rover. Ava contuvo el aliento.
Siguieron al coche por espacio de dos manzanas y aparcaron frente al Eckie’s. Seto y la mujer bajaron. Ava vio que Seto decía algo a Ng, que se había quedado en el Land Rover. El Nissan negro estaba aparcado cuatro coches más allá.
Patrick volvió a usar su móvil.
—Dadles unos diez minutos y luego id a por Ng —ordenó. Alargó el brazo y abrió la guantera.
Ava vio una semiautomática guardada en una pistolera y varios juegos de esposas.
—Vamos a necesitar dos juegos, imagino —dijo él mientras se ponía la pistolera.
—Quiero taparles los ojos a los dos y amordazar a Seto antes de subir a la camioneta —contestó Ava.
—¿Amordazarle sólo a él?
—Alguien tiene que decirnos los códigos de entrada de la verja, y estoy segura de que la casa también tiene alarma.
Patrick asintió.
—El club tiene una salida trasera que da a un callejón. Voy a aparcar allí. No hay por qué llamar la atención más de la cuenta.
Esperaron con los ojos fijos en el Nissan. Cuando se cumplieron exactamente diez minutos, se abrieron las puertas y salieron dos hombres extremadamente corpulentos, uno de ellos con el pelo gris. Llevaban camisetas y vaqueros negros. Ava miró a Patrick de reojo: iba vestido igual. Dos noches antes, Robert y él también habían ido vestidos de negro. Son policías, pensó.
Vio que el del pelo cano daba unos golpecitos en la ventanilla del conductor del Land Rover. La ventanilla bajó. El policía enseñó una acreditación e indicó a Ng que bajara del coche.
El vietnamita no se movió. Ava vio que el policía retrocedía y que los músculos de su cuello se tensaban.
—¡Jódete, chino de mierda! —gritó el policía, levantando una pierna y dando una patada a la puerta del coche.
Ng asomó la cabeza por la ventanilla y dijo algo. El policía sacó su arma y le apuntó con ella. La puerta se abrió y Ng se apeó de un salto. Ava le vio hablar de nuevo y se imaginó lo que estaba diciendo. Sin duda dejaría caer la palabra «amigo».
Cada uno de los hombres del capitán pesaba al menos cincuenta kilos más que él. Uno de ellos le agarró por el cuello de la camisa y le empujó contra la pared del club. Ng chocó contra ella con un ruido sordo. A la luz del letrero del Eckie’s, Ava vio que tenía sangre en la frente y bajo la nariz. Intentó compadecerse de él, pero no pudo.
El policía le puso los brazos a la espalda, le esposó y tiró de él hacia atrás, haciéndole caer a la acera. Luego le agarró del pelo y le obligó a levantarse. Ng tenía la cabeza vuelta hacia el Toyota. Ava sólo vio en su cara miedo y desconcierto.
—¿Nos vamos? —preguntó Patrick.
—Arranca.
Patrick atajó por una calle lateral para salir al callejón. En una puerta que parecía de emergencia alguien había pintado toscamente «Eckie’s».
—Saldremos por aquí —comentó Patrick.
Se apearon de la camioneta y regresaron a la puerta principal. Ava sintió una oleada de adrenalina.
El local estaba mal iluminado, pero distinguió una pista de baile circular rodeada por mesas. Había también una barra, dos juegos de cortinas y una salida. La poca luz que había alumbraba la pista de baile. Las mesas estaban en penumbra.
—No veo nada —dijo.
—Ahí están —contestó Patrick, y se encaminó a la mesa más cercana a la barra.
Ava le siguió, intentando pasar inadvertida casi sin darse cuenta de lo que hacía.
Seto no se fijó en ellos. Estaba besando a Anna Choudray. Con la mano metida bajo su blusa, manoseaba uno de sus pechos. El pezón se veía a medias. Patrick se detuvo y Ava se preguntó si le había excitado el espectáculo.
—¡Seto! —gritó él, sosteniendo en el aire su insignia policial—. Quiero que la chica y tú vengáis conmigo.
—¿Qué cojones...?
Ava notó que no era una pregunta, sino una exigencia, y supo que había merecido la pena invertir aquellos cien mil dólares.
—Levántate —dijo Patrick.
—¿O qué?
Ella vio claramente a Seto por primera vez. Llevaba un traje negro con una camisa blanca. No parecía pesar más de sesenta kilos. Sus ojos se movían a derecha e izquierda como si intentara averiguar si aquello era una broma.
—¿No sabes quién soy? —gritó.
—Sé perfectamente quién eres —respondió Patrick—. Ahora levantaos los dos si no quieres que vaya yo a ayudaros.
—¡Que te jodan! —dijo Seto.
Patrick se echó hacia atrás y asestó un puñetazo a Anna a un lado de la cabeza, golpeándola en la oreja y estrellándola contra el respaldo del asiento con un ruido seco.
—¡Joder! —gritó Seto—. ¿Es que no sabes quién soy? ¡Por amor de Dios, habla con el general Swandas! ¡Estoy con él! ¡Llámale! ¡Llámale!
—Esto está varios peldaños por encima del general —replicó Patrick—. Ahora, por última vez, saca de ahí ese culo esquelético y trae a la chica contigo.
Seto miró la pistola que Patrick sostenía frente a la cara de su novia.
—¿No te...?
—Tienes cinco segundos.
Seto se deslizó hacia un lado, tirando de Anna Choudray.
—Daos la vuelta —ordenó Patrick.
Seto hizo levantarse a la chica. Ella se tapaba la oreja con la mano. Le corrían lágrimas por las mejillas. Patrick le esposó primero a él. Al poner las esposas a Anna, tuvo que obligarla a apartar la mano de la cabeza.
—Lo siento, pero si el imbécil de tu novio me hubiera hecho caso, esto no habría sido necesario.
—Esto es un error —insistió Seto—. Llama al general.
—Ten, llámale tú —contestó Patrick, ofreciéndole su teléfono—. Si contesta y acepta ayudarte, os pego un tiro aquí mismo.
Seto se desinfló. Su aplomo se había esfumado y sus ojos se movían enloquecidos por el local, buscando una ayuda que no llegaba.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Cada cosa a su tiempo —contestó Patrick—. Lo primero es sacaros de aquí.
Los llevó hacia la salida de emergencia. Ava notó que todo el mundo miraba hacia otro lado. Era como si no existieran.
Llevaba en la mano su bolsa.
—Ponlos contra la pared —dijo cuando estuvieron fuera. Sacó un rollo de cinta aislante y les tapó los ojos—. Ya puedes darles la vuelta. —Arrancó una tira y amordazó con ella a Seto—. Muy bien, vámonos.
Entre los dos les ayudaron a subir al asiento de atrás. Anna se apretó contra la ventanilla como si intentara mantenerse lo más lejos posible de Seto. Sollozaba tan fuerte que le costaba respirar.
Ava alargó el brazo hacia atrás y le apretó la rodilla hasta que consiguió que le prestara atención.
—Escúchame. Cuando lleguemos a la casa, vas a decirnos el código de entrada y todo lo que tengamos que saber para entrar por la puerta principal. Te lo estoy diciendo ahora para que tengas tiempo de pensarlo y estés preparada cuando te lo pida. No quiero tener que preguntártelo dos veces.
Anna no contestó.
Ava apretó con más fuerza su rodilla.
—Necesito que digas que sí.
—Sssí.
El trayecto hasta la casa de Seto se le hizo eterno. Podía imaginarse lo largo que se les había hecho a Seto y a su novia. Ni ella ni Patrick hablaron. Ambos sabían lo aterrador que podía ser el silencio.
Cuando pararon delante de la verja, ella preguntó:
—Anna, ¿hay alguien en la casa?
—No.
—Bien. Ahora, dime el código.
—Ochenta y ocho, ochenta y ocho, ocho.
—Muy chino —comentó Ava.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Patrick.
—Supersticiones. El número ocho se pronuncia ba en chino, y suena igual que la palabra que significa riqueza. Dos números ocho se asemejan mucho a como se escribiría «doble alegría». Tener un ocho en la dirección de tu casa, en el número de matrícula de tu coche o en tu número de teléfono se considera de buena suerte, y cuantos más ochos haya, mejor. Salvo para Seto en este caso, claro —explicó Ava mientras marcaba los números.
La verja se abrió. Patrick aparcó el Toyota junto al Mercedes.
—¿El código de la casa? —preguntó ella.
—El mismo que el de la verja —contestó Anna.
Se acercaron a la puerta. Ava sujetaba a la mujer por el codo y Patrick agarraba con fuerza la parte de atrás de la chaqueta de Seto. El camino estaba desnivelado y la pareja, que llevaba los ojos tapados, tropezaba continuamente. Ava procuraba mantener erguida a Anna y Patrick tiraba de Seto para enderezarle.
La casa era sorprendente al menos en un sentido: cuando entraron, Ava vio justo delante de ella una escalera que subía al primer piso. Para cualquier chino era un diseño impensable. Sólo hacían falta unas nociones básicas de feng shui para saber que aquella escalera sólo podía traer una suerte pésima a los propietarios de la casa. Dedujo que Seto (o la mujer, más probablemente) la había comprado tal y como estaba.
A la izquierda de la escalera había un comedor amueblado con seis sillas y una mesa desnuda. Ni aparador, ni plantas, ni cuadros. Daba la impresión de no haberse usado nunca. La habitación rectangular de la derecha, de unos cuarenta metros cuadrados, contenía únicamente un sofá de piel de aspecto barato, dos pufs y un enorme televisor LCD.
Ava se dirigió al fondo de la casa, donde estaba la cocina, empujando a Anna delante de ella. Había una mesa de cristal con tres servilletas y un frutero y una encimera con sitio suficiente para dos pilas y una zona de trabajo a cada lado. En una de ellas había una tabla de cortar y un juego de cuchillos y en la otra un voluminoso especiero y varios tarros llenos de harina, azúcar y cereales.
—¡Trae a Seto! —le gritó a Patrick.
Seto entró arrastrando los pies. Tenía gotas de sudor en la frente a pesar de que en la casa había aire acondicionado.
—Quítale la chaqueta —dijo Ava.
Patrick abrió las esposas, le quitó la chaqueta y, tirándole con fuerza de los brazos, volvió a esposarle.
Ava sentó a Seto en una silla, le pasó los brazos por encima del respaldo y le obligó a bajarlos por detrás. Luego se arrodilló y le agarró de los tobillos. Le hizo separarlos hasta que estuvieron alineados con las patas de la silla y los ató a ellas con cinta aislante.
—Pásame la chaqueta —dijo a Patrick. Registró rápidamente los bolsillos y sacó una cartera—. Bueno, ¿dónde está su ordenador?
—Arriba —contestó la mujer.
—Vamos —le dijo Ava—. Patrick, tú quédate con Seto.
En la primera planta había cuatro habitaciones. Dos se utilizaban como dormitorios, una estaba vacía y en la cuarta se había improvisado un despacho. Ava llevó a Anna a la habitación de matrimonio, en la que había una cama grande de caoba maciza con cómodas a juego y una pared completamente cubierta de espejos.
Sobre la cama había varios cojines decorativos. Ava los tiró al suelo y ordenó tumbarse a Anna. Luego le ató los tobillos y la amordazó con cinta aislante.
—Quédate aquí. No te muevas —dijo.
Entró en el despacho y se sentó a la mesa de Seto. La mesa tenía dos cajones a cada lado y un ordenador portátil encima. Encendió el ordenador y mientras arrancaba registró los cajones. Estaban casi vacíos, excepto uno, en el que había un billete de avión y dos tarjetas de embarque selladas. Seto había llegado a Georgetown desde Puerto España, vía Miami. Había también dos pasaportes. Uno estadounidense a nombre de Jackson Seto y otro chino a nombre de Seto Sun Kai.
Abrió la cartera de Seto. Contenía cuatro tarjetas de crédito, todas ellas a nombre de Jackson Seto, y un permiso de conducir expedido en el estado de Washington, al mismo nombre y con la dirección que Ava había visitado en Seattle. También había un carné de identidad de Hong Kong a nombre de Seto Sun Kai.
Cuando acabó de encenderse, el ordenador, le pidió una contraseña. Pero eso podía esperar. Ava fijó su atención en el despacho. Lo único que le interesó fueron seis archivadores de cartón colocados contra la pared.
Al abrir el primero comprobó que Seto era un hombre minucioso y ordenado. Estaba todo archivado por orden alfabético y al mirar en la carpeta del Barrett’s Bank vio que los documentos estaban ordenados por fecha. Se llevó la carpeta a la mesa y hojeó rápidamente los documentos desde el más antiguo (un ejemplar del impreso con su firma para la apertura de la cuenta) al más reciente: un extracto obtenido a través de Internet. Ava llevaba su cuaderno en la bolsa, y el número de cuenta del extracto coincidía con el que había anotado.
La cuenta estaba a nombre de S & A Investments. Sólo había una firma autorizada, la de Seto. Ava comprobó las fechas. La cuenta llevaba abierta más de diez años, pero había permanecido casi inactiva hasta hacía tres, cuando habían comenzado a aumentar las operaciones de ingreso. La transferencia con el dinero de Tam era la más cuantiosa, pero Seto no había dejado de acumular fondos durante ese tiempo, casi siempre en cantidades que iban entre los diez mil y los veinte mil dólares. Durante el año anterior se habían efectuado ingresos mucho más sustanciosos. Ava dedujo que se trataba del dinero que Seafood Partners había estafado a pesquerías de la India e Indonesia.
Las dos transferencias con el dinero de Tam habían dejado un saldo que superaba los siete millones de dólares estadounidenses. Para Ava fue una grata sorpresa.
Bajó a reunirse con los chicos. Patrick estaba tranquilamente sentado sobre la encimera de la cocina, balanceando las piernas al ritmo de alguna música que sonaba dentro de su cabeza.
—¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó.
Ava puso sobre la mesa los pasaportes de Seto, su carné hongkonés y la carpeta del banco.
—No me ha ido mal. —Se acercó a Patrick—. Voy a hablar con él en cantonés —dijo.
Seto estaba hundido en la silla, con la barbilla casi clavada en el pecho. Ava agarró la cinta aislante que le tapaba la boca y la arrancó de un tirón. Seto gritó de dolor.
—Seto Sun Kai, ¿qué te hizo pensar que no vendríamos a por ti? ¿Qué te hizo pensar que no te encontraríamos?
Él sacudió la cabeza como si estuviera aturdido; luego se lamió el labio inferior. Ava se preguntó si había reparado ya en que acababa de utilizar su nombre chino.
—¿Por qué iba a venir nadie a por mí? No he hecho nada. —Su voz sonó ronca. Se le había resecado la boca por el estrés.
Ava sacó un vaso de un armario y lo llenó con agua del grifo. El agua era algo más clara que la del hotel. Será por el barrio, pensó.
—Toma, bebe —dijo, acercándole el vaso a los labios.
Él dudó.
—Es agua del puto grifo —le espetó ella.
Seto bebió un sorbo con cautela.
—¿Dónde está Ng? —preguntó.
—Se ha ido y no va a volver.
—No te creo.
—Pues más vale que creas esto: ya no tienes amigos. Nadie va a venir en tu ayuda. Ahora sólo estamos nosotros, y de ti depende cómo acaben las cosas.
—¿Quién te manda?
—Trabajo para ciertos amigos de Andrew Tam. ¿Te acuerdas de Andrew Tam?
—¿De dónde eres?
—De Hong Kong.
Seto se quedó inmóvil. Ava sabía que de pronto era plenamente consciente de su situación. Sabía que estaría pensando en cómo salir de ella. Y que cuando acabara de examinar sus alternativas sólo le quedaría una opción: la que a ella le convenía. Pero sabía también que eso no le impediría intentar escurrir el bulto.
—Andrew y yo hicimos negocios, eso es todo, sólo negocios. Hubo problemas con los clientes y tuve que intervenir para salvar lo que pudiera, por el bien de todos.
—Entonces, ¿me estás diciendo que estabas velando por los intereses de Andrew?
—El género que teníamos era una mierda. Mandé que volvieran a procesarlo y lo reenvasaran, nada más. Si no, no habríamos podido venderlo.
—¿Y eso lo consultaste con Andrew?
—No hubo tiempo. Y, además, Tam sólo era el que ponía el dinero. ¿Qué sabía él del negocio pesquero?
—Poco, supongo —contestó Ava—. El género, ¿lo vendiste todo?
—Sí.
—¿Te pagaron?
Se quedó callado. Ava casi podía ver girar los engranajes de su cabeza, calculando hasta dónde podía mentirle sin jugársela.
—Sí, por casi todo —contestó.
—¿Cuánto?
Seto echó la cabeza hacia atrás como si le estuviera apuntando con un cuchillo a la garganta.
—Unos tres millones —dijo con esfuerzo.
—¿Cuándo pensabas devolvérselo a Andrew Tam?
—Cuando se calmaran las cosas. Aún no he tenido tiempo. Acaban de pagarnos.
—Pero ¿pensabas devolvérselo?
—Claro, claro.
—Seto Sun Kai —dijo Ava suavemente—, eres un ladrón y un embustero.
Sacó el puñal automático de su bolsa, lo abrió y clavó la punta en su muslo, atravesando sus pantalones y luego su piel. Un alfilerazo, nada más. Pero Seto dio un respingo, asustado. Un espasmo sacudió su pierna.
—No —dijo.
Ava deslizó el puñal hacia arriba y clavó la punta en sus genitales. Seto se sobresaltó e intentó apartarse.
El puñal se deslizó por su pecho, hasta su cara. Ava posó la punta en la carne blanda de encima de su ojo. El sudor bajaba goteando por la nariz y por ambos lados de la cara de Seto. Ava iba a decir algo sobre el cuchillo, pero se dio cuenta de que no era necesario. Seto lo entendía muy bien sin necesidad de golpes de efecto.
—Seto Sun Kai —repitió con calma—, voy a decirte lo que sé y luego lo que necesito saber. Sé por qué tuvisteis problemas con las gambas. Sé los tejemanejes que os traéis entre manos George Antonelli y tú. Sé cómo trasladasteis las gambas, quién las reenvasó y dónde se vendieron. Sé cuánto os dieron por ellas. Sé lo de ese pequeño banco de Texas al que se mandó el dinero. Sé que desde allí el dinero se transfirió a una cuenta en las Islas Vírgenes Británicas. Tengo copias de las transferencias, así que sé a qué banco se enviaron y el número de cuenta en el que se depositaron. Y sé que la tuya es la única firma autorizada de esa cuenta. Ahora bien, hay dos cosas que no sé. ¿Adivinas cuáles son?
Él meneó la cabeza, y su sudor salpicó la mano de Ava y el cuchillo.
—No sé la contraseña de tu ordenador, ni la contraseña de tu cuenta bancaria en las Islas Vírgenes.
Seto hizo una mueca, pero no dijo nada.
Ava esperó. Pasó un minuto, tal vez más.
—Seto Sun Kai, estoy esperando.
—No es tan fácil —contestó él.
Ella sintió una primera oleada de irritación.
—No quiero haceros daño ni a ti ni a la mujer de arriba, de veras —dijo mientras aumentaba la presión sobre la punta del cuchillo.
—La contraseña del ordenador es «rata de agua» —dijo Seto atropelladamente.
—¿Tu signo del zodiaco? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Y la de la cuenta bancaria?
—Ochenta y ocho, sesenta y seis, ochenta y ocho, sesenta y seis.
—Gracias.
—No te servirá de nada —dijo él.
Ava notó que había empezado a sudar otra vez y que su voz se había crispado. Algo iba mal.
—¿Y eso por qué?
—La cantidad que puedo sacar de la cuenta es limitada.
—Puedes acceder a ella a través de Internet, ¿no?
—Sí.
—Y puedes hacer transferencias, ¿no?
—Sí, pero como te decía, con restricciones.
—¿Qué quieres decir?
—Puedo sacar un máximo de veinticinco mil dólares al día.
Ava vio que su pie izquierdo empezaba a moverse. Estaba asustado, y ella comenzó a pensar que tal vez le estuviera diciendo la verdad.
—No te creo.
—Lo acordamos así. Hasta el año pasado nunca habíamos tenido tanto dinero en la cuenta, así que no era problema.
Ava recogió la carpeta del banco que había dejado encima de la mesa. La hojeó, sacó los extractos mensuales y los documentos adjuntos y los leyó con más detenimiento. Patrick la observaba desconcertado.
Pasados diez minutos, dijo:
—Hace un año y medio retiraste trescientos treinta y cinco mil dólares. Luego, hace diez meses, doscientos mil dólares, y después, hace tres, otros cuatrocientos mil.
—¿Cuántas retiradas de efectivo hay de veinticinco mil dólares o menos? —preguntó Seto.
—Muchísimas más, lo reconozco.
—Las de menos de veinticinco mil dólares las hice por Internet, para mandar dinero a las cuentas de George en Atlanta y Bangkok y a mi contable de Seattle. Esas otras tres las hice en persona.
—¿Cómo?
—Fui a las Islas Vírgenes. Al banco. Tuve que rellenar una solicitud por escrito pidiendo un talón conformado y presentar mi pasaporte de Estados Unidos y otro documento oficial con fotografía, normalmente mi carné de conducir. Me hicieron firmar un impreso de retirada de fondos. Fotocopiaron mi pasaporte y mi carné de conducir, fecharon las copias y también las firmé. Luego me dieron el talón.
—¿Todavía se hacen esas cosas? —preguntó ella.
—La cuenta se abrió antes de que despegara la banca electrónica —contestó Seto—. Y el Barrett’s es un banco muy conservador. Están paranoicos con el blanqueo de dinero y me pusieron un montón de pegas para abrir la cuenta.
—¿Y si te mueres de repente?
—George tiene un poder notarial que también figura en los archivos del banco. Tendría que presentarse allí y pasar por el mismo proceso por el que pasé yo.
—¿No puedes pedir que cambien las cantidades?
—Sólo si lo hago en persona.
Estaba diciendo la verdad, Ava lo sabía: no había razón para que mintiera. Pero eso no la ayudaba a refrenar su ira. Estaba furiosa por haber dado tantas cosas por sabidas, por haber pensado que aquel asunto era cosa hecha, por haberse atrevido a buscar información sobre Tommy Ordonez. Se había puesto la zancadilla a sí misma. Se había saltado una de sus normas y estaba pagando por ello. El único error que no había cometido había sido decirle a Andrew Tam que su dinero iba de camino.
—No le pierdas de vista, Patrick —dijo bruscamente—. Tengo que subir un minuto.
Él la miró extrañado, pero ella ya casi había salido de la cocina.
Subió y, camino del despacho, echó un vistazo a Anna. Estaba acurrucada en la cama, llorando en voz baja. Ava cerró la puerta para no tener que escucharla.
El ordenador seguía encendido. Tecleó «rata de agua» y se abrió la pantalla. Luego intentó conectarse a Internet y un mensaje le informó de que la red no estaba disponible. Esperó. Al cuarto intento pudo por fin conectarse.
Fue a la página del Barrett’s Bank e hizo clic en «Cuentas». Introdujo el número de cuenta y luego la contraseña. La cuenta de S & A apareció en pantalla. Comprobó el saldo: 7.237.188,22 dólares. Había una lista de opciones disponibles; una de ellas era «Transferencias». Hizo clic en «Datos del receptor». Se disponía a teclear los datos bancarios de Andrew Tam cuando se dio cuenta de que se había dejado el cuaderno abajo, así que tecleó los de su cuenta. Bajo el epígrafe «Importe a transferir», escribió «50.000 dólares». Luego pulsó el botón de «Enviar». La petición fue rechazada de inmediato.
Ava parecía tranquila y reconcentrada cuando volvió a la cocina.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó Patrick.
—Tengo un problema —contestó ella.
—Ya me lo imaginaba.
—Necesito pensar un rato.
—Yo tengo buen oído si quieres contármelo.
Ava estaba a punto de desdeñar la idea cuando se dio cuenta de que, fuera cual fuese su decisión, iba a necesitar ayuda. Le convenía tener a Patrick de su parte lo antes posible.
—Vamos al cuarto de estar —dijo.
Se sentaron en el sofá de piel, que olía a tabaco, y le explicó su problema. Lo que no le dijo, ni pensaba decirle, era la cifra total de dinero que había en juego.
—Me parece que vas a tener que llevar a Seto a las Islas Vírgenes si quieres recuperar la pasta —comentó Patrick—. O pasarte varios meses haciendo transferencias diarias de veinticinco mil dólares, aunque imagino que no es buena idea. Podría pasar cualquier cosa.
—Hay que hacerlo enseguida o es muy posible que algo se tuerza. ¿Hay alguna otra posibilidad?
—¿Tú qué crees?
—Que estoy jodida —contestó Ava.
—¿Y eso?
—Como te decía, cuanto antes actúes, mayores son las probabilidades de éxito. En mi oficio se ataca cuando los tipos como Seto están en situación vulnerable, cuando están asustados y los tienes a tu merced. Cuanto más se dilate el proceso, más probabilidades hay de que empiecen a pensar que pueden encontrar una salida. Pero ¿cómo le llevo a las Islas Vírgenes sin que intervengan el Servicio de Aduanas o la policía? Sólo tiene que abrir la boca y ponerse a gritar. Y te aseguro que se le pasará por la cabeza, si es que consigo llevarle allí. Se convencerá de que puede salirse con la suya. Pensará que, si consigue darme esquinazo, tiene dinero suficiente para esconderse donde no pueda encontrarle. Al final siempre les encontramos, pero el problema es que para entonces el dinero suele haber volado.
—Y si consigues llevarle a las Islas Vírgenes, ¿cómo te las arreglarás con el banco?
—No tiene sentido preocuparse por el banco si no puedo llevarle allí.
—Tienes que hablar con el capitán —dijo Patrick.
—¿Qué puede hacer él?
—Voy a llamarle. Quédate aquí.
Ava se sentó a esperar en la cocina. Seto seguía girando la cabeza como si tuviera tortícolis. A ella le dieron ganas de partirle el cuello.
Se abrió la puerta de la calle y Patrick volvió a entrar.
—Tengo que ir a ver al capitán. Volveré dentro de un rato.