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Se despertó a las siete, rezó sus oraciones, hizo diez minutos de estiramientos y entró en la cocina para prepararse una taza de café instantáneo con el agua caliente del termo. Se consideraba canadiense, pero conservaba aún las costumbres que le había inculcado su madre, como tener siempre llena la olla arrocera y un termo con agua caliente en la cocina. Para sus amigos era motivo de burla que le gustara el café instantáneo, pero no le importaba. Le faltaba paciencia para esperar a que se filtrara el café y odiaba desperdiciar el tiempo. Y en cualquier caso sólo tenía paladar para el café soluble.

Vertió en su taza el contenido de un sobrecito de Starbucks VIA, añadió agua y salió a la puerta a recoger el Globe and Mail. Entró y al acomodarse en el sofá encendió el televisor y puso Wow TV, una cadena china local que emitía un programa de actualidad en cantonés. Había dos presentadores: un ex cómico hongkonés que intentaba alargar su fecha de caducidad en aquel lugar remoto, y una joven muy guapa sin ninguna experiencia en el mundo de la farándula. Era discreta y parecía refinada e inteligente: una combinación que pocas veces se daba entre las presentadoras chinas. Ava estaba un poco enamorada de ella.

A las ocho, cuando el programa se interrumpió para dar paso a un avance informativo, Ava marcó el número del móvil de Tío. En Hong Kong era última hora de la tarde. Tío ya habría salido de la oficina, habría disfrutado de su masaje diario y estaría sentándose a cenar en algún lujoso restaurante de Kowloon, posiblemente cerca del hotel Península.

Contestó al segundo pitido.

—Tío —dijo Ava.

—Ava, me pillas en buen momento.

—Me ha llamado Andrew Tam.

—¿Qué te ha parecido?

—Habla muy bien inglés. Ha sido muy educado.

—¿En qué habéis quedado?

—Voy a verme con una persona que tiene información sobre los fondos desaparecidos. Le he dicho a Tam que hablaría contigo cuando tenga la información y que luego decidiremos qué hacer.

Tío vaciló.

—Para mí no es tan sencillo. Prefiero que seas tú quien decida si aceptamos el encargo o no.

Ava intentó recordar alguna otra ocasión en que hubiera tenido que decidir sola sobre un encargo. No recordó ninguna.

—¿Por qué tengo que decidirlo yo? —preguntó.

—Tam es sobrino de un amigo, un amigo de hace mucho tiempo y al que estoy muy unido. Nos criamos juntos cerca de Wuhan y fue uno de los que llegaron conmigo aquí nadando desde China.

Ava había oído muchas veces la historia de la travesía a nado hasta Hong Kong. Con el paso de los años, los peligros que Tío y sus amigos habían afrontado durante esas ocho horas en aguas del mar de China Meridional para escapar al régimen comunista se habían convertido en un recuerdo lejano, pero la hermandad surgida entre ellos seguía siendo de suprema importancia.

—¿Tan personal es, entonces?

—Sí. Sabía que iba a costarme ser objetivo, por eso me pareció preferible que el sobrino te contara lo ocurrido y que seas tú quien decida si el trabajo tiene méritos suficientes para que lo aceptemos. Y, Ava..., no lo aceptes si no merece la pena.

—¿Y nuestra tarifa? —preguntó ella.

Normalmente cobraban el 30 por ciento del dinero que recuperaban, dividido a partes iguales entre ellos.

—Para ti, sí, pero para mí... No puedo aceptar mi parte. Somos muy amigos.

Ava lamentó que hubiera dicho aquello. Daba al encargo un cariz aún más personal, y siempre habían procurado mantener su vida privada separada de los negocios.

—Llámame cuando acabe la reunión —dijo Tío.

Después de colgar, Ava estuvo haciendo cosas por el apartamento: contestó correos electrónicos, se puso al día de las facturas y miró ofertas para las vacaciones de invierno. Sopesó qué debía ponerse para la reunión. Puesto que no tenía que impresionar a nadie, optó por una camiseta Giordano negra y unos pantalones de chándal Adidas. Ni joyas, ni maquillaje.

Se miró al espejo. Medía un metro sesenta y rondaba los cincuenta y dos kilos. Era delgada pero no esquelética y tenía los glúteos y las piernas bien definidos gracias al ejercicio que hacía corriendo y practicando pak mei. Sus pechos eran más grandes de lo normal entre las mujeres chinas, lo bastante grandes como para hacerse notar sin necesidad de un sujetador con relleno. La camiseta y los pantalones de chándal ocultaban su figura; hacían que pareciera más pequeña y más joven. Había veces en que parecer joven era un punto a su favor. Otras, en cambio, le convenía adoptar un aspecto distinto, de ahí que en su armario abundaran los pantalones de vestir negros, ceñidos y de lino o algodón, las faldas de tubo hasta la rodilla y las camisas Brooks Brothers de diversos colores y estilos que realzaban su pecho. Era su uniforme de trabajo: pantalones y camisas, alguna joya y maquillaje. Una apariencia atractiva, elegante y de persona competente.

A las once llamó al conserje y pidió que sacaran su coche del garaje.

Su piso estaba en Yorkville, en pleno centro de Toronto. Al igual que el barrio de Belgravia en Londres, que los alrededores de Central Park en Nueva York o que el Victoria Peak en Hong Kong, Yorkville podía presumir de albergar los inmuebles más caros de la ciudad. Ava había pagado más de un millón de dólares por su piso. Al contado. Su madre, Jennie Lee, estaba encantada con el barrio que había elegido, y orgullosísima de que su hija no arrastrara una hipoteca. La plaza de garaje en la que Ava aparcaba su Audi A 6 venía incluida en el precio. Era un despilfarro de dinero, aquel coche. Casi todo lo que necesitaba estaba a una distancia razonable a pie o, en el peor de los casos, a cinco minutos en metro. El coche sólo lo utilizaba para ir a ver a su madre a Richmond Hill.

A las once y diez llamó el conserje para decirle que su coche estaba listo. Ava enfiló Bloor Street y se dirigió hacia el este entre hoteles de cinco estrellas, restaurantes, anticuarios, galerías de arte y boutiques de lujo como Chanel, Tiffany, Holt Renfrew y Louis Vuitton, tiendas en las que rara vez se aventuraba, sabedora de que, si lo hacía, cualquier mención a su madre desencadenaría una avalancha abrumadora de cumplidos.

Cuando tomó Don Valley Parkway hacia el norte, en dirección a Richmond Hill, el tráfico fluía por una vez sin atascos. Llegó a Times Square con media hora de antelación. El centro comercial había sido diseñado a imitación de uno de Hong Kong del que también había tomado su nombre. El edificio principal, frente a la autopista 7, tenía tres plantas. El aparcamiento de la parte de atrás estaba rodeado de tiendas que vendían hierbas chinas, dulces y DVD, y de restaurantes que servían platos asiáticos de todo tipo.

La población china de Toronto es enorme (medio millón de habitantes o más) y Richmond Hill es su epicentro. Se extiende al norte de la ciudad, a unos veinte kilómetros del centro, formando una amplia extensión de áreas comerciales y urbanizaciones dormitorio. A derecha e izquierda de la autopista 7, los centros comerciales son casi exclusivamente chinos. Antaño una típica zona residencial de canadienses de origen europeo, Richmond Hill es ahora un lugar en el que el inglés se ha vuelto superfluo. No hay un solo artículo o servicio que no pueda conseguirse en cantonés.

No siempre había sido así. Ava recordaba los tiempos en que sólo estaba el viejo barrio chino del centro de Toronto, en Dundas Street, justo al sur de donde ahora tenía su casa. En aquella época su madre había sido en cierto modo una pionera. Había sido una de las primeras chinas que se habían instalado en Richmond Hill, pero todos los sábados llevaba en coche a Ava y a su hermana Marian al centro de Toronto para sus clases de ábaco y mandarín. Mientras las niñas estaban en clase, ella compraba las verduras, la fruta, el pescado, las salsas, las especias chinas y las bolsas de diez kilos de fragante arroz jazmín que componían su dieta.

Todo eso había cambiado cuando Hong Kong había empezado a prepararse para el fin del gobierno colonial británico en 1997. El dominio de la China comunista, pese a la incertidumbre que había causado, no había hecho cundir el pánico, pero a pesar de todo muchos habían creído prudente buscar otras alternativas, y Canadá no ponía trabas a quienes contaban con dinero suficiente para establecer allí su segunda residencia. Ante la imposibilidad de que el centro de Toronto absorbiera la afluencia masiva de nuevos inmigrantes chinos, Richmond Hill se había convertido en su segundo lugar predilecto para instalarse. La razón para ello era muy sencilla.

Durante años, Vancouver (Columbia Británica), y más concretamente la cercana Richmond, una localidad de su periferia, habían sido el destino preferido de los emigrantes chinos que llegaban a Canadá. El nombre de Richmond tenía ecos de riqueza y se consideraba, por tanto, de buen augurio. La madre de Ava no había sido una excepción: había vivido en Richmond dos años al llegar a Canadá. Cuando Toronto había comenzado a sustituir a Vancouver como principal polo económico nacional, los chino-canadienses de la parte oeste del país habían empezado a trasladarse a Richmond Hill, creyendo que sería como la otra Richmond: o sea, china. Con el tiempo, como ocurre siempre en su caso, los chinos habían ido multiplicándose, y había llegado un punto en que uno podía entrar en el cercano centro comercial Pacific de Markham y creerse que estaba en Hong Kong.

Ava tuvo que rodear dos veces el aparcamiento de Times Square para encontrar sitio. El Lucky Season estaba lleno de gente y tuvo que esperar diez minutos para que le dieran mesa. Era su madre quien la había llevado por primera vez al restaurante, que entre semana servía todos los platos del dim sum a 2,20 dólares. Un grupo de cuatro comensales podía tomar todo el té que quisiera y atiborrarse durante una hora, y gastarse menos de treinta dólares en la comida. Era increíble, pensó Ava, sobre todo porque la comida era excelente y los dim sum de tamaño normal.

Su madre comía allí dos o tres veces por semana, pero hoy era martes y Ava sabía que tenía cita con su herbolario y después su visita semanal a la manicura. Aun así, recorrió rápidamente el local con la mirada por si acaso.

Se sentó mirando hacia la puerta. Había un flujo constante de clientes, ninguno de ellos lo bastante rico ni lo bastante pobre para dejar pasar un plato de dim sum por dos dólares. Nunca dejaba de asombrarle el extremo al que podían llegar los chinos por una cuestión de simple reputación. Podía haber cuatro restaurantes seguidos que sirvieran comida casi idéntica, y por motivos que parecían escapar a la lógica uno de ellos se granjeaba fama de ser el mejor. Ese restaurante se veía sitiado por largas colas de clientes que ocasionaban interminables esperas, mientras que los otros permanecían casi venturosamente vacíos. Su madre ejemplificaba a la perfección esa mentalidad tan china.

Jennie Lee era una presencia constante en la vida de Ava. Ella lo había aceptado con el tiempo; a su hermana, en cambio, le costaba aún, sobre todo porque se había casado con un gweilo, un blanco de ascendencia británica al que aquel afán de Jennie por mantener un contacto tan estrecho con sus hijas le resultaba incomprensible. Su cuñado era incapaz de entender la noción de familia al estilo chino (las intromisiones constantes, los lazos de por vida, las obligaciones que los hijos tenían para con sus padres), como tampoco podía concebir la vida que habían llevado las tres antes de su llegada a Canadá.

Su madre había nacido en Shanghái y, aunque se había criado en Hong Kong, se consideraba shanghaiana de pura cepa: es decir, decidida, obstinada y escandalosa cuando hacía falta, pero nunca grosera, nunca chabacana ni agresiva como los hongkoneses. Había conocido a su padre, Marcus Lee, cuando trabajaba en la oficina de una empresa de la que era propietario. Marcus también era de Shanghái. Jennie se había convertido en su segunda esposa a la antigua usanza; o sea, que Marcus nunca había abandonado a la primera ni se había divorciado de ella. Ava y Marian formaban su segunda familia, reconocidas y queridas, pero sin esperanza alguna de heredar más allá del apellido de su padre y de aquello que su madre consiguiera arañar para ellas.

Cuando Ava tenía dos años y Marian cuatro, sus padres se habían enzarzado en una disputa y la presencia de Jennie en Hong Kong se había convertido en una carga. Ava había sabido después que la disputa se había debido a la aparición en escena de una tercera esposa y a que, aunque su madre había aceptado sin rechistar su sometimiento a la primera, no había estado dispuesta a hacer de comparsa ante una recién llegada. Fuera como fuese, su padre había llegado a la conclusión de que cuanto más lejos estuviesen de él más feliz sería su vida. Primero las había instalado en Vancouver: lo bastante lejos para que no fueran un estorbo, pero con conexión directa a Hong Kong por vía aérea. Jennie, sin embargo, había odiado Vancouver. Era demasiado húmedo, demasiado lúgubre, demasiado parecido a Hong Kong. Cuando se había trasladado con las niñas a Toronto, Marcus no había puesto objeciones.

Veían a su padre una o dos veces al año, quizás, y siempre en Toronto. Marcus les había comprado una casa, les pasaba una pensión generosa y asumía todos sus gastos extras. Cuando iba a visitarlas, las niñas le llamaban «papá». Su madre se refería a él como su marido. Durante una o dos semanas llevaban una vida de familia «normal». Luego él se marchaba y el contacto conyugal volvía a limitarse a una llamada telefónica diaria.

Ava había comprendido después que se trataba de un acuerdo comercial. Su padre había obtenido lo que quería en su momento, y su madre tenía a las dos niñas y un marido nominal. Él jamás se desentendería de ella ni de sus hijas, y Jennie lo sabía; de ahí que, intentando apuntalar su bienestar, se empleara a fondo en exprimirle hasta el último dólar que pudiera conseguir. Marcus sin duda conocía sus intenciones, pero no le importaban mientras ella respetara las normas. Así pues, Jennie tenía la casa, tenía un coche nuevo cada dos años y era la beneficiaria de un seguro de vida que sustituiría a su asignación mensual (y añadiría algo más) en caso de que él tuviera algún percance. Marcus pagaba los gastos de colegio, y Jennie se había asegurado de que las niñas fueran a los colegios más caros y prestigiosos en los que había podido matricularlas. También había pagado siempre las vacaciones familiares, el dentista, los campamentos de verano y las clases particulares y, llegado el momento, le había comprado su primer coche a cada una.

Marcus Lee tenía cuatro hijos con su primera esposa, dos con Jennie y otros dos con su tercera esposa, que vivía en Australia. Ava estaba segura de que Marcus los quería y cuidaba de ellos tanto como de sus otros hijos y esposas. Aquél era, al menos para los occidentales, un modo bastante extraño de vivir. Pero desde el punto de vista de un chino era un arreglo aceptable y refrendado por la tradición, y a Marcus Lee se le consideraba digno de admiración por cómo cumplía con sus responsabilidades. El suyo no era un estilo de vida para un hombre sin medios económicos. Marcus había tenido suerte en ese aspecto: había comenzado a amasar su fortuna en el sector textil antes de que la producción se trasladara al extranjero, a lugares como Indonesia y Tailandia. Más tarde se había pasado a los juguetes y también había tenido suerte, y de nuevo había demostrado tener mucha vista al dejar el negocio antes de que Vietnam y China coparan el mercado. Ahora, el capital familiar estaba vinculado en su mayor parte a bienes raíces en los Nuevos Territorios y en la región económica de Shenzhen, el flujo de ingresos que generaba era constante y su valor crecía sin cesar.

Jennie no había vuelto a trabajar después del nacimiento de Marian. Había consagrado su vida a ejercer de segunda esposa y a criar a sus dos hijas. Dada la ausencia de su marido, sus días giraban en torno a las niñas. Y no porque no tuviera otros intereses: jugaba al mahjong un par de veces por semana y un día a la semana tomaba el autobús Taipan hacia el norte para ir a jugar al bacará al Casino Rama. También había hecho de las compras una suerte de profesión oficiosa. Compraba siempre lo mejor de lo mejor. Sentía verdadera aversión por las imitaciones: si quería un bolso Gucci, tenía que ser un bolso Gucci auténtico.

Tenía cincuenta y tantos años, pero no los aparentaba ni quería reconocerlos. Si algo le gustaba, era que la tomaran por la hermana mayor de sus hijas. Y para mantener su apariencia no escatimaba gastos: cremas, lociones, hierbas, peluquería, ropa... Marian también tenía dos hijas, pero como vivían en Ottawa con su padre gweilo apenas hablaban chino. Sabían que gweilo significaba «fantasma gris» en cantonés y que langlei significa «guapa». Así era como se dirigían a su abuela. Llamarla otra cosa (incluido «abuela») estaba terminantemente prohibido.

En muchos sentidos, la madre de Ava era una princesa, consentida y caprichosa. Claro que muchas mujeres chinas lo eran. A su lado, las «princesas judías» que Ava había conocido en la universidad eran simples aficionadas. Esa idea volvió a pasársele por la cabeza cuando una mujer con blusa de seda roja y un ejemplar del Sing Tao bajo el brazo entró en el Lucky Season y paseó la mirada por el local.

Era alta para ser china, y sus zapatos de tacón de aguja, que parecían hechos del mejor y más flexible cuero rojo, la hacían parecer aún más alta. Acompañaba la blusa de seda con unos pantalones de hilo negros y un cinturón dorado con el emblema de Chanel en la hebilla. Sus cejas depiladas dibujaban dos finas líneas y el maquillaje formaba una gruesa capa sobre su cara. Ava vio sus joyas desde lejos: enormes pendientes de botón con diamantes, dos anillos (uno con un diamante que parecía de tres quilates y el otro de jade labrado, rodeado de rubíes), y un crucifijo engastado con diamantes y esmeraldas. El único detalle que estropeaba su perfecta estampa de princesa hongkonesa era el pelo, que llevaba recogido hacia atrás y sujeto recatadamente a la altura de la nuca con una sencilla goma negra.

Ava se levantó y le hizo una seña. Ella la miró, y Ava vio en sus ojos... ¿Qué? ¿Desilusión? ¿Un indicio de que la reconocía? Tal vez no esperaba que fuera una mujer. O quizá no esperaba que fuera vestida con camiseta negra y pantalones de chándal.

Se saludaron en cantonés y luego Ava dijo:

—Prefiero el inglés.

—Yo también —contestó la recién llegada—. Me llamo Alice.

—Yo Ava.

—Lo sé.

Echaron un vistazo al menú y marcaron seis casillas. Cuando la camarera se llevó sus hojas de pedido, Ava dijo:

—Sé que este sitio parece ridículamente barato, pero la comida que sirven es muy buena.

—He comido aquí otras veces —repuso Alice.

—Bueno, Alice, ¿de qué conoces a Andrew?

—Es mi hermano.

—Ah.

—Por eso estoy aquí. Andrew está intentando mantener este asunto en secreto. No quiere alarmar a otros miembros de la familia si no es necesario.

—Hay alguien más que lo sabe: vuestro familiar en Hong Kong, el que acudió a mi tío.

—Es el hermano de mi madre, nuestro tío el mayor, y es muy discreto. Pero tampoco él sabe gran cosa, sólo que Andrew necesita ayuda para recuperar un dinero que le deben.

—Tres millones de dólares.

—La verdad es que es un poco más. Unos cinco, en realidad.

—¿Es uno de esos tratos chinos? —preguntó Ava.

Alice pareció desconcertada.

—Ya sabes —explicó Ava—, uno de esos acuerdos en los que alguien que necesita dinero y no puede conseguirlo del banco o por otros cauces normales recurre a su familia, y como la familia no puede reunir fondos suficientes, recurre a un amigo de la familia. El amigo tiene a su vez un amigo, es decir, un tío, y el dinero acaba yendo a parar a la persona que lo necesita. Hay un montón de apretones de manos, pero ni un solo pedazo de papel y todo el mundo en la cadena, todos los miembros de la familia y sus amigos, comparten la responsabilidad de asegurarse de que el dinero sea devuelto.

—No, no es eso en absoluto —dijo Alice. Sacó un grueso sobre de papel de estraza del interior del Sing Tao—. Está todo aquí. Hay una carta de mi hermano explicando cómo se estructuró el acuerdo y cómo avanzó hasta descarrilar. Y también un montón de documentos de apoyo: el contrato de préstamo original, las órdenes de compra, las cartas de crédito, facturas, correos electrónicos... Mi hermano es muy minucioso.

—Eso está bien para variar —comentó Ava.

Llegó el primer plato del dim sum: patas de pollo en salsa chu hou y empanadillas en forma de media luna con cebolletas y gambas. Se pusieron a comer las patas de pollo y la conversación languideció mientras chupaban la piel y la carne de los huesos. Luego llegaron las har gau, los calamares marinados picantes, el tofu al vapor relleno de gambas y carne y el pastel de rábanos. Alice iba llenando la taza de té de Ava, y Ava tocaba con el dedo sobre la mesa para darle las gracias cada vez que le servía.

—¿Tú tienes participación en la empresa? —preguntó.

—No, no tengo nada que ver con ella, pero mi hermano y yo estamos muy unidos.

—¿A qué se dedica la empresa?

—Está especializada en financiar órdenes de compra y cartas de crédito. Ya sabes cómo es ahora: las empresas reciben grandes pedidos y puede que no tengan capital para financiar la producción. Aunque dispongan de cartas de crédito, los bancos pueden ponerse muy puntillosos. Y aunque les ayuden, nunca es por la cantidad total. Así que la empresa de mi hermano se encarga de rellenar huecos. Adelanta el dinero para la producción. Los intereses son muy altos, claro, pero las empresas lo saben de antemano y lo tienen en cuenta a la hora de calcular sus márgenes de beneficio.

—¿Cómo de altos?

—Un dos por ciento mensual, mínimo. Normalmente, un tres.

—Qué bien.

—Están supliendo una necesidad.

—No era una crítica.

—El caso es que de vez en cuando surge un problema. Normalmente, gracias a las averiguaciones previas que hacen, a que no financian operaciones que les parezcan arriesgadas y a que las órdenes de compra y las cartas de crédito suelen proceder de empresas solventes, esos problemas han sido poco frecuentes y de escasa importancia.

—Hasta ahora.

—Sí.

—¿Cuál era esa empresa tan solvente? ¿O este caso es una excepción?

—Supermercados Major.

Ava se sorprendió.

—Es la cadena de distribución de artículos de alimentación más grande de Norteamérica.

—Sí.

—Entonces, ¿qué salió mal?

Alice hizo amago de contestar y luego se contuvo.

—Creo que es preferible que leas lo que contiene el sobre. Si necesitas más datos o alguna aclaración, deberías llamar directamente a mi hermano. Su número de móvil y el de su casa están en el sobre. No quiere que le escribas por correo electrónico, ni que le llames a la oficina. También me ha dicho que puedes llamarle a cualquier hora, de día o de noche. Últimamente no duerme mucho.

—Está bien, leeré los documentos.

—Esto es muy difícil para él —añadió Alice lentamente—. Se precia de ser muy cauto y de actuar siempre con integridad. Le está costando asimilar que esto le esté pasando a él.

—Esas cosas pasan —comentó Ava.

Alice tocó el crucifijo que llevaba colgado del cuello y posó los ojos en el de Ava, mucho más sencillo.

—¿Eres católica? —preguntó Ava.

—Sí.

—Yo también.

—¿Vives aquí, en Toronto?

—Sí, soy la única. El resto de la familia está en Hong Kong.

—¿A qué te dedicas?

—Al sector textil, con mi marido. Él también es chino, del continente, y tenemos fábricas allí, en Malaisia y en Indonesia.

—Un negocio duro. Mi padre estuvo metido en él una temporada —dijo Ava.

—Nosotros hemos tenido suerte. Mi marido decidió hace años que el único modo de sobrevivir era pasarse a las marcas blancas. Así que ahora es lo único que hacemos.

—¿Participas en la gestión diaria de la empresa?

Alice la miró desde el otro lado de la mesa con repentina curiosidad. Ava se preguntó si su pregunta había tocado un punto flaco.

—No lo preguntaba por cotillear —se apresuró a decir.

— Momentai —respondió Alice—. Tengo dos hijos, así que dedico la mayor parte del tiempo a cuidarlos y a ocuparme de la casa. Mi marido me mantiene al corriente de casi todo y tengo que hacer la pelota a las mujeres de los clientes, pero no, no estoy metida tan a fondo en la empresa.

Ava se dispuso a coger la nota del dim sum, pero Alice se le adelantó.

—Pago yo —dijo.

—Gracias.

Ava había dejado su chaqueta Adidas colgada del respaldo de la silla. Al volverse para recogerla, vio que Alice la miraba otra vez fijamente.

—¿He dicho o hecho algo que te haya molestado? —preguntó.

—No, nada de eso. Es sólo que tu cara me suena. ¿Dónde estudiaste?

—Aquí, en la Universidad de York, y luego en Babson College, cerca de Boston.

—No, antes. En el instituto.

—Fui a Havergal College.

—Yo también —dijo Alice.

—No me acuerdo de ti.

—¿Tienes una hermana mayor que se llama Marian?

—Sí.

—Íbamos a la misma clase. Éramos de la primera gran hornada de alumnas chinas y salíamos juntas. Tú eres... ¿cuánto? ¿Dos o tres años más pequeña que ella?

—Dos.

—Recuerdo haberte visto con Marian.

Ava se estrujó la memoria sin ningún éxito. Claro que en aquella época las amigas chinas de Marian se contaban por docenas.

—Ahora está casada y tiene dos hijas y un marido con un futuro muy prometedor en la administración canadiense.

—¿Es chino?

—No, canadiense.

—Es lo que tienen las chicas Havergal: saben cómo encontrar un buen partido —comentó Alice, y miró la mano de Ava—. ¿Tú no te has casado?

—No —respondió Ava.

—Una chica trabajadora.

Alice levantó la nota para llamar la atención de un camarero y que la llevara a la caja. Después de esto, cruzó cuidadosamente las manos delante de ella y volvió a mirar a Ava.

—¿Cómo es que trabajas en esto? Porque no es muy frecuente. Mi hermano me ha contado a qué se dedica tu empresa, y cuando me dijo que iba a reunirme con una mujer no te imaginé así, desde luego. De hecho supuse que, más que trabajar en esto, serías una especie de intermediaria. Pero es tu trabajo, ¿no?

—Sí.

—Eso me parecía... No pretendía parecer condescendiente. Mi marido ha tenido que contratar los servicios de empresas como la tuya alguna que otra vez, así que algo sé de cómo funcionan y de la clase de gente que suele trabajar en ellas. Por eso no esperaba encontrarme con alguien tan joven.

—Y además, mujer —añadió Ava con una leve sonrisa.

—Sí, eso también. Así que ¿cómo te metiste en esto?

La pregunta pilló a Ava desprevenida. Estaba más acostumbrada a hacer preguntas que a contestarlas, y titubeó.

—Es muy aburrido —dijo.

—Por favor —insistió Alice.

Ava sirvió té para las dos. Alice tocó con el dedo sobre la mesa para darle las gracias.

—Es aburrido, de veras.

—No sé si creerte.

Ava se encogió de hombros.

—Cuando acabé de estudiar, empecé a trabajar para una de las consultorías más importantes de Toronto y enseguida me di cuenta de que aquello no era lo mío. Era una empleada pésima, si te soy sincera. Me costaba integrarme en una gran maquinaria burocrática, hacer lo que me decían sin poder cuestionar su eficacia o su validez. Cuando lo pienso ahora, me doy cuenta de que seguramente era bastante arrogante, un poco sabelotodo, siempre dispuesta a llevar la contraria a mis jefes. Tardé seis meses en despedirme. Creo que se alegraron tanto como yo de que me marchara.

»Decidí montar mi propia empresa, así que alquilé una oficina en esta zona, a dos edificios de aquí, de hecho, y empecé a ocuparme de la contabilidad de algunos amigos de mi madre, de un par de empresas pequeñas y cosas así. Lo creas o no, una de ellas, una importadora de ropa, tuvo problemas con un proveedor de Shenzhen. El dueño no conseguía recuperar su dinero y yo le pedí que me dejara intentarlo, a cambio de un porcentaje de lo que consiguiera recuperar.

—¿Y por qué pensaste que podías recuperarlo?

—Siempre he sido persuasiva.

—¿Y fuiste a Shenzhen a buscarlo?

—Sí, pero cuando llegué descubrí que el proveedor se la había jugado a más de un cliente y que había varias empresas esperando para echarle el guante. De él no había ni rastro, claro. Se había largado con el dinero que le quedaba. Fisgando por ahí, descubrí que había otra empresa que estaba intentando hacer lo mismo que yo. Supuse que sería contraproducente competir con ellos, así que les sugerí que uniéramos nuestras fuerzas. Fue entonces cuando conocí a Tío.

—Sí —dijo Alice desviando la mirada—. Andrew mencionó al señor Chow. Tiene su reputación, claro, y quién sabe qué es verdad y qué no... Entonces, ¿en realidad no sois parientes?

La misma pregunta que le había hecho Andrew.

—No, es un tío chino en el mejor sentido de la palabra —contestó Ava.

—Entiendo.

Quiere preguntarme por él, pensó Ava, y se apresuró a añadir:

—Al principio no traté con él directamente. Había ciertos elementos trabajando para él que, francamente, eran un poco brutos: de esos que cualquiera esperaría encontrar en un negocio como éste. Aceptaron colaborar conmigo, aunque, pensándolo bien, creo que seguramente sólo me estaban siguiendo la corriente, o quizá pensaron que así podrían llevarme a la cama. El caso es que Tío tenía una red de contactos impresionante y que conseguimos localizar a ese tipo en un abrir y cerrar de ojos. Pero a la hora de recuperar el dinero, la gente de Tío carecía por completo de sutileza. Ese tipo se habría librado de devolver unos dos tercios del dinero que debía si yo no hubiera intervenido haciendo un poco de trabajo de rastreo de capitales.

»Tío se enteró de lo que había hecho y me propuso que trabajara con él. Le dije que el resto de sus empleados no me hacía mucha gracia y me contestó que los iría despidiendo, que creía que nuestros estilos eran compatibles. Eso fue hace diez años, y desde entonces hemos estado casi siempre solos Tío y yo.

—Y está claro que habéis tenido éxito.

—Nos ha ido bastante bien, sí.

Llevaron la cuenta a la mesa y Alice puso veinte dólares en la bandeja.

—Ava, ¿mi hermano te ha parecido desesperado?

Ava se puso su chaqueta.

—No más que la mayoría de nuestros clientes.

—Pues te aseguro que lo está. Esos cinco millones de dólares representan casi todo el capital que ha acumulado nuestra familia en las últimas dos generaciones. —Alargó el brazo, cogió la mano de Ava y la apretó—. Por favor, haz todo lo que puedas por ayudarle.