28
Compró una botella de vino blanco en el bar del hotel y se la llevó a la habitación en un cubo de hielo. Habían vuelto a apagar el aire acondicionado. Masculló un exabrupto al encenderlo. Luego se sirvió una copa de vino y se acomodó en la butaca de ratán.
—Hora de pensar —se dijo en voz alta.
Tardó una hora en formular un plan que podía funcionar. Llamó a Patrick.
—¿Dónde estás?
—En casa de Seto.
—¿Puedes venir a recogerme?
Guardó silencio en la camioneta. Notaba que Patrick estaba deseando hacerle preguntas, pero no había nada que decir hasta que tuviera mejor perfilado su plan, y cuando así fuera hablaría primero con el capitán.
Seto estaba sentado en la cocina, esposado y atado a la silla. Ava pensó que estaba dormido hasta que levantó la cabeza al oír sus pasos. Tocó su brazo y le dijo en cantonés:
—Necesito la contraseña de tu correo electrónico.
—Rata de agua.
Este hombre no tiene imaginación, pensó ella. Llevaba en la mano la carpeta del Barrett’s Bank. La abrió y echó una ojeada a la correspondencia reciente. Aparecían varios nombres y direcciones de correo electrónico.
—¿Cuál es tu contacto principal en el Barrett’s?
—Jeremy Bates.
—¿Es el director?
—Sí. Tienen poco personal. Jeremy se encarga de casi todos los clientes.
Ava subió al despacho. Uno de los policías estaba sentado en el suelo, junto a la puerta del dormitorio principal.
—¿Todo bien? —preguntó ella.
—La mujer se puso a gimotear hace un rato. Tuve que hacerla callar.
Ava no preguntó cómo.
El ordenador seguía conectado a Internet. Accedió a la cuenta de correo de Seto y abrió su libreta de direcciones. Había un Jeremy Bates. Comparó su dirección con la que figuraba en la carpeta del banco. Coincidían. Abrió la carpeta de enviados, tecleó «Bates» y pulsó el botón de búsqueda. Había cerca de veinte mensajes de ida y vuelta. Se fijó en el estilo de Seto. Su tono era más formal de lo que esperaba. Y también más franco. No parecía reacio a hablar de sus asuntos financieros.
Comenzó a redactar un mensaje para Jeremy Bates.
Estimado señor Bates:
Estaré en Road Town el 26 o el 27 de febrero. Tengo intención de hacer una transferencia a Hong Kong por valor de 7.000.000 $. Le agradecería que me tuviera preparados los papeles. Me acompañará a la oficina la señorita Ava Lee. Es la contable de la empresa de Hong Kong con la que estamos haciendo negocios. La señorita Lee tiene que verificar que la transferencia se efectúe por la cantidad especificada. Tiene usted mi permiso para darle toda la información pertinente con respecto a la cuenta de S & A.
En cuanto nos confirmen los detalles del viaje me pondré en contacto con usted a fin de fijar un día y una hora para que nos veamos en su oficina.
Atentamente,
Jackson Seto
Hizo clic en el icono «Guardar borrador».
En Hong Kong era la hora de comer. Llamó a Tío.
—Sigo en Guyana, intentando zanjar este asunto —dijo rápidamente—. Voy a tardar dos días más, puede incluso que tres o cuatro. Estoy haciendo progresos, pero voy más despacio de lo que esperaba.
—¿Alguna razón concreta para el retraso?
—Tengo que ir a las Islas Vírgenes Británicas.
Casi sintió cómo se crispaba la mano de Tío sobre el teléfono.
—Eso no era lo previsto —dijo él.
—He tenido que cambiar de planes. El resultado será el mismo.
—¿Vas a ir sola?
—No —contestó—. Seto se viene conmigo, y voy a pedirle a Derek que vaya a ayudarme.
—¿Tan complicado es?
—Sólo necesito que me eche una mano —respondió.
Tío se pondría aún más nervioso sabiendo que tenía que recurrir a Derek Liang. Derek la había ayudado en otras cinco ocasiones y todas ellas habían sido problemáticas, o algo peor.
—Si lo crees necesario —dijo con calma tras una pausa.
Muy al principio de su relación, Ava había estado presente en una reunión entre Tío y un empresario de Macao que quería contratarles. A pesar de que necesitaba su ayuda, el empresario no había soltado prenda. Les había dado la mínima información posible. Su vaguedad había impacientado a Tío, que había empezado a hacerle preguntas cada vez más comprometidas. Finalmente, el empresario había exclamado levantando las manos:
—Créanme, tienen información suficiente. Confíen en mí. Confíen en mí. Tienen todo lo que necesitan.
Tío había rechazado el encargo. Después, mientras iban en el hidroala de regreso a Hong Kong, le había dicho a Ava:
—Cuando alguien te dice «créeme» o «confía en mí» y no puede darte un motivo al que puedas agarrarte, sal corriendo en dirección contraria. Para mí, ésas son las palabras más peligrosas que puede decirte nadie. Son el refugio de los débiles.
Durante los años transcurridos desde entonces, esas palabras nunca habían cruzado los labios de Ava. El día en que tuviera que pedirle que confiara en ella sería el día en que dejaría de trabajar con Tío. Y le gustaba creer que lo mismo podía decirse a la inversa. Aunque tuviera un sinfín de reservas, Tío jamás las expresaría en voz alta. Confiaba totalmente en ella, y aunque las cosas salieran pésimamente (y así era a veces), jamás la cuestionaba.
—Sí, lo creo necesario.
—¿Hay algo más?
—¿Recuerdas la vez que usé la consultoría Fong como tapadera?
—Sí.
—Necesito hacerlo otra vez.
—¿Todavía tienes su tarjeta de visita?
—Sí.
—¿Cuáles son las circunstancias?
—Cuando llegue a las Islas Vírgenes iré al banco de Seto, el Barrett’s, haciéndome pasar por contable. Puede que el banco llame a Fong para verificar mi identidad. Es poco probable, pero conviene ir sobre seguro.
—¿Qué nombre figura en la tarjeta?
—Ava Lee.
—De acuerdo, hablaré con el señor Fong para solucionarlo. ¿Quieres que digan algo en concreto si llaman a su oficina?
—Que estoy de viaje por el Caribe. De viaje de negocios, quiero decir. Y diles que se ofrezcan a darles mi número de móvil si quieren localizarme.
—¿Eso es todo?
—No. Vamos a tener que mandar más dinero a nuestros amigos de Guyana.
Tío no reaccionó de inmediato. Ava se imaginó los interrogantes que cruzaban por su cabeza. Ya habían desembolsado más de cien mil dólares y ahora ella le pedía que volviera a mandar dinero. Traer a Derek costaría al menos diez mil dólares. Si no recuperaba la inversión, ¿a cuánto ascenderían sus pérdidas?
Ava le atajó antes de que hablara.
—Tío, he encontrado más dinero del que le deben a Tam. Mucho más. Cobraremos nuestra comisión y además una bonificación.
—¿Qué cantidad hay que mandar?
—No lo sé. Todavía estoy negociando —contestó ella—. Lo único que sé es que no recuperaremos el dinero de Tam en un futuro inmediato a menos que hagamos ese desembolso.
—¿Cuándo lo sabrás?
—Mañana, como muy tarde.
—Espero tu llamada —dijo él.
—Siento todo esto, Tío. Sé que estás deseando empezar con Tommy Ordonez.
—Eso tendrá que esperar. Ten mucho cuidado. No bajes la guardia.
Ava marcó el número del móvil de Derek Liang. No consiguió hablar con él hasta el tercer intento. Cuando por fin contestó, sonaba de fondo una música tan alta que apenas le oía. Derek era un apasionado del karaoke y le gustaba imaginarse como Jackie Cheung, el cantante de pop más famoso de Hong Kong. Ava le gritó que saliera del local.
Hacía seis años que se conocían. Les había presentado su profesor de pak mei, que había pensado que sus dos únicos alumnos debían conocerse. Derek decía en broma que su maestro soñaba con que copularan y engendraran una auténtica máquina de matar. Pero aunque su opción sexual no lo hiciera imposible, Ava jamás habría elegido a Derek como pareja. Hijo único de un rico comerciante de Shanghái, había ido a Toronto a estudiar una carrera, pero a los dos años había dejado los estudios para dedicarse a las artes marciales, los coches deportivos tuneados, el karaoke y las mujeres. Ava no creía haberle visto nunca dos veces con la misma chica, ni con el mismo coche.
Pero era listo y duro, muy duro. Medía más de un metro ochenta, era delgado y fibroso, con el cuerpo esculpido a cincel, hablaba con esmero el inglés y tres dialectos chinos y, cuando quería, vestía con gusto y elegancia. Tenía, en suma, una presencia imponente. Ava y él se habían hecho pasar por pareja en varias ocasiones. Cogidos de la mano, llamaban la atención allá donde iban. Ahora estaban a punto de hacerlo otra vez.
—Necesito que vayas a las Islas Vírgenes Británicas —dijo.
—¿Cuándo?
—Mañana, si es posible.
—¿Nos veremos allí?
—Sí, pero no sé cuándo voy a llegar exactamente. Puede que dentro de un día o dos.
—Seguro que encuentro algo con lo que entretenerme.
—Vamos a necesitar una suite, una grande, todo lo grande que sea posible. Vamos a tener compañía. ¿Puedes ocuparte de buscarla?
—Claro.
—Mándame un correo cuando esté todo resuelto.
Le pagaba dos mil dólares diarios más los gastos. La primera vez que habían trabajado juntos, él se había negado a aceptar el dinero. Decía que no lo necesitaba, y era cierto. Pero Ava le había echado un rapapolvo en cantonés, el idioma perfecto para reprender a alguien, con sus ásperas consonantes y su tono chillón. Derek había aceptado el dinero y no había vuelto a cuestionar su acuerdo. Para ella, eran sólo negocios. Si Derek trabajaba gratis, estaría en deuda con él. Si le pagaba, era él quien estaba en deuda con ella.
Abrió el mensaje que había redactado para Jeremy Bates y volvió a leerlo. Pensó que no sonaba auténtico y lo intentó de nuevo.
Estimado señor Bates:
Llegaré a las Islas Vírgenes dentro de un día o dos. Me acompañará la señorita Ava Lee, a la que quería presentarle mediante este correo electrónico. Es la contable de una empresa de Hong Kong con la que vamos a asociarnos. Tengo intención de hacer una transferencia por valor de siete millones de dólares a dicha empresa. La señorita Lee me acompañará para verificar la transacción, y le agradecería que el banco le dispensara el mismo trato que si fuera mi socia. Tiene libre acceso a toda nuestra documentación bancaria y mediante este mensaje autorizo al banco a procurarle cualquier información adicional que necesite. En cuanto ultime los preparativos de nuestro viaje me pondré en contacto con usted para fijar la hora de nuestra visita a sus oficinas.
Atentamente,
Jackson Seto
Eso está mejor, pensó, y pulsó el botón de enviar.
Era casi medianoche. No estaba cansada, así que bajó a buscar a Patrick. Estaba en el sofá, viendo la televisión.
—¿Puedes llamar al capitán, por favor? —preguntó ella.
—¿Ahora? —dijo Patrick mirando su reloj, un Panerai que habría costado unos cinco mil dólares de haber sido auténtico.
—Sí, dile que estoy lista para hablar. No quiero esperar hasta mañana.
—No sé si es buena idea.
—Dame su número y le llamo yo.
Patrick se levantó del sofá con un gruñido.
—Espera aquí —dijo.
Salió para llamar al capitán. Ava se preguntó por qué no querían que oyera su conversación. ¿De qué estarían hablando? Patrick regresó menos de un minuto después y le tendió el teléfono.
—Quiere hablar contigo.
Ella cogió el teléfono.
—Hola.
—Vaya a alguna parte donde podamos hablar en privado —ordenó el capitán.
Ava subió al despacho de Seto y cerró la puerta.
—Estoy sola —dijo.
—No esperaba tener noticias suyas tan pronto.
—En Hong Kong es media mañana. Si es necesaria alguna transferencia, podría hacerse en las próximas horas. ¿Para qué perder un día entero?
—Entonces, ¿se le ha ocurrido algún plan?
—Sé cómo recuperar lo que se debe.
—Es usted una chica muy lista.
Ava supuso que era un sarcasmo.
—Puede hacerse y sin levantar revuelo.
—¿Le importaría explicarme cómo?
—Tengo que ocuparme de Seto, mantenerle fuera de combate —contestó, y le explicó su plan a grandes rasgos—. Si funciona, y no veo por qué no habría de funcionar, todo dependerá de mi habilidad para convencer al director del banco de que autorice la transferencia. Y creo que ya he creado las condiciones necesarias para que eso ocurra. —Cuando acabó de detallar los pasos que había dado, añadió—: Quiero que entienda que no voy a hacer nada que le ponga en situación comprometida con ningún funcionario de las Islas Vírgenes Británicas, ni con el Barrett’s Bank. Lo único que estará en juego será mi nombre y mi reputación.
—Parece razonable —comentó Robbins—, pero aun así es una apuesta arriesgada.
—Sí, lo sé, pero lo he pensado todo con detenimiento. Es perfectamente factible.
—Señorita Lee, me inclino por creerla —contestó Robbins tranquilamente—. Quizá porque es muy tarde y a estas horas mi cerebro no funciona del todo bien.
Y quizá porque estás pensando en embolsarte otros cien mil dólares, pensó ella. O porque todo ese rollo de que querías asegurarte de que tenía un plan factible no era más que una forma de reforzar tu posición a la hora de negociar.
—Gracias, capitán, le agradezco de veras su apoyo —respondió.
Robbins no hizo caso.
—Bueno, ahora tenemos que concretar los detalles.
—¿Cómo piensa llevarnos hasta allí? —preguntó Ava.
Esperaba que Robbins soslayara la pregunta, pero no lo hizo.
—En avión privado. En un avión del Gobierno, para ser exactos. Nada del otro mundo, un turbohélice, pero el aeródromo de la isla de Beef no da para mucho más. Está a unas dos horas y media de aquí. Lo mejor será aterrizar de noche. Es una hora más tranquila, y cuanta menos gente les vea, mejor. Habrá que avisar a inmigración y aduanas de su llegada. De eso nos ocupamos nosotros, claro está. Les dejarán pasar sin problemas —añadió el capitán.
—Estupendo.
—Pero eso no significa que todo esté permitido. ¿Me entiende usted?
—Explíquese.
—Bueno, no podemos llevar a Seto atado como una momia. Ni con esposas. Nuestros amigos esperan que seamos discretos. ¿Podrá mantener a Seto a raya sin esas restricciones? No conviene que cause un escándalo.
—Seto estará durmiendo cuando aterricemos —contestó Ava—. Un amigo mío estará esperándonos en el aeropuerto. Se llama Derek Liang. Necesito que informe a los funcionarios locales de quién es y que le permitan encontrarse conmigo en el avión cuando aterricemos.
El capitán se echó a reír y acabó tosiendo.
—En serio, tengo que dejar los puros —comentó.
—Salud.
—Lo mismo le deseo, señorita Lee. Es realmente una chica muy lista. ¿Significa la presencia de ese tal señor Liang que no necesitará nuestra ayuda física al llegar allí?
—Después de montar a Seto en el avión, no.
—¿Puedo preguntar cómo piensa hacerle dormir?
—Me tomé un café con Patrick en la tienda de donuts hace un par de días. Eche un vistazo a la grabación —respondió ella.
—Ya lo he hecho —dijo Robbins.
—Entonces ya lo sabe.
—Sí, lo sé.
—¿Por qué preguntar, entonces?
—No sabía si creérmelo.
—Pues puede creérselo.
—Eso parece. Bueno, ahora que ya ha aterrizado sana y salva y que ha conseguido pasar a un sedado Seto por inmigración sin contratiempos ni molestias, queda la pequeña cuestión del dinero. Comprenderá que el avión no es barato. Y nuestros amigos de las Islas Vírgenes tienen un nivel de vida muy superior al nuestro. No se darán por satisfechos con un par de dólares por pasar por alto lo que en resumidas cuentas es un secuestro.
Ava había pensado plantear la cuestión de otra manera, darle a elegir entre una cantidad fija y un porcentaje de lo que recuperara. Si no conseguía cobrar el dinero, darle un porcentaje reduciría las pérdidas que tendrían que asumir Tío y ella. Pero para eso tendría que decirle cuánto dinero había en juego. Y si lo hacía, no podía mentirle. No descartaba la posibilidad de que sus contactos en las Islas Vírgenes Británicas pudieran averiguar la cantidad exacta. Por otra parte, si tenía éxito y conseguía recuperar el dinero, tendría que pagarle más si en lugar de un porcentaje le ofrecía una cantidad fija. Sería dinero llovido del cielo, claro, pero aun así saldría de sus bolsillos. Todo dependía de lo segura que estuviera de sus posibilidades de engañar al banco.
Al hojear los archivos de Seto se había fijado en que Jeremy Bates parecía llevar poco tiempo en la sucursal de las Islas Vírgenes. Sólo hacía un año que su nombre aparecía en la documentación. Antes Seto había tratado con un tal Mark Jones, lo que significaba que Bates no había estado presente en el momento de fijar el protocolo de retirada de fondos. Estaría al corriente del procedimiento, desde luego, pero quizá le pareciera tan fastidioso y anticuado como a ella. Tal vez se mostrara flexible si se daban las circunstancias propicias. Tenía buena pinta, se dijo. Funcionaría.
—Dígame su tarifa —dijo.
—Necesitaremos doscientos mil dólares —respondió Robbins.
—Capitán, me está matando.
—Señorita Lee, esta vez no estamos negociando. Ésa es la cifra. Páguela o disfrute de sus vacaciones en Guyana con el señor Seto, porque le aseguro que ese individuo no saldrá de este país bajo ninguna otra circunstancia.
Ava sabía que hablaba en serio y sabía que iba a transferirle el dinero, pero no podía capitular tan fácilmente: iba contra su temperamento. Suspiró.
—Tendré que hablar con mis socios. No puedo decirle que sí sin su autorización. ¿Puede darme diez minutos?
—Y veinte, si los necesita.
Ava cogió su teléfono, pero antes echó un vistazo a las llamadas previas que había recibido Patrick. Dedujo cuál era la línea directa del capitán y anotó el número en su cuaderno.
Tío contestó al primer pitido.
—Tendremos que mandar doscientos mil dólares.
—¿A la misma cuenta?
—Sí, a la misma.
—Se hará en la próxima media hora —contestó sin vacilar.
—Que escaneen la confirmación de la transferencia y me la manden por correo electrónico, por favor.
—Lo harán al mismo tiempo.
Ava sabía lo difícil que era aquello para él.
—Todo saldrá bien, Tío —afirmó.
—¿Cuánto dinero más crees que habrá en la cuenta de Seto? —preguntó él, haciéndole saber así que confiaba en ella y, al mismo tiempo, que su decisión de transferir los doscientos mil dólares se basaba en la posibilidad de conseguir una ganancia tangible, no imaginaria.
—Unos dos millones.
—¿Tienes idea de cuánto tardarás?
—Derek tardará al menos veinticuatro horas en llegar a las Islas Vírgenes. No puedo hacerlo sin él, así que es absurdo que me vaya de aquí hasta pasado mañana. Quieren que lleguemos de noche, así que probablemente hasta dentro de tres días, como mínimo, no podré ir al banco.
—Mantenme informado.
—Te llamaré todos los días —dijo ella.
Pasó media hora mirando sus correos electrónicos y poniéndose al día de lo que sucedía en su familia y entre sus amigos. En Toronto hacía un tiempo espantoso y, como cada invierno, su madre amenazaba con regresar a Hong Kong. Mientras leía el correo en el que su hermana suplicaba a Jennie que se quedara donde estaba (a Ava no dejaba de asombrarla que Marian se tomara en serio sus amenazas teniendo en cuenta que su madre ya no tenía amigos en Hong Kong y que, además, si aparecía por allí su padre cerraría el grifo del dinero), llegó un mensaje de Derek. Había reservado un vuelo vía San Juan y llegaría a Tórtola a las seis en punto del día siguiente, antes de lo que esperaba Ava. No había tenido suerte con las habitaciones de hotel, pero había encontrado un apartamento de tres habitaciones con servicio de limpieza y una semana de estancia mínima, y lo había reservado.
Un apartamento es perfecto, pensó Ava. Quizá Derek fuera a ser su talismán de la suerte. Dedujo que se había ido derecho a casa desde el karaoke después de recibir su llamada. Ella parecía ser la única cosa que se tomaba en serio en la vida. Ava le llamó a casa. No pareció sorprendido de tener noticias suyas tan pronto.
—El sitio parece estupendo —dijo ella.
—No ha sido fácil encontrarlo.
—Derek, yo también voy a tratar de llegar a las Islas Vírgenes mañana por la noche. Intentaré planificarlo todo para aterrizar sobre las diez. Así tendrás tiempo de organizarte.
—¿Qué quieres que haga?
—Voy a ir en avión privado. Quiero que vayas a buscarme a la pista de aterrizaje con una silla de ruedas.
—Seguro que encuentro una silla en alguna parte —respondió él.
—Las habrá en el aeropuerto.
—Pero ¿cómo llego al avión? Ya sabes, con las medidas de seguridad que hay ahora...
—De eso ya me estoy ocupando. Los de inmigración y aduanas tendrán tu nombre. Te dejarán pasar. Todavía no tengo todos los datos, pero te enviaré los detalles y un nombre de contacto por si surge algún problema.
—Parece sencillo.
—¿Y no lo parece siempre justo antes de que empiecen a torcerse las cosas?
—Ava, ¿podemos fiarnos de esa gente?
—Les estoy pagando bastante.
—Aun así...
—Además, creen que soy de las tríadas.
—¿Quieres decir que no lo eres? —preguntó él en broma.
Aunque no lo era, la idea de que pudiera estar relacionada con las tríadas bastaba para que a la mayoría de la gente se le quitara las ganas de jugarle una mala pasada. Más de una vez, al encontrarse Derek y ella con la amenaza de represalias violentas, había zanjado el asunto diciendo: «Nosotros somos los buenos. Más os vale no conocer a nuestros amigos».
—No, que yo sepa —contestó.
Luego le preguntó por su viaje del día siguiente y le dijo que le llamaría antes de que saliera de Toronto para confirmarle su hora de llegada y darle la información que necesitaba.
Había llegado el momento de llamar al capitán. Marcó su número. No había nada de malo en hacerle saber que podía ponerse en contacto con él sin intermediarios.
Robbins no contestó hasta el tercer pitido, y Ava se preguntó si estaba jugando con ella.
—Señorita Lee, veo que tiene usted mi número. Imagino que también tiene buenas noticias para mí.
—La transferencia está en marcha. Dentro de un par de horas tendré una copia de la orden. Con un poco de suerte, mañana tendrá el dinero en su cuenta —dijo.
—¿Hoy, quiere decir? Hace rato que dieron las doce.
—Hoy. Y me gustaría salir de aquí también hoy. ¿Cree que será posible?
—No contaba con que fuera usted tan eficiente —respondió Robbins—. Estaba previsto que el avión lo usara nuestro ministro de Agricultura para un viaje relámpago a Puerto España.
—Su ministro puede tomar un vuelo comercial. Yo no.
—¿Sabe?, no tengo fama de complaciente —contestó el capitán—, pero no sé por qué parece que a usted no puedo negarle nada.
Trescientos mil dólares, por ahora, es una razón de peso, pensó ella.
—Mi gente en Hong Kong agradece su ayuda. Si alguna vez necesita su cooperación, sólo tiene que pedirla —dijo.
—No veo para qué iba a necesitarla —respondió Robbins.
—Nunca se sabe.
Se hizo el silencio. Oyó de fondo el tintineo de unos cubitos de hielo al caer en un vaso. Robbins se había mostrado más afable que de costumbre. Casi jovial. Ava lo atribuyó al alcohol.
—Capitán, ¿podré marcharme de aquí hoy mismo a última hora? —preguntó.
—¿Por qué no?
—Gracias.
—Hablaremos por la mañana, ¿de acuerdo? Llame a mi oficina sobre las diez y ultimaremos los detalles.
Ava pensó en Derek.
—Me gustaría saber el nombre de nuestro contacto en las Islas Vírgenes, ahora mismo si es posible. Mi socio ya habrá salido de viaje a las diez y no podré hablar con él hasta que aterrice. No quiero llegar al aeropuerto y encontrarme sola con Seto.
—Son dos contactos, en realidad. En el aeropuerto habrá un tal Morris Thomas. Es el oficial jefe de inmigración y aduanas. Le notificaremos su hora de llegada en cuanto la sepamos con certeza para que se ponga a disposición del señor Liang y de usted. No tiene por qué haber contratiempos, pero si los hay, llame a Jack Robbins.
Ava anotó el número.
—Por si se lo está preguntando, Jack es mi hermano pequeño. Así que va a estar usted en muy buenas manos —añadió el capitán.
Después de colgar, se quedó tranquilamente sentada en el despacho de Seto mirando el salvapantallas: una fotografía de un bullicioso puerto pesquero. La pregunta de Derek resonaba en su cabeza: ¿podían fiarse de aquella gente? El problema era que estaba con el agua al cuello; no había modo de salir de aquella situación sin empeorar las cosas. En todos los casos llegaba un momento en que debía confiar en su propio criterio. Aquél era el momento. Era muy fácil imaginar todo lo que podía salir mal. Pero no iba a caer en eso. Por el contrario, se dijo en voz alta:
—La transferencia está hecha. El avión estará allí. Seto y yo llegaremos a las Islas Vírgenes. No habrá problemas en el aeropuerto. Jeremy Bates cooperará. Y Andrew Tam será feliz.
Luego llamó a Derek para hablarle de Morris Thomas y Jack Robbins.
—Nos vemos mañana por la noche —dijo él alegremente.
—Hasta mañana —contestó Ava.