10
Su habitación tenía toda la parafernalia de los hoteles asiáticos de cinco estrellas: suelos de teca, cómoda y tocador chinos lacados en negro, modernos y elegantes sillones de cuero beis con reposapiés desplegable, escritorio con sillón de piel y una enorme cama con un blanquísimo edredón, tan mullido que parecía capaz de tragársela entera. El cuarto de baño era todo cristal, mármol y espejos, y dentro de la mampara de la ducha cabían no menos de seis personas. Lo único que le faltaba a la habitación era la serena dignidad del Mandarin.
Se duchó y se sentó en la cama en bragas y camiseta. Sacó de su cartera el papel con los números de Frank Seto en el Reino Unido y llamó a su móvil. En Londres era última hora de la tarde.
—Frank Seto —contestaron al segundo pitido.
—Ava Lee.
—Me han dicho que esperara su llamada.
—Gracias por atenderla.
—Mi suegro y su padre son amigos desde hace muchos años.
—Eso me han dicho. Le llamo por un asunto relacionado con su hermano.
—Tengo tres hermanos.
—Jackson.
—Es uno de ellos.
Ava comprendió que, si Frank Seto le proporcionaba alguna información, lo haría a regañadientes.
—Estoy intentando localizarle —respondió.
—¿Por qué?
—Tengo un cliente que ha hecho negocios con él. Hay algunos asuntos pendientes que resolver y no ha conseguido hablar con Jackson. Me ha contratado para que le ayude.
—¿Y qué le hace pensar que yo tengo algún interés en los negocios de Jackson?
—Yo no he supuesto tal cosa.
—¿Y qué le hace pensar que tengo alguna idea de cómo localizarle?
—Es su hermano.
—Sólo de nombre —repuso Frank Seto, tajante—. No tenemos nada en común. Hace muchos años que sólo nos da problemas.
—Sin embargo, usted se lo presentó a Andrew Tam.
—Joder, eso fue totalmente accidental. Andrew y yo estábamos comiendo en un restaurante y entró mi hermano. Créame, no tengo por costumbre poner en contacto a Jackson con mis amigos, ni con mis socios.
—¿Le ha jugado alguna mala pasado a alguno de ellos?
—Jackson acaba por jugársela a todo el mundo tarde o temprano. No puede evitarlo.
—Lamento saberlo —dijo—. Ha de ser difícil para alguien en su posición.
Frank Seto no respondió y Ava comprendió que había metido la pata.
—El caso es, Frank, que le agradecería mucho que pudiera ayudarme a encontrarle.
—¿Es que no me ha oído? No tengo ni idea de dónde está, ni de cómo contactar con él.
—¿Sus otros hermanos lo sabrán?
—No, ni tampoco mi madre, así que sus pesquisas deberían limitarse a mí.
—Tengo un par de direcciones de Jackson en Seattle, pero allí no hay ni rastro de él —dijo Ava.
—La última dirección que tengo yo era de Boston, no de Seattle.
—¿Cuántos años hace de eso?
—Cinco, por lo menos.
—También tengo una dirección en Hong Kong, en el distrito de Wanchai. Allí tampoco hay nadie.
—Nacimos y nos criamos todos en Wanchai, pero los demás escapamos de allí. Él sigue volviendo. Le gusta la mugre, supongo. Pero que yo sepa siempre que va se aloja en hoteles.
—¿Alguno en concreto?
—No. Jackson va siempre a hoteles de dos y tres estrellas, y ya sabe cuántos hay en Wanchai.
—¿Tiene algún número de teléfono suyo?
—Éste es el número que tengo —dijo, y le dio el mismo número de móvil al que Ava llevaba días llamando.
—En fin, supongo que he dado con otro callejón sin salida —comentó.
—Pues yo no puedo hacer gran cosa al respecto.
—No, evidentemente. Bueno, de todos modos gracias por atender mi llamada.
—Asegúrese de decírselo a su padre —respondió él.
—¿Siempre es usted tan antipático? —replicó.
—Mi hermano saca lo peor de mí —dijo Seto, y colgó.
Ava se concentró en el informe sobre Antonelli y comenzó a leerlo minuciosamente. El americano era, de momento, su interés prioritario. Había confiado en poder esquivarle para no alertar a Jackson Seto de que iban tras él y tras el dinero, pero no iba a quedarle más remedio que abordar directamente a Antonelli.
El expediente era muy detallado. Aunque habían contado con poco tiempo, los amigos tailandeses de Tío habían hecho un trabajo notable sirviéndose del pasaporte de Antonelli para seguirle la pista. Su primera aparición oficial en Tailandia databa de seis años atrás. Había aterrizado en el antiguo aeropuerto de Bangkok y, tras conseguir un visado de turista de seis meses, se había ido al sur, a la ciudad de Hat Yai, en la provincia de Songkhla, cerca de la frontera con Malaisia, donde se había registrado en el hotel Novotel. El visado había sido renovado seis meses después, en Malaisia. Según una anotación del expediente, Antonelli había llegado allí en coche desde Hat Yai (a una hora de distancia, más o menos), cruzado la frontera y vuelto a entrar en Tailandia. Era todo legal. Durante el año y medio siguiente había renovado el visado tres veces más, regresando en avión a Atlanta cada una de ellas. Ninguno de sus viajes a Estados Unidos había durado más de una semana.
Su pasaporte había figurado dos años seguidos en los archivos del Novotel. Por lo visto, Antonelli se había metido en negocios con una planta de procesamiento de pescado en Hat Yai, y cuando los terroristas musulmanes del sur de Tailandia habían puesto sus miras en la ciudad (la mayor de la zona, con una población que rondaba el millón de habitantes) y empezado a volar hoteles y centros comerciales, se había trasladado al norte, a Bangkok. Los tres primeros meses se había alojado en un apartotel de Petchburi Road; después se había mudado tres manzanas más allá, al hotel Water. Allí vivía desde entonces.
Cinco meses después de su regreso a Bangkok, su nombre aparecía en dos documentos oficiales. Uno era un permiso de trabajo obtenido a través de Seafood Partners. El otro, un asiento registral en el que figuraba como accionista minoritario de la empresa; el accionista principal era un tailandés, como exigían las leyes. El tailandés era, por otra parte, propietario de una planta de procesamiento de pescado y marisco, la Siam Union and Trading. Ava dedujo que su participación en Seafood Partners era una farsa cuyo único objeto era permitir que Antonelli y Seto hicieran negocios en el país. Durante los dos años siguientes, Seafood Partners había expedido numerosos cargamentos de gambas a Estados Unidos y se había enredado en sucesivas disputas causadas por la merma de pesos, la mezcla de calibres y el exceso de hielo.
La empresa también se había dedicado a la importación: compraba mero y pargo de la India, Filipinas e Indonesia, procesaba el pescado y a continuación lo exportaba a Estados Unidos. El único inconveniente era que respetaba las cláusulas del contrato y pagaba bien sólo durante los seis primeros meses. Después dejaba de abonar las facturas y empezaba a quejarse de todo tipo de problemas de calidad. Al final, volaban las querellas. Seafood Partners las peleaba todas, confiando en que el tiempo, los costes y las complicaciones de los pleitos internacionales acabaran desalentando a los exportadores. Y así: una por una, las querellas habían ido esfumándose.
Pero el Ministerio de Pesca de Tailandia no se esfumaba. Cualquier problema de calidad relacionado con la exportación de marisco era objeto de su atención. Tras una inspección preliminar, el Ministerio había retirado la licencia a la procesadora, Siam Union and Trading, dejando intacta a Seafood Partners a pesar de que oficialmente era la empresa exportadora.
Después Antonelli había viajado a Atlanta, donde había pasado unos seis meses. Su regreso a Tailandia parecía haber coincidido con la firma de su contrato con la cadena de supermercados Major. A Ava le costaba creer que Major les hubiera adjudicado el contrato. ¿Es que no se habían informado?
Siguió leyendo. Antonelli tenía una cuenta bancaria en Tailandia cuyo saldo rara vez superaba los cien mil bahts, unos tres mil dólares. Las facturas del hotel las pagaba con una tarjeta Visa emitida por un banco estadounidense. El coche y el chófer habían salido del bolsillo de Siam Union, y al desaparecer ésta de escena, Antonelli había empezado a pagarlos con la misma tarjeta que usaba para abonar la cuenta del hotel.
En el expediente no se mencionaba a Jackson Seto ni en relación con la creación de Seafood Partners, ni con los pleitos. Ava lamentó no haber pedido a la policía tailandesa que hiciera averiguaciones sobre él. Como mínimo habría descubierto con cuánta frecuencia iba y venía y dónde se alojaba cuando estaba en Bangkok.
Le llamó la atención el número de móvil de Antonelli, que tenía prefijo tailandés. Tomó nota de que al día siguiente debía preguntarle a Arthon si tenía modo de acceder a las llamadas entrantes y salientes de ese número.
Al final de la carpeta había copias de las denuncias por agresión que se habían presentado contra Antonelli. Ninguna de ellas condujo a su detención. Ava estuvo hojeándolas, pero lo dejó antes de acabar. Era como leer pornografía sadomasoquista. Se preguntó qué pensaría, allá en Atlanta, la esposa de Antonelli si se enteraba de que su marido tenía por costumbre golpear a mujeres y a chicos indefensos. Claro que quizá ya estaba al corriente.
El reloj de la mesilla de noche marcaba casi las doce de la noche. Ava intentó convencerse de que estaba cansada y se metió bajo el edredón. Un cuarto de hora después se levantó, se puso unos pantalones de hilo y una camisa limpia de Brooks Brothers y bajó a Spasso, un piso por debajo del vestíbulo del hotel. De día y hasta primera hora de la noche, el local era el restaurante italiano del Hyatt. Después de las nueve comenzaba su transformación en sala de fiestas. Se quitaban las mesas, se montaba el escenario, la barra se llenaba de camareros y los guardias de seguridad se hacían cargo de la puerta. Era uno de los locales más famosos y con más categoría de Bangkok, y Ava sabía que estaría en su apogeo hasta las dos de la madrugada, como mínimo.
Cuando entró, el local rebosaba la mezcla habitual de jóvenes profesionales farangs (extranjeros residentes y turistas) y chicas tailandesas a la caza de alguna presa. Aquél no era sitio para mochileros, como tampoco era sitio para las chicas de alterne del Soi Cowboy, el Nana Plaza o el Patpong, los tres garitos de escasa categoría más frecuentados en una ciudad en la que se anunciaban sin tapujos los burdeles, las zonas nocturnas de prostitución, los espectáculos escabrosos y las habitaciones por horas en pensiones baratas para farangs reacios a llevar a prostitutas a su hotel. Las chicas de Spasso eran aficionadas que se dedicaban a aquello a ratos. Maestras, estudiantes, mujeres que intentaban ganarse unos dólares extras con la esperanza, aunque fuera remota, de que les tocara la lotería: un novio farang que les mandara dinero mensualmente cuando volviera a Norteamérica o a Europa y que quizá les diera ese bebé de ojos azules que entre ellas se había convertido en un símbolo de estatus social.
No todos los extranjeros que había en la sala eran occidentales. Ava vio algunos japoneses, unos cuantos coreanos y un grupo de árabes ricos y modernos. Ninguno de ellos atraía espontáneamente a las chicas, cuyo blanco predilecto eran los occidentales. Los japoneses y los coreanos no tendrían nada que hacer hasta que las chicas hubieran sondeado y descartado a todos los occidentales. Los árabes también tendrían que esperar, y no se lo estaban tomando con paciencia. Uno de ellos había pedido una gran cuba llena de hielo, con unas cuarenta copas servidas en vasos de tubo. Sostenía una copa en cada mano y hacía señas a las chicas de que se acercaran y cogieran lo que quisieran. Alguna que otra se acercaba a picotear, pero al árabe le estaba costando que se quedaran.
Ava encontró una mesita al fondo del local, lo más lejos posible del escenario, en el que había una batería y dos guitarras eléctricas. A un lado, apoyado en un caballete, había un cartel que decía MANILA MAGIC. Ava refunfuñó para sus adentros. Las orquestas filipinas eran un cliché asiático. No había en toda Asia un hotel de cinco estrellas en el que no hubiera una tocando. El nivel de ruido del local era ya ensordecedor. Apenas podía imaginarse hasta dónde llegaría cuando empezaran a tocar los filipinos.
Pidió una copa de vino blanco y se recostó en el asiento, contenta con diseccionar la escena que se desarrollaba ante sus ojos, intentando descubrir quién tendría suerte y quién no. Notó que algunos la miraban. No hizo caso. Así dejarían de prestarle atención.
La orquesta (tres instrumentistas varones y dos voces femeninas) subió al escenario y empezó a tocar una horrenda versión del ProudMary. Mientras Ava miraba, una rubia cruzó su campo de visión. Aparentaba rondar la treintena. Llevaba pantalones negros y blusa verde, todo de seda.
Avanzó con esfuerzo entre la gente, hacia ella, y cuanto más se acercaba más decaía el interés de Ava. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, y tenía los muslos anchos y el culo grande.
—Hola, soy Deborah —dijo—. ¿Te importa que me siente?
Ava dudó un momento. Luego se dio cuenta de que no le importaría tener compañía.
—Claro, pero tengo que decirte de entrada que no eres mi tipo.
Deborah pareció azorarse.
—Lo siento, pensaba que eras...
—Lo soy, pero aun así no eres mi tipo. Siéntate de todos modos.
—En un sitio como éste nosotras lo tenemos crudo —comentó Deborah con su copa de vino blanco en la mano.
—¿De dónde eres?
—De Washington capital. ¿Y tú?
—De Toronto.
—¿Estás aquí por trabajo?
—Sí, ¿y tú?
—Igual. ¿Dónde te alojas?
—Aquí.
—Yo también. Es la primera vez que vengo a Bangkok y todavía no me creo lo alucinantes que son estos hoteles y lo bueno que es el servicio.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
—Cinco días más.
—Pues no deberías estar aquí. Estas chicas sólo buscan polla farang. Son muy emprendedoras y saben dónde está la pasta.
—Entonces, ¿adónde tengo que ir?
—En la RCA, la Royal City Avenue, hay un par de bares que puede que te gusten. Uno es el Nine. El otro, el Zeta, es más nuevo. A mí me gustó la última vez que estuve aquí. La mayoría de las chicas son jóvenes, ya sabes, de veintipocos años, y algunas están empezando a descubrir las cosas, están todavía experimentando. Le ponen mucho entusiasmo y muchas ganas, pero les falta técnica. Seguro que una mujer como tú les interesa.
—¿Son prostitutas?
—No, qué va. No esperan que les pagues. Si les pasas veinte o treinta dólares, te lo agradecen, claro, pero no es necesario.
—¿Tendré problemas si voy sola? Porque yo en casa soy muy discreta. Los bares de bolleras no son lo mío.
—No, no pasa nada.
—¿Está cerca?
—A diez minutos en taxi. Claro que en Bangkok todo está a diez minutos en taxi según los taxistas, a menos, claro, que haya tráfico —dijo Ava, y sonrió.
—Gracias. Mañana tengo que levantarme temprano para ir a trabajar, así que me marcho ya —dijo Deborah.
—Las chicas seguirán allí mañana por la noche —comentó Ava.
—¿Puedo invitarte a una copa antes de irme?
Ava negó con la cabeza.
—No, creo que por fin estoy lo bastante cansada como para irme a la cama. Y además creo que me volveré loca si tengo que escuchar a otra orquesta filipina masacrando a Shania Twain.