9
El vuelo de Hong Kong a Bangkok duró dos horas y media. Ava pasó casi todo el tiempo durmiendo. Había estado en Tailandia al menos seis veces y era con mucho su lugar de descanso favorito. Estuviera en Bangkok, en Phuket, en Ko Sumoi o en Chang Mai, Tailandia era siempre un oasis.
Aquélla era, sin embargo, la primera vez que pisaba el nuevo aeropuerto de Suvarnabhumi. El antiguo había sido siempre lo peor del viaje, a la ida o a la vuelta. Enormes colas en inmigración, equipajes que nunca llegaban, esperas de hasta media hora para tomar un taxi, y si estaba lloviendo podías pasarte allí horas. Y, después, el trayecto hasta la ciudad, que te robaba las pocas energías que te quedaran.
Así pues, se quedó atónita cuando atravesó el nuevo complejo en un abrir y cerrar de ojos. Al igual que el Aeropuerto Internacional de Hong Kong, el de Suvarnabhumi había sido construido y equipado para que los recién llegados entraran en el país lo antes posible. Nada más entrar en el vestíbulo de llegadas, casi se dio de bruces con un letrero que decía TÍO CHOW. Saludó con una inclinación de cabeza al joven que lo sujetaba.
— Sa wat dee ka —dijo él.
Llevaba vaqueros y una camiseta negra que marcaba su musculatura. Medía cerca de un metro setenta y cinco y tenía el pelo cortado tan al rape que la barba que le asomaba en el mentón era casi igual de larga. Parecía cansado y tenía los ojos enrojecidos y un poco hinchados, de modo que parecían más pequeños que los de la mayoría de sus compatriotas. Aun así, la obsequió con una sonrisa rápida y relajada. Ava adivinó que era policía, a pesar de su ropa informal.
—Soy Ava —dijo—, pero le dije a Tío que iba a coger un taxi.
—Arthon. No recibí ese mensaje. —Echó mano de sus maletas.
—No, yo las cojo —dijo ella.
—¿Quieres que te lleve?
—Bueno.
Arthon la condujo fuera de la terminal. Su coche estaba aparcado en una zona en la que se leía claramente PROHIBIDO PARAR. PROHIBIDO APARCAR. En el salpicadero había un cartel de aspecto oficial con un emblema y las palabras DTAM-RUAT. Ava sabía que significaban «policía». Justo detrás del coche, un policía uniformado estaba poniendo un cepo a un Lexus plateado. Arthon y él se saludaron con un gesto.
Arthon pareció indeciso, como si no supiera qué puerta debía abrir. Ava montó en el lado del copiloto y dejó sus cosas en la parte de atrás.
—Qué diferencia con el otro aeropuerto —comentó.
—Cuando lo inauguraron no tenía tanta gracia. Fue un parto muy difícil —respondió él.
Ava advirtió un ligero acento británico en su voz.
—¿Estudiaste en Inglaterra? —preguntó.
—Cuatro años, en la Universidad de Liverpool.
No es un poli corriente, pensó ella. Estudiar en el extranjero suponía, como mínimo, que procedía de una familia adinerada. Seguramente es chino tailandés, pensó. Todos los amigos de Tío con los que había tratado eran de origen chino.
—¿Eres chino, por casualidad? —preguntó.
—Mi familia es de Chaozhou.
—¿Todavía habláis chino?
—No, estamos asimilados. La mía es ya la cuarta generación.
Arthon salió del aeropuerto y casi inmediatamente tomó una autopista. Se dirigieron a toda velocidad hacia Bangkok, pero el tráfico se hizo más lento cuando empezaron a internarse en la ciudad. En Bangkok siempre había atascos. Siete días a la semana. Veinticuatro horas al día, y eso a pesar de las grandes autopistas, los trenes colgantes y el metro.
Arthon guardó silencio, los ojos fijos en la carretera. Sólo se oía el disco de Neil Diamond que sonaba en el equipo de música del coche. Ava fue la primera en hablar.
—¿Qué te han contado de mí? —preguntó.
—Sólo me han dicho que te preste toda la ayuda que necesites —contestó Arthon—. He leído el expediente de tu amigo Antonelli. Es un puerco.
—Lo parece, desde luego.
—Según el expediente vive en el hotel Water. Desde el Hyatt Erawan puedes ir andando hasta allí. El Hyatt está en Rajdamri Road. Si sales por la puerta principal, tuerce a la derecha y camina más o menos un kilómetro. Tienes que pasar el Central World, llegar a Petchburi y girar a la izquierda. El Water está a unos doscientos metros del cruce.
—Creo que he estado alguna vez —dijo Ava—. ¿Hay un mercado grande en la esquina?
—Unos cuatro mil puestos que venden todo tipo de falsificaciones. Hacemos una redada todos los meses. Pero les avisamos con veinticuatro horas de antelación, claro.
—¿Y no hay otro mercado en el que se pueden comprar DVD piratas y toda clase de programas de ordenador?
—Eso es Pantip Plaza. Está más abajo, siguiendo Petchburi.
—Vale, conozco la zona. Entonces, ¿Antonelli es de costumbres fijas?
—Según nuestras fuentes, entre semana baja al salón del vestíbulo a eso de las siete y media de la mañana. Toma café y una galleta, a veces una tostada; trabaja con su ordenador portátil; a veces tiene alguna reunión. Su chófer llega con el coche en torno a las ocho y media y Antonelli se va a Mahachai, a unos sesenta kilómetros al noroeste de Bangkok. Tiene un despacho en una planta marisquera de allí. Trabaja hasta las tres o las cuatro y luego vuelve a Bangkok antes de la hora punta. A eso de las cinco suele estar de vuelta en el hotel, justo a tiempo para la hora feliz del Barry Bean’s, el bar que hay un piso por debajo del vestíbulo. Bebe margaritas hasta las siete y luego cena en el restaurante italiano de arriba.
—Entonces, ¿puedo contar con verle en el vestíbulo?
—Eso nos han dicho. Está allí todas las mañanas.
—¿A qué te referías exactamente con eso de que es un puerco?
—¿No has leído el informe?
—Todavía no.
Arthon la miró de soslayo como si intentara calibrar hasta dónde llegaba su morbosidad.
—Un americano bajito, feo y gordo llega a Tailandia y descubre que con suficiente dinero en el bolsillo aquí puede ser el puto George Clooney. Ése es Antonelli. Se cree George Clooney. George Clooney en retorcido. Empezó con chicas de alterne, pero algunas noches las cosas acabaron mal porque después de tirárselas les daba una paliza. Le denunciaron dos veces, pero no llegaron a procesarle porque pagó a las mama-san para que retiraran la denuncia. Al gordo le dio luego por los chicos una temporada, y la cosa fue aún peor. A uno le dio tal paliza que estuvo a punto de matarle. Tuvo que costarle un ojo de la cara que retirara la denuncia.
El Grand Hyatt apareció ante su vista. Arthon puso el intermitente.
—Lee el expediente. Está todo ahí —dijo.
Una rampa llevaba desde la calle a la entrada del hotel. Arthon tuvo que ponerse a la cola. Había fuertes medidas de seguridad. Todos los coches eran registrados y se inspeccionaban sus bajos utilizando espejos sujetos a largas pértigas.
—La semana pasada los terroristas nos dieron varios sustos —comentó Arthon—. Suelen quedarse en el sur, pero se corrió la voz de que iban a atentar en Bangkok. Y les encantan los hoteles de cinco estrellas.
Al acercarse al puesto de control, bajó la ventanilla y gritó algo en tailandés a un hombre de traje negro. El hombre les hizo señas de que pasaran. Arthon aparcó delante del hotel e hizo amago de salir del coche.
—No, no es necesario —dijo Ava—. Sólo voy a registrarme y a meterme en la cama.
Él se encogió de hombros.
—¿Mañana, entonces?
—Ya veremos. Tengo que pensar cómo voy a arreglármelas con Antonelli. Seguramente lo primero que haré será ir a pie al Water. ¿Qué tal si te llamo si te necesito?
—Vivo a más de una hora de aquí —contestó él.
—Lo tendré en cuenta.
Arthon le pasó una tarjeta.
—Mi número del trabajo está delante, mi móvil detrás. Mejor llámame al móvil.
Ella echó un rápido vistazo a la tarjeta. Era teniente. Ava se quedó impresionada.