30
Ava se acabó la botella de vino cuando volvió a su habitación. Luego leyó un rato Tai-Pan con la esperanza de que su estilo ampuloso la adormeciera rápidamente. No hubo suerte. Eran más de las cuatro cuando se quedó dormida, y a las siete y media la despertó el estruendo de unas máquinas fuera del hotel. Desde su ventana vio que una cuadrilla de obreros estaba reparando los baches de delante del edificio. Si siguen con el resto de Georgetown, van a tener trabajo para toda la vida, pensó.
Tom Benson estaba en la cafetería, y esta vez Ava no le dio esquinazo. El largo día se extendía ante ella. Iba a hacérsele eterno. Cualquier entretenimiento le vendría bien.
—Me marcho esta noche —anunció al sentarse.
—Qué suerte la tuya. Entonces, te han ido bien las cosas, ¿eh?
—De momento, sí.
—A lo mejor yo también me voy pronto. Ayer me dijeron que puede que las piezas vengan de camino. Suponiendo que el barco no se hunda y que esos mamones de aduanas las dejen entrar en el país, a lo mejor dentro de dos semanas las tengo en mis manos. Tardaré menos de una semana en instalarlas y, ¡zas!, este puto agujero tendrá el setenta por ciento de la electricidad que necesita, en vez del cincuenta.
—Increíble.
—¿Verdad que sí? En estos tiempos.
—Ojalá pudieras hacer algo con el agua.
—Sí, ojalá. Con el tiempo que llevo aquí, aún no me he acostumbrado.
—Sólo se me ocurre un sitio casi tan horroroso como éste: una ciudad de Filipinas, en la isla de Negros. Allí el agua tenía tanto azufre que el hotel entero olía constantemente a huevos podridos.
—Pero no era tan peligroso como este sitio, ¿a qué no?
—A las diez de la noche cerraban recepción y apagaban casi todas las luces. Tenían una máquina de refrescos en el vestíbulo, y recuerdo que una noche bajé a comprar una coca-cola y me encontré con un tío armado con una escopeta. A la entrada había otro guardia con una Uzi. Eran el sistema de seguridad del hotel. Si te digo que el hotel era una cloaca, ¿cómo crees que era el resto de la ciudad?
—¿Le zurraste la badana a alguien?
—¿Cómo dices?
—Corre el rumor por el hotel de que pegaste una paliza a dos tipejos que se te echaron encima. Eres toda una heroína. Me alegro de no haberme pasado de la raya contigo. —Se levantó y le tendió la mano—. Cuídate.
—Lo mismo digo, Tom.
—Seguro que voy a acordarme de ti. Y no me acuerdo de muchas tías con las que no me haya acostado.
—Yo también me acordaré de ti.
Estuvo media hora sentada a solas, leyendo los periódicos locales. Los políticos hindúes llamaban ladrones a los políticos negros, y los políticos negros llamaban rateros a los hindúes. Y en algún lugar, pensó Ava, el capitán Robbins tira de los hilos de todos ellos. La noche anterior había habido cuatro atracos, siete allanamientos de morada y dos intentos de homicidio. Cuando se marchara, podrían añadir un secuestro a la estadística de delitos.
Jeff estaba en el vestíbulo charlando con la recepcionista cuando salió de la cafetería. Le saludó con la mano.
—¿Vas a estar aquí un rato? —preguntó.
—Tengo un viaje a mediodía.
—Hablamos antes de que te vayas —dijo Ava.
Se cambió de ropa para salir a correr una última vez por el malecón. Era de las pocas cosas de Georgetown que iba a recordar con cariño. Hacía bochorno, claro, pero el aire estaba limpio y el olor a salitre era casi purificante. Ventajas de las sociedades preindustriales, se dijo.
Solía correr unos cinco kilómetros, pero decidió ir más lejos y compró una botella de agua en el vestíbulo para llevársela.
El portero la saludó inclinando la cabeza cuando se marchó.
—Avisaré de que ha salido a correr. Así los maleantes podrán quitarse de su camino —dijo.
Corrió dieciséis kilómetros y acabó empapada en sudor. Por una vez, cuando volvió a su habitación, el aire acondicionado estaba puesto. La luz encendida de su teléfono móvil anunciaba que tenía mensajes. Se echó una toalla alrededor del cuello y comprobó sus llamadas. Eran tres: Tío, el capitán y Marc Lafontaine.
El capitán estaba en su oficina y le pasaron directamente con él. Ya ha llegado el dinero, pensó Ava.
—El pago ya está en nuestra cuenta —dijo Robbins—. Su eficiencia es admirable. Patrick se pasará por el hotel a las seis. Podrá usted recoger su equipaje camino del aeropuerto. He dado orden de que su vuelo salga a las ocho. Buena suerte.
—Saludaré a su hermano de su parte —contestó ella, pero Robbins ya había colgado.
Era tarde en Hong Kong. Tío ya se habría dado su masaje y habría cenado, y estaría acomodándose para ver la emisión en diferido de las carreras de caballos del hipódromo de Happy Valley. Dejó sonar el teléfono cuatro veces. Estaba a punto de colgar cuando oyó su «wei» familiar y reconfortante.
—Soy Ava. Ya les ha llegado el dinero, gracias. Me marcho esta noche, y mañana por la mañana estaré en el banco.
—Me alegro. Hay que acabar este proyecto como sea, lo antes posible. Mi amigo me ha llamado dos veces esta noche, pero he evitado ponerme. También ha llamado Tommy Ordonez. Le he dicho que no podemos hacer nada hasta dentro de unos días. Es más fácil cuando tratamos con extraños.
—¿Conoces a Ordonez de antes? —preguntó Ava.
Tío comprendió que se había explicado mal.
—Es amigo de un buen amigo. Son del mismo pueblo. Yo le conocí en Yakarta, en un congreso, hace unos diez años. Sólo eso.
Seguro, pensó ella.
—Quiero zanjar este asunto mañana —dijo.
—Si no puedes, llámame antes de que las cosas se compliquen más.
—¿Cómo podrían complicarse más?
—No vamos a poner más dinero.
—Entendido.
—Y no te arriesgues.
Se le ocurrieron dos o tres contestaciones, todas ellas irrespetuosas.
—No lo haré —dijo.
El agua de la ducha no sólo era marrón, también estaba fría. Después de esperar cinco minutos a que se calentara, se dio por vencida y se secó. Era muy pronto para ponerse la ropa que llevaría en el viaje, así que se puso sus pantalones Adidas y una camiseta Giordano. Reservaría su ropa de trabajo para el viaje.
Se sentó en la cama y marcó el número de Marc Lafontaine.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—Me estoy preparando para marcharme. Mi avión sale esta noche.
—¿Has conseguido lo que querías?
—En parte. Mañana lo sabré con seguridad.
—¿Y las probabilidades?
—Al cincuenta por ciento. Claro que eso es lo que dicen siempre los chinos.
—¿A qué te refieres?
—Cuando mi madre compra un boleto de lotería y le pregunto qué posibilidades cree que tiene de ganar, siempre me dice lo mismo: un cincuenta por ciento. O gano o pierdo.
—Es la verdad.
—Sólo si no confías en las matemáticas.
—Entonces, ¿qué probabilidades tienes de verdad?
—De nueve a uno a mi favor.
—Bien. Me alegro de haberte sido de ayuda.
—Sin ti no habría podido hacer nada. Gracias.
—¿Qué te ha parecido el capitán?
Ava se puso alerta.
—¿Esto es extraoficial?
—No va a salir de aquí.
—Es un hombre muy complicado, pero es probable que en el fondo sea absolutamente amoral y esté corrompido del todo. Sólo se preocupa por sí mismo. Creo que ése es el comienzo y el fin de su historia.
—¿Podrías ser menos sutil?
—Si alguna vez te invita a tomar un café con donuts en el Donald’s, no vayas. Y si vas, mantén la boca cerrada. Graban todas las reuniones que tienen allí.
—He estado en ese sitio. Y el alto comisionado también. Le pareció pintoresco.
—Lo graban todo —repitió ella.
—Santo cielo —dijo Lafontaine.
—Así que ya sabes —prosiguió ella—. El capitán no tiene nada de pintoresco. Es un hombre peligroso.
—Entonces, ¿cómo has conseguido...?
—Le he pagado un montón de dinero por algo que en principio no le interesaba lo más mínimo.
—Madre mía.
—Pero tiene algunas debilidades. Podrías sacarles partido, si alguna vez te hace falta.
—¿Por ejemplo?
—Su banco es el Royal York y tiene una cuenta extraterritorial en las Islas Caimán. Presiona al banco y el banco le presionará a él. Si necesitas un número de cuenta, lo tengo.
—¿Por qué me cuentas todo eso?
—Porque agradezco la ayuda que he recibido del jefe de seguridad del Alto Comisionado Canadiense en Georgetown. De hecho, cuando llegue a casa voy a escribir al Ministerio de Asuntos Exteriores de Ottawa para decirles lo bien que se ha portado.
—No tienes por qué hacerlo.
—Tú tampoco tenías por qué ayudarme.
—Es mi trabajo.
—No he conocido a muchos diplomáticos canadienses que piensen lo mismo. La mayoría te trata como si fueras un incordio, como si intentaras fastidiarles el día.
Era casi la hora de comer y barajó la posibilidad de invitarle. Pero luego se lo pensó mejor. Utilizarle sólo para matar el tiempo era una descortesía y a ella la habían enseñado a ser educada.
—Tengo que dejarte, Marc. Todavía tengo cosas que hacer en el centro de negocios. Ha sido estupendo conocerte.
Colgó, cogió su cuaderno y bajó. El centro de negocios estaba vacío, como de costumbre. Y, como de costumbre, sólo consiguió conectarse a Internet al cuarto intento.
Accedió a la cuenta de correo de Seto. Jeremy Bates había contestado al mensaje que le había enviado la víspera. Decía que estaría encantado de ver al señor Seto y a la señorita Lee en la oficina del banco. Bendito seas, pensó Ava, y contestó que estarían allí al día siguiente, en torno a las diez de la mañana.
Luego echó un vistazo a su correo. Tenía veinticinco mensajes nuevos, la mayoría sin importancia. Mimi le preguntaba cuándo volvía. En otro, Marian se quejaba de su madre. Ava leyó sólo la mitad del mensaje de su hermana antes de borrarlo. Empezó a escribir un correo para Mimi, Marian y su madre diciéndoles que las vería dentro de un par de días, y luego se detuvo y pulsó el botón de borrado. No quería gafarse de nuevo anticipándose a los acontecimientos. Cada cosa a su tiempo.
Revisó de nuevo la bandeja de entrada de Seto. Bates había contestado a su mensaje para confirmar su cita de las diez. Por lo visto no recibe muchas visitas, pensó Ava.
Sabía muy poco de las Islas Vírgenes Británicas: sólo que eran un paraíso fiscal. Hizo una búsqueda rápida en Internet. El archipiélago, próximo a Puerto Rico, estaba formado por pequeñas islas, la mayor de las cuales, Tórtola, tenía apenas veinte kilómetros de largo y cinco de ancho. La capital, Road Town, tenía una población de veinte mil habitantes, y al parecer en cualquier momento del año había tantos turistas como residentes. No le pareció un lugar donde alguien pudiera pasar desapercibido mucho tiempo. Ella podía camuflarse en casi todas partes hasta volverse casi invisible, pero Derek no. Él destacaba siempre por su aspecto, por cómo hablaba y hasta por su forma de caminar.
Se dio cuenta de que era casi mediodía y de que aún no había tenido noticias de Patrick. Llamó a su móvil.
—Hola, estoy en la casa —dijo él.
—¿Va todo bien?
—Sí. Cambiamos de turno esta mañana y quería asegurarme de que los chicos nuevos conocían las normas.
—¿Y Seto?
—Está tranquilo.
—¿Y la mujer?
—Está aquí al lado, haciéndonos la comida.
—Pásamela.
—Diga.
—¿Estás bien, Anna?
—Un poco mejor, por lo menos.
—Las cosas volverán pronto a la normalidad. ¿Hiciste la maleta de Seto?
—Sí.
—Bien. Pásame otra vez con Patrick.
—Hola —dijo él.
—¿A qué hora piensas salir de ahí? —preguntó Ava.
—Después de comer. Tengo cosas que hacer en la oficina.
—¿Vendrás a recogerme a las seis?
—Ésas son las órdenes.
—Estaré en la entrada.
—Hasta luego, entonces.
Tenía una última cosa que hacer en Internet. Se metió en la página de American Airlines. El vuelo de Derek había salido de Toronto a su hora. De momento, todo bien.