17. La Universidad y yo
¿Me creeríais si os dijera que he llegado a un punto en el que soy tema de tesinas?
Pues lo soy. Hay gente que obtiene el grado de licenciado preparando bibliografías sobre mis cuentos, libros y artículos. Y a fe que se lo merecen, porque tratar de preparar una bibliografía completa de Asimov es casi imposible. Ni yo mismo me atrevería.
Un caballero, Lloyd Neil Goble, ha obtenido su grado de «Master of Science» analizando muy cuidadosamente las técnicas que utilizo para escribir sobre ciencia; como en estos capítulos, por ejemplo. Su tesis ha sido publicada por Mirage Press y se titula Asimov analizado.
He leído el libro con una mezcla de satisfacción y de temor.
La satisfacción es fácil de explicar. Cierto que hay quienes, por mis escritos, opinan que me decanto un poco por el lado de la inmodestia, pero ni siquiera en mis más desaforados arrebatos de amor por mí mismo me atrevería a ser tan pro-Asimov como el señor Goble.
El temor proviene del hecho de que el señor Goble me confunde: determina cuidadosamente la longitud media de las oraciones, y mi sistema de usar los paréntesis, y parece pensar que todo ello es parte de un plan cuidadosamente construido para crear un estilo particularmente idóneo para escribir sobre ciencia.
¡Nada de eso! El hecho cierto es, creedme, que no he planificado nada de antemano y que no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo. Me limito a aporrear mi máquina de escribir, y nada más. Por consiguiente, paso las páginas de la tesis del señor Goble con sumo cuidado e intento no leerla en detalle, porque si descubro demasiado acerca de mis trucos, me tornaría demasiado autoconsciente y perdería ese estilo fácil y fluido que sólo surge de mi inocente ingenuidad.
Pero, por si fuera poco, he aquí otra cosa:
Ocurre que la gente universitaria ha descubierto la ciencia-ficción… No me refiero a los estudiantes; quiero decir los claustros de profesores. Las Facultades están dando cursos sobre ciencia-ficción. Y en la Universidad de Dayton se imparte uno titulado «La ciencia-ficción de Isaac Asimov».
Cuando me enteré, fui y me acosté un rato. Después de todo, soy una persona racional, y hay cosas que se me antojan alucinaciones.
Mi posición con respecto al mundo académico, incluso antes de la súbita y contagiosa popularidad de la ciencia-ficción en las aulas universitarias, era desde luego muy peculiar. Desde hace mucho tiempo tengo un pie en cada mundo.
No digo que sea el único profesor universitario que escribe ciencia-ficción, ni que sea el único escritor de ciencia-ficción con empleo de profesor. Sospecho, sin embargo, que ningún profesor escritor escribe tanta ciencia-ficción como yo, ni (¿me atreveré a decirlo?) tan buena. Y no creo que ningún escritor de ciencia-ficción haya llegado a una posición académica en un departamento científico, tan notable como la mía.
Lo cual tiene sus ventajas. A veces me entrevistan caballeros o damas de los medios de comunicación, y esta combinación de carreras parece fascinarles. La yuxtaposición se les antoja ora excéntrica, ora inadmisible, y me hacen preguntas sobre ella; las mismas preguntas, una y otra vez.
Permitidme, pues, aprovechar esta oportunidad para contestar algunas de las preguntas que con demasiada frecuencia me formulan. Quizás así facilitaremos la invención de otras nuevas.
1. Doctor Asimov, ¿no es extraño que un bioquímico escriba ciencia-ficción? ¿Qué le hizo abandonar sus conferencias y sus probetas y ponerse a escribir relatos sensacionales?
Lo creáis o no, es una pregunta que me hacen a menudo, y el mero hecho de plantearla revela que el interlocutor no sabe mucho acerca de lo que escribo, pues de lo contrario sabría que nunca me pasé de la bioquímica a la ciencia-ficción. La ciencia-ficción llegó antes. ¡Años antes!
Porque he sido escritor desde bien antes de mi adolescencia, y vendí mi primer cuento de ciencia-ficción en 1938, cuando tenía dieciocho años y era estudiante de cuarto año en la Universidad de Columbia.
Es más, a mediados de 1942 era ya un notable escritor de ciencia-ficción y a esas alturas había escrito 42 cuentos y publicado 31[36], incluido Night Fall, los tres primeros cuentos de robots positrónicos, y las dos primeras novelitas de Fundación. Y por entonces no era más que un estudiante graduado con un título de licenciado recién salido del horno.
Siete años después, y ya incorporado al claustro de profesores de la Facultad de Medicina, tenía escritas todas las novelas de Fundación y todos, menos uno, de los cuentos que habrían de aparecer en Yo, Robot.
Por tanto, no, no, NO soy un bioquímico que se pasó a la ciencia-ficción. Soy un escritor de ciencia-ficción que en un momento dado se hizo profesor, lo cual es muy distinto.
2. Ya veo. Bien, en ese caso, profesor Asimov, ¿por qué decidió ser profesor de bioquímica? Si se había establecido como escritor de ciencia-ficción, ¿por qué buscó otra cosa?
Porque nunca tuve la intención de ser escritor de ciencia-ficción para ganarme la vida. Es como si se me hubiera ocurrido ser trapero para ganarme la vida. Me explico:
Mi ambición, de niño, era ser médico, Mis padres me dijeron que esa era mi ambición, y yo lo creí. Era corriente que los padres judíos del ghetto tuvieran esa ambición para sus hijos. Era la forma más segura de que los hijos salieran del ghetto.
Por tanto, cuando en 1935 ingresé en la Universidad de Columbia, fue con la intención de solicitar el ingreso en la escuela de medicina al terminar los cuatro primeros años de Universidad. La perspectiva no me llenaba de gozo, porque no me atraía mezclarme con el dolor, la enfermedad y la muerte. Por otra parte, no conocía más alternativa que heredar la confitería de mi padre, con su jornada de trabajo de dieciséis horas y su semana de siete días.
Afortunadamente, no ingresé en la escuela de medicina. Falto de entusiasmo, sólo solicité el ingreso en cinco escuelas en total, y ninguna de ellas me admitió. Para entonces, no obstante, había descubierto otra alternativa. Mi licenciatura iba a ser en Química, algo que había empezado con nociones médicas rutinarias, y descubrí que me gustaba. Por consiguiente, al no conseguir ingresar en las escuelas de medicina, solicité, en 1939, permiso para continuar en Columbia para poder hacer trabajo de graduado en química y obtener el título de doctor.
Mi idea era que, una vez obtenido el doctorado, lo podría utilizar para conseguir un puesto en alguna buena Facultad universitaria, Allí enseñaría química e investigaría.
La Segunda Guerra Mundial retrasó las cosas, pero finalmente obtuve el doctorado en 1948 y me convertí en profesor en la Escuela de Medicina de la Universidad de Boston en 1949… Mi plan había dado resultado.
Así pues, a lo largo de toda mi vida fue un doctorado u otro —el de Medicina para mis padres, el de académico para mí—, lo que constituyó mi objetivo y el anhelado medio de ganarme la vida.
El escribir ciencia-ficción no tuvo nada que ver con eso, nada en absoluto. Cuando empecé a escribir fue por un impulso incontrolable. No veía el dinero, ni tampoco a los lectores; era sencillamente el deseo de inventar historias para mi propio contento.
Cuando finalmente vendí mi primer cuento, en 1938, era, como ya he dicho, un joven de dieciocho años en cuarto curso universitario. Estaba todavía en mi estadio premédico, aguardaba aún con inquietud la posibilidad de ingresar en la Escuela de Medicina ese mismo año, y me preguntaba de dónde iba a sacar el dinero necesario. Bastante difícil era ya conseguirlo para pagar la matrícula, y eso que en aquellos días Columbia sólo cobraba 400 dólares al año.
Así que cuando recibí los primeros cheques por mis obras de ciencia-ficción, no vi en ellos más que una sola cosa: una contribución para sufragar los gastos de matrícula. Eso es lo que fueron, y eso es todo lo que podían ser.
¿Fui miope al no ver que algún día podrían ser algo más? Veamos.
Cuando comencé a escribir ciencia-ficción, la tarifa máxima por palabra era un centavo. Lo corriente es que me dieran medio centavo por palabra. El número de revistas de ciencia-ficción era exactamente tres, y sólo una de ellas era boyante. Ciencia ficción era lo único que escribía y lo único (así me parecía) que podía escribir. Ni siquiera quería escribir más que ciencia-ficción.
Con un mercado tan limitado y tan pobre, ¿podía una persona en sus cabales esperar ganarse la vida como escritor? Con el paso de los años, surgieron algunas revistas más y subieron un poco las tarifas, pero aun así las perspectivas siguieron siendo poco claras.
Para ser más preciso: durante mis primeros once años de escritor de ciencia-ficción, mis ingresos totales, totales, fijaos bien, por mi trabajo ante la máquina de escribir, fueron de menos de 8000 dólares. Y las cosas me iban bien. Vendía todo lo que escribía, después de los cuatro primeros años.
Con esa experiencia, ¿es maravilla que al escribir ciencia-ficción no me arrancase ni por un momento de la seria labor de prepararme para lo que tenía por mi verdadera carrera? Y claro, cuando en junio de 1949 surgió la oportunidad de incorporarme a una Facultad por la principesca retribución de 5000 dólares al año, me abalancé sobre ella.
3. Comprendo, profesor. Pero, dígame, ¿le supuso a usted alguna vez un conflicto su doble carrera? ¿No le despreciaron nunca sus colegas académicos por su desacreditada ocupación accesoria?
Supongo que tema de diversión sí fue un poco en Columbia. Buena parte de los estudiantes habían leído ciencia-ficción en uno u otro momento de su vida. Pero allá por los años 40 se tenía la ciencia-ficción esencialmente por literatura para niños. La norma, en general, era leer ciencia-ficción en la escuela y abandonarla en la Universidad. Si se reían de mí no era tanto por leer ciencia-ficción como por seguir leyéndola.
El hecho de que escribiera ciencia-ficción era más fácil de aceptar y comprender que el hecho de que la leyera; después de todo, me pagaban por ese trabajo, y el dinero lo usaba para ayudarme en mi educación. No había nada malo en ello.
A lo largo de toda mi época universitaria, sólo perdí los nervios una vez en relación con mi ciencia-ficción.
En 1947 tenía la cabeza ocupada en mi inminente tesis doctoral, fue uno de los pocos períodos en que escribía poco. La presión para escribir cualquier cosa iba acumulándose.
Hallábame a la sazón haciendo unos experimentos en los que intervenía una sustancia llamada catecol. Se presentaba en cristales esponjosos, blancos y extremadamente solubles. Tan pronto como tocaban la superficie del agua, desaparecían disueltos. Y se me ocurrió que quizás se disolvían una fracción de milímetro antes de llegar a la superficie del agua; decidí, pues, escribir una historia acerca de una sustancia que se disolvía antes de añadir agua.
Obsesionado como estaba con mi tesis, no pude resistir la tentación de escribirla en forma de pseudotesis, con todas sus frases ampulosas, tablas, gráficos y referencias inventadas. La llamé «Las propiedades endocrónicas de la tiotimolina resublimada» y se la vendí a John Campbell, editor de Astounding Science Fiction.
Entonces me puse nervioso. Mi posición en Columbia era, en cualquier caso, inestable, porque, aun dejando de lado el asunto de la ciencia-ficción, se me tenía por excéntrico. Mi expediente no estaba mal, pero era ruidoso, vocinglero e irreverente (comportándome en los sagrados salones de Columbia, hace un cuarto de siglo, más o menos como me comporto ahora en los sagrados salones de la editorial Doubleday). Sabía que algunos miembros del claustro de profesores pensaban que me faltaba la seriedad necesaria para ser un buen científico, y pensé que el artículo de la tiotimolina, que tomaba claramente a broma la ciencia y los científicos, podía ser la última gota… Y el artículo se publicaría más o menos hacia la época en que me estaba preparando para el examen oral de doctorado.
Llamé al señor Campbell y le dije que quería que el artículo se publicase bajo pseudónimo. Se mostró de acuerdo.
Pero se olvidó. Salió con mi nombre unos tres meses antes de los exámenes orales. Sí, sí, toda la facultad lo leyó. Ante el tribunal soporté el infierno de rigor, y después, cuando habían conseguido convertirme brutalmente en una temblorosa masa de pánico, uno de ellos dijo: «Y ahora, señor Asimov, ¿podría usted decirnos algo acerca de las propiedades termodinámicas de la tiotimolina?», y hubo que sacarme de la sala en pleno ataque de histeria.
Aprobé, como es obvio, que si no, no sería ahora el Buen Doctor.
4. En realidad no le preguntaba si tuvo problemas como estudiante, Buen Doctor; lo que quería decir es si tuvo dificultades con sus compañeros del claustro de profesores cuando ya formaba parte de éste.
No, ni esperaba tenerlas. Algunos de los profesores eran aficionados a la ciencia-ficción, sobre todo el que me recomendó para el puesto, y conocían bien mis escritos.
Solo hubo un momento malo. Mi primer libro lo había contratado un par de semanas antes de que aceptara el empleo de profesor y me fuera a Boston. El libro, Pebble in the Sky, tenía que publicarse en Doubleday el 19 de enero de 1950, y yo sabía que iban a mencionar mi relación con la Escuela. Me enteré cuando leí las pruebas de imprenta de la cubierta que Doubleday me envió. En la contraportada (junto con un muy buen retrato mío que me rompe el corazón cuando lo miro ahora) se hablaba del asunto de la tiotimolina en el examen oral, y una frase final que decía:
«El Dr. Asimov vive en Boston, donde se dedica a la investigación sobre el cáncer en la Escuela de Medicina de la Universidad de Boston».
Me lo pensé un buen rato, y después decidí coger el toro por los cuernos. Solicité ver al decano y le planteé la cuestión con franqueza. Yo era un escritor de ciencia-ficción, dije, y lo había sido durante años. Mi primer libro iba a aparecer con mi nombre, y mi relación con la Escuela de Medicina iba a mencionarse. ¿Quería que dimitiese?
El decano lo meditó y dijo: «¿Es bueno el libro?».
Cautelosamente dije: «Los editores creen que sí».
Y él: «En ese caso, a la Escuela de Medicina le complacerá identificarse con él».
Y así se solucionó el asunto.
5. Pero si era usted un escritor de ciencia-ficción, profesor, ¿no suscitaba ello dudas sobre la validez de su trabajo científico? Quiero decir que si publicaba un artículo científico, ¿no sería desestimado por alguno como «más ciencia-ficción»?
No habría tenido ninguna gracia, pero, que yo sepa, nunca ha sucedido.
Mi carrera de investigador en activo fue desde luego corta, y el número de artículos que publiqué no fue grande, pero todos ellos fueron perfectamente buenos y sobrios, y no sé de nadie que los desechara a causa de mi otra profesión.
Naturalmente, ignoro lo que ocurrió a mis espaldas, pero las historias me hubiesen llegado indirectamente…
Un compañero del departamento, que consiguió el empleo sólo un mes después que yo, y que no era lector de ciencia-ficción, me dijo años más tarde que en cuanto descubrió que yo era autor de ciencia-ficción, pensó que aquello arruinaría mi carrera científica. Me dijo que tuvo la suficiente curiosidad como para hacer un sondeo acerca del sentir de los demás, y que nadie le daba importancia.
Bueno, casi nadie. A veces me asaltaban dudas sobre el individuo, socialmente conservador, con quien realicé mis primeras investigaciones. No creo que tuviese tantas objeciones a mi ciencia-ficción en particular como a mi personalidad en general.
Me sugería, por ejemplo, que en plena canícula bostoniana llevase, de acuerdo con mi status social como miembro del claustro, chaqueta y corbata. Yo sonreía amablemente y, claro, me hacía el sordo. También hice caso omiso de todas las sugerencias de que mis relaciones con los estudiantes eran demasiado informales. (De haber observado con más cuidado, se hubiera dado cuenta de que mis relaciones con todo el mundo eran demasiado informales).
En cualquier caso, llegó a mis oídos una historia sobre la que no puedo certificar personalmente pero que, según juramento de mi informador, era cierta. Mi colega de investigación fue una vez a Washington para presionar en favor de un aumento en las subvenciones, y uno de los funcionarios a quien consultó, mirando el informe, señaló mi nombre en la lista de los que participaban en el proyecto, y dijo: «¿No es ése el escritor de ciencia-ficción?».
Mí colega, sudoroso al punto ante la posibilidad de perder la subvención, aseguró que yo nunca permitía que la ciencia-ficción se mezclara con la ciencia.
Pero el funcionario no hizo el menor caso y se puso a preguntar muchas más cosas sobre mí. Resultó que era un aficionado a la ciencia-ficción, y que estaba mucho más interesado en mí que en el proyecto. Mi colega consiguió esa vez todo el dinero que pedía, pero creo que el asunto, en el fondo, le molestó.
Pero no importó nada. Sólo trabajé con él algunos años, y no tuve más problemas.
6. Cambiando de tema, profesor Asimov: usted escribe mucho, ¿verdad?
Publico siete u ocho libros al año por término medio, digamos que medio millón de palabras al año.
7. Pero ¿cómo puede hacer eso y sobrellevar una dedicación absoluta a la enseñanza?
Ni puedo, ni lo hago.
Cuando me hice cargo de mi empleo en la Escuela de Medicina me ocurrió algo gracioso. En cuanto conseguí finalmente terminar la carrera científica tantos años anhelada, mis actividades literarias, que hasta entonces no habían sido más que una útil ayuda, cobraron súbitamente vida propia.
A mi primer libro siguió otro, y después otro. Los derechos de autor comenzaron a llegar con regularidad. Las antologías empezaron a multiplicarse, y los clubs de libros, y las ediciones en rústica, y el interés en el extranjero. Mis ingresos de escritor empezaron a subir vertiginosamente.
Entonces ocurrió otra cosa. Trabajando con otros dos miembros del departamento, ayudé a escribir un libro de texto sobre bioquímica para estudiantes de medicina y descubrí que me gustaba escribir no-ficción. Entonces me di cuenta de que había un mercado más amplio para la literatura científica que para la ficción, y que las tarifas por palabra eran notablemente mejores. Y descubrí que podía escribir ensayos sobre toda suerte de temas.
Así que empecé a escribir más y más, tanto ciencia como ficción, y me divertía lo indecible. Después de dedicarme varios años a esa labor, descubrí dos cosas más: una, que ganaba más dinero escribiendo que enseñando, y que la disparidad crecía cada año; dos, que me gustaba más escribir que enseñar, y que esa disparidad aumentaba también cada año.
Constantemente me asediaba el impulso a dejar mi empleo y dedicarme exclusivamente a escribir, pero ¿cómo hacerlo? Había dedicado demasiado de mi vida a formarme para este empleo como para tirarlo. Así que vacilaba.
La vacilación tocó a su fin en 1957, cuando yo ya tenía un nuevo jefe de departamento, y la Escuela un nuevo decano. Los antiguos se habían mostrado tolerantes con mis excentricidades, puede que hasta las apreciaran, pero los nuevos, no. Incluso veían mis actividades con muy malos ojos.
Lo que más les preocupaba era el estado en que se encontraba mi investigación. Si sólo hubiese escrito ciencia-ficción, mi investigación no se hubiese visto afectada. La ciencia-ficción la escribía en mi tiempo libre. Por muy candente que fuese la historia, por muy apremiante que fuese el plazo de entrega, se escribía sólo por las tardes y los fines de semana.
La divulgación científica era otra cosa. Yo consideraba que mis libros sobre ciencia para el público constituían una actividad académica, y trabajaba en horas de trabajo. Mantuve, naturalmente, mi dedicación plena a la enseñanza, pero abandoné la investigación.
La nueva administración me llamó por ello la atención, pero me mantuve testaruda e incluso un poco fieramente en mis trece. Dije que se me pagaba fundamentalmente por enseñar, que cumplía con todos mis deberes de enseñanza, y que en general se reconocía que yo era uno de los mejores profesores de la Escuela.
Por lo que toca a mi investigación, dije que no pensaba que llegara a ser nunca más que un investigador del montón, y que a pesar de que mi trabajo científico sería lo suficientemente respetable, nunca daría lustre a la Escuela. Mis escritos, por otro lado (dije) eran de primera, y podían dar bastante fama a la Escuela. Sobre esa base (continué), mi intención era no abandonar mis escritos por la investigación, no sólo por cuestión de preferencia personal, sino también preocupado por el bienestar de la Escuela.
No conseguí hacer mella alguna. Se me dijo, bastante fríamente, que la Escuela no podía permitirse el lujo de pagar a alguien 6500 dólares al año (ése era entonces mi sueldo) para tenerle escribiendo libros de ciencia.
Así que les dije con desprecio: «Quédense entonces con el condenado dinero, y no enseñaré más para ustedes».
«Bien —me dijeron—, su empleo terminará en junio de 1958».
«No, señor —dije—. Sólo el sueldo. El empleo lo conservo, porque tengo derechos adquiridos».
Lo que siguió fue una lucha homérica que duró dos años. Los detalles no importan, pero todavía tengo el título. Desde junio de 1958, sin embargo, ni enseño ni cobro sueldo. Doy una conferencia al año y cumplo con algunos deberes honoríficos (como formar parte de comités), pero ahora soy un escritor de tiempo completo, y soy todavía profesor adjunto de Bioquímica.
La Escuela está ahora muy contenta con la situación. Como predije, mis escritos les han proporcionado publicidad favorable. Y yo estoy también contento con la situación, porque valoro mi conexión académica. Es agradable poder entrar en una gran Universidad y sentir que se pertenece a ella, y que se está allí por derecho.
El administrador con quien tuve a la sazón problemas se ha retirado hace mucho, y desde entonces los sucesivos presidentes, directores y decanos han sido todos extremadamente amables conmigo. Quiero hacer hincapié en que, salvo aquella discusión de 1957 y 1958, siempre he sido tratado con enorme generosidad por todo el mundo en la Escuela, del primero al último.
Quiero también hacer hincapié una vez más en que incluso en aquella discusión no fueron mis escritos de ciencia-ficción los que se pusieron en cuestión. La pelea se refirió enteramente a mi abandono de la investigación, y yo la había abandonado en aras de mi literatura científica.
8. Teniendo en cuenta que ya no enseña, doctor Asimov, ¿sigue usted teniéndose por un científico?
Desde luego. ¿Por qué no? Tengo formación profesional en química. He dado durante años conferencias de bioquímica a nivel profesional. He escrito libros de texto sobre estos temas. Nada de esto se ha borrado.
Considero que uno de los más importantes deberes de todo científico es la enseñanza de la ciencia a estudiantes y al público en general. Aunque pocas veces doy conferencias ante clases propiamente dichas, mis libros sobre ciencia llegan y enseñan a más gente de la que podría alcanzar de viva voz.
Es cierto que ya no enseño en las aulas, pero esto no quiere de ninguna manera decir que ya no enseño. Ahora enseño más ciencia de la que jamás haya enseñado en la Escuela y, por ello, no sólo me considero científico, sino también científico en activo.
Naturalmente, también me considero escritor.
9. A la vista de la amplia variedad de escritos que produce, ¿qué tipo de escritor cree ser?
A veces me lo pregunto. En los dos últimos años he publicado unas notas sobre Byron, un trabajo en dos volúmenes sobre Shakespeare, una sátira sobre libros de sexo, y un libro de chistes[37], además de mis libros sobre ciencia y sobre historia.
Dejo, por tanto, que otros decidan. Los otros parecen identificarme siempre como escritor de ciencia-ficción. Así fue como empecé, y como causé mi primer y quizás mayor impacto.
Tampoco me he retirado realmente como escritor de ciencia-ficción. No es ya mi mayor campo de actividad, pero nunca he dejado de escribirla. Mi novela más reciente es The Gods Themselves (Doubleday, 1972).
Ya veis…
Soy un escritor de ciencia-ficción.