10. De la ameba para abajo

La semana pasada estuve en una fiesta. La mayoría de nosotros, yo incluido, estábamos en el piso de abajo con las bebidas y (en mi caso) con los entremeses. En el piso de arriba, prácticamente sola, estaba la joven que había tenido la amabilidad de acompañarme. Siendo una criatura callada y sensible, necesitaba retirarse de cuando en cuando.

Más tarde me diría: «Estaba medio dormida cuando súbitamente percibí la voz rápida, temblorosa y cascada de un hombre muy, muy viejo en el piso de abajo. Me desperté bruscamente, sabiendo que no había ningún anciano en la fiesta. Escuché, pero no pude distinguir las palabras. Luego la voz se detuvo y hubo un estruendo de risas. Me tranquilicé, pues sabía que eras tú contando el chiste del rabino de ochenta y ocho años[21]».

Lo cual revela dos cosas sobre mí. En primer lugar, que cuento chistes condenadamente bien. La modestia me prohíbe decirlo, pero nunca escucho a Modestia.

La segunda cosa es que tiendo a repetirme. Cuando oigo un chiste que me gusta me paso por lo menos un mes contándoselo al primero que encuentro; quiere decirse que un acompañante asiduo está condenado a oírlo 2700 veces, con lo cual puede identificarlo de lejos sobre la base del más leve indicio.

Este recordatorio más bien duro de mi tendencia a repetirme hizo que me sintiera un poco autoconsciente. En definitiva, el capítulo que tenéis ante vosotros hace el número 173 de mis artículos mensuales para la Revista de Fantasía y Ciencia-Ficción (aproximadamente 700 000 palabras, por amor de Dios); forzoso es que haya alteraciones aquí y allá. Este capítulo y el anterior tratan de microorganismos, por ejemplo. ¿Había tocado ya antes el tema? Voy a mi lista de ensayos de fantasía y ciencia ficción, y resulta que hay algunos comentarios sobre microorganismos en dos ensayos escritos hace once años.

Pero la reiteración no es grande. El enfoque y el detalle son ahora muy distintos, y ha pasado mucho tiempo. Proseguiré, pues, con la conciencia en un estado de pureza químicamente limpia.

Por ejemplo, en esos primeros ensayos analicé el tamaño de los microorganismos; ahora voy a hacerlo de nuevo, pero con un propósito diferente.

Empecemos con el microorganismo del que todo el mundo ha oído hablar, si es que ha oído hablar de alguno: la ameba. Una ameba de tamaño medio tiene aproximadamente 1/25 de pulgada de diámetro, pero nadie utiliza pulgadas a la hora de hacer tales mediciones. Si pasamos al sistema métrico podemos usar milímetros, cada uno de los cuales es aproximadamente 1/25 de pulgada. En consecuencia, puede decirse que el diámetro de la ameba es un quinto de milímetro o, si preferís, 0,2 milímetros.

Sin embargo, sería mejor utilizar el milimicrómetro como unidad de medida, y aún mejor darle su actual nombre de «nanómetro». Puesto que hay un millón de nanómetros en un milímetro, podemos decir que la ameba tiene un diámetro de 200 000 nanómetros.

La yuxtaposición de 1/25 de pulgada y 200 000 nanómetros es significativa. El diámetro es el mismo expresado de ambos modos, pero 1/25 muestra que la ameba es muy pequeña en la escala común, y 200 000 muestra que es muy grande en la escala microscópica. Puesto que vamos a permanecer en el reino de lo sub-microscópico, quedémonos con el nanómetro como unidad y evitemos el tedio de repetirlo cada vez, dando la palabra por entendida.

La ameba está compuesta por una sola célula. Sólo definiré «célula» como una burbuja de materia viviente encerrada dentro de una membrana. El desproporcionado tamaño de la ameba resulta manifiesto si os digo que cada una de las células de nuestro cuerpo —unos 50 billones— es menor que la ameba. La mayor de las células humanas (que sólo existe en la mujer) es el óvulo, con un diámetro de 140 000 nanómetros aproximadamente. La célula humana media tiene un diámetro de unos 55 000.

La diferencia de tamaño es todavía más radical si consideramos el volumen en vez del diámetro. Una ameba tiene casi cuatro veces el diámetro de la célula somática media, lo cual le proporciona un volumen aproximadamente cincuenta veces superior. Pero la ameba no está más cabalmente viva que la célula somática por ser más grande, como tampoco está más vivo un hombre que un ratón.

Con todo, cabría aventurar, no sin razón, que tiene que haber un momento en que la célula se haga tan pequeña que no pueda seguir estando completamente viva, Diríase que no hay espacio suficiente para albergar todos los ingredientes necesarios de la vida.

Consideremos, por ejemplo, los glóbulos rojos, de los cuales hay aproximadamente cinco millones por cada centímetro cúbico de sangre. Son una de las células más pequeñas del cuerpo humano, con forma de disco y un diámetro superior de 7500 solamente. Pues bien, los glóbulos rojos no poseen todos los ingredientes que asociamos generalmente con la vida.

La célula típica tiene un núcleo, un cuerpo pequeño situado más o menos en el centro de la célula, y todo lo demás es «citoplasma». El glóbulo rojo no tiene núcleo y es esencialmente un saco de citoplasma. Puesto que la maquinaria para la división celular está contenida en el núcleo, el glóbulo rojo, al carecer de él, nunca puede dividirse. Desempeña su trabajo, llevando moléculas de oxígeno desde los pulmones a las células del cuerpo, hasta que se desgasta (al cabo de unos tres meses), siendo entonces desmantelado. Sin embargo, el cuerpo no se queda sin glóbulos rojos, porque continuamente se están formando otros a partir de precursores que tienen núcleo.

Cabría decir, y a menudo se hace, que el glóbulo rojo no es una célula completa aunque esté vivo (pues metaboliza). A veces se le niega el nombre de célula y se le denomina «corpúsculo».

Tampoco es el glóbulo rojo la unidad viviente más pequeña del cuerpo. La más pequeña de todas (presente sólo en el varón) es la célula espermática, cuyo diámetro es aproximadamente de 2500, con lo cual caben dentro de una sola ameba medio millón de ellas.

La célula espermática es poco más de la mitad de un núcleo, y punto. Con esa mitad de núcleo no puede dividirse, y como sólo posee un minúsculo citoplasma (en el que existe el aparato productor de energía de la célula) no puede permanecer viva mucho tiempo. Tiene justamente la energía bastante para hacer esa loca carrera hacia el óvulo (si es que hay alguno en la vecindad) y en caso de suerte superlativa, entrar y fertilizarlo. Si no hay óvulo presente, o si algún otro candidato le gana por la mano, la célula espermática muere.

A la vista de eso ¿podemos afirmar que una célula espermática es una célula completa? Quizás no. Su único propósito, a fin de cuentas, es unirse a otra célula para formarse completa. Y no es cuestión de tamaños. El óvulo humano, que, ya lo dije, es la mayor de las células del cuerpo, tampoco contiene sino medio núcleo, y no puede dividirse hasta que un espermatozoide entra y añade la otra mitad.

Así pues, prescindiendo del tamaño, ¿debemos definir la «célula completa» como aquella que tiene un núcleo completo junto con citoplasma suficiente para una adecuada producción de energía a fin de que pueda dividirse?

En ese caso, ¿qué decir de las células nerviosas y musculares del cuerpo humano? Ambos tipos de células están tan especializados que han perdido la capacidad de dividirse, pese a tener un núcleo perfectamente bueno y un citoplasma de sobra adecuado. Cada célula nerviosa y muscular puede vivir más de un siglo, y así sucede con muchas, pues de lo contrario no podría sobrevivir el ser humano. Sería necio no llamarlas células porque no se dividen y, de hecho, ningún fisiólogo les niega el nombre.

Pero si no insistimos en la división celular como criterio de completitud para la célula, ¿con qué derecho negamos que un glóbulo rojo sea completo? Ciertamente, no posee un núcleo, pero hace lo que debe, con eficacia, durante tres meses, y es injusto pedirle más.

Propondré, pues, un criterio diferente de completitud celular.

Las sustancias químicas características de las células son las grandes moléculas de ácidos nucleicos y proteínas. Ciertas proteínas llamadas «enzimas» catalizan reacciones específicas dentro de las células. Sin esas enzimas en pie de guerra una célula no puede realizar las reacciones químicas características de la vida y, en el mejor de los casos, sólo puede vivir en una especie de animación suspendida durante algún tiempo.

En cuanto a los ácidos nucleicos, anidan en primer lugar de que se formen las enzimas apropiadas.

Sin ácidos nucleicos, la célula tiene que arreglárselas con las enzimas ya presentes, y mientras éstas duren. Con ácidos nucleicos, en cambio, una célula puede vivir mucho tiempo, porque los ácidos pueden renovarse a sí mismos y fabricar nuevas enzimas a partir de pequeñas moléculas absorbidas del mundo exterior. Si no está demasiado especializada como para no poder dividirse, una célula con ácido nucleico, y sus descendientes, pueden vivir de modo indefinido.

Definamos, pues, una célula completa como aquella que posee todas las grandes moléculas (enzimas y ácidos nucleicos) necesarias para sus funciones normales; o, caso de no tener suficiente de una de esas cosas o de ambas, como aquella célula que puede construir lo que necesita a partir de las pequeñas moléculas de su medio.

Una célula incompleta sería aquella que carece de algunas de las grandes moléculas que necesita y no puede construirlas a partir de moléculas pequeñas. Tal célula sólo puede permanecer en animación suspendida y acabar muriendo, salvo que de algún modo logre hacer uso de las grandes moléculas de otra célula, distinta de ella misma. Dicho con otras palabras, una célula incompleta sólo puede funcionar si, al menos durante parte de su vida, es parásita de una célula completa.

Con arreglo a esta definición el glóbulo rojo es completo, mientras que el óvulo y el espermatozoide son incompletos. Cada uno de éstos es media célula condenada a un lapso vital limitado, hasta llegar el momento de unirse y hacerse célula completa; cada cual depende en parte de las grandes moléculas del otro para construir una vida más plena.

Ahora bien, el mutuo parasitismo de óvulo y espermatozoide es cosa vista y no vista. Una vez combinados, el «óvulo fertilizado» resultante es permanentemente completo. Frente a eso, ¿hay fragmentos de vida que sean permanentemente incompletos, parásitos de células completas que en modo alguno se tornen completos a lo largo del proceso?

De existir, cabe sospechar que tendrán un tamaño más pequeño que el de las células comunes de criaturas multicelulares como nosotros. La célula espermática humana, con un diámetro de 2500, es ya tan pequeña que sólo puede contener la mitad de un núcleo y prácticamente ningún citoplasma. Cualquier cosa de ese tamaño o más pequeña (podría razonarse) habrá de ser incompleta por simple falta de espacio para el número mínimo de grandes moléculas que requiere el total funcionamiento celular.

Esto nos lleva, naturalmente, al mundo de las bacterias, todas ellas menores que el espermatozoide humano. Las bacterias mayores tienen quizá 1900 nanómetros de diámetro; 1000 podría considerarse la media. Y ¿no son parásitos? Quien más, quien menos, piensa que las bacterias viven despiadadamente a costa de otros seres vivos, y especialmente del hombre.

Pero eso es equivocado. La mayor parte de las bacterias son saprofitas, seres que viven de los residuos muertos de cosas vivas. Incluso las que son parásitas —en el sentido de florecer dentro de organismos vivos— viven de las pequeñas moléculas presentes en esos organismos (en los intestinos, donde habitualmente no nos molestan; y a veces en la sangre, donde habitualmente sí molestan).

No obstante su pequeño tamaño, las células bacterianas son completas. Sólo necesitan un suministro de pequeñas moléculas; a partir de ellas pueden manufacturar todas las grandes moléculas que necesitan. En algunos aspectos su versatilidad química supera a la de las células grandes que componen nuestro cuerpo.

Por este motivo, las bacterias, incluso las parásitas, pueden cultivarse en el laboratorio con medios artificiales donde se contengan las pequeñas moléculas que necesitan. Y porque pueden ser cultivadas y estudiadas en aislamiento, la medicina de finales del siglo XIX pudo dar el paso hacia la conquista de las enfermedades bacterianas.

Pero ¿cómo pueden ser completas las células bacterianas cuando son tan minúsculas y tan inferiores en tamaño a la célula espermática, donde sólo hay medio núcleo? La bacteria más pequeña conocida es el organismo de la pleuroneumonía, cuyo diámetro es de 150 nanómetros solamente. Caben unas 2000 de esas bacterias en un espacio que tenga las dimensiones de una célula espermática humana.

Esto parece paradójico, mas no sería justo comparar el núcleo requerido para contener todos los elementos de control de un organismo del tamaño y complejidad de un ser humano y sus decenas de billones de células cooperativas, con el núcleo necesario para el funcionamiento de una minúscula burbuja de materia muy inferior en tamaño a cualquiera de esas células. Porque a tenor de eso cabría decir entonces que, siendo necesario un corazón para el funcionamiento de cualquier mamífero, no podría existir ningún mamífero de tamaño inferior al corazón humano (un ratón, por ejemplo). Después de todo, el ratón tiene también un corazón, pero mucho más pequeño que el nuestro.

Análogamente, la célula bacteriana tiene también materia nuclear, pero necesita mucha menos que nuestras células. Y digo «materia nuclear» porque la célula bacteriana no tiene núcleo nítido, pero sí los ácidos nucleicos habitualmente encontrados en el núcleo de la célula. Los ácidos nucleicos están localizados en trocitos por toda la célula bacteriana. En este sentido, las bacterias se asemejan a ciertas células vegetales muy simples llamadas algas verdiazules, que son estructuralmente como bacterias, salvo que son algo mayores y poseen clorofila.

Las bacterias y las algas verdiazules representan al parecer un estadio muy primitivo en la evolución. A medida que las células se hicieron mayores y más complicadas, la cantidad creciente de materia nuclear necesaria para la manufactura de enzimas fue reunida en un núcleo compacto, para que la división celular pudiera verificarse así de manera impecable. Pero el hecho de que las bacterias y las algas verdiazules sean más primitivas en este sentido no significa que tales células sean incompletas, igual que el hecho de ser más primitivo que nosotros no hace que el gusano terrestre sea un organismo menos completo.

Llegamos así a Howard Taylor Ricketts, un patólogo americano que hace unos setenta años estudió el tabardillo pintado de las Montañas Rocosas, una grave enfermedad que mataba al 20 por 100 o más de quienes la contraían.

Ricketts logró mostrar que era básicamente una enfermedad de las garrapatas y de los pequeños animales de cuya sangre se alimentaban. A veces la tenían las garrapatas del ganado; y era a través de éste como solían contraer la enfermedad los seres humanos. Ricketts consiguió localizar el microorganismo productor de la dolencia y mostró que era transmitido de la garrapata al mamífero y de nuevo a la garrapata.

Pasó luego a estudiar una enfermedad aún más extendida y grave, el tifus, producido por un microorganismo similar, que primero infestaba al piojo y luego pasaba de una persona a otra debido al mordisco de esa pequeña criatura.

Mientras estudiaba el tifus en la ciudad de Méjico, Ricketts contrajo la enfermedad y murió de ella el 3 de mayo de 1910, a los veintinueve años. Méjico observó tres días de luto en su recuerdo. Los organismos que causan el tabardillo pintado de las Montañas Rocosas y el tifus se denominan rickettsias en su honor, y las enfermedades consiguientes son ejemplos de «enfermedades rickettsiales».

Las rickettsias parecen pequeñas bacterias, con diámetros típicos de 475, pero no pueden ser cultivadas en medios artificiales como acontece con otras bacterias. Las rickettsias se mantienen en vida suspendida fuera de las células, y sólo pueden crecer dentro de las células de las criaturas por ellas infectadas.

Carecen al parecer de ciertas enzimas claves necesarias para el crecimiento y la reproducción, y no pueden fabricarlas a partir de moléculas pequeñas. Dentro de la célula invadida hacen uso de las enzimas allí presentes para sus propios propósitos.

Así, pues, las rickettsias son ejemplos de verdaderas células incompletas, que viven como parásitos de células completas y que a lo largo del proceso no devienen completas.

Tampoco es cuestión de tamaño. Una célula rickettsial típica tiene unas 30 veces el volumen del organismo de la pleuroneumonía y, por tanto, puede suponerse que tiene espacio para 30 veces más cantidad de cada molécula grande. Sin embargo, una molécula grande clave, por lo menos, debe faltar en la célula rickettsial, mientras que no hay ninguna que falte totalmente en el organismo de la pleuroneumonía, con lo cual la primera es una célula incompleta y la segunda una célula completa.

¿Qué decir entonces de los virus de que hablé en el capítulo anterior? William Elford, como dije, filtró una suspensión del virus y retuvo el agente infeccioso. Mostró que los virus deben ser partículas con un diámetro de 100 nanómetros (o al menos el del virus con el que trabajó). En realidad, algunos son mayores, casi la mitad del diámetro de una célula rickettsial. Otros, por el contrario, son mucho más pequeños. El virus de la necrosis del tabaco, por ejemplo, sólo tiene un diámetro de 16.

Veinticinco mil partículas del virus de la necrosis del tabaco pueden embutirse en un volumen igual al de una célula rickettsial, casi cuatro millones en el volumen de una célula espermática humana, dos billones en el volumen de una ameba. En efecto, un virus tan minúsculo sólo tiene unas 15 veces el volumen de una molécula proteínica media.

Sin duda, los virus deben ser células incompletas que sólo pueden vivir, como las rickettsias, dentro de las células que parasitan; pero al ser mucho más pequeños no pueden ser detectados ni dentro ni fuera de la célula por ningún microscopio ordinario.

De hecho, ¿están realmente vivos? ¡Porque tiene que haber un límite por debajo del cual un objeto no puede ser vivo! Las partículas víricas son tan pequeñas que no pueden contener sino muy pocas moléculas según los criterios celulares ordinarios. ¿Cómo puede haber las suficientes para dotarles de las complejas propiedades de la vida?

Como nadie ignora, los virus crecen y se multiplican con feroz velocidad una vez dentro de una célula, y es bastante lógico suponer que allí readaptan el material a los fines de su propia estructura, y no sin eficacia. ¿No basta con eso para considerarlos vivos? ¿Qué más puede hacer cualquier otro organismo viviente?

La naturaleza, sin embargo, no conoce fronteras rígidas, y, si nos paramos a pensar un poco veremos que en el curso de la evolución gradual de las moléculas grandes a partir de las pequeñas, en el océano primordial, tuvo que haber un período en el que existieran moléculas o sistemas de moléculas no lo bastante complejos como para adquirir todas las propiedades que atribuimos a la vida, pero sí lo bastante complejos como para adquirir algunas de ellas.

Si hubo esa época de subvida, ¿no podría ser que los virus sean residuos que han sobrevivido hasta hoy? En ese caso, ¿no pertenecerán a una clase especial de objetos que en realidad no son ni vivientes ni no-vivientes?

¿Dónde trazar la línea divisoria? ¿Son los virus la forma más simple de vida, la forma más compleja de no-vida, o están en la línea fronteriza?

Llegamos así a Wendell Meredith Stanley, quien, de estudiante en el Earlham College de Indiana, jugaba al fútbol americano con maestría y cuya ambición era ser entrenador de ese deporte. Sin embargo, mientras visitaba el campus de la Universidad de Illinois fue tan incauto como para enzarzarse en una discusión con un profesor de Química. Despertó así a una nueva afición, y nunca llegó a ser entrenador de fútbol. Logró su doctorado en Illinois, estudió en Europa, y en 1931 pasó al Rockefeller Institute, en Nueva York.

El Rockefeller Institute estaba trastornado en aquella época por una nueva hazaña bioquímica, la cristalización de enzimas.

En un cristal, los átomos, iones o moléculas están dispuestos con gran regularidad. Esta regularidad es lo que proporciona al cristal sus propiedades. Naturalmente, cuanto mayor y más compleja sea una posible partícula constituyente, tanto más difícil es conseguir que cierto número de ellas ocupen las posiciones regulares necesarias.

Sin embargo, trabajando con una solución bastante pura de una proteína específica es posible forzar las moléculas a que ocupen posiciones cristalinas. En 1926 una enzima llamada ureasa había sido cristalizada por James Batcheller Sumner, y esto fue la prueba final de que las enzimas eran proteínas. En 1930, John Howard Northrop, en el Rockefeller Institute, había cristalizado la famosa enzima digestiva pepsina.

En medio de la emoción suscitada por la cristalización de materiales biológicos hasta entonces no cristalizados, a veces en la mismísima institución donde Stanley estaba trabajando, se le ocurrió intentar cristalizar un virus.

El virus del mosaico del tabaco parecía bueno para ese fin. Era más fácil trabajar con un huésped vegetal que con uno animal, y las plantas de tabaco podían criarse en el invernadero del Instituto. Stanley las cultivó, las infectó con la enfermedad del mosaico del tabaco, las cosechó, exprimió las hojas, manipuló el jugo y dio todos los pasos necesarios para concentrar y purificar proteínas.

Finalmente, logró aislar en 1935 unos pocos gramos de unas minúsculas agujas blancas que representaban el virus cristalino, habiendo empezado con una tonelada de plantas de tabaco.

El descubrimiento de Stanley ocupó la primera plana del Times de Nueva York y más tarde, en 1946, Sumner, Northrop y Stanley compartieron el premio Nobel de Medicina y Fisiología.

Los cristales víricos pasaron todos los tests de las proteínas, por lo cual el virus era esencialmente proteína. Hasta ahí, todo perfecto. Los cristales se conservaban bien a bajas temperaturas, como las proteínas, e incluso tras largo tiempo de almacenamiento seguían siendo infecciosos. Es más, un peso dado del virus cristalizado era cientos de veces más infeccioso que las soluciones típicas ensayadas.

El hecho de que el virus pudiera mantenerse almacenado durante largos períodos de tiempo sin perder infectividad (sin morir, en otras palabras) no demostraba que el virus no estuviese vivo. Ciertas bacterias pueden formar esporas capaces de permanecer en animación suspendida durante más tiempo y soportar condiciones más duras que un cristal vírico y, sin embargo, nadie niega que la espora bacteriana esté viva.

No. Era más bien el que los virus pudiesen cristalizarse lo que parecía indicar que no se trataba de cosas vivientes. El propio Stanley capitaneó la lucha en favor del criterio de que los virus, siendo cristalizables, no podían ser vivientes.

Pero ¿es así? Hasta 1935 los cristales habían sido desde luego asociados sin remisión con las sustancias no vivientes. Abundaban sobre todo en el campo de las sustancias inorgánicas, donde cualquier compuesto puro podía ser cristalizado, habitualmente sin complicaciones. Incluso los cristales orgánicos estaban compuestos de moléculas simples que podían estar asociadas con la vida y encontrarse en tejidos vivientes, pero que, de suyo, no cabía llamar vivientes por mucha imaginación que se echara al asunto.

Retrocediendo a antes de 1935: las enzimas cristalizadas de Sumner y Northrop estaban hechas de conjuntos ordenados de moléculas anormalmente grandes y complejas, pero que seguían siendo no vivientes con arreglo a cualquier criterio razonable.

Una vez cristalizado un virus, cabía argüir, y se arguyó, que los virus no eran organismos vivos, sino una molécula proteínica no viviente.

La cosa parecía razonable, pues era difícil concebir un organismo cristalizado. ¿Os imagináis, por ejemplo, una humanidad cristalina?

Y, sin embargo, había una diferencia entre un virus y una molécula proteínica no viviente. Algunas moléculas proteínicas tenían sobre el organismo un efecto tan poderoso como el de un virus. Algunas mataban rápidamente en muy pequeñas cantidades.

Pero había una cosa inasequible a toda molécula proteínica no viviente y posible para un virus, y es que la molécula proteínica no viviente no puede trascenderse a sí misma. Una pequeña cantidad de proteína puede afectar a un organismo, pero un extracto de ese organismo es incapaz de afectar un segundo del mismo modo. En el caso del virus la infección podía propagarse de un organismo a otro y a otro y a otro indefinidamente.

Además, ¿qué magia tiene la cristalización que la divorcie de la vida? La característica clave de un cristal es la disposición ordenada de sus partículas constituyentes. Mas ¿por qué no pueden ser vivientes esas partículas si resultan ser lo bastante simples en estructura? Suficiente simplicidad para cristalizar y suficiente complejidad para estar vivo no son realmente posibilidades de cara a ninguna ley de la naturaleza. Se suponía que ambas propiedades se excluían mutuamente, porque hasta 1935 ninguna cosa conocida poseía ambas. Pero suponed que los virus contienen ambas.

Para mostrar que no es ridículo, seamos un poco más liberales en la definición de cristal y preguntémonos de nuevo si no cabría imaginar una humanidad cristalina. ¡Pues sí! ¡Yo mismo he visto casos!

Columnas de soldados que marchan a lo largo de una avenida en un desfile componen una especie de cristal humano. Las propiedades de una masa de diez mil hombres en orden de formación y marchando al paso son completamente diferentes de las de una masa de otros tantos moviéndose a voluntad en perfecto desorden. El éxito casi inevitable de un batallón militar entrenado frente a un número igual de civiles igualmente armados es en parte producto de que las propiedades del hombre cristalino convienen más a la guerra organizada que las del hombre tumulto.

Por eso, un escuadrón de aviones en formación cerrada tiene propiedades cristalinas. Imaginaos que esos mismos aviones rompen de pronto la formación y toman direcciones al azar. El resultado podía ser un instantáneo desastre. Son necesarias las propiedades cristalinas de la formación para hacer que vuelen seguros.

Pienso, pues, que el dato de que los virus puedan ser cristalizados no incide para nada en el problema más amplio de su naturaleza viviente o no viviente. Debemos buscar otras pruebas, y en 1937, dos años después de la cristalización, Frederick B. Bawden y Norman W. Pirie, dos bioquímicos ingleses, mostraron que los virus no son enteramente proteína.

Pero ésa es otra historia. La historia del siguiente capítulo.