15. Por los números
La hipocresía es un fenómeno universal. Termina con la muerte, pero no antes. Cuando es consciente, repugna, pero pocos de nosotros somos hipócritas conscientes. ¡Es tan fácil inventar argumentos que hagan el caldo gordo a nuestros propios intereses y prejuicios, y encontrarlos sinceramente nobles!
Yo también lo hago, no me cabe duda, pero por la misma naturaleza de las cosas es difícil ver con claridad la viga en el ojo propio. Permitidme que dé en cambio un ejemplo que afecta a un buen amigo mío.
Hablaba de los profesores. Pudo haber sido profesor, decía, de haber seguido el camino apropiado después de graduarse. Ahora se alegraba de no haberlo hecho, pues no querría ser portador de un título que ostentan quienes ceden tan débil y supinamente a las ruines demandas de estudiantes bellacos.
Sus ojos brillaron enfebrecidos en este punto, y levantó los brazos como sujetando entre ellos una imaginaria metralleta. Rechinando los dientes, dijo: «Lo que les hubiese dado yo a esos bastardos es rat-tat-tat-tat», y roció todo el cuarto con balas imaginarias, matando (en su fantasía) a todos los presentes.
Aquello me chocó bastante. En circunstancias ordinarias, mi amigo era una de las personas más amables y razonables que conozco y recurrí a excusas —haciendo hipócritamente por un amigo lo que no hubiera hecho por un enemigo—. Había bebido unas copas, y yo sabía que su juventud había sido solitaria y triste. Sin duda, al otro lado de aquella metralleta danzaban las sombras de aquellos jóvenes que muchos años atrás le habían hostigado para divertirse.
No hice, en consecuencia, comentario alguno, y cambié de tema, mencionando una campaña política a la sazón en curso. Se vio en seguida que, para nueva desazón mía, mi amigo, que habitualmente tenía los mismos puntos de vista que yo, había desertado y pensaba votar al candidato opuesto. No pude por menos de expresar mi desencanto, y mi amigo comenzó inmediatamente a exponer en detalle sus razones para desertar.
Disentí, deseando pararle los pies. «No hay nada que hacer —dije—. No me vas a convencer… Odio demasiado a esa persona para votarle alguna vez».
Mi amigo se reclinó sobre la silla, esbozó una sonrisa de virtud autoconsciente[29] y dijo: «Me temo que no sé odiar muy bien».
La visión de la imaginaria metralleta con la que tres minutos antes había simulado matar a cientos de estudiantes surgió ante mis ojos. Suspiré y volví a cambiar de tema. ¿Para qué protestar? Estaba claro que pensaba sinceramente que no sabía odiar.
Pero mi amigo me trajo a la mente los hombres en general. ¿Qué decir de la hipocresía, nada distinta, de todos aquellos que hoy están en contra de la tecnología?
Sabe el cielo cuánta gente se ocupa hoy de denunciar nuestra sociedad tecnológica Y todos los males que nos ha traído. Y lo hacen con una virtud autoconsciente que enmascara el hecho de que todos ellos anhelan los beneficios de esa sociedad tanto como cualquier otro. Por así decirlo, son capaces de denunciar la maquinilla eléctrica de afeitar del vecino mientras rasguean una guitarra eléctrica.
No faltan los idealistas que «vuelven a la madre tierra» y perseveran el mes o dos necesarios para que les salgan callos. Imagino que usarán palos y piedras como herramientas, despreciando los fantasiosos instrumentos metálicos manufacturados por modernos hornos y fábricas. Pero incluso así sólo son libres de hacerlo porque se aprovechan de que nuestra sociedad tecnológica puede alimentar (aunque sea imperfectamente) a miles de millones de seres humanos, y dejar todavía tierra para que los amantes de la vida llana caven en ella.
La sociedad tecnológica no le fue impuesta a la humanidad. Nació de la demanda humana de alimento abundante, calor en el invierno, fresco en el verano, menos trabajo y más juego y diversión. Por desgracia, la gente quiere esto, y además todos los hijos que les parece bien tener, y el resultado es que la tecnología[30], en sus mejores logros, nos ha llevado a una situación de considerable peligro.
Muy bien; hay que salir del aprieto y salvar el pellejo, ¿pero cómo? Para mí, la única respuesta posible es: a través de un uso continuado y más sabio de la tecnología. No digo que esto garantice el éxito, pero sí que ninguna otra solución funcionará.
Para empezar, me parece que debemos continuar, extender e intensificar la aplicación de computadores a la sociedad.
¿Una idea ofensiva? ¿Por qué?
¿Que las computadoras no tienen alma? ¿Que no tratan a los seres humanos como seres humanos, sino como tarjetas perforadas (o como su equivalente electrónico)?
Pongamos las cosas en su sitio. Las computadoras no tratan a nadie como nada. Son instrumentos matemáticos proyectados para acumular y manipular datos. Los responsables son los seres humanos que programan y controlan las computadoras, y si a veces se esconden tras ellas para enmascarar su propia incapacidad, es realmente un error humano y no un fallo de la computadora. ¿No es así?
Podría, desde luego, argumentarse que si la computadora no estuviera allí para escudarse uno detrás, las personas encargadas se verían colocadas en la picota, y obligados a tratarnos con más decencia.
¿No lo creéis así? La historia de la ineptitud administrativa, del salvajismo burocrático, de todas las injusticias y tiranía del pequeño funcionariado precede con mucho a la computadora. Y con eso es con lo que estaríais tratando si abolieras la computadora.
Claro que tratando con un ser humano cabría razonar y persuadir —lo que quiere decir que una persona inteligente y con facilidad de palabra tendría ventaja sobre otra cuyo caso fuera igual de legítimo, pero que fuese simple, de escasa labia y temerosa—. O quizá cupiera saltarse una decisión oficial dando subrepticiamente a alguien unos billetes, haciendo un favor o recurriendo a un amigo influyente. En cuyo caso, los que poseen dinero o son importantes tienen ventaja sobre los menos favorecidos.
Pero eso está mal, ¿no? Lo que todos veneramos es la imparcialidad a ultranza. Proclamamos que las leyes deben cumplirse sin favoritismos. Mantenemos que la ley no respeta a las personas. Si realmente lo creemos, debiéramos dar la bienvenida a las computadoras, que aplicarían las reglas de la sociedad sin ser capaces de plegarse a zalamerías ni a sobornos. Los casos difieren, desde luego, de una persona a otra, pero cuanto más elaborado sea el programa de una computadora, más pueden tomarse en cuenta esas diferencias.
¿O es que no queremos, en realidad, que se nos trate imparcialmente? Es muy probable; y por ello sospecho que la hipocresía tiene mucho que ver con el clamor contra las computadoras.
¿Perdemos nuestra individualidad en una sociedad organizada por computadoras? ¿Nos convertimos en números?
Lo que ocurre es que no podemos ser personas sin alguna especie de agarraderas. Todos estamos codificados, y tenemos que estarlo. Si os tocara tratar con alguien que se niega en redondo a daros su nombre, os referiréis a él por medio de alguna descripción, como «el tipo de pelo rojo y mal aliento». Y al final lo abreviaréis a «el viejo mal-aliento».
Con el tiempo y las generaciones, se convertiría en «Vimal», o algo así, e incluso podría llegar a considerarse un nombre aristocrático.
En resumen, estamos codificados. No podemos ser «personas» más que para el pequeño puñado de gente que trata con nosotros cada día. Todos los demás nos conocen sólo por la clave. El problema no es el de si codificarnos o no; el problema es el de codificarnos eficientemente.
Todo se reduce a la diferencia entre un número y un nombre. Mucha gente parece creer que el número es más vil que el nombre. Los nombres son de alguna manera personales y cariñosos, mientras que los números son impersonales y malvados.
Reconozco el sentimiento. A mí, sin ir más lejos, me encanta mi nombre, y organizo un escándalo cada vez que lo escriben o pronuncian mal (cosa nada difícil). Pero me busco excusas. En primer lugar, mí nombre es intensamente personal. Soy, que yo sepa, el único Isaac Asimov en el mundo; desde luego, el único que hay en los Estados Unidos. Por lo demás, si alguien conoce mi nombre sin conocerme a mí, se debe por completo a lo que yo mismo, personalmente, he hecho de mi vida.
Y, sin embargo, tiene inconvenientes. Mi nombre es difícil de escribir y difícil de pronunciar, y dedico varias horas al año a negociar con las telefonistas para persuadirlas, en vano, a que pronuncien mi nombre en forma siquiera aproximadamente correcta.
¿Que me busque un nombre más fácil y más pronunciable? ¡Pero es que entonces me perdería en un océano nominal! Habrá mucha gente que prefiera los nombres a los números y se llame Fred Smith, Bob Jones o Path McCarthy. Cada uno de ellos lo comparten millones de personas y ¿qué valor real tiene una combinación de sonidos duplicada sin fin? Imagínense la historia de los entuertos a que ha llevado tal multiplicación, desde la presentación de una factura a alguien por un artículo que no compró hasta la ejecución de un sujeto por un crimen que no cometió.
Los números son también nombres, pero nombres eficientes. Distribuidos apropiadamente, nunca se necesitarán duplicaciones. Cada número-nombre singular puede ser único en todo el espacio y tiempo terrestres. Y todos serían igualmente dóciles a la escritura y a la pronunciación.
Naturalmente, habría que distinguir entre la designación cifrada oficial de un hombre y su designación personal. Incluso hoy día, un hombre puede llamarse Obdulio Garagorrigoicoechea y ningún documento que se refiera a él será legal sin que cada letra de su nombre aparezca cuidadosamente escrita…, sin embargo, puede que sus amigos le llamen «Orejas». Tener un número oficial no significa que vayan a llamarnos por ese número.
Lo único que hace falta es tener ese número archivado, que sea único, conveniente y fácilmente almacenable y manipulable por computadora. Seréis así infinitamente más personas al haber algo siempre asequible que es exclusiva e inerradicablemente vuestro, que no con un nombre sin sentido, apenas conocido por unas cuantas personas.
En realidad vivimos ya en la época del número, aunque en forma muy primitiva. Y está ahí porque insistimos en ello. Cada año nos empeñamos en sobrecargar la Oficina de Correos más y más, por lo que necesitamos códigos territoriales para imprimir rapidez a los repartos. Como verdaderos hipócritas, nos quejamos amargamente de esos códigos, pero más nos quejaríamos si los abandonáramos, retrasando inevitablemente el reparto.
De la misma forma, el número ingente de conferencias telefónicas y la resistencia de la gente a ser operadores de teléfonos en vez de usuarios telefónicos (o a pagar la plantilla de operadores) hace que los códigos de área sean necesarios.
En cuanto a los números de Seguridad Social, intentad que el sistema fiscal funcione sin ellos.
Ya os oigo decir: ¿pero quién necesita el sistema fiscal? Y en eso, amigos míos, os aseguro que estoy con vosotros. Mis pagos por impuestos son mayores cada año, y rondan un orden de magnitud que nunca hubiese soñado (cuando me doctoré) llegaría a constituir el total de mis ingresos y desde luego no los pago con gusto.
Sin embargo, esos impuestos existen —a pesar de las objeciones de cada uno de nosotros— y existen por exigencia absoluta… de cada uno de nosotros. Insistimos en que el gobierno mantenga diversos servicios de alto costo, y ello significa impuestos enormes y complicados. Pedir el servicio y quejarse del pago es hipocresía, si se entiende la contradicción, e idiocia si no se entiende.
La mayor y más cara de nuestras exigencias es que el gobierno mantenga un ingente tinglado militar del tipo más avanzado y costoso con el fin de protegernos en nuestra posición de nación más rica y más poderosa frente a las envidiosas hordas exteriores.
¿Qué? ¿Que tú no lo exiges? ¿Ni tú tampoco? Supongo que es porque vosotros y yo somos antimilitaristas, y creemos en la paz y el amor. El hecho es, sin embargo, que el pueblo americano, por gran mayoría, prefiere pagar por armas que por cualquier otra cosa. Si lo dudáis, estudiad el registro de votos del Congreso y recordad que hay pocos senadores y diputados que se atreverían a ofender a sus electores, arriesgando la pérdida de su preciada posición.
Sí, estáis a favor de reducir los gastos gubernamentales. Y yo también. La única dificultad es que vosotros, y yo, y todos los demás, estamos en favor de reducirlos sólo en aquellas áreas que no nos perjudiquen ni emocional ni económicamente… lo cual es natural entre hipócritas.
Y si todos clamamos por una reducción sin dar nuestro brazo a torcer, no habrá reducción mientras nuestra civilización tecnológica permanezca estable.
Así pues, si insistimos en que el gobierno emprenda inmensas y costosas actividades y si esperamos, en consecuencia, que el gobierno recaude cerca de un cuarto de billón de dólares al año de los generalmente reacios contribuyentes que, en definitiva, no encuentran antipatriótico evadirlos, ponemos al gobierno en difícil posición.
Por esa difícil posición, al Servicio de Recaudación de Impuestos le toca bailar con la más fea (os digo francamente que yo mismo les odio de la cabeza a los pies —y sé, al revés que mi amigo, odiar bastante bien—). No obstante, esa odiosa labor es esencial, y no habría forma de llevarla a cabo sin números de Seguridad Social y computadoras.
Dado que la labor ha de realizarse, hagámosla menos odiosa. Tengo para mí que la salida está en crear un banco nacional de computadoras, a cargo del gobierno (inevitablemente), que registre en sus entrañas cuanta información sea posible acerca de todo individuo que resida en los Estados Unidos (o en el mundo, si alguna vez somos lo suficientemente inteligentes como para organizar un gobierno mundial).
Y no lo espero con triste resignación o con temerosa aprensión, sino con anhelo.
Me gustaría que cada persona recibiese una clave de identificación, larga y complicada, con símbolos que representen su edad, ingresos, educación, vivienda, ocupación, número de miembros de la familia, gustos particulares, posición política, preferencias sexuales, todo lo que sea concebible codificar. Me gustaría que todos estos símbolos fuesen periódicamente puestos al día, para que todo nacimiento, toda muerte, todo cambio de domicilio, todo nuevo trabajo, toda nueva calificación académica, toda detención, toda enfermedad sea constantemente registrada. Naturalmente, cualquier intento de evadir o falsificar tales símbolos sería claramente una acción antisocial, y como tal habría de ser tratada y castigada.
¿No sería una codificación así una invasión de la intimidad? Sí, desde luego, pero ¿por qué mencionarlo? Esa batalla la perdimos hace mucho tiempo. En cuanto aceptamos un impuesto sobre la renta, concedimos al gobierno el derecho a conocer ese extremo. Al insistir en que el impuesto sobre la renta fuera igualitario, admitiendo deducciones por gastos y pérdidas comerciales, por contribuciones, depreciación, y quién sabe cuántas otras cosas, hicimos necesario que el gobierno se ocupara de todo ello, que investigase cada cheque que firmamos, que observase cada comida en cada restaurante, que hojease todos nuestros registros.
No me gusta. Odio, y me sienta mal, que me traten como culpable hasta que no pruebe mí inocencia. Odio participar en una pelea desigual con una agencia que es al mismo tiempo fiscal y juez.
Y, sin embargo, es necesario. A mí, personalmente nunca me han cogido, hasta el momento, más que en exceso de pagos y, en consecuencia, no he recibido más que reembolsos, pero tengo entendido que no es lo habitual. El Servicio de Recaudación de Impuestos, al volver a todo el mundo patas arriba y sacudirlo, recoge millones de dólares que pertenecen legítimamente al gobierno.
Bien, ¿qué ocurriría si todos estuviéramos perfectamente codificados, y si esta codificación fuera manipulada y manejada por computadoras? Nuestra intimidad no se vería más destruida de lo que lo está, pero los efectos de esa destrucción podrían ser menos sensibles e irritantes. El Servicio de Recaudación no necesitaría estudiar nuestros registros. Tendría nuestros registros.
A mí, por mi parte, me encantaría estar en una situación en la que no pudiera de ninguna manera hacer trampas, siempre y cuando ningún otro pudiera hacerlas tampoco. Para la mayoría supondría un ahorro en impuestos.
Incluso me gustaría ver una sociedad sin dinero efectivo. Me gustaría que todo el mundo funcionara con tarjetas de crédito organizadas por computadora. Me gustaría que toda transacción, de cualesquiera naturaleza y monto, desde la compra de General Motors a la compra de un periódico, llevase aparejado el uso de esa tarjeta de crédito, con lo que el dinero sería transferido electrónicamente de una cuenta a otra.
Todo el mundo sabría en todo momento cuál era su activo. Por lo demás, el gobierno podría recibir su parte por cada transacción, y ajustar las cuentas, en más o en menos, a fin de cada año. No podríais evadir impuestos, ni os tendríais que preocupar para nada.
Todo este entrometimiento personal, ¿no permitiría al gobierno controlarnos y reprimirnos más despiadadamente? ¿Es compatible con la democracia?
La verdad es que al gobierno no le faltan nunca métodos para controlar a la población. No se necesita computadora alguna, ni código, ni expedientes. La historia de la humanidad es una historia de la tiranía y del gobierno por represión, y algunos de los gobiernos más represivos y eficientemente despóticos han contado con muy poca tecnología a su servicio.
¿Usó la Inquisición española computadoras para perseguir a los herejes? ¿Lo hicieron los puritanos de Nueva Inglaterra? ¿Los calvinistas de Ginebra?
Lo difícil, claro, es encontrar un gobierno que no sea represivo. Hasta el más liberal y tolerante de los gobiernos, que respete de ordinario las libertades civiles, se torna rápidamente represivo tan pronto como surge una emergencia y se siente amenazado. Y lo hace sin dificultad alguna, saltándose cualquier barrera legal como si no estuviera allí.
En la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, el gobierno de los Estados Unidos —a quien quiero y respeto— llevó a miles de americanos de ascendencia japonesa a campos de concentración, sin rastro alguno de derecho legal. No podía ni siquiera considerarse como una medida necesaria en tiempo de guerra, dado que no se hizo lo mismo (ni en sueños) con los americanos de ascendencia alemana o italiana, a pesar de que tan en guerra estábamos con Alemania e Italia como con Japón. Sin embargo, la acción encontró en general poca resistencia entre la población, y fue, de hecho, popular, y sólo por nuestra prevención hacia la gente de ojos extraños y por el miedo a Japón en el tiempo inmediatamente posterior a Pearl Harbor.
Esa es la palabra clave: miedo. Toda represión surge del miedo. Si no es del miedo general, es del miedo de un tirano a perder su propia seguridad.
De no conocer en detalle a su población, un gobierno sólo puede sentirse seguro si reprime a todos. A falta de conocimiento, un gobierno tiene que ser cauto, tiene que reaccionar ante rumores y suposiciones, y tiene que atacar a todos duramente para no ser atacado. Las peores tiranías son las tiranías de los hombres temerosos.
Si un gobierno conoce a fondo a su población, no necesita temer inútilmente; sabrá a quién temer. Habrá, desde luego, represión, dado que jamás ha existido un gobierno que no haya reprimido a quienes considerase peligrosos; pero la represión no tendría que ser tan general, tan duradera, ni tan encarnizada. En resumen, habría menos temor en las alturas y, por tanto, más libertad abajo.
¿No reprimiría un gobierno por el mero gusto de hacerlo, si tuviese el tipo de oportunidad que la computadora le ofrece? No, salvo que esté loco. La represión crea enemigos y conspiradores, y por muy eficiente ayuda que pueda proporcionar una computadora para luchar contra ellos, ¿para qué crearlos si no es necesario?
Por otra parte, un conocimiento profundo de las características de la población puede hacer que los servicios gubernamentales que ahora exigimos sean más eficientes. No podemos esperar que el gobierno actúe inteligentemente si no sabe, en todo momento, lo que está haciendo; o, en detalle, lo que se le está exigiendo. Para empezar, hay que comprar los servicios con dinero, como todo contribuyente sabe; mas para que esos servicios sean útiles y eficientes hay que entregar luego, a cambio, información sobre nosotros mismos.
Tampoco es esto novedad. El censo decenal se ha ido haciendo más complejo con el paso de los años, para beneficio del hombre de negocios y del administrador, que encuentran en él la información que puede ayudarles a dirigir sus respuestas. Pues bien, lo único que sugiero es que esto se lleve a sus últimas consecuencias.
Ese sometimiento definitivo a las computadoras, esa absoluta conversión en una sociedad organizada numéricamente, ¿no borrará la iniciativa, la creatividad, el individualismo?
Pero ¿en qué sociedad los ha habido?
Mostradme una sociedad, en cualquier momento de la historia mundial, en la que no hubiera guerra, ni hambre, ni pestes, ni injusticia. Hemos conocido sociedades en las que hubo iniciativa, y creatividad, e individualismo, sí, pero sólo en un pequeño estrato superior de aristócratas y privilegiados.
Los filósofos de Atenas tuvieron tiempo para pensar y especular porque la sociedad ateniense era rica en esclavos que no tenían ocio alguno. Los senadores romanos vivieron vidas lujosas a base de saquear todo el mundo mediterráneo. Las cortes reales de todas las naciones, nuestras propias gentes del Sur, nuestros propios industriales del Norte, vivieron fácilmente a costa de campesinos y esclavos y trabajadores.
¿Queréis esas sociedades? Si es así, ¿dónde os situaríais? ¿Os meteríais en el pellejo de los esclavos atenienses o en el de los filósofos? ¿En el de los campesinos italianos o en el de los senadores romanos? ¿En el de los aparceros sureños o el de los propietarios de plantaciones? ¿Os gustaría veros transportados a una de esas sociedades y correr el riesgo de que os tocara la posición que os tocara, recordando que por cada persona que vivía cómodamente había cien o mil que se debatían en la oscuridad?
¡Hipócritas! No queréis para nada la sociedad simple. Lo que queréis es estar cómodos, y al infierno con todos los demás.
En cualquier caso, y por fortuna, no podemos tener hoy sociedades simples. A lo único que legítimamente podemos aspirar es justo a la sociedad compleja que ahora tenemos —pero que funcione—. La única alternativa, la única, es la completa destrucción.
Y eso supone la automación completa, porque la sociedad se ha hecho demasiado compleja para ser capaz de funcionar de cualquier otra forma.
Si programamos adecuadamente las computadoras, podremos aplicar impuestos mínimos, podremos reducir la corrupción al mínimo, podremos minimizar la injusticia social. A la postre, cualquier sociedad en la que la gente es saqueada, en la que unos pocos se enriquecen, en la que amplios sectores de la población son pobres, están hambrientos, alienados e irascibles, contribuye a su propia inestabilidad.
Los individuos pueden ser lo suficientemente miopes como para preferir el beneficio inmediato y mandar al infierno a todos los demás, incluidos sus hijos; pero las computadoras no son tan desalmadas. Serían programadas para el funcionamiento de una sociedad, y no para la comodidad de los individuos, y no venderían el derecho de primogenitura de nuestra sociedad por el plato de lentejas de un individuo, como hace el ser humano incontrolado.
Por otro lado, las personas son a veces lo bastante emocionales como para desear la guerra e imponer sus puntos de vista, a pesar de que una guerra termina casi invariablemente con la derrota de ambos lados (aunque algunos individuos particulares se beneficien), y no es concebible que ninguna guerra sea tan útil como un compromiso sensato. Pero es imposible que una computadora adecuadamente programada sea tan desalmada como para recomendar la guerra como solución óptima.
Y si las diversas naciones se sometieran a computadoras bien programadas, sospecho que todas las computadoras nacionales llegarían, por así decirlo, a un acuerdo. Todas recomendarían programas compatibles, dado que está claro que hoy en día, y más aún en el futuro, ninguna parte de la tierra puede beneficiarse del mal de otra. El mundo es pequeño. O nos salvamos todos juntos, o nos hundimos a una[31].
Eso es, pues, lo que quiero, un mundo sin guerra y sin injusticia, posible gracias a la computadora.
Y como trato de no ser hipócrita, admitiré francamente que quiero ese mundo simplemente por razones egoístas. Me hará sentirme bien.