4. La excusa de la semana[8]
A lo largo de los últimos años he aparecido ocasionalmente en charlas televisivas. No lo bastante como para convertirme en una celebridad nacional, desde luego, pero sí lo suficiente como para dar a algunas personas la incierta sensación de casi reconocerme cuando me ven.
El reconocimiento al que me refiero se ve facilitado por las patillas y el pelo largo que ahora gasto, lo cual me proporciona un aspecto más bien leonino. Añádase a eso una especie de expresión feroz en la que caigo de modo natural cuando pienso —lo cual suele acontecer a todas horas— y me imagino que me convierto en alguien difícil de olvidar.
Sea como fuere, bajaba yo hace poco en un ascensor, con una señora mayor como único acompañante a bordo. Me clavó la vista y luego, utilizando el privilegio de la edad, dijo abruptamente: «Usted es alguien famoso. Lo sé. ¿Cuál es su nombre?».
Tratando de sonreír amablemente, dije: «Soy Isaac Asimov, señora».
Y ella, secamente: «¿Quién?».
¡Ah, la fama! Diréis que episodios como éste me deberían enseñar a no sacar los pies del tiesto y a ser más comedido a la hora de exponer mis conceptos revolucionarios en ese u otro campo. Pero, de algún modo, no es así.
Por ejemplo, quiero continuar el capítulo anterior con otro dedicado al análisis de una reforma del calendario, y de pasada pretendo daros mis ideas sobre el tema, que considero superiores a las de cualquier otra persona en el mundo. Eso es humildad, y lo demás son cuentos.
Los reformistas del calendario objetan seriamente al calendario que todos utilizamos actualmente y que algunos incluso aman. En primer lugar está la dificultad (ya explicada en el capítulo 3) de que el calendario cambia cada año. Hay siete años distintos de trescientos sesenta y cinco días, porque el primero de enero puede caer (y periódicamente cae) en cada uno de los siete días de la semana. Del mismo modo, hay siete años bisiestos diferentes. Puesto que hay un año bisiesto cada cuatro años, los calendarios varían cada año con arreglo a una pauta compleja, hasta pasar un período de veintiocho años. Después, la pauta comienza a repetirse.
Así, los calendarios para 1901, 1929, 1957, 1985, 2013, 2041, 2069 y 2097 son todos idénticos. Todos ellos son años comunes donde el primero de enero cae en martes. En todos el 4 de julio es un jueves, y Navidad un miércoles. (Diferencias superficiales las hay, desde luego. Ni en 1901 ni en 1973 fue fiesta el «Día del Armisticio», por ejemplo, pero sí en 1935).
En esta pauta de veintiocho años hay veintiún años comunes, comenzando tres en cada uno de los días de la semana, y siete bisiestos, uno por cada día de la semana. Si guardáis los calendarios de veintiocho años sucesivos, tendréis un «calendario perpetuo de veintiocho años». Podéis colgar los 28 en la pared por su orden y pasar de uno al siguiente cada año, completando el círculo completo al cabo de veintiocho años y volviendo luego a comenzar.
El sistema funcionará mientras cada cuarto año sea un año bisiesto sin falta. Entre 1900 y 2100 no hay fallo, pero en general tres de cada cuatro años de siglo par no son años bisiestos, por lo cual hay entonces siete años comunes seguidos, como sucedió desde 1897 a 1903 inclusive. Para conseguir un verdadero calendario perpetuo que case con el sistema gregoriano al uso necesitaríamos 2800 calendarios sucesivos, desde, digamos, el 1601 de nuestra Era hasta el 4400. Después, las cosas se repiten exactamente desde el 4401 hasta el 7200, y así sucesivamente.
Convendréis en que la idea no es precisamente práctica, sobre todo porque, tras cierto número de ciclos, el actual calendario gregoriano se desfasa un día respecto del Sol, con lo cual habrá que sustraer un año bisiesto.
Pero la cosa tiene remedio. Pensemos un poco.
Lo más sencillo es numerar simplemente los días. Podríamos empezar en algún punto conveniente y enumerarlos correlativamente y sin límite. No hay cuidado de quedarnos sin números porque son infinitos, y si consideramos únicamente los días, sin preocuparnos de las semanas, los meses o los años, no necesitamos para nada el calendario. Nos limitamos a recordar que nacimos el día tal y tal, que nos casamos el día tal y tal, que dimos un gran golpe en la Bolsa el día tal y tal, etc. La gran ventaja, aparte la abolición de todos los calendarios, sería el hecho de que sabríamos en cualquier momento el número de días entre dos acontecimientos por simple sustracción.
Tal sistema puede que se os antoje totalmente impensable, demasiado matemático y despersonalizado. Pero eso es exactamente lo que hacemos en el caso de los años. Nos limitamos a enumerarlos de modo indefinido, y vamos ya casi por el número 2000. Y aquí también cabe hablar de despersonalización, pues hubo un tiempo en que todos los años eran identificados como aquel en que Fulano era arconte o cónsul, o el año tal y cual del rey equis.
La ventaja de enumerar sin más los años era, sin embargo, tan grande, que se abandonaron todos los pequeños toques personales utilizados para identificarlos (pues, aunque se tratase de una costumbre cariñosa y humana, generaba inacabables confusiones a la hora de llevar registros ordenados). Resta, sin duda, la cuestión de dónde empezar la cuenta. Es preciso encontrar algún hito importante en el cual coincida el mundo en general. En el caso de los años, ese hito fue el nacimiento de Jesús.
No sólo los años se enumeran mediante este sistema, sino también los días, aunque no lo creáis. A finales del siglo XVI un erudito francés, Joseph Justus Scaliger, propuso numerar los días y eligió como día primero el 1 de enero del 4713 a. C. según el calendario gregoriano[9]. Llamó a esos días numerados «días julianos» en honor a su padre, Julius Caesar Scaliger.
Los astrónomos usan actualmente el día juliano, pues consideran conveniente trabajar sólo con días en sus cálculos El día que escribo estas palabras es el día juliano 2 441 252.
Pero ahí está el problema. Si conservamos la numeración correlativa de los años es porque nos encontramos aún en números de cuatro dígitos, fáciles de manejar; y no hará falta añadir un quinto dígito hasta dentro de ocho mil años. Pero en el caso de los días estamos ya en siete dígitos, y eso es poco conveniente. Incluso alguien tan aficionado a los números como yo debe admitir que la identificación de los días mediante siete dígitos es pasarse un poco.
Además, el ciclo de estaciones (un año para un ciclo completo) es demasiado importante para la economía mundial y para los asuntos humanos personales como para ser ignorado. El año hay que dejarlo.
Pero, en ese caso, ¿por qué no combinar el año y el día, dando a cada uno un número y nada más? Cada año tendría sus días numerados de 1 a 365 (ó 366 si se trata de un año bisiesto). Podríamos hablar del 72 de 1944, o del 284 de 1962, o del 366 de 1984, identificando así cada fecha de modo único e inconfundible. En realidad, seguirá habiendo seis o siete dígitos a manejar, pero estaremos pensando en días y años por separado, lo cual entraña una diferencia psicológica.
Con una numeración día-año semejante seguiríamos sin necesitar un calendario. De hecho, con el sistema actual sólo lo necesitamos cuando surge la cuestión del día de la semana. Al consultar un calendario uno se pregunta exclusivamente dos tipos de cuestiones: 1) ¿qué día de la semana es el 28 del mes que viene? o 2) ¿cuál es la fecha del próximo martes? Si no nos importase en qué día de la semana cae una fecha, jamás consultaríamos el calendario.
Pero no podemos librarnos de la semana. Está demasiado enraizada en nuestro modo de vida. Por Dios, ¿qué haríamos sin el fin de semana?
Hemos de conservar, pues, la semana y tener un calendario donde todos los días del año se ordenen en siete columnas.
Supongamos que el año tuviese exactamente trescientos sesenta y cuatro días. En ese caso los trescientos sesenta y cuatro días se ordenarían en siete columnas, cada una de las cuales estaría compuesta por 52 elementos. Si el día 1 fuese un domingo, los días 8, 15, 22, 29, 36…, 358 caerían todos en domingo; los días 9, 16, 23, 30, 37…, 359 caerían todos en lunes, y así sucesivamente. El día 364 caería en sábado y con él terminaría el año, por lo cual el día primero del año siguiente comenzaría en un domingo y todo volvería a empezar de nuevo.
En tal supuesto, un solo calendario, con todos los días numerados y divididos en cincuenta y dos semanas completas, serviría para cualquier año a perpetuidad (suprimiendo cambios en las longitudes del día y del año a lo largo de los eones).
Pero el año no tiene trescientos sesenta y cuatro días, sino 365 1/4, con lo cual cada año tiene por lo menos trescientos sesenta y cinco días y a veces trescientos sesenta y seis.
¿Podemos ignorar esos días de sobra y pretender que trescientos sesenta y cuatro componen un año? ¿Qué más da un día o dos aquí y allá? Pero si intentamos hacerlo, el año se desfasa con respecto a las estaciones. Si el equinoccio de primavera es el 21 de marzo de este año, caerá el 22 de marzo al año siguiente (o el 23 si el año siguiente es bisiesto), y así sucesivamente. Tras doscientos noventa y dos años, el equinoccio de primavera (o cualquier otro hito astronómico de las estaciones) habrá cumplido un ciclo completo, retornando al 21 de marzo.
Factible es, desde luego. Los antiguos egipcios ignoraban los años bisiestos, dejando que el año quedase un cuarto de día corto respecto del Sol cada año, con lo cual los hitos de las estaciones recorrían un ciclo anual completo cada mil cuatrocientos sesenta años. Rehusaron cambiar el sistema, aunque sabían que estaba sucediendo y aunque sabían cómo evitarlo. La tradición, ya sabéis.
Pues bien, abajo la tradición. Mantengamos un año de trescientos sesenta y cuatro días sin abandonar los días 365 y 366. Todo cuanto necesitamos es negarnos a asignar esos días adicionales a ningún día de la semana.
Consideremos el día 365 como un día no asignado a semana alguna. Viene simplemente al final y cuenta como una fiesta, que deberá llamarse «Día del Año». En los años bisiestos hay también el día 366, que es otra fiesta, llamada «Día Bisiesto», sin atribuírsele a un día de la semana. De este modo, tras el Día del Año (y tras el Día Bisiesto, en los años bisiestos) pasamos cada año al día primero del siguiente, que sigue siendo un domingo, aunque en este caso hayan pasado ocho días (o nueve en un año bisiesto) desde el domingo previo, que era el día 358. En tal calendario, los días 365 y 366 pueden situarse entre paréntesis a la derecha de las siete columnas, sin permitírseles intromisión en la semana.
Aunque este calendario de años, semanas y días (sin meses, reparad bien) nunca ha sido sugerido seriamente —ni siquiera yo lo sugiero en serio—, todos los calendarios repetitivos que han sido propuestos sobre una base anual deben hacer uso de un Día del Año y de un Día Bisiesto, no asignados a ningún día de la semana. Sólo así podemos evitar que la semana de siete días desfase el calendario y haga cada año distinto del precedente.
Pero es en esta roca donde zozobra la reforma del calendario. Hay muchas corporaciones religiosas influyentes que no quieren ni oír de un día suelto, no asociado a ningún día de la semana. El Sabbath debe celebrarse sin falta cada siete días, y si una vez al año dos domingos (o dos sábados, si sois sabatarianos, o dos viernes, si musulmanes) están separados ocho o nueve días, los cielos religiosos aparentemente se derrumbarán.
Si queréis mi opinión, considero que esta excusa de la semana es una excusa débil para oponerse a una reforma del calendario[10]. Sin intentar preparar una verdadera lista de los millones de compromisos que han hecho las diversas religiones en interés de la eficacia, sugiero simplemente las palabras de Jesús: «El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado». (Marcos, 2:27).
Es posible que algún día quienes ven al sábado retornar con el interminable tic-tac de un metrónomo cedan en interés de la cordura.
Tomar un año entero como unidad tiene sus pegas, porque si bien se incluye el ciclo completo de estaciones, ignora cada estación por separado. Yo, por ejemplo, estoy acostumbrado a cuatro estaciones de características harto diferentes, cada una con su efecto sobre la agricultura, el comercio, el transporte, las vacaciones, el consumo, etc. Sería útil que el calendario tuviera debidamente en cuenta las distintas estaciones.
Lo natural parece que es utilizar los meses a tal fin. El mes se adaptó originalmente para marcar el ciclo de las fases de la Luna, y nada tenía que ver con las estaciones. Sin embargo, ahí están.
Tradicionalmente son doce los meses, por el accidente de la longitud del ciclo de las fases lunares. La desgracia, sin embargo, es que doce meses iguales en un año de trescientos sesenta y cuatro días (el único tipo de año que tiene sentido dentro de un calendario repetitivo) tienen cada uno 30 1/3 días, o 4 1/3 semanas. Dicho con otras palabras, los meses de un año de doce meses son imposibles de cuadrar ni con días ni con semanas.
Lo extraño, empero, es que un año de trece meses sería perfecto a tal fin, puesto que 364 = 13 x 28, y 28 = 7 x 4. En un año de trece meses, cada mes duraría justamente cuatro semanas y, naturalmente, veintiocho días. Cada mes tendría el siguiente aspecto:
El aspecto de este mes no es del todo extraño. Tres veces cada veintiocho años febrero tiene ese aspecto. Febrero de 1970, concretamente, fue así.
Si cada mes fuese así, la disposición sería fácil de retener en la memoria. Nos haríamos a la idea de que el 17 caía siempre en martes y el 13 siempre en viernes (¡perdón!) el primero siempre en domingo, y así sucesivamente. Al cabo de un tiempo, no necesitaríamos para nada el calendario.
Pero ¿qué hacemos con el décimo tercer mes? Una posibilidad fue la que se propuso en el Calendario Fijo Internacional que durante algún tiempo, hace algunas décadas, logró cierta publicidad. El décimo tercer mes (llamado Sol) fue situado entre el sexto y el séptimo, junio y julio, respectivamente. En este calendario el Día del Año aparecía como 29 de diciembre y el Día Bisiesto como 29 de junio, sin asignarlos —naturalmente— a ningún día concreto de la semana.
No es posible hacer un calendario que, trabajando con días, semanas y meses, sea más simple que el Calendario Fijo Internacional, y es lástima que posea un defecto tan grande como para inhabilitarlo. Trece meses no pueden dividirse equitativamente por cuatro, con lo cual no hay un número entero de meses por estación. En el Calendario Fijo Internacional hay tres meses y una semana por estación, y eso introduce una irregularidad que contrarresta todas las uniformidades.
Un año de doce meses tiene la ventaja de ser divisible en cuatro estaciones, con tres meses para cada una. En un año de doce meses es imposible conseguir que cada mes sea exactamente igual a su predecesor y sucesor, como acontece en el Calendario Fijo Internacional, pero esta desventaja se considera trivial en comparación con su exactitud estacional.
Así, pues, manteniendo las estaciones, ¿cómo podernos hacer que el calendario sea lo más simple y repetitivo posible? Puesto que hay cincuenta y dos semanas en un año de trescientos sesenta y cuatro días, tocan a trece semanas por estación. Trece semanas son noventa y un días, y éstos pueden ser distribuidos a lo largo de tres meses de una forma lo más igual posible dando al primer mes treinta y un días y a los otros dos treinta. Este es el aspecto que tendría el período de tres meses:
Con este calendario nos basta y nos sobra, pues representando un período de tres meses, el cuarto coincidiría exactamente con el primero. Si el mes de arriba fuese enero, el del medio febrero y el de abajo marzo, el mismo calendario trimensual serviría para abril, mayo y junio, luego para julio, agosto y septiembre y, finalmente, para octubre, noviembre y diciembre, año tras año tras año.
Tal calendario perpetuo trimensual se denomina «Calendario Mundial», y hay movimientos activos que lo apoyan. En el Calendario Mundial, el Día del Año cae el 31 de diciembre, y el Día Bisiesto, el 31 de junio, y ambos carecen de equivalencia con días de la semana.
Otra ventaja del Calendario Mundial es que los meses son de forma familiar: no hay ninguna secuencia trimensual en nuestro calendario que sea exactamente igual a la del Calendario Mundial (porque no hay nunca dos meses de treinta días seguidos), pero hay meses sueltos que sí son iguales. Agosto de 1971 fue exactamente igual que el mes superior de la secuencia trimensual, septiembre de 1971 igual que el mes del medio y septiembre de 1972 igual que el de abajo.
El Calendario Mundial es, hasta ahora, indudablemente el mejor calendario repetitivo, en el sentido de que exige la mínima modificación del sistema actual. Sin embargo, hay algunas mejoras que me gustaría sugerir, pues aunque requieren modificaciones adicionales, desembocan en lo que tengo por el calendario más simple y más racional posible, donde se toman en cuenta tanto las semanas como las estaciones.
En primer lugar, hay cuatro puntos naturales, desde la perspectiva astronómica, donde podría comenzar el año: los dos solsticios y los dos equinoccios. Estos puntos no se encuentran distribuidos uniformemente a lo largo del año, porque la órbita terrestre alrededor del Sol no es perfectamente circular, pero podemos situarlos en el 21 de diciembre, el 21 de marzo, el 21 de junio y el 21 de septiembre del actual calendario, sin errar en más de un día o dos.
Cualquiera podría servir como punto de partida. El 21 de diciembre el sol está en su punto cenital más bajo visto desde el hemisferio Norte, y lo mismo es cierto para el 21 de junio en el hemisferio Sur. El 21 de marzo está a punto de reanudarse el crecimiento de las plantas en el hemisferio Norte, y lo mismo cabe decir del 21 de septiembre en el hemisferio Sur.
Sin embargo, al elegir entre los cuatro puntos tiene sentido dar preferencia al hemisferio Norte, pues la gran mayoría de la raza humana vive allí.
En cuanto a la alternativa del 21 de diciembre y el 21 de marzo, el primero es el comienzo de la espiral ascendente del Sol y el segundo el de la vegetación, y de los dos, el más destacado es aquél. Además, el 21 de diciembre está más cerca del comienzo del año utilizado por nosotros actualmente. En consecuencia, propongo el 21 de diciembre como, comienzo del año, pues de ese modo los períodos sucesivos de tres meses casarán muy exactamente con las estaciones.
El modo más sencillo de provocar el comienzo en un 21 de diciembre es elegir un año determinado, suprimir el 20 de diciembre once días del calendario, y llamar al siguiente día 1 de enero.
Si prescindir de once días es un cambio demasiado drástico (aunque hay precedentes en la Historia: el Imperio británico, con sus colonias americanas, prescindió de once días en 1752), tengo otra propuesta. Adoptemos el Calendario Mundial y, por un momento, omitamos tanto el Día del Año como el Día Bisiesto. Cada año común moveremos los días del año un día hacia atrás con respecto al Sol, y dos días en años bisiestos. Si adoptáramos el Calendario Mundial el 1 de enero de 1979, por ejemplo, y omitimos todos los Días del Año y todos los Días Bisiestos, el 1 de enero de 1988 caería en el solsticio de invierno (21 de diciembre de 1987, con arreglo al calendario actual). De ahí en adelante, la fecha permanecería indefinidamente en el solsticio de invierno con tal de situar apropiadamente los Días del Año y los Días Bisiestos.
Hecho eso, una segunda modificación conllevaría la eliminación de los meses. Los meses carecen de verdadera relación con las estaciones; están vinculados, de modo irrelevante e impreciso, con la Luna. El Calendario Mundial restringe las variaciones en la conexión entre fecha y día de la semana, pero no del todo. El quinto día del mes nunca puede ser lunes, miércoles, viernes ni sábado, pero podría ser domingo, martes y jueves. Cualquier otra fecha podría caer en cualquiera de tres días de la semana, según el mes. Buen avío, ¿no?
¿Por qué no abandonar completamente los meses y conservar sólo las estaciones? Cada estación de cada año, año tras año, tendría el siguiente calendario.
El cuadro anterior, repetido exactamente cuatro veces cada año, sería el único calendario que necesitaríamos.
Observad de entrada que cualquier día de la semana cuyo número sea exactamente divisible por 7 es un sábado; si el resto es 1 es un domingo, si 2 un lunes, y así sucesivamente. Andando el tiempo no necesitaríais hacer ninguna división, simplemente recordarías el esquema; y en caso de duda podríais mirar el calendario, siempre idéntico.
A este calendario, que tengo por original salvo error, lo llamo Calendario Mundial Estacional, y es el calendario más simple posible que preserva tanto semanas como estaciones. Su miseria es que parece «ridículo». ¡Un mes de noventa y un días! Pero imaginaos: con sólo saber el número tendríamos conocimiento de cuán avanzada está la estación. El día 5 está siempre a principios de la estación de cualquier estación, mientras que el 40 está siempre a mitad de la estación y el 83 a finales.
Otro paso simplificador sería eliminar los nombres de las estaciones. Porque de todos modos son muy provincianos. Lo que es primavera y verano en los EE. UU. es otoño e invierno en la Argentina, y viceversa. Y hay muchas regiones de la Tierra donde las cuatro estaciones no casan realmente, donde hay una o más estaciones húmedas y secas, o, como en Hawai, donde no hay en realidad estaciones.
¿Por qué no dar a las estaciones letras en lugar de nombres? Las letras carecen de connotaciones. Llamaremos A a la primera estación del año. Podría ser invierno en los EE. UU., verano en la Argentina, una estación húmeda en Ghana y una temporada como otra cualquiera en Hawai Luego seguirían B, C y D.
Según el Calendario Mundial Estacional, mi cumpleaños sería el A-2; o, si realmente quiero situarlo en el día correcto, tras tener en cuenta el cambio en Año Nuevo desde el primero de enero (gregoriano) al 21 de diciembre (gregoriano) sería el A-12. (No olvidéis que el Día del Año no se cuenta como un día de la semana. El Día del Año es D-92, y el Día Bisiesto, cuando lo hay, es B-92).
Si queréis podéis entreteneros en construir una tabla de conversión del calendario gregoriano al Calendario Mundial por Estaciones, teniendo en cuenta que el 21 de diciembre gregoriano es el 1 de enero en el Calendario Mundial por Estaciones. Descubriréis que es harto sencillo reescribir la historia para adecuar todas las fechas al Calendario Mundial por Estaciones… ¿Se os ocurre nada más simple que tome en cuenta tanto las semanas como las estaciones? A mí, no.