8. Los gemelos inverosímiles
Hace algo más de un año (de cuando escribo esto), dos estimables señoras me pidieron insistentemente en Walker & Company que escribiera una sátira sobre los libros de introducción a la vida sexual que a la sazón estaban (y están) infestando el país. Muy en contra de mi criterio me dejé convencer, y un fin de semana, en abril de 1971, me senté y di a luz un escrito llamado El viejo verde sensual. (Un caso de autorradiografía involuntaria, supongo, sólo que yo no soy realmente viejo).
Fue publicado bajo el transparente seudónimo de «Doctor A.», y estaba casi seguro de que nadie iba a enterarse de que yo era su autor.
¡Oh, infeliz! El «secreto» fue anunciado en la prensa incluso antes de publicarse el libro, y no tardé en encontrarme ante las cámaras de televisión en mi papel de hombre sensual y verde en su tardía juventud. Y ahora está en la calle, como libro de bolsillo, con el «Dr. A.» seguido de mi nombre completo entre paréntesis.
Puesto que el libro no es verde, nunca llegó a la lista de best-seller. Por otra parte, puesto que es divertido, se vende muy bien. Y como no es verde y es divertido, no me avergüenzo lo más mínimo de él.
Lo que estoy consiguiendo (y espero seguir así) es una verdadera avalancha de presentaciones en las que el locutor señala: «… y entre sus libros más debatidos están La Guía de Asimov para la Biblia y El viejo verde sensual».
Lo incongruente de la conjunción siempre es bueno para una carcajada… y eso es lo que se busca, naturalmente.
Las conjunciones incongruentes son divertidas, o perturbadoras, también en la ciencia, y puesto que analicé el carbono en el capítulo anterior, pasaré ahora a hablar de él en conexión con una pareja de gemelos singularmente inverosímiles.
El carbono es uno de los elementos conocidos por los antiguos, porque sus propiedades químicas le permiten existir libre de la Naturaleza, y porque es sólido y, por tanto, fácilmente detectable. En total hay nueve elementos semejantes y, de ellos, sólo dos son no metales; el carbono es uno y el azufre el otro.
El carbono existe realmente como mineral y puede extraerse de la Tierra. En una de sus formas menos comunes es una sustancia negra y escamosa que puede utilizarse para hacer marcas. Aunque es lo bastante sólido para permanecer de una pieza, suelta pequeños trozos cuando es frotado sobre alguna superficie. El carbono de este tipo (mezclado con arcilla) se utiliza como «mina» de lapiceros, y por eso se le llama grafito, utilizando una palabra griega que significa «escribir».
Sin embargo, no fue el carbono en forma de grafito lo que los antiguos conocieron primero. Es mucho más probable que su primera experiencia con el carbono tuviera que ver con el fuego de madera. Cuando la pila es grande y la ventilación insuficiente, la madera del interior no se quema del todo. Los átomos de la madera distintos de los de carbono (fundamentalmente átomos de hidrógeno) se combinan fácilmente con oxígeno. En realidad son moléculas de hidrógeno combinadas con carbono las que producen los vapores y la danza de las llamas. Los átomos de carbono en sí no se combinan fácilmente con el oxígeno, y cuando los compuestos que contienen hidrógeno se consumen y la llama se extingue, queda un residuo de madera transformada en negro carbono.
En latín esta sustancia negra se llamaba carbo, de donde proviene nuestra palabra carbono. En inglés la palabra coal (carbón) significaba originalmente cualquier ascua encendida, y cuando esas ascuas se acababan carbonizando en una sustancia negra o cuando esa sustancia negra era capaz de formar un ascua, recibía el nombre de charcoal (carbón de leña).
El valor del carbón de leña era que ardía en presencia de aire abundante; pero, al revés que la madera, no liberaba vapores ni daba llama. Tan sólo se ponía al rojo, y ofrecía, eso sí, una temperatura singularmente alta durante bastante tiempo. La alta temperatura era especialmente valiosa en la fundición del hierro, y la producción de carbón de leña se transformó en una industria importante. (Siendo como era tan prodigiosamente derrochadora de madera, dicha industria aceleró la desaparición de los bosques en aquellas áreas donde era importante la metalurgia).
A lo largo de las eras geológicas, bosques enteros sufrieron lentamente una especie de carbonización natural debido al calor, a la presión y al déficit de oxígeno, motivo por el cual existen hoy espesas capas de carbono en el subsuelo. Es lo que llamamos «carbón».
Algunas formas de carbón son más ricas en carbono que otras. Si calentamos carbón en ausencia de oxígeno, la parte no carbonosa es expulsada y lo que resta se denomina cok o coque.
Otra forma de carbono que con certeza tuvo que haber sido percibida en los tiempos más antiguos es el hollín depositado por el humo y el vapor al quemar madera o aceite. El hollín está compuesto por fragmentos de carbono que quedan al arder los compuestos inflamables que contienen hidrógeno; el hidrógeno captura tan ávidamente el oxígeno, que los átomos de carbono son literalmente desplazados. Este hollín, mezclado con aceite, formó las primeras tintas, de suerte que el carbono es el secreto tanto de la pluma como del lápiz.
Todas esas formas de carbono son negras y quebradizas. El grafito es visiblemente cristalino, mientras que las otras formas no lo son. El carbón de leña, el carbón, el coque y el hollín, en todas sus diversas formas, están hechos, sin embargo, de cristales de tamaño microscópico o sub-microscópico, idénticos siempre a los del grafito. En consecuencia, es perfectamente justo agrupar juntas todas las formas de carbono negro bajo el rubro de «grafito».
Claro que aunque el carbono fuese conocido en su forma elemental desde tiempos prehistóricos, su reconocimiento como elemento en el sentido químico moderno sólo vino cuando los químicos comprendieron qué eran los elementos, en la acepción actual del término.
No fue sino en el siglo XVIII cuando los químicos adquirieron una noción clara de los elementos, comprendiendo entonces que el grafito era un elemento, al estar compuesto exclusivamente por átomos de carbono.
Cambiemos ahora de tercio, al menos aparentemente. Desde tiempos muy antiguos se descubrían de vez en vez guijarros que diferían de todos los demás por ser extremadamente duros. Ninguna otra cosa podía rayarlos, ni las rocas, ni el cristal, ni el metal más agudo. Esos guijarros, por su parte, podían rayar cualquier otra cosa.
Los griegos los llamaron adamas o, en genitivo, adamantos, términos derivados de una palabra que significa «indomable», pues nada podía dejar huella en ellos. La palabra se convirtió en «adamantino», término aún empleado en poesía para designar la característica de dureza, inquebrantabilidad. Luego sufrió también una distorsión gradual, incluyendo la pérdida de la «a» inicial, y se convirtió en «diamante», que es como llamamos hoy a la piedra más dura de todas[18].
En los primeros días de la química, los químicos fueron presa de un furioso deseo de conocer la composición de todas las cosas, incluidos los diamantes. Estos, sin embargo, eran difíciles de manejar, justamente porque eran indomables. No sólo no podían rayarse, sino que no los afectaba casi ningún producto químico, y ni siquiera hacía mella en ellos un calor considerable.
Los químicos, todo hay que decirlo, no estaban tampoco demasiado ávidos de exponer un diamante a la posibilidad de vicisitudes químicas o físicas. Un diamante no podía en ningún caso transformarse en algo más valioso que él mismo, y ¿quién iba a comprar un diamante para luego destruirlo?
Lo que hacía falta era un mecenas, y resultó que Cosme III, Gran Duque de Toscana, cuyo gobierno duró de 1670 a 1723, era acaudalado y estaba interesado en la ciencia. Hacía el año 1695 donó a dos profesores italianos un diamante, y aquellos lo situaron en el foco de una poderosa lente. Los rayos solares concentrados elevaron la temperatura del diamante hasta un nivel superior al de cualquier llama de que disponían los experimentadores… Y el diamante desapareció por completo.
Tal fue su informe; naturalmente, fue recibido con gran escepticismo. A partir de entonces el número de químicos deseosos de repetir el experimento se confinó a quienes estaban dispuestos a arriesgar un diamante, y el experimento tardó ochenta años en volver a repetirse.
En 1771 el químico francés Pierre Joseph Macquer obtuvo un diamante impecable y lo calentó a temperaturas cercanas a 1000º C. El diamante estaba al rojo vivo, pero cabía distinguir un resplandor aún más brillante a su alrededor. Se mantuvo la temperatura y en menos de una hora el diamante desapareció.
¿Se disipaba sin más el diamante de un modo misterioso, o ardía realmente? Si ardía como las demás cosas, necesitaría un suministro de aire. Un joyero llamado Maillard envolvió, pues, diamantes en una serie de sustancias no combustibles, selló herméticamente el paquete y luego lo calentó en medida suficiente para hacer que el diamante desapareciera. Pero esta vez no desapareció. La conclusión fue que los diamantes arden en el aire como tantas otras cosas, con tal de calentarlas suficientemente.
Más o menos por entonces, el químico francés Antoine Laurent Lavoisier estaba creando los fundamentos de la química moderna, y dejaría bien claro que la combustión ordinaria en el aire equivalía a la combinación con oxígeno de la sustancia quemada. La combustión la convertía en un óxido, y si simulaba desaparecer era porque el óxido era un vapor. Deducíase entonces que el óxido de diamante era un vapor.
Había que atrapar y estudiar el vapor para descubrir algo acerca del diamante. En 1773 Lavoisier, Macquer y algunos otros calentaron un diamante bajo una campana de cristal, utilizando una gigantesca lente. El diamante desapareció, pero el vapor de óxido de diamante estaba ahora atrapado en la campana y podía estudiarse. Resultó tener las mismas propiedades que el dióxido de carbono obtenido mediante la combustión de carbón de leña.
Cuando Lavoisier hubo elaborado a fondo su teoría de los óxidos, se vio obligado a concluir que tanto el diamante como el grafito liberaban dióxido de carbono y que ambos eran, por eso mismo, formas de carbono puro.
La incongruencia de situar el diamante y el grafito en el mismo cajón era tan grande como para provocar risa, o indignación. Los científicos lo veían difícil de creer. El diamante (una vez cortado de modo conveniente con otros diamantes) es bello y transparente, mientras que el grafito es negro y opaco. El diamante era la sustancia más dura entre las conocidas; el grafito era blando y resbaloso, hasta el punto de que podía utilizarse como lubricante. El diamante no conducía la corriente eléctrica, el grafito sí.
Durante una generación los químicos nadaron en la duda, pero la acumulación de experimentos acabaron haciendo indiscutible el hecho. El grafito y el diamante eran dos formas diferentes del carbono. En 1799, por ejemplo, el químico francés Louis-Bernard Guyton de Morveau calentó fuertemente el diamante en ausencia de aire (para que no ardiese) y vio cómo se transformaba efectivamente en grafito.
Y claro, una vez conseguida la transformación de diamante en grafito brotó un furioso interés por la posibilidad de hacer lo inverso: transformar el grafito en diamante. A lo largo del siglo XIX hubo conatos en ese sentido, y durante cierto tiempo se creyó que el químico francés Henry Moissan lo había logrado en 1893. De hecho presentó diamantes preparados por él, y de los cuales uno tenía 1/35 de pulgada de diámetro y carecía aparentemente de defectos.
La operación, empero, no pudo repetirse, y hoy día sabemos que es imposible formar diamantes con los métodos utilizados por Moissan. La versión habitual es que Moissan fue víctima del engaño de su ayudante, quien después, cuando la broma fue tomada en serio, no se atrevió a confesar.
El carbono no es el único que goza de esta dualidad. Hay otros casos de elementos que existen en formas diferentes. El oxígeno común está formado por moléculas que contienen cada una dos átomos de oxígeno. Sin embargo, el ozono (descubierto en 1840) está formado por moléculas que contienen cada una tres átomos de oxígeno. El oxígeno y el ozono son «alótropos» (término proveniente de una palabra griega que significa «variedad») del oxígeno.
Hay también alótropos del azufre, del fósforo y del estaño, y en todos esos casos es cuestión de que los átomos del elemento se presentan en dos o más ordenaciones distintas.
El diamante y el grafito ¿no son entonces un caso más de alotropía? Sí, pero en ningún otro caso son las formas alotrópicas de un elemento tan diferentes en cuanto a propiedades, tan radicalmente diferentes, como el diamante y el grafito. ¿Es posible que tales opuestos sean simple producto de una reordenación de los átomos?
Volvamos al átomo de carbono. Tiene cuatro enlaces; esto es, puede vincularse a cuatro átomos diferentes en cuatro direcciones distintas. Los enlaces están en las direcciones de los vértices de un tetraedro.
Quizá podáis visualizarlo, sin un modelo tridimensional (pues los dibujos bidimensionales son de dudosa ayuda), si imagináis que el átomo de carbono está sentado sobre tres de sus enlaces como si se tratara de un trípode, mientras el cuarto enlace apunta hacía arriba.
Cuando una serie de átomos de carbono se unen entre sí para formar una cadena, ésta suele representarse, por razones de sencillez, en línea recta: —C-C-C-C—. De hecho, debiera escribirse en zig-zag para reflejar fielmente el ángulo natural (109,5º C) que forman los enlaces.
Respetando el ángulo natural de los enlaces, es fácil obtener un anillo de seis átomos de carbono, pero el anillo no es plano. Visto de perfil, los dos bordes se curvan, uno hacia arriba y otro hacia abajo, o los dos hacia el mismo lado. Ignorando este extremo, podemos representar del modo siguiente el «anillo del ciclohexano»:
Obsérvese que cada átomo de carbono tiene cuatro enlaces en total. Dos se utilizan para conectarse con sus vecinos del anillo, pero los dos restantes quedan disponibles para otros fines.
Ahora bien, uno de esos enlaces sobrantes puede también agregarse a los del anillo. En tal caso, cada átomo de carbono está vinculado a uno de sus vecinos por un enlace simple y al otro por un enlace doble, formando un «anillo del benceno»:
Habitualmente, como expliqué en el capítulo previo, el enlace doble entre átomos de carbono es menos estable que el enlace sencillo. Cabría esperar que fuese fácil convertir el anillo de benceno en un anillo de ciclohexano, pero no es así. ¡Al contrario! El anillo de benceno es más estable que el anillo de ciclohexano, a pesar de los enlaces dobles.
La razón es que los átomos de carbono en el anillo de benceno se encuentran en un plano; el anillo de benceno es perfectamente plano. Además, es simétrico. La planicie y la simetría contribuyen a la estabilidad del anillo por razones que requerirían el uso de la mecánica cuántica y, si no os importa, vamos a dejar la mecánica cuántica fuera de estos capítulos.
El anillo de benceno antes dibujado no es del todo simétrico. Cada átomo de carbono tiene un enlace sencillo en un lado y un enlace doble en el otro, lo cual representa, sin duda, una asimetría. De acuerdo; pero es que esta cuestión de los enlaces sencillos y los enlaces dobles surgió antes de que los químicos se instruyesen sobre los electrones. Actualmente sabemos que los enlaces consisten en electrones compartidos, y que los electrones tienen propiedades ondulatorias.
Si los enlaces sencillos y los enlaces dobles se toman al pie de la letra, se diría que dos átomos de carbono separados por un enlace simple comparten dos electrones, y que dos átomos de carbono separados por un enlace doble comparten cuatro. Así sería si los electrones fuesen partículas, pero son ondas.
Debido a la planicie y simetría del anillo de benceno, las ondas electrónicas se esparcen por todo el anillo y se distribuyen por igual entre todos los átomos. El resultado es que cada átomo de carbono está vinculado a cada uno de sus vecinos de modo exactamente idéntico (por eso es tan estable el anillo de benceno). Pecando de simplistas, diríamos que las seis conexiones en el anillo de benceno consisten en seis enlaces de «uno y medio».
Podemos, por tanto, representar el anillo de benceno del modo siguiente, con el fin de mostrar la equivalencia de los enlaces y hacer íntegramente simétrica a la molécula:
Obsérvese que cada átomo de carbono tiene todavía un enlace de sobra, que puede unirse a algún átomo fuera del anillo. Esos enlaces pueden vincularse todos ellos a otros átomos de carbono, que acaso formen parte de otros anillos de benceno. Al final obtendríamos un mosaico de hexágonos (como los que vemos frecuentemente en los suelos de azulejos), en el que cada vértice está ocupado por un átomo de carbono:
Si imagináis un gran número de esos mosaicos planos, apilados unos sobre otros, no se mantendrán unidos por enlaces químicos ordinarios, sino por las más débiles fuerzas de Van der Waals, mencionadas en el capítulo anterior.
Cada átomo de carbono de un hexágono está a 1,4 angstroms de su vecino (un angstrom es la cienmillonésima parte de un centímetro). Sin embargo, cada mosaico está a 3,4 angstroms del inmediatamente inferior. La mayor distancia en el segundo caso es una expresión de la menor fuerza atractiva.
Pues bien, el grafito puro está formado justamente por esas pilas de mosaicos de átomos de carbono. Cada capa plana de hexágonos mantiene firmemente su integridad, pero se deja despegar (exfoliar) fácilmente de las dos capas contiguas. Por eso sirve el grafito para escribir y lubricar.
Por otro lado, los electrones que se distribuyen a lo largo de todo el anillo de benceno tienen algunas de las propiedades de los electrones móviles que ayudan a formar enlaces metálicos (mencionados en el capítulo precedente). El resultado es que el grafito conduce la corriente eléctrica moderadamente bien (aunque no tan bien como los metales).
El calor y la electricidad pueden viajar más fácilmente sobre el plano de cada mosaico que de un plano a otro. Quiere decirse que, en una de las direcciones, el calor viaja a través de un cristal de grafito mil veces más fácilmente que en la otra. La cifra correspondiente para la electricidad es de 200.
¿Y el diamante? Volvamos al átomo de carbono, con sus cuatro enlaces apuntando en cuatro direcciones, cada una en el mismo ángulo con respecto a las otras tres: un átomo de carbono sentado sobre un trípode plano, con el cuarto enlace hacia arriba.
Imaginad que cada enlace está conectado con un átomo de carbono, que cada uno de ellos tiene tres enlaces sobrantes, que cada uno de éstos está vinculado a un átomo de carbono, cada uno de los cuales tiene tres enlaces sobrantes, y que cada uno de éstos está vinculado a un átomo de carbono…
El resultado es una disposición «diamantina», una disposición perfectamente simétrica de átomos de carbono en tres dimensiones.
Significa eso que todos los átomos de carbono están sostenidos con fuerza pareja en cuatro direcciones diferentes. No hay átomo ni grupo de átomos singularmente propenso a separarse, por lo cual el diamante no es exfoliable. No es posible escribir con él ni utilizarlo como lubricante.
Más bien al contrario. Puesto que los átomos de carbono se mantienen unidos en todas direcciones por fuertes enlaces sencillos, y puesto que éstos son los enlaces más fuertes que darse puedan en ninguna sustancia sólida a temperaturas ordinarias (como expliqué en el capítulo precedente), el diamante es insólitamente duro. Raya y no es rayado, y lejos de lubrificar, destrozaría rápidamente cualquier cosa que se frotara contra él.
Además, los electrones del diamante están firmemente asentados en su sitio. Sus ondas se limitan a los espacios entre átomos adyacentes, con lo cual el diamante es un mal conductor del calor y de la electricidad.
Quizá la única cosa no fácil de explicar es por qué el diamante es transparente y el grafito opaco. Eso volvería a llevarnos a la mecánica cuántica, por lo cual no lo intentaré.
La siguiente cuestión es ésta: si inicialmente tenemos una gran cantidad de átomos de carbono y dejamos que se combinen, ¿qué disposición adoptarán espontáneamente, la del grafito o la del diamante?
Pues bien, depende de las condiciones.
En conjunto, el anillo de benceno es tan estable que, puestos a elegir, los átomos de carbono formarán alegremente esos hexágonos plenos. (Mientras que los átomos de carbono se encuentran separados por 1,4 angstroms en el anillo de benceno, los del diamante distan 1,5 angstroms). Así pues, en la mayor parte de las situaciones cabe esperar que se forme grafito.
Sin embargo, el diamante tiene una densidad de 3,5 gramos por centímetro cúbico, aproximadamente, mientras que la del grafito —debido a la gran distancia entre mosaicos— sólo es dos gramos por cm3, aproximadamente.
En consecuencia, si los átomos de carbono son sometidos a una gran presión, la tendencia a reagruparse en una forma que emplee menos espacio acaba siendo abrumadora, y se forma diamante.
Pero si a las presiones ordinarias el grafito es la forma predilecta, ¿cómo es que existe el diamante? Aun suponiendo que se formara bajo las grandes presiones de las entrañas profundas de la Tierra, ¿por qué no se convirtió en grafito tan pronto como remitió la presión?
El quid es el siguiente: los átomos de carbono del diamante obrarían con naturalidad si adoptaran la configuración del grafito. Sin embargo, están atados tan firmemente por sus enlaces que la energía necesaria para romperlos y permitir el desplazamiento es enorme. Es como si el diamante estuviese en la cima de una colina y fuese perfectamente capaz de rodar ladera abajo, si no fuese porque se encuentra en el fondo de un pozo profundo sobre la cima de la colina y hubiera que sacarlo de allí antes de poder rodar hacía abajo.
Al elevar la temperatura de un diamante a unos 2000º C (en ausencia de oxígeno, para evitar la combustión), lo sacamos, por así decirlo, del pozo. Los átomos quedan libres y asumen la configuración preferida del grafito.
Para hacer lo inverso —convertir el grafito en diamante— no sólo es preciso utilizar temperaturas muy elevadas para desvincular a los átomos, sino también presiones muy altas para convencerles de que deben adoptar la configuración más densa del diamante.
El instrumental del que disponía Moissan en 1893 era absolutamente incapaz de proporcionar el incremento simultáneo de temperatura y presión requerido, por lo cual sabemos que no pudo haber formado realmente diamantes sintéticos. En 1955, científicos de la General Electric consiguieron formar los primeros diamantes sintéticos trabajando con temperaturas de 2500º C junto con presiones superiores a 700 toneladas por pulgada cuadrada.
Una última cosa antes de dejaros abandonar este capítulo. El carbono tiene un total de seis electrones, el boro cinco y el nitrógeno siete. Si dos átomos de carbono se combinan (C-C), tienen doce electrones en total. Si un átomo de boro y un átomo de nitrógeno se combinan (B-N), tienen también doce electrones en total.
No es, pues, maravilla que la combinación de boro y nitrógeno, o «nitruro de boro», tenga propiedades muy semejantes a las del grafito (aunque sea blanco en vez de negro y no conduzca la electricidad). El nitruro de boro está hecho de hexágonos en cuyas esquinas alternan los átomos de boro y nitrógeno, y partiendo de esos hexágonos se forman pilas de mosaicos.
Si el nitruro de boro es sometido a la famosa combinación de alta temperatura y alta presión, sus átomos adoptan también la disposición del diamante. El resultado es una forma más densa y más dura de nitruro de boro, llamada «borazón». (El sufijo «azon» proviene de «azote», viejo nombre del nitrógeno).
El borazón es casi tan duro como el diamante (tampoco debe sorprendernos). Incluso tiene una importante ventaja sobre el diamante, y es que no es combustible. Puede utilizarse a temperaturas a las que el diamante se combinaría con oxígeno, desapareciendo.
El borazón puede, pues, que sustituya al diamante en usos industriales, pero me da que por algún tiempo no veremos anillos de compromiso hechos de borazón.