9. A través del microcristal
Acabo de regresar de un trabajo de dos semanas en una conferencia de escritores celebrada en Bread Loaf, Vermont, donde lo he pasado muy bien. Entre los muchos encantos del lugar figuran todas las jóvenes damiselas ansiosas por aprender a escribir, y mi actitud hacia ellas fue muy notada y no poco admirada por su afabilidad.
Hacia el final de mi estancia, una de las jóvenes damas, con quien me estaba comportando pero que muy afablemente, rió y me dijo: «Oh, doctor Asimov, es usted tan levascio».
Me quedé de piedra. Estábamos sentados en un banco y mi brazo había reposado hasta entonces cómodamente cerca de su cintura… pero una nube cruzó ahora sobre el Sol de mi persona. Nunca me habían llamado «levascio», menos una jovencita. Me sentía anonadado. Sobre todo porque no sabía qué significaba la palabra.
«¿Levascio? —dije—. ¿Qué es eso?».
Ella respondió: «Oh, ya sabe, doctor Asimov. El modo en que va usted requebrando a las mujeres».
Por el modo en que pronunció «requebrando» comprendí su sistema de manejar las palabras. Acertaba la primera y la última letras y dejaba las intermedias a su libre albedrío.
«¿Por levascio —dije— no querrá decir lascivo?».
«Esa es la palabra, —dijo alegremente, batiendo palmas».
Quedé inmediatamente sumido en mis pensamientos. Jamás me había tenido por lascivo, solamente afable. Por otra parte, ya puestos, también podría ser levascio. Sonaba bien: una mezcla de «leve» y «vivaz». Más aún, provenía claramente del latín levare, que significa «levantar», como levantar el ánimo. Y, en efecto, muchas chicas de Bread Loaf me habían dicho: «Oh, doctor Asimov, su risueña vivacidad me levanta el ánimo».
Pero mientras elucubraba todo esto la joven que había puesto en marcha el tinglado se escabulló.
Lo cual demuestra que las palabras me importan todavía más que las mujeres, como conviene a un escritor. Y por eso no es maravilla que en la mayor parte de los segmentos del conocimiento que me interesaban tenga constantemente que vérmelas con las palabras.
Tomemos por ejemplo la microbiología (proveniente de palabras griegas que significan «el estudio de la vida pequeña»)…
En 1675 el microscopista holandés Anton van Leeuwenhoek se convirtió en el primer hombre que vio minúsculas cosas vivientes bajo sus lentes: criaturas demasiado pequeñas para ser vistas a simple vista, pero indiscutiblemente vivas.
Las llamó «animálculos», que significa «pequeños animales». Pero no todos los minúsculos organismos visibles bajo un microscopio son activos y de naturaleza animaloide; algunos son verdes y pasivos, y claramente afines a las plantas. Hoy día llamamos a todos esos organismos microscópicos «microorganismos», término perfectamente general, de significado absolutamente transparente.
Los microorganismos existen en diversos tamaños, y algunos son realmente pequeños. En 1683 Van Leeuwenhoek detectó minúsculos objetos en el límite mismo de resolución de sus lentes, objetos que a la larga resultaron ser menos avanzados que los microorganismos animales y vegetales.
La microscopía necesitó otro siglo para llegar al punto de ver con suficiente claridad esos minúsculos objetos y estudiarlos con cierto detalle. El biólogo danés Otto Friedrich Müller fue el primero en dividir esas minúsculas criaturas en grupos e intentar clasificarlas en géneros y especies. En un libro suyo publicado en 1786 (dos años después de su muerte) se refería a algunos con el término de «bacilos», palabra que proviene de otra latina que significa «pequeño bastón», pues ésa era su forma. A otros los llamó «espirilos», pues tenían la forma de diminutas espirales.
A lo largo del siglo XIX se introdujeron nuevos términos. El botánico alemán Ferdinand Cohn aplicó un nuevo nombre a microorganismos con forma de bastón, pero más gruesos y cortos que los bacilos. Los llamó «bacterias», término derivado de una palabra griega que significa «bastón pequeño». El cirujano austriaco Albert Christian Theodor Billroth llamó «cocos» a las variedades con aspecto de pequeñas esferas, utilizando una palabra griega para «baya».
Menciono ahora algunos términos generales:
Los microorganismos unicelulares de naturaleza claramente animal, que comparten propiedades con las células componentes de animales grandes como nosotros, eran «protozoos», término proveniente de palabras griegas que significan «primeros animales». Los microorganismos unicelulares cuya naturaleza era claramente afín a las plantas y muy semejantes a las células encontradas en fibras grandes de algas se denominaron «algas», de la palabra latina «alga, ae».
Pero ¿y esos microorganismos singularmente pequeños, los bacilos y demás? ¿Qué nombre general podría cubrirlos a todos? Los científicos han acabado eligiendo el de «bacterias» para ese propósito, y el estudio de esos organismos se denomina bacteriología.
Sin embargo, la gente en general utilizaba otro nombre, que sigue siendo popular.
En latín, cualquier mota de vida que pueda desarrollarse hasta formar un organismo mayor era un germen. Las semillas minúsculas eran los mejores ejemplos de gérmenes conocidos por los antiguos, y cuando una semilla inicia su desarrollo, decimos que «germina». Es más, seguimos hablando de «germen del trigo», por ejemplo, cuando queremos indicar la parte del grano que constituye el núcleo vital.
Parecía entonces razonable llamar también «gérmenes» a esos minúsculos microorganismos. Menos común es «microbio», término proveniente de palabras griegas que significan «vida pequeña».
En realidad, ninguno de esos términos es perfecto. «Germen» y «microbio» son demasiado generales, porque existen pequeños trozos de vida distintos de las criaturas designadas usualmente con tales nombres. Por otra parte, «bacteria» es demasiado específico, pues originalmente sólo era usado para una variedad de las criaturas que llamamos habitualmente bacterias… Pero de nada sirve; nadie nos escucha a nosotros, los logoductores[19].
A mediados del siglo XIX el químico francés Louis Pasteur era el más destacado químico-biólogo-bacteriólogo del mundo. Había explicado el misterio del ácido racémico, por ejemplo, y había aprendido cómo evitar que se avinagrara el vino mediante un calentamiento suave o «pasteurización». En un experimento público muy espectacular, realizado en 1864, demostró que las bacterias estaban vivas en el pleno sentido de la palabra. No brotaban de la materia inanimada, sino de otras bacterias. (Una historia fascinante, pero que dejamos para otro día).
Fue así como en 1865, cuando la industria del gusano de seda en el sur de Francia amenazaba ruina por una enfermedad misteriosa que mataba a los gusanos, se recabó la ayuda del milagroso Pasteur. Ninguna otra persona serviría. Pasteur acudió.
Con su microscopio estudió los gusanos de seda y las hojas de morera de que se alimentaban. Descubrió que un minúsculo microorganismo infectaba a los gusanos enfermos y a las hojas, mientras que los gusanos sanos y las suyas estaban libres de él.
La solución de Pasteur fue simple pero drástica: había que destruir todos los gusanos de seda y hojas de morera infestados por el microorganismo. Era preciso comenzar de nuevo con gusanos sanos; y estando ausente el microorganismo todo iría bien. Cualquier reaparición de la enfermedad debería ser contrarrestada con una nueva destrucción inmediata antes de que pudiera propagarse.
La industria de la seda siguió las órdenes y quedó a salvo.
Pero esto hizo a Pasteur pensar sobre las enfermedades que podían transmitirse de un organismo a otro. Evidentemente, la infección del gusano de la seda por microorganismos no podía ser única. ¿No era razonable suponer que las enfermedades infecciosas estaban siempre asociadas con algún microorganismo, y que la infección consistía en el paso de un microorganismo de una persona enferma a otra sana?
La idea de Pasteur se conoce desde entonces como «teoría germinal de la enfermedad», y la frase es buena. Aunque los primeros organismos que se estudiaron en conexión con la enfermedad fueron bacterias, se ha descubierto que los agentes patógenos pueden ser más y menos complejos que las bacterias; el término más general de «germen» es precisamente el adecuado y por esa razón llamaré gérmenes a los microorganismos patógenos (productores de enfermedades) en el resto de este artículo.
Soñar con una teoría germinal de la enfermedad estaba bien, pero era preciso demostrar su validez.
En primer lugar, era preciso detectar un germen de algún tipo en organismos enfermos de cierta dolencia, sin que pudiese ser detectado en organismos libres de esa enfermedad.
En segundo lugar, el germen debía ser aislado, dejando que se multiplicara en condiciones que proporcionarían al experimentador un cultivo puro, sin ningún otro organismo.
En tercer lugar, una pequeña cantidad de este cultivo debía producir la enfermedad al introducirlo en un organismo sano.
En cuarto lugar había que aislar el germen en el organismo recién enfermado y demostrar que era capaz de producir la dolencia en otro organismo distinto.
El trabajo del médico alemán Robert Koch cumplió esos requisitos para varias enfermedades diferentes; lo cual prestó a la teoría germinal de la enfermedad una base firme. Ninguna persona sensata la ha puesto en duda desde entonces.
La teoría de los gérmenes condujo directamente a la conquista de las enfermedades infecciosas. Por primera vez se supo exactamente por qué convenía lavarse las manos antes de almorzar, por qué no era bueno emplazar el retrete demasiado cerca del pozo, por qué convenía hervir el agua en caso de sospecha, por qué era recomendable construir buenos sistemas de alcantarillado, etc. En resumen, ya no era posible igualar la higiene personal y pública a una afectada decadencia y suponer que la suciedad fuese marca de ruda masculinidad o incluso de santidad.
Una vez estudiadas las enfermedades desde ese nuevo ángulo, se descubrió también que los organismos creaban sustancias capaces de contrarrestar el efecto nocivo de los gérmenes. Tales sustancias podían cultivarse intencionadamente en animales invadidos por el germen. Las sustancias podían luego aislarse e inyectarse en seres humanos para ayudarles a combatir la dolencia. O bien cabía introducir gérmenes debilitados en seres humanos y, sin causar daño al cuerpo, obligarle a formar una sustancia capaz de combatir los gérmenes incluso en su plena potencia. En otras palabras, se desarrollaron técnicas de inmunización.
Una de las enfermedades resueltas por Pasteur desde la perspectiva de la teoría de los gérmenes fue la rabia. Se trata de una enfermedad que afecta al sistema nervioso, y los animales que la contraen muestran una conducta tan peculiar que parecen locos. (De ahí el adjetivo «rabioso»). El animal rabioso se torna increíblemente agresivo y muerde sin motivo alguno.
Como la rabia afecta principalmente al sistema nervioso, hay naturalmente una pérdida del control muscular. Cuando un ser humano afectado de rabia intenta tragar, los músculos de la garganta empiezan a contraerse incontrolada y dolorosamente. A veces, la mera visión del agua suscita la agonía, al traer a la mente el pensamiento de tragar. Por esa razón la rabia se denomina a veces «hidrofobia», utilizando palabras griegas que significan «miedo al agua».
Aunque la enfermedad no es común, es muy temida por ser prolongada, extremadamente dolorosa y casi con certeza fatal una vez declarada. El grito de «perro rabioso» y la visión del animal en un estado avanzado de la enfermedad, con la saliva formando espuma alrededor de las mandíbulas, hace que todo el mundo ponga pies en polvorosa. Y no sin razón, porque si el mordisco desgarra la piel y la saliva entra en el torrente sanguíneo de la víctima, ésta contraerá muy probablemente la enfermedad.
No había duda de que la rabia era una enfermedad comunicable, y Pasteur inició un programa ideado para aislar el germen y encontrar un medio de combatirlo. Lo cual requería un coraje rabioso también (visto desde un espíritu tímido como el mío). Era necesario empezar con la saliva de un perro rabioso, lo cual significaba apresarlo, reducirlo y extraer muestras de saliva. No habría sido más peligroso trabajar con cobras furiosas.
Pasteur consiguió sus muestras, y cuando inyectó la saliva de perros rabiosos en el torrente sanguíneo de conejos, éstos acabaron contrayendo la enfermedad.
Sin embargo, era un trabajo lento. Tras inyectarlo en la sangre, el germen de la rabia tardaba de semanas a meses en establecerse realmente. Tras haber sido mordido por un perro rabioso, un ser humano raramente tardaba menos de dos semanas en empezar a mostrar síntomas, y ese período de aterrorizada espera agravaba aún más el horror de la enfermedad.
Pasteur necesitaba encontrar un medio de cortar el período de espera. Puesto que los primeros síntomas de la enfermedad parecían ser los derivados de un desorden nervioso, parecía verosímil que el retardo fuese expresión del tiempo que tardaba el germen en trasladarse desde la sangre al sistema nervioso. Los síntomas aparecerían una vez que el germen se hubiera establecido allí. ¿Qué acontecería entonces si se inyectara directamente en el cerebro de un conejo la saliva de un perro rabioso? Tras establecerse bien la enfermedad, el cerebro y la médula espinal serían fuentes sin duda mucho más ricas del germen que la saliva.
Todas estas hipótesis eran correctas. Comenzando con una muestra de saliva de un perro rabioso, Pasteur empezó a multiplicar el germen inyectándolo en un cerebro de conejo y luego pasándolo de un conejo a otro por vía del sistema nervioso.
Al cabo de cierto tiempo tuvo una gran provisión de material patógeno, sin depender ya tanto de perros rabiosos y de la espuma de su saliva. Por otro lado, a medida que el germen pasaba de un conejo a otro parecía adaptarse a la nueva especie y hacerse menos y menos infeccioso para los perros.
Pasteur comenzó a preguntarse si no cabría reducir la virulencia del germen. Con anterioridad había debilitado (o «atenuado») gérmenes de otras enfermedades sometiéndolos a condiciones desfavorables. ¿Qué acontecería con éste?
Pasteur desecó médula espinal infectada, en presencia de un calor suave. En días sucesivos inyectó en conejos una preparación de la médula seca y observó si aparecía rabia y con qué virulencia. Era claro que el germen de la preparación se iba deteriorando, pues el virus resultaba cada día menos mortífero. Tras dos semanas no producía ya la enfermedad.
Había que comprobar si el germen atenuado era capaz de estimular al organismo para que formase una sustancia que pudiese combatir los gérmenes, aun los fuertes y virulentos. Por lo letal de la rabia una vez establecida, se diría que el cuerpo carecía de defensas; pero también podía ser que el germen, una vez afincado en el organismo, arrasara las defensas. Y podían existir muchos casos de infección mínima en los que la enfermedad fuese derrotada antes de poder establecerse y los síntomas no llegaran, por tanto, a aparecer, con lo cual todo el asunto pasaría inadvertido.
Pasteur estudió esa posibilidad inyectando su preparación atenuada de germen de rabia a un perro sano y esperando luego largo tiempo para ver si la enfermedad aparecía. Cuando quedaba claro que no había signo alguno de rabia, la cuestión era determinar si el perro había adquirido una defensa antirrábica. Para verificarlo se metió al perro en una jaula ocupada por otro rabioso. El perro rabioso atacó de inmediato y armó allí la de San Quintín. El perro sano fue rescatado después de haber sido vapuleado y mordido a conciencia… pero no cogió la rabia.
Ahora bien, ¿y en el hombre? ¿Cómo atreverse a realizar los experimentos necesarios en seres humanos, incluso en criminales condenados? La posibilidad de contagiar accidentalmente la rabia a un ser humano era intolerable para alguien como Pasteur.
El 4 de julio de 1885, un muchacho alsaciano de nueve años, Joseph Meister, sufre mordeduras graves por un perro rabioso. Las heridas son tratadas con ácido carbólico, pero sabiendo que ese remedio es inútil frente a la enfermedad, parece sensato llevar al niño a Louis Pasteur.
Si la enfermedad hacía mella en el sistema nervioso del muchacho sería demasiado tarde, pero había un período de gracia, y Pasteur se dispuso a trabajar rápidamente. El caso parecía recomendar un experimento, pues si Pasteur no hacía nada el muchacho moriría sin duda entre agonías.
Pasteur empezó por inyectar la preparación rábica más atenuada, luego otra menos atenuada, luego una tercera aún menos atenuada, y así sucesivamente, confiando en que el niño crearía defensas masivas antes de que los verdaderos gérmenes se apoderasen del sistema nervioso. Tras once días, Pasteur estaba inyectando al joven Joseph gérmenes prácticamente sin atenuar. El muchacho no contrajo la rabia, y Pasteur fue más que nunca el hombre milagro.
(Por cierto, el fin de Joseph Meister fue trágico. Creció y acabó trabajando de portero en el Instituto Pasteur, la institución de investigación bautizada con el nombre del gran hombre que le había salvado y en cuyos sótanos estaba enterrado Pasteur. En 1940, con 64 años y siendo todavía portero, los nazis tomaron París. Por curiosidad, un oficial nazi le ordenó que abriese la cripta de Pasteur. Antes que hacerlo Meister prefirió suicidarse).
En todo su trabajo sobre la rabia, Pasteur no había logrado cumplir el primer requisito de la teoría de los gérmenes como origen de las enfermedades. No había detectado ningún germen en ninguna de sus preparaciones y menos ninguno relacionado con la rabia. Todos los gérmenes que fue detectando resultaron ser incapaces de producir la enfermedad. (Uno de los que detectó fue estudiado por el médico alemán Albert Fraenkel en 1886; resultó ser el causante de la pulmonía).
Estrictamente hablando, la ausencia de cualquier germen detectable podría tomarse como prueba de que la teoría de los gérmenes era equivocada. Pero a Pasteur no se le pasó eso ni un momento por la mente. Para él estaba claro que todo su trabajo con la rabia tenía sentido si suponía que existía un germen. El hecho de no ver él ninguno no significaba que no existiese; sólo demostraba que él no lo veía.
No hay nada místico ni sorprendente en lo que acabo de decir. Dadas las circunstancias, la afirmación es perfectamente lógica. Los microorganismos poseen varios tamaños. Algunos son tan grandes que en condiciones favorables pueden verse como motas claramente visibles a simple vista. Otros son más pequeños, y otros más pequeños aún, hasta el punto que apenas pueden ser divisados con un buen microscopio del tipo de los de Pasteur.
¡Qué monumental coincidencia sería que los microorganismos más pequeños resultasen ser lo bastante grandes como para ser contemplados a través del microscopio de Pasteur, y que no hubiese microorganismos más pequeños aún! La coincidencia hubiese sido en verdad increíble, y Pasteur no creyó en ella. Estaba seguro de que existían microorganismos demasiado pequeños para que los detectara su microscopio, y de que uno de esos gérmenes demasiado pequeños era el causante de la rabia.
Pero ¿depende uno exclusivamente de los ojos? ¿No habrá algún modo de detectar un germen pequeño que no consista en verlo?
Supongamos, por ejemplo, que filtramos una preparación donde no parecen existir gérmenes en absoluto, pero que es capaz de provocar una enfermedad cuando se inyecta en un animal sano. Supongamos que utilizamos como filtro una sustancia con agujeros minúsculos. Si los agujeros fuesen demasiado minúsculos para dejar pasar a los gérmenes, pero lo bastante grandes como para permitir que pasen las moléculas de agua, el fluido emergente del filtro ya no será patógeno. Pero el material retenido en el filtro, una vez lavado, sí será capaz de transmitirla. Así es como se puede detectar un germen sin verlo realmente.
Un bacteriólogo francés, Charles Édouard Chamberland, construyó un filtro capaz de retener objetos tan minúsculos como el germen medio. Se trataba de un cilindro hueco con el fondo cerrado por porcelana no vitrificada. Debido a su aspecto se llamó «bujía Chamberland».
El primero en usar tal filtro —con el fin de aislar un germen de una preparación líquida— fue el bacteriólogo ruso Dimitri Alexeievich Ivanovski, quien trabajaba a la sazón con plantas de tabaco afectadas por una enfermedad que producía un dibujo de mosaico jaspeado sobre las hojas: la enfermedad del mosaico del tabaco.
Macerando las hojas, podía extraerse un jugo capaz de provocar la enfermedad al extenderlo sobre plantas de tabaco sanas. Con arreglo a la teoría de los gérmenes, cabía esperar el descubrimiento de un germen en el jugo, germen que sería el transmisor de la enfermedad.
Sin embargo, Ivanovski no logró encontrar signo alguno de germen en el jugo que transmitía la enfermedad. Mas no se contentó con abandonar el tema diciendo que el germen era demasiado pequeño para ser visible. Menos imaginativo que Pasteur, supuso que el defecto radicaba de algún modo en su propia persona, y se le ocurrió utilizar un método distinto del visual para atrapar al germen.
En 1892 hizo pasar el líquido que portaba la enfermedad a través de una bujía Chamberland, y descubrió que el filtrado seguía siendo capaz de transmitir la enfermedad a plantas de tabaco sanas.
El hecho podía ser interpretado como confirmación de la intuición de Pasteur; el germen, puesto que pasaba a través de un filtro capaz de retener gérmenes comunes, tenía que ser más pequeño que éstos y demasiado diminuto para ser detectado por un microscopio.
Desgraciadamente, Ivanovski no pudo desprenderse de su resistencia a aceptar que había algo demasiado pequeño para ser visto en un microscopio. Su interpretación de los resultados fue que la bujía Chamberland utilizada era defectuosa. De manera que aunque a veces se le considera el primero en demostrar la existencia de formas de vida sub-bacterianas, su reivindicación de esa fama queda menoscabada por el hecho de no percatarse él mismo del significado de su trabajo.
El experimento se intentó de nuevo en 1898. Esta vez fue un botánico holandés, Marinus Willem Beijerinck, quien también estaba trabajando sobre la enfermedad del mosaico del tabaco, utilizando asimismo un extracto capaz de transmitir la enfermedad pero en el cual no había trazas de germen alguno. Lo hizo pasar, como Ivanovski, a través de un filtro de porcelana no vitrificada, y obtuvo un líquido capaz aún de comunicar la enfermedad.
Sin embargo, a diferencia de Ivanovski, Beijerinck no supuso defectos en el filtro. Afirmó, lisa y llanamente, que había demostrado la existencia de un germen demasiado pequeño para ser visto en un microscopio y lo bastante minúsculo como para pasar a través de los poros de la porcelana no vitrificada.
Beijerinck había llamado a este fluido portador de enfermedad «virus», término proveniente de una palabra latina para un extracto vegetal venenoso (como el jugo de la cicuta que mató a Sócrates). En definitiva, el fluido extraído de plantas de tabaco enfermas era una especie de extracto vegetal venenoso. Puesto que el virus de la enfermedad del mosaico del tabaco atravesaba un filtro pero seguía siendo un «virus» Beijerinck lo llamó «virus filtrable». Es, pues, a Beijerinck a quien le cupo el mérito de descubrir los agentes patógenos subbacterianos.
Habiendo optado por la pequeñez, Beijerinck se fue al extremo y afirmó que el virus filtrable era una especie de fluido viviente; esto es, una forma de vida con partículas del mismo orden de complejidad que las del agua u otros líquidos comunes.
Pero esta vez erró, y la prueba vino de la mano de filtros aún más finos. El bacteriólogo inglés William Joseph Elford abandonó la porcelana no vitrificada y utilizó membranas de colodión. Los métodos para prepararlas permitían obtener poros de cualquier tamaño. Se podían fabricar membranas con poros lo bastante pequeños como para detener objetos mucho menores que las bacterias comunes.
En 1931 Elford hizo pasar virus filtrables a través de membranas capaces de detener objetos de diámetro cien veces menor que el de una bacteria común. Filtrado a través de la membrana, el fluido resultante no era infeccioso. El germen había sido atrapado. Era mucho menor que un germen común, pero seguía siendo mucho mayor que una molécula de agua. El virus filtrable no era una forma de vida líquida[20].
El término «virus filtrables», aplicado por Beijerinck al fluido portador de la enfermedad, se desplazó ahora al propio agente infeccioso. La expresión quedó simplemente en «virus», y éste es el término que hoy se acepta universalmente para algo mucho menor que una bacteria pero lo suficientemente vivo como para transmitir una enfermedad.
Pero ¿qué son los virus? ¿Simplemente bacterias ultra pequeñas? ¿O acaso tienen propiedades peculiares que hacen de ellos una forma completamente nueva de organismo?
Pues bien, si termino un capítulo con una pregunta, podéis estar seguros de que el próximo capítulo tratará de la respuesta.