5. El mundo de Ceres

Hace algunos años, un amigo me llamó para decirme que acababa de leer un artículo donde se me mencionaba (debido a mis vulgarizaciones) como «el Leonard Bernstein de la ciencia».

De puro halago casi salto de la silla, pero recordando mi pose de empedernida autoestima justo a tiempo, logré recomponer el ingenio lo bastante como para responder envarado: «¡No es cierto! Bernstein es el Isaac Asimov de la música».

Pero desde entonces he escuchado y contemplado las apariciones de Bernstein en la televisión con un aire complacido y posesivo, y ayer (mientras escribo esto) le oí dirigir y comentar una serie de poemas sinfónicos de Gustav Holst, llamados Los planetas. Y en atención a su joven auditorio, Bernstein recitó la lista de planetas.

Oyéndole, me sorprendió que se olvidara de uno. No era su culpa; todo el mundo se olvida de él. Yo mismo lo omito cuando enumero los nueve planetas, porque hace el número cuatro y medio.

Me estoy refiriendo a Ceres, un mundo pequeño pero respetable[11] que no merece el desprecio que recibe.

Ceres fue descubierto el 1 de enero de 1801 por el astrónomo italiano Giuseppe Piazzi. Su órbita se encuentra entre las de Marte y Júpiter, y es un mundo sorprendentemente pequeño, de pocos cientos de millas de diámetro. Sin embargo, no hay regla que diga que un planeta debe superar cierto tamaño, y a pesar de su pequeñez Ceres habría sin duda entrado en la lista de planetas, de haber quedado en eso el descubrimiento de Piazzi.

Sin embargo a los seis años se descubrieron otros tres planetas pequeños, cuyas órbitas estaban, como la de Ceres, entre Marte y Júpiter.

¿Debían incluirse los cuatro en la lista de planetas? La lista de planetas de gran tamaño ascendía a siete a la sazón (Neptuno y Plutón no habían sido descubiertos todavía); elevarla a once por la suma de esos cuatro habría dado extraordinaria preeminencia a los pequeños mundos.

Y aunque los astrónomos se hubieran decidido a agregarlos, en 1845 se produjo el descubrimiento de un quinto planeta semejante. Y tras ello se sucedieron con celeridad nuevos hallazgos. En 1866 se conocían 88 pequeños planetas entre las órbitas de Marte y Júpiter; actualmente se tiene noticia de más de 1600, y con seguridad quedan miles más por descubrir.

Sencillamente no tendría sentido incluir todos esos cuerpos en la lista de planetas, y por eso no se hizo con ninguno de ellos.

Casi al principio, cuando sólo se conocían cuatro de los pequeños planetas, el astrónomo anglo-alemán William Herschel había sugerido llamarlos «asteroides» («semejantes a estrellas»), pues eran tan pequeños que en los telescopios de la época aparecían como puntos de luz, igual que las estrellas, y no como pequeñas esferas, como los otros planetas.

La propuesta fue aceptada, y cada vez se hizo más natural hablar de los asteroides como algo muy distinto de los planetas. La gente recita la lista de planetas por su orden, desde Mercurio a Plutón, y luego añade: «Y, naturalmente, existe luego el cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter».

Pero ¿no podemos siquiera tomar un asteroide como representante del resto e incluirlo en la lista? ¿El mayor? ¿Ceres?

El problema es que el tamaño se interpreta habitualmente en función del diámetro, y en cuestión de diámetros Ceres no parece sobresalir. Tiene un diámetro de unos 780 kilómetros, pero el asteroide que le sigue en tamaño tiene un diámetro de 480 kilómetros aproximadamente y el tercero unos 380. Luego hay seis asteroides más con diámetros de 160 kilómetros, y no menos de 25 con diámetros superiores a los 96. Se trata de una progresión suave, donde Ceres ocupa el primer lugar, pero sin predominar especialmente.

Pero supongamos que atendemos al volumen, que crece con el cubo del diámetro. Ceres tiene un volumen de 248 millones de kilómetros cúbicos, que es igual al volumen de los 15 asteroides siguientes juntos.

La masa total de los miles de asteroides descubiertos y por descubrir se calcula en una décima parte aproximadamente de la masa de la Luna. En tal supuesto, un décimo de la masa asteroidea total se concentra en el mundo singular de Ceres. Vistas así las cosas, no hay duda de que Ceres predomina.

Añádase a esto el hecho de que Ceres posee una órbita casi circular, y que esa órbita se encuentra más o menos en la posición media de todas las órbitas de los asteroides conocidos… y no habrá ya dudas. Parece perfectamente justo considerar a Ceres, por tamaño y posición, como cuerpo profundamente representativo de los asteroides, e incluirlo en la lista de los planetas. Quizá podríamos enumerarlo en quinto lugar, como «Ceres, etcétera».

Una vez que empecemos a establecer puestos de avanzada en otros mundos del sistema solar, puede que Ceres adquiera gran importancia. Razonémoslo.

Desde el punto de vista científico, una de las razones más importantes para aventurarse en el espacio es establecer un observatorio astronómico más allá de la atmósfera terrestre o de cualquier atmósfera. A esos efectos se requiere un mundo sin aire.

Podríamos construirnos un mundo tal en forma de una estación espacial, pero inevitablemente se hallaría en la vecindad de la Tierra. La estación espacial podría hacer importantes estudios terrestres, de eso no hay duda; mas el principal anhelo de los astrónomos será el de explorar los confines distantes del espacio. Para lo cual sería ideal que no existiese ningún objeto próximo que cubriera la mitad del cielo o anegara periódicamente la estación astronómica con radiación.

Teniendo esto en cuenta, se comprueba que en el sistema solar interno no hay ningún cuerpo decente sin atmósfera que cumpla ese propósito. Mercurio está demasiado cerca del Sol; los satélites de Marte están demasiado cerca de Marte. Ni siquiera el otro lado de la Luna es completamente ideal para la exploración del espacio sideral, por la intensa radiación solar que hay presente durante la mitad del tiempo.

No olvidemos, claro está, los asteroides ocasionales que se aventuran dentro de la órbita de Marte. Todos ellos carecen de aire, y ninguno está asociado con un planeta. Sin embargo, todos ellos tienden a acercarse al Sol tanto como la Tierra, y en casi todos los casos mucho más aún. Lo cual podría conferirles un valor especializado. El asteroide Icaro se aproxima más al Sol que el propio Mercurio, y una estación astronómica situada sobre su diminuto cuerpo podría ser inapreciable para el estudio de Venus, Mercurio y el Sol. Sin embargo, ninguno estaría mejor adaptado para el estudio del espacio profundo que la Luna.

En los confines exteriores del sistema solar hay diversos cuerpos sin aire que poseen el mérito de estar lejos del Sol y la desventaja de estar lejos de la Tierra y, en consecuencia, en posición difícil de alcanzar y aprovisionar.

Plutón puede carecer de aire, pero es el más alejado de todos y, sean cuales fueran sus ventajas, habría una tendencia irrefutable a buscar algo más próximo. La mayoría de los satélites de los planetas exteriores carecen de atmósfera, pero tienen el mismo inconveniente de estar cerca de sus planetas. Son útiles como bases para el estudio de estos últimos, pero no ideales para el estudio de los espacios siderales.

De todos los satélites pertenecientes a planetas exteriores los de Júpiter son los más próximos, y entre ellos los cuatro más externos están de 21 a 24 millones de kilómetros del planeta, por término medio. (Júpiter-VIII se aleja hasta una distancia de 32 millones de kilómetros de Júpiter, pero luego regresa hasta situarse a unos 13 millones de kilómetros). Esos satélites más exteriores son pequeños y probablemente sean asteroides capturados.

Pero si vamos a ocuparnos de los asteroides, ¿por qué no desplazarnos al propio cinturón de asteroides? Allí encontraremos cuerpos 320 millones de kilómetros más próximos a nosotros que los satélites de Júpiter, pero que no están cerca de ningún objeto grande. Los asteroides son los cuerpos sin aire, aislados y más próximos que tenemos al alcance.

Y puestos a elegir entre ellos, ¿por qué no elegir Ceres? Nunca está a menos de 160 millones de kilómetros de ningún cuerpo mayor que él, y tiene unas dimensiones suficientes como para poseer al menos algo de gravedad: 3,5 por 100 de la terrestre. Tengo por muy posible que Ceres llegue algún día a ser el centro astronómico del sistema solar.

Consideremos ahora a Ceres como un mundo.

Pequeño es, desde luego, pero no tanto como parece. El área superficial de Ceres es aproximadamente tan grande como Alaska y California juntas, que no es poco. Espacio sobrado, no sólo para estaciones astronómicas, sino para alojamientos turísticos.

¿Y qué ofrecerá Ceres como mundo turístico? No estoy seguro de hasta qué punto será proyectado industrialmente, ni en qué medida cabe pensar en instalaciones recreativas partiendo de una gravedad baja (pero no cero). Lo que no admite duda es una cosa: el cielo no cambiará, y podemos intentar imaginar desde ahora cómo será el cielo de Ceres y cuáles podían ser las vistas astronómicas más interesantes que se le ofrezcan al turista con sólo mirar hacia arriba.

En primer lugar, estará el Sol. La distancia media de Ceres al Sol es de 414 millones de kilómetros. Ceres está 32 millones de kilómetros más cerca del Sol en el perihelio y 32 millones más lejos en el afelio, pero la diferencia no es excesiva. A simple vista el Sol no cambiará notablemente de aspecto a lo largo del año cereano (que, dicho sea de paso, dura 4,6 años terrestres).

Ceres está aproximadamente 2,8 veces más lejos del Sol que la Tierra, y esto significa que el Sol parecerá tener un diámetro de unos 11’ de arco, aproximadamente un tercio de su diámetro visto desde la Tierra. Lo cual quiere decir que parecerá mucho menor que visto desde la Tierra, pero sin perder el aspecto de un globo nítido.

Su área aparente en el cielo de Ceres será sólo un octavo de su área en el cielo terrestre, o lo que es lo mismo, ofrecerá ocho veces menos luz, calor y radiación de todo tipo.

Ahora bien, vista desde Ceres, cada porción del globo solar será igual de brillante que vista desde la Tierra. El menor brillo del Sol de Ceres no se debe al hecho de ser más tenue por unidad de área, sino a que el área es menor. Por otro lado, aunque la radiación queda reducida a un octavo para cuando llega a Ceres, el hecho de no existir allí atmósfera implica que la radiación solar dura no es absorbida. Rayos ultravioleta, rayos X, partículas cargadas, etc., alcanzarán la superficie de Ceres en mayor cantidad que la que incide sobre la superficie de la Tierra tras la absorción verificada en la atmósfera.

Puesto que nadie se aventurará sobre la superficie anaeróbica de Ceres a falta de un traje espacial, se utilizará indudablemente un cubrerrostro emplomado y teñido para reducir el peligro de la radiación solar. Aun así, se rogará encarecidamente a los turistas de Ceres que no se dejen engañar por la tenue luz ni miren demasiado tiempo directamente al Sol.

Una cuestión importante es saber la velocidad de rotación de Ceres. Porque si Ceres gira demasiado rápido, su utilidad como observatorio astronómico disminuye, dado que los astrónomos tendrían que perseguir a los objetos celestes en su loca carrera por el espacio.

Por desgracia, no es fácil determinar los períodos de rotación de los diversos asteroides. Ni podemos hacer una conjetura razonable partiendo simplemente del diámetro, pues en general el tamaño no tiene mucho que ver con el período de rotación. El período no sólo depende del tamaño, sino de los efectos de marea que provocan los campos gravitatorios vecinos, y de las interacciones electromagnéticas que pudieron ocurrir hace tiempo.

Icaro, por ejemplo, que puede tener un diámetro apenas inferior a un kilómetro y medio, parece rotar en dos horas o así. Eros, que tiene 24 kilómetros de largo (tiene forma de ladrillo), parece rotar en algo más que cinco horas.

Un cálculo reciente es que Ceres rota en un tiempo apenas superior a las nueve horas. En aras de la simplicidad, supongamos que el eje de rotación no está inclinado, sino en ángulo recto con el plano de revolución en torno al Sol, y que Ceres rota en la dirección usual de Oeste a Este.

Si estas suposiciones son correctas, todo cuanto ocupa el cielo de Ceres parecerá moverse de Este a Oeste a ritmo 2,7 veces superior al del cielo terrestre. El Sol, por ejemplo saldrá por el Este y se pondrá en el Oeste cuatro horas y media después, saldrá de nuevo cuatro horas y media más tarde y así sucesivamente.

¿Algo más de interés en el cielo de Ceres, aparte del Sol? Nada, desde luego, que ostente el aspecto de un globo visible.

Ceres no tiene satélite y no está cerca de planeta alguno. Podríais pensar que el cinturón de asteroides está espesamente poblado de cuerpos que pululan todos alrededor de Ceres, pero erraríais. Es dudoso que en ningún momento haya ningún objeto de tamaño superior a dos o tres kilómetros en un radio de 16 millones de kilómetros alrededor de Ceres. Alguno de los otros grandes asteroides puede que en ocasiones se acerque lo bastante como para verlo a simple vista, pero siempre aparecerá como un punto estelar (efectivamente, «asteroide»), nunca singularmente brillante y, desde luego, nunca de forma globular.

Pero ¿y los planetas? Me refiero a los verdaderos planetas, los de gran tamaño.

Cuatro de ellos, Mercurio, Venus, Tierra y Marte, están más cerca del Sol que Ceres. Quiere decirse que desde Ceres siempre se verán como estrellas vespertinas y matutinas que nunca se alejan más allá de una cierta distancia del Sol. Cuanto más cerca del Sol está situado el planeta, más estrecho es su abrazo con el Sol, visto desde Ceres.

Tal sucede con Venus vista desde la Tierra (véase capítulo 1). Venus nunca se aleja más de 47º del Sol, ya sea al Este o al Oeste. En su punto de elongación máxima al este del Sol, aparece a 47º de altura en el cielo occidental en el momento del crepúsculo. En el punto de elongación máxima al Oeste del Sol, aparece con una altura de 47º en el cielo oriental en el momento de amanecer.

En el primer caso es la estrella vespertina y continúa hundiéndose hacia el horizonte tras el crepúsculo, poniéndose tres horas después del Sol. En el segundo caso es la estrella matutina, que se eleva tres horas antes del amanecer y continúa ascendiendo por el cielo hasta la salida del Sol, cuyo brillo borra su presencia. Cuando Venus no está en elongación máxima, se pone menos de tres horas después del crepúsculo y sale menos de tres horas antes del amanecer.

Ninguno de los cuatro planetas interiores, vistos desde Ceres, tiene una elongación máxima igual a la de Venus desde la Tierra. La elongación máxima de Marte es de unos 36,9º, la de la Tierra 22,2º la de Venus 15,2º y la de Mercurio 9,7º. A medida que el Sol se mueve desde el horizonte oriental al occidental en cuatro horas y media, arrastra consigo a todos esos planetas. Los situados al Oeste de él salen y se ponen antes que el Sol; los situados al Este salen y se ponen después que él.

En la Tierra, la dispersión de la luz operada por la atmósfera hace que los planetas próximos al Sol no puedan ser vistos cuando aquél está en el cielo. Sobre el mundo sin aire de Ceres no hay dispersión de la luz: el cielo permanece negro y los planetas son visibles aun estando el Sol en el cielo. Mas no sería agradable inspeccionar las partes del cielo vecinas al Sol, y debido a la luz solar y a su efecto sobre el iris otros objetos menores de la vecindad solar aparecerán débiles y difusos. Una vez que el Sol se ponga, las estrellas y los planetas parecerán abrillantarse, y será entonces cuando resulte agradable y fácil contemplar el cielo.

Imaginemos ahora una configuración muy rara, en la que Mercurio, Venus, la Tierra y Marte están al este del Sol y todos ellos en su elongación máxima.

Cuando el Sol se pusiera y los turistas saliesen a mirar el cielo, los cuatro planetas estarían alineados en el Oeste, si suponemos que los turistas se hallan más o menos en el ecuador de Ceres. Mercurio estará a un décimo del camino desde el horizonte hasta el cenit, Venus a una sexta parte del camino, la Tierra a una cuarta parte y Marte a dos quintas partes.

Todos ellos irán declinando y uno tras otro se pondrán. Si seguimos trabajando con un período de rotación cereana de nueve horas, Mercurio se pondrá seis minutos después que el Sol, Venus cuatro minutos tras Mercurio, la Tierra cinco minutos tras Venus y Marte diez minutos tras la Tierra. Quienquiera que contemple esa sarta de perlas hundiéndose tendrá la viva sensación de que el cielo está girando (o, quizá, que es Ceres el que rota). Me pregunto si no sentirá vértigo.

Si todos los planetas se alinearan al Oeste del Sol, saldrían todos ellos antes que él en orden inverso. Primero Marte, luego la Tierra, Venus y Mercurio. Finalmente, seis minutos después de Mercurio, saldría el Sol. Y no habría aurora preliminar, pues no hay atmósfera. Hace un minuto el cielo estaría negro y al siguiente habría un pequeño fragmento de fuego líquido sobre el horizonte oriental.

(El fenómeno de un amanecer sin aurora puede verse desde la Luna, y sería más espectacular en el lado oculto, sin Tierra alguna en el cielo. Sin embargo, el amanecer es lento en la Luna, y el Sol tarda toda una hora en levantar la esfera completa sobre el horizonte desde que asoma el borde superior. En Ceres, y suponiendo la rotación de nueve horas, el Sol, más pequeño, estaría entero sobre el horizonte siete segundos tras despuntar. ¡Caray!).

Naturalmente, la cadena de cuatro planetas sería una ocasión extraordinaria. Lo normal es que uno o más de los cuatro planetas estén al Este y uno o más al Oeste, a distancias variables.

¿Qué brillo presentaría la cadena de planetas? El brillo de cada planeta variará de acuerdo con su posición respecto a Ceres y al Sol. En el punto de elongación máxima cada planeta aparecerá como un «semiplaneta». Si se está moviendo hacia el lado lejano del Sol, la fase crecerá hacia el «planeta lleno», pero el tamaño del globo planetario se reducirá. Si está moviéndose hacia el lado próximo del Sol, el tamaño del globo planetario aumentará, pero la fase irá reduciéndose a un «planeta creciente». En el momento en que el planeta se encuentre bien adentrado en la fase de creciente, el área de la parte iluminada será máxima y el planeta tendrá máximo brillo.

Mercurio sólo tendría una quinceava parte del brillo que observamos desde la Tierra en una fase cualquiera, porque está más lejos de Ceres que de la Tierra. Sin embargo, ganaría un poco por el hecho de no estar oscurecido en Ceres por ninguna atmósfera. En conjunto, tendría una magnitud de 1,4 (aunque os advierto que mis cálculos son aproximados, y que no garantizo absolutamente ninguno de mis números).

Pero seguiría siendo brillante, tan brillante como lo que se entiende genéricamente por una estrella de primera magnitud. Estrictamente hablando, sería menos brillante que Mercurio visto desde la Tierra, pero en la práctica parecería más. Mercurio, máximamente visible justo tras el crepúsculo o justo antes del amanecer (tanto en la Tierra como en Ceres), tendría en Ceres la ventaja de ser visto sobre un cielo totalmente negro. Desde la Tierra, Mercurio es observado normalmente al oscurecer o al amanecer, momentos en que la neblina del horizonte empaña aún más la visión.

En el caso de los otros planetas interiores, Venus tendría una magnitud de -0,4, la Tierra de +0,3 y Marte 2,0[12]. Los cuatro luceros vespertinos/matutinos parecerían estrellas luminosas y no diferirían mucho en brillo. Venus y la Tierra serían algo más brillantes que Mercurio y Marte, pero no lo suficiente como para impedir que los turistas agruparan las estrellas matutinas/vespertinas en cuarteto.

Sin embargo, ninguna de ellas sería tan brillante como lo es Venus desde la Tierra. Para nosotros, Venus tiene una magnitud de -4,3 en su fase más brillante.

¿Y qué hay de los otros planetas, los más alejados: Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón?

No estarán vinculados al Sol, pero podrían divisarse en cualquier momento de la noche y a cualquier altura en el cielo; incluso en el cenit (si estuviésemos en el ecuador de Ceres y no hubiese inclinación axial). En tales condiciones, cuanto más cerca del cenit a medianoche estuviera un planeta, más cerca estaría de Ceres y más brillante su aspecto.

Empezaremos con Júpiter. Cuando Júpiter está en su cenit en el cielo de medianoche de Ceres (cosa que acontece cada siete años y medio) está a una distancia de 320 millones de kilómetros. Brilla entonces con una magnitud de -4,1 y es casi tan brillante como Venus desde la Tierra en los momentos de su máxima luminosidad. Durante un año aproximadamente de cada vez, Júpiter es el objeto más brillante en el cielo de Ceres, exceptuando el Sol, naturalmente.

En su máxima luminosidad Saturno tendrá una magnitud de -1,3 y también será más brillante que cualquiera de las estrellas matutinas/vespertinas de Ceres. Se encontrará en su máxima luminosidad durante un período de varios meses cada cinco años y medio.

Sin embargo, cuando lleguemos a los planetas situados más allá de Saturno apenas vale la pena molestarse. No están mucho más cerca de Ceres que de la Tierra. Ceres puede estar 240 millones de kilómetros más cerca de cualquier planeta exterior que la Tierra, pero 240 millones de kilómetros no es mucho cuando uno está barajando distancias de miles de millones de kilómetros.

Urano, que tiene un brillo máximo equivalente a una magnitud de 5,7 cuando es visto desde la Tierra, parecerá alcanzar, a intervalos de cinco años, un brillo de 5,1 visto desde Ceres. Este brillo adicional se debe más a la falta de aire de Ceres que a la mayor cercanía de Urano. Urano sería divisado desde Ceres como una estrella difusa, pero igual ocurre desde la Tierra.

En cuanto a Neptuno y Plutón, serían tan invisibles (sin instrumentos) desde Ceres como desde la Tierra.

¿Alguna otra cosa de interés en los cielos de Ceres? ¿Y los satélites de los planetas? Si nuestra Luna estuviese sola en el cielo de Ceres (habiéndose puesto ya la Tierra o no habiendo salido aún), podría tener un brillo máximo equivalente a una magnitud de 4,7. Parecería más brillante que Urano y podría discernirse como una débil estrella vespertina/matutina. Desgraciadamente, la Tierra está en su vecindad, y ambas no se separan nunca más de 5’ de arco, vistas desde Ceres. La luminosidad setenta veces superior de la Tierra sepulta a la Luna, que probablemente no podría discernirse a simple vista.

El destino de la Luna vista desde Ceres es precisamente el de los satélites de Júpiter vistos desde la Tierra. Los cuatro grandes satélites de Júpiter —Io, Europa, Ganímedes y Calisto— tienen magnitudes de 5,3, 3,7, 4,9 y 6,1, respectivamente. Serían observables a simple vista como objetos difusos si Júpiter no estuviese presente con un fulgor 3000 veces más potente.

Desde la Tierra, la máxima separación de esos cuatro satélites con respecto a Júpiter varía de 1’ de arco para Io a 10’ de arco para Calisto. Desgraciadamente, Calisto, el satélite más lejano y por eso el de más probable visión a través del destello de Júpiter, es también el de brillo más débil. En consecuencia, los grandes satélites de Júpiter no son visibles a simple vista, aunque basta una pequeña ayuda para conseguirlo; fueron fácilmente detectados con el telescopio original y muy primitivo de Galileo.

Desde Ceres, los satélites de Júpiter son a la vez más brillantes y más distantes de su planeta. La magnitud de los cuatro satélites vistos desde Ceres es de 3,7 para Io, 4,1 para Europa, 3,3 para Ganímedes y 4,5 para Calisto. Cualquiera de ellos, solitario en el cielo, sería fácilmente visible como objeto de brillo medio.

Su máxima separación de Júpiter, vistos desde Ceres, variaría entre 2’ de arco para Io y 18’ para Calisto. Creo, por tanto, que cabría discernir a Calisto, porque estaría separado de Júpiter nada menos que por 3/5 partes de la anchura de la Luna llena vista desde la Tierra. Ganímedes nunca se separaría de Júpiter más de 10’ de arco, pero también sería visible como un objeto de tercera magnitud.

Naturalmente, los dos satélites sólo serían visibles bajo condiciones favorables: cuando Júpiter está en (o cerca de) su momento de máxima aproximación a Ceres, y cuando Ganímedes y Calisto están en su momento de máxima separación de él.

Me atrevo incluso a aventurar que una de las principales vistas recomendadas a los turistas en estaciones apropiadas serían los satélites de Júpiter. No sería una vista espectacular, pero incluso en Ceres sería poco corriente, e imposible del todo desde la Tierra.