3. La Luna sobre Babilonia
No hace mucho me hallaba una mañana en el Estado de Nueva York, tras haber dado una conferencia la noche anterior en una universidad local. Quería iniciar temprano el regreso a casa y me sentí un poco contrariado cuando vi que la gasolinera junto al motel estaba cerrada, aunque ya eran las nueve menos cuarto de la mañana.
Exhalando un suspiro, se lo comenté entre dientes a la señora situada tras el mostrador de la recepción del motel mientras pagaba la cuenta, a lo cual ella, con una aguda nota de sorpresa, me preguntó: «¿No está abierta?».
«Temo que no», —dije.
«Pues debiera estarlo —repuso, adoptando un gesto de irritación—. Mi hijo es el encargado y va a oírme».
Incómodo por ser la involuntaria causa de una tempestad familiar, busqué una excusa suavizadora y dije rápidamente: «Es que es domingo».
«No importa —replicó bruscamente—. Somos adventistas del Séptimo Día».
«Ah, sí —dije, sonriendo—. El domingo fue ayer, ¿no es verdad?».
Me miró sorprendida durante un momento; luego rió y dijo: «Sí, ayer fue domingo». Con la risa se evaporó su rabia. Y, como su hijo apareció en aquel momento, eché gasolina y todo quedó en nada.
Pero eso me recordó nuestra semana de siete días y alguna de sus peculiaridades, por lo cual, si el amable lector tiene a bien esperar un momento…
Como todos sabemos, el año se compone de doce meses, cada uno de los cuales tiene de veintiocho a treinta y un días en secuencia irregular. Tres de cada cuatro años tienen trescientos sesenta y cinco días, y trescientos sesenta y seis días el cuarto.
El resultado es un calendario que varía de año a año con arreglo a una pauta intrincada. Lo cual hace inevitable el claro despilfarro de esfuerzo que supone preparar y distribuir un calendario nuevo diferente cada año. Y lo que es peor, la pauta del año crea confusión en los detalles de las fechas de año a año, dando lugar a molestias personales y gastos comerciales.
Y el «malo» en este caso no es ni el día ni el mes, sino la semana.
El día, el mes y el año se fijan todos ellos mediante ciclos astronómicos. El día es el período que la Tierra emplea en girar alrededor de su eje; el mes es el período de 29,53 días que tarda la Luna en dar una vuelta alrededor de la Tierra y completar su ciclo de fases; el año es el período de 365,25 días que la Tierra tarda en girar en torno al Sol y las estaciones en completar su ciclo. El calendario que utilizamos actualmente es una tosca aproximación proyectada para alinear esas unidades poco conmensurables, de manera que haya exactamente doce meses en el año y de veintiocho a treinta y un días cada mes.
¿Y de dónde proviene la semana?
La Luna atraviesa su ciclo de fases en 29,53 días, y hay cuatro momentos del ciclo en los que las características de la fase son suficientemente notables para tener nombre propio. Cuando la Luna es prácticamente un disco perfecto de luz es «luna llena» y cuando está tan cerca del Sol que no puede verse sino, a lo sumo, como una finísima uña de creciente, es «luna nueva». Yendo desde la luna nueva a la luna llena y de vuelta desde la luna llena hasta la nueva, hay dos puntos donde está iluminada exactamente la mitad del disco lunar visible. Esos dos momentos son los «semilunios». Pero es costumbre hablar de «primer cuarto» o «cuarto creciente» durante el período en que la Luna visible se encamina hacia la plenitud, porque viene tras haberse consumado una cuarta parte del ciclo. La media Luna en el estadio de luna menguante es, por razones análogas, «tercer cuarto» o «cuarto menguante».
Naturalmente el momento de la luna nueva era celebrado como comienzo de cada mes en un calendario estrictamente lunar como el que tenían los babilonios. En tal calendario la luna llena llegaba invariablemente a mediados del mes, y puede que fuese también objeto de homenajes. Parece ser que los babilonios tenían un festival de plenilunio, llamado sappatu.
Los babilonios fueron los líderes culturales del Oriente Próximo a lo largo de todo el período anterior a las conquistas de Alejandro Magno, y su modo de vida repercutió sin duda en otros pueblos. Una forma de la palabra sappatu entró en el lenguaje hebreo y, a su través, en el idioma inglés, en la forma de «sabbath».
Durante el periodo previo al exilio babilónico de los judíos, el término «sabbath» puede que significara estrictamente el festival de plenilunio, y a veces se utiliza en los libros anteriores al exilio como una especie de antónimo del festival de novilunio. Recordemos, a título de ejemplo, aquel pasaje en que una mujer, habiendo muerto su hijo de insolación, quiere llevarlo al milagroso profeta Eliseo, y su marido le dice: «¿Por qué has de ir donde él hoy? No es novilunio ni sábado». (II Reyes, 4:23).
Es muy posible que hubiera también ceremonias para marcar las dos fases de semilunio, con lo cual existiría un total de cuatro festivales lunares cada mes que acaso recibieran el nombre de sábados.
Sucede que esos cuatro puntos en el ciclo de fases lunares equidistan en el tiempo. El lapso temporal de un punto al siguiente, de la luna nueva al primer cuarto, del primer cuarto a la luna llena, de ésta al tercer cuarto y de éste a la luna nueva, es en cada caso justamente una cuarta parte del mes lunar o aproximadamente 7,38 días.
Con vistas a los festejos populares es difícil manejar fracciones de día. El número entero más próximo es el 7, y la tendencia debió ser a una celebración lunar cada siete días. Con esta distribución tenemos un período de siete días construido en el calendario, La palabra inglesa week proviene de un término teutónico cuyo significado es «cambio» (de la fase lunar, naturalmente). La conexión es más nítida en alemán, donde Woche significa semana y Wechsel significa cambio.
Naturalmente, la semana de siete días no coincide exactamente con las fases lunares. Si comenzamos con la luna nueva a mediodía del día 1, el cuarto creciente llega alrededor de las nueve de la tarde del día 8, la luna llena aparecerá aproximadamente a las nueve de la mañana del día 16 y el cuarto menguante se produce bien pasadas las tres de la tarde del día 23. Si los cambios de fase se celebran cada siete días sin falta, la celebración cae en los días 1, 8, 15 y 22, de manera que los dos últimos se desfasan un día.
Con este sistema celebraríamos la próxima luna nueva día y medio antes de tiempo, y si continuamos inflexiblemente con el período de siete días, la tercera luna nueva sería celebrada con tres días de anticipación, y así sucesivamente.
Existen dos soluciones por las que los babilonios pudieron haber optado:
1) Flexibilizar el período semanal con el fin de hacerlo coincidir siempre con las fases de la Luna. Una solución sería adoptar semanas de siete días junto a semanas de ocho, que sumadas diesen una media de 7,38 días a la semana. Dentro de un mismo mes las semanas podrían tener, por ejemplo, una pauta de 7, 8, 7, 8 y en el siguiente una pauta de 7, 8, 7, 7. Si los meses continúan alternándose de este modo, la semana podría continuar alrededor de treinta años antes de perder la sincronización con las fases de la Luna. Y en eso también hay precedentes, porque los babilonios adoptaron un mes flexible, que unas veces tenía veintinueve días y otras treinta; y un año flexible, que a veces tenía doce meses y otras trece, para que así el calendario pudiera continuar adaptado a las estaciones.
2) Por otra parte, los babilonios pudieron haber mantenido inflexible la semana como un período fijo de siete días indefinidamente, olvidando la vinculación de la semanas con las fases lunares. La luna nueva, la luna llena y los cuartos habrían caído entonces en cualquier día de la semana, y lo que comenzara como un período lunar de tiempo habría adquirido luego una existencia independiente.
Parece ser que los babilonios optaron por la segunda solución, lo cual es sorprendente si se tiene en cuenta su modo de registro en relación con el mes y el año.
Puestos a buscar el motivo de esta inflexibilidad en relación con el período semanal, debemos probablemente remitirnos a la naturaleza del número 7.
Los babilonios fueron los grandes astrónomos de los días prehelénicos, y no ignoraban la existencia de siete cuerpos brillantes en el cielo, que se movían sobre el fondo de las estrellas fijas. Eran el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. (Para los cinco últimos utilizamos los nombres de dioses romanos; los babilonios usaron los nombres de sus propias divinidades).
La coincidencia entre los siete días de un cambio de fase y los siete planetas en el cielo parece haber sido demasiado para los babilonios, que no pudieron resistirse a equiparar cada uno de los siete días con un planeta específico. En tales condiciones, una semana de ocho días, a falta de un octavo planeta, habría supuesto una anomalía intolerable. En la difícil elección entre los planetas como grupo y uno de ellos (la Luna), ganaron los planetas Y como es muy probable que los babilonios designaran cada día de la semana con el nombre de un planeta diferente, esto contribuyó aún más a establecer la semana inflexible de siete días.
Los judíos, durante su exilio babilónico, en el siglo VI a. C., hubieron por fuerza de adaptarse a la semana como unidad de tiempo; porque sería difícil vivir y trabajar en Babilonia sin hacerlo. No cabe duda que los de religiosidad más escrupulosa nunca se prestarían a utilizar nombres paganos para los días de la semana, nombrándolos, en cambio, como el primer día, el segundo, etc. A lo largo de la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, los días de la semana no llevan nombres, sino sólo números.
Aun cuando los judíos en el exilio no condescendieran con los ritos religiosos de los babilonios, es obvio que tenían que suspender sus negocios cada siete días. (Es difícil no cerrar los comercios cuando así lo hace la gran mayoría, o viceversa, cosa que han comprobado los judíos en muchas ocasiones desde entonces).
Para plegarse a los usos locales y evitar al tiempo que tal suspensión honrase a lo que ellos tenían por culto idólatra del Sol, la Luna y los planetas, los judíos necesitaban dar a la semana un significado en su propio sistema religioso. Durante el exilio babilonio fue cuando alcanzaron su forma moderna los primeros 34 versículos del libro bíblico del Génesis. En esos versículos Dios crea el mundo en seis días y descansa el séptimo. Lo cual proporciona significado judaico a la semana y al hecho de que el séptimo día de la semana sea un día de descanso. (La palabra «sabbath» proviene de otra semítica que significa «reposo»).
Al regresar parte de los judíos babilonios a Judea, llevaron consigo la noción del Sabbath, y la utilizaron como importante distinción entre ellos y quienes vivían a la sazón en aquella tierra.
A pesar de que la Biblia —cuya forma definitiva se crea durante el exilio babilónico y después— sitúa la institución del Sabbath en la creación misma, no hay prácticamente mención de él en los primeros libros históricos (Jueces, I y II Samuel y I y II Reyes), cuyo material es anterior al exilio. Desde un punto de vista ritualista, sólo se hace realmente importante en los libros posteriores al exilio. Así, en el libro de su nombre, Nehemías menciona el quebrantamiento del sábado como prueba chocante de una recaída en el pecado: «Por aquellos días observé en Judá que había quienes pisaban los lagares en sábado…». (Nehemías, 13:15).
A partir de entonces los judíos atribuyeron cada vez más importancia al sábado. Durante los días de la persecución seleúcida, en el siglo II a. C., algunos prefirieron morir o perder batallas antes que violarlo.
Los primeros cristianos fueron judíos, naturalmente, y aunque muchos de los elaborados principios judaicos del siglo I fueron abandonados al diseminarse el cristianismo por todo el Imperio Romano (en especial, la necesidad del rito de la circuncisión), no así con la semana y el sábado.
Finalmente, cuando el Imperio Romano hizo del cristianismo la religión estatal, se adoptó la semana en Occidente como una parte oficial del calendario —y no hasta entonces—. Fue el emperador Constantino I, primer césar cristiano (aunque no fuese realmente bautizado hasta encontrarse en su lecho de muerte), quien en el siglo IV convirtió la semana en parte oficial del calendario romano.
Mas no cabe duda que la semana, como período místico, tuvo que entrar en Occidente en fecha anterior, Los astrólogos occidentales, para dedicar los días a los planetas (y, a través de ellos, a los dioses), utilizaban un sistema que probablemente tomaron prestado de los babilonios. Funcionaba del modo siguiente:
Enumeraremos los planetas en orden de creciente velocidad en relación con las estrellas: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio, Luna. Imaginad luego que los planetas tienen a su cargo horas sucesivas del día, por ese orden.
La primera hora del primer día sería Saturno, la segunda hora Júpiter, la tercera Marte y así sucesivamente. Tras siete horas se habría agotado la lista, y la octava sería otra vez Saturno: lo mismo acontece con la décimo quinta y con la vigésimo segunda. La 23 sería Júpiter, la 24 Marte y la 25, que sería la primera hora del segundo día, sería el Sol.
Si el planeta que rige la primera hora de un día específico se vincula a la totalidad de ese día, el primer día pasa a ser entonces el de Saturno y el segundo el del Sol. De continuar emparejando a los planetas con las horas de acuerdo con este sistema, descubriréis que la primera hora del tercer día está asociada con la Luna y que los siguientes días de la semana están asociados con Marte, Mercurio, Júpiter y Venus, en ese orden. El octavo día está dedicado de nuevo a Saturno y el ciclo recomienza.
Cuando se introdujo la semana como una institución cristiana, resultó que el día de la semana astrológicamente asociado con Saturno era el mismo día que por tradición judaica constituía el séptimo (el sábado). En consecuencia, el día asociado con Saturno fue situado al final. La semana romana comenzaba así en el día asociado con el Sol. Era como sigue: 1) dies Solis (Sol), 2) dies Lunae (Luna), 3) dies Martis (Marte), 4) dies Mercurii (Mercurio), 5) dies Jovis (Júpiter), 6) dies Veneris (Venus) y 7) dies Saturni (Saturno).
Las lenguas romances siguen este esquema para el segundo hasta el quinto día inclusive. En francés esos días son lundi, mardi, mercredi, jeudi y vendredi. En italiano son lunedì, martedì, mercoledì, giovedì y venerdì. En español son lunes, martes, miércoles, jueves y viernes.
En inglés y alemán son los dioses teutónicos los celebrados. En inglés, los dos primeros días de la semana son Sunday y Monday, mientras que los alemanes tienen Sonntag y Montag. Los días tercero, cuarto, quinto y sexto son para Tiu, Woden, Thor y la diosa Freya, que es la Venus del Norte. En inglés tenemos Tuesday, Wednesday, Thursday y Friday. Los alemanes tienen Freitag para el sexto día y usan sus versiones de los nombres de los dioses, Dienstag y Donnerstag, para martes y jueves. El miércoles —wednesday en inglés—, que conmemora el dios principal del panteón teutónico, se ha perdido en alemán, donde se dice simplemente Mittwoch, que significa, con bastante sensatez, «mitad de la semana».
Puesto que el dies Saturni romano es el Sabbath de la tradición judaica, ello afecta el nombre del día en las lenguas romances. El séptimo día es sabato en italiano, sábado en español, mientras que en francés y alemán parece ser una especie de compromiso entre Saturno y Sabbath, siendo Samedi y Samstag, respectivamente. (En alemán también se llama al séptimo día Sonnabend, que significa «víspera de Domingo»).
Es extraño que el inglés permaneciera adherido tan paganamente a Saturno frente al Sabbath, pero lo cierto es que los anglosajones llamamos al séptimo día «Saturday».
Los primeros cristianos judíos celebraban el Sabbath como lo hacían los judíos en general, y en el séptimo día también. Sin embargo, al igual que aquellos trataron de distinguirse de los babilonios, también quisieron los cristianos primitivos distinguirse de los judíos no cristianos.
Con ese fin se fijaron en el punto de su doctrina que era absolutamente distinto: la crucifixión, resurrección y carácter mesiánico de Jesús. Por tradición, Jesús fue crucificado un viernes, y resucitó al tercer día, que era domingo. De manera que los primeros cristianos, además de celebrar el Sabbath en el séptimo día, celebraban también la resurrección en el primero, que llamaron día del Señor.
Por ese motivo, los romanos del Imperio cristiano no sólo llamaron al día dies Solis, sino también dies Dominica, y ese hábito se ha conservado también, puesto que el primer día es domingo en español, domenica en italiano y dimanche en francés. El inglés y el alemán siguen conmemorando estólidamente al Sol a pesar de todo, con Sunday y Sonntag.
A medida que el cristianismo se hizo más gentil y menos judaico, el énfasis fue desplazándose más y más del séptimo al primer día, y el domingo no sólo se convirtió en el día del Señor, sino que también acabó vinculándose a todo tipo de costumbres sabáticas. Se transformó en el día semanal de descanso, en el día en que los negocios mundanos debían cesar, en el que la asistencia a la iglesia era deseable o incluso obligatoria, etc.
Naturalmente, hay una incoherencia. La historia de la creación descrita en el Génesis explicita con bastante claridad que el Sabbath es el séptimo día de la semana. «Y, habiendo rematado Dios en el día séptimo la obra que hiciera, en ese día séptimo descansó de toda la labor realizada, y bendijo Dios al día séptimo y lo declaró santo…». (Génesis, 2:2-3).
Y tampoco hay duda alguna de que el séptimo día es el que nosotros llamamos sábado. Los calendarios utilizados en los Estados Unidos comienzan siempre la semana con el domingo como primer día y la terminan con el sábado como séptimo.
Algunos cristianos se mostraron molestos por reservar para el primer día rituales de culto que Dios había parecido reservar para el séptimo. En 1844 un grupo de cristianos se organizaron en una secta denominada adventistas, una secta que esperaba el no muy lejano y quizá inminente segundo advenimiento (aparición) de Jesús. Sintiendo también que debían adherirse a las palabras literales del Génesis antes citadas, insistieron en celebrar el Sabbath en el séptimo día, no en el primero, esto es, el sábado y no el domingo. En consecuencia, adoptaron el nombre de «Adventistas del Séptimo Día» (como la señora de la recepción del motel a quien me referí en la introducción de este capítulo).
Y no son ésos los únicos cristianos que celebran el sábado como el Sabbath. Hay también Baptistas del Séptimo Día, según creo, y aún otras sectas.
Todas estas sectas del «Séptimo Día» se agrupan, junto con los judíos, bajo la rúbrica de «sabatarios», y crean un problema. En una sociedad como los Estados Unidos del siglo XX, las costumbres religiosas son bastante laxas. Cualquiera puede observar el día que prefiera como sábado, o no observar ninguno.
Sin embargo, como parte de la tradición heredada de una época anterior y más estricta, el domingo tiene un trato legal distinto del de los demás días. Los comercios cierran ese día, aunque no cierren ningún otro. E incluso hay ramos en que el cierre es legalmente obligatorio.
¿Qué ocurre entonces con los sabatarios, que se sienten forzados a cerrar los comercios en sábado por razones religiosas y se ven obligados por la ley a descansar también el domingo aunque ese día no tiene significado alguno para ellos? ¿Dónde está la justicia para los sabatarios?
¿O qué os parece el hecho de que una vez establecido un Sabbath en cualquier día y fijado un principio de descanso para un día fijo de la semana en el que todo el mundo levanta el vuelo como un grupo de robots, el hábito se extiende fácilmente a dos días por semana e incluso tres? Entonces una persona como yo, que no observa día específico de descanso, sino que muy probablemente (cuando se le permite) trabaja de modo firme e industrioso siete días a la semana, descubre que no puede recibir correo en domingo y que no puede dirigirse a sus editores ni en sábado ni en domingo. ¿Dónde está la justicia para los no sabatarios?
Estas dificultades, por muy importantes que sean para individuos concretos, son, desde luego, triviales para el mundo en general.
Lo que es mucho más importante es que la semana, surgida en Babilonia por razones que ahora se nos antojarían triviales[5] y llegada hasta nosotros a través de una serie de giros muy improbables de la historia, crea ahora interminable confusión.
Porque pensemos: normalmente es importante saber en qué día de la semana cae una fecha específica. Si es domingo, quizá no aceptéis una invitación que sí aceptaríais en caso de ser martes. Uno se lo piensa antes de ir a un restaurante sin reserva previa una noche de sábado, pero no un miércoles. Una noche determinada de la semana puede ser noche de póquer; otro día de la semana puede ser el día de la novia o el día de la mujer a los efectos de ir a bailar. La lista es inacabable.
Sin embargo, dada una fecha al azar, es imposible decir sin cálculos considerables (o sin consultar un calendario) qué día de la semana es.
Sólo hay una palabra para describir esta situación: estupidez, porque no tiene razón de ser.
Permitidme que os dé la razón básica de por qué no pueden predecirse los días de la semana sin gran complicación. Hay trescientos sesenta y cinco días en un año (trescientos sesenta y seis en un año bisiesto) y 7 x 52 = 364. Esto significa que en un año corriente hay cincuenta y dos semanas y un día. En un año bisiesto hay cincuenta y dos semanas y dos días.
El día 1 de un año común de trescientos sesenta y cinco días puede caer, supongamos, en domingo, de manera que sería el primer día de la primera semana de ese año. En tal caso, el penúltimo día del año, el día 364, sería el último de la semana 52 y caería en sábado, Esto significa que el 1 de enero (día 1) caería en domingo y el 30 de diciembre (día 364) caería en sábado. Pero queda todavía el día 365, que es el 31 de diciembre, y que caería en domingo[6]. Entonces el 1 de enero del año siguiente cae en lunes.
Si el año es bisiesto y el 1 de enero es domingo, el día 364 sería el 29 de diciembre (porque el 29 de febrero habría entrado como día 60, empujando al 1 de marzo, que habitualmente ocupa ese puesto, a la posición de día 61, y así sucesivamente hasta el final). Quedarían entonces dos días más, el 30 y el 31 de diciembre, que caerían en domingo y lunes respectivamente, y el primero de enero del año siguiente caería en martes.
Esto es cierto de cualquier fecha del año, no sólo del primero de enero. Cualquier fecha caerá un día más tarde en la semana respecto al año anterior, y a veces dos, si el 29 de febrero se ha colado entre medias.
Para daros un ejemplo arbitrario: tomemos la fecha del 17 de octubre de 1971. Cayó en domingo. En 1972 el 17 de octubre cayó en martes (el 29 de febrero se interpuso). En años sucesivos, el 17 de octubre caerá en miércoles, jueves, viernes, domingo, lunes, martes, miércoles, viernes, sábado, domingo, lunes, miércoles, jueves, viernes, sábado, lunes, martes, miércoles, jueves, sábado, domingo, lunes, martes, jueves, viernes, sábado, domingo.
El 17 de octubre no vuelve a caer en domingo y en el año anterior a un bisiesto hasta 1999, veintiocho años después de 1971[7], por lo cual la pauta comienza a repetirse. Si lográis retener en la memoria esta pauta de 28 miembros, tendréis un esquema para saber el día de la semana de cualquier fecha de cualquier año desde que se estableció el calendario gregoriano (en 1752 en Gran Bretaña y las colonias americanas). Pero sólo podréis hacerlo si cada cuarto año es sin falta un año bisiesto.
Ahora bien, en el calendario gregoriano hay tres ocasiones cada cuatro siglos en que el cuarto año no es un año bisiesto. La ocasión siguiente será el 2100 de nuestra Era, y cada vez que surge esa excepción hay que revisar ligeramente la pauta de 28 miembros.
Con lo cual la cuestión candente es ésta: ¿cómo podríamos eliminar del calendario esta especie de sinsentido (junto con algunos otros problemas no tan indignantes)?
No es difícil, y os mostraré cómo hacerlo en el siguiente capítulo.