CAPÍTULO 2

 

Me arrodillé al lado del sitio en el cual el intruso se había desviado del límite de la posada. El duro suelo estaba marcado por cuatro muescas triangulares… huellas de garras. El intruso había hundido las garras en el suelo para girar sobre su pata y salir corriendo. Le había perdido por poco.

Frente a mí la calle estaba en silencio, los árboles meras sombras de carbón susurrando suavemente en el viento como hojas de papel rozándose una contra la otra. El barrio era poco pendenciero, e incluso en las noches de los viernes, la actividad cesaba antes de la medianoche. Era cerca de la una.

Aspiré en silencio, escuchando, observando. Sin atisbo de movimiento en ningún sitio. Sin ruidos callejeros. Me había tomado tres preciosos segundos ponerme unos pantalones cortos y una gruesa camiseta y recogerme el pelo con una goma, y ahora ese algo con garras se había ido.

Levanté la mano, concentré mi poder en las puntas de los dedos y toqué la huella. Un rastro de color amarillo pálido se encendió en el suelo. Se desvaneció casi al instante, pero no antes de que anotara la dirección. Había bajado la calle, introduciéndose en el barrio.

Perseguirle significaría dejar los terrenos de la posada, donde era fuerte. Debería mantenerme al margen. Debía dar la vuelta y volver a la cama. No era asunto mío.

Si mataba a un niño, no sería capaz de vivir conmigo misma. Había tomado una decisión, para bien o para mal. Ahora no era el momento de tener dudas.

Necesitaba un arma. Algo con alcance. Me concentré. La escoba fluyó en mi mano, el ‘plástico’ de su mango fundiéndose en metal oscuro atravesado por pequeñas fracturas de azul eléctrico brillante. Una cuchilla afilada se formó en un extremo, mientras que el eje de la escoba alcanzaba los siete pies. Una antigua línea de un manual de artes marciales italiano me vino a la cabeza: cuanto más larga es la lanza, menos decepcionante es. Siete pies estaba bien.

La última de las grietas azules desapareció. La lanza, ahora gris oscuro teflón, se sentía reconfortante en mi mano. Me puse en camino, manteniéndome en las sombras. El rastro resplandeciente se desvanecía. Me hubiera encantado volver a encenderlo, pero había dejado los terrenos de la posada y mi bolsa de trucos divertidos se había encogido.

El Barrio Avalon había sido construido por un borracho que no podía dibujar una línea recta ni aunque su vida dependiera de ello. Las calles no solo giraban, se curvaban y creaban bucles sobre sí mismas como si fueran las espirales de la huella digital de un gigante. La Carretera Camelot era la calle principal del barrio, e incluso esta se inclinaba como una serpiente deslizándose a través de un bosque de casas. Paseé por las calles laterales, estudiando brevemente cada una. Calle Gawain, Carretera Igraine, Rotonda de Merlin… Las calles yacían vacías. Aquí y allá, las luces seguían encendidas, pero la mayoría de los residentes se habían ido a la cama.

Carretera Galahad.

Un foco brillaba a lo lejos. Probablemente provocado por su paso. Alguien o algo se movía ahí fuera.

¿Seguía adelante o lo comprobaba? Si no era nada, me costaría tiempo. Pero si era algo, podría dejar de buscar.

Crucé al lado opuesto de la calle y corrí, escondiéndome en las sombras de los robles. Solo tomaría un minuto.

Una casa se erguía bajo la sombra de un álamo. Las tejas grises de piedra caliza, de dos pisos, mirador, garaje para dos coches… bastante bonita para el estándar de este barrio. Un coche acababa de aparcar en el camino de entrada, un Honda Odyssey, las dos puertas de pasajeros y el maletero abiertos, mostrando bolsas de plástico blanco en el área de carga, probablemente de un veinticuatro horas. La forma familiar del asiento del coche del niño curvada en la parte de atrás. La puerta de la casa estaba entreabierta.

Una pareja que volvía a casa de un viaje, ¿tal vez? Debían haber pasado por la tienda en la carretera para no tener que salir mañana, volver a casa, aparcar y sacar al niño. Probablemente no era nada, pero no lo sabría hasta que lo viera de cerca.

La casa justo al cruzar la calle de piedra caliza no ofrecía ninguna cubierta, pero la propiedad anterior a la derecha tenía un bonito seto espeso. Me metí detrás y me agaché, descansando la lanza en la hierba.

Un coche arrancó en algún lugar lejano en el centro del barrio y se alejó, el sonido del motor desvaneciéndose. El silencio cobró vida en la noche. La luna brillaba, una moneda de plata que relucía intensamente derramando velos de gasa de luz entre los jirones de nubes delgadas. Aquí y allá las estrellas perforaban la oscuridad. A la izquierda, un avión dejó un rastro claro a través del cielo. El aire olía a fresco, la brisa nocturna agradablemente fresca sobre mi piel.

Tranquilo.

Una sombra discontinua atravesó a plena carrera la carretera iluminada, cogió una bolsa de la compra del maletero del Honda, y echó a correr por el patio del lateral de la casa antes de hundirse en las sombras de la noche.

Te tengo, cabrón espeluznante. Si hubiera parpadeado, me lo hubiera perdido. Así las cosas, daba la vaga impresión de algo simiesco y grande, cubierto con pelaje irregular.

La cosa desgarró la bolsa, arrojando los trozos sobre el césped iluminado por la luna. Solo sus patas delanteras eran visibles… como las de las ratas, más grande que la mano del hombre, con los dedos sin pelo armados con garras negras afiladas. Trozos de una bandeja de espuma de poliestireno amarilla siguieron a la bolsa, y la criatura arrancó su contenido. Un ruido de huesos crujiendo de aves siendo aplastados me llegó. Precioso.

—Cielo, ¿has traído la comida? —preguntó una mujer desde el interior de la casa.

Una ahogada voz masculina contestó.

Quédate en casa. Quédate agradablemente a salvo en casa.

Una mujer apareció en la puerta. Estaba en sus treinta y pocos años y parecía cansada, su pelo castaño largo hasta los hombros algo despeinado, la camiseta arrugada.

La criatura dejó caer la carne robada.

Quédate en la casa.

La mujer cruzó el umbral y se dirigió al coche. La criatura se fundió con las sombras. O bien se escondió porque tenía miedo o bien porque estaba a punto de atacar.

La mujer revolvió en el maletero, cogió la solitaria bolsa de la compra, la abrió y frunció el ceño.

—¿Malcolm? ¿Has metido ya el pollo en casa?

Sin respuesta.

El monstruo seguía oculto.

Coge la bolsa y entra.

La mujer se apoyó en la puerta de atrás, hablando consigo misma.

—Podría haber jurado que… estoy algo cansada…

Un destello de movimiento en el lateral de la casa, alto, a unos quince pies del suelo. Me tensé, lista para correr.

La bestia se escabulló hacia la luz, se arrastró por la escarpada pared a quince pies de altura, como una monstruosa lagartija gigante. Mediría por lo menos cinco pies de largo, tal vez cinco y medio. El manchado pelaje negro y azul crecía en parches a lo largo de su columna vertebral, el resto estaba cubierto con piel arrugada de color rosado. Su cráneo era casi como el de un caballo, si los caballos podían ser carnívoros. Mandíbulas largas, demasiado grandes para esa cabeza, sobresalían hacia adelante, haciendo que la nariz ancha y plana pareciera ridículamente pequeña. Un bosque de colmillos afilados rojo sangre brotaba de las fauces, apenas ocultos por los labios blancos. Pero los ojos, los ojos eran lo peor de todo. Pequeños y hundidos profundamente en el cráneo, ardían con malévola inteligencia.

La criatura cogió impulso en la pared de ladrillo con unos dedos enormes y se lanzó hacia el coche, ágil como un mono, demasiado rápido para mi lanza. Un momento más tarde y saltó de la pared, sobrevolando el coche en una sola y poderosa embestida, y aterrizó detrás del Honda.

Maldición. Levanté la lanza y corrí.

La mujer se enderezó.

La bestia se inclinó hacia adelante, los músculos de sus cuatro extremidades tensos. Parecía enorme ahora. El gran danés más grande que había visto medía cuatro pies y medio de largo. Esta bestia le superaba un pie completo.

La criatura abrió la boca y gruñó. Un profundo gruñido gutural atravesó la noche. Se me pusieron los pelos de punta. No sonaba como un perro. Sonaba como algo peligroso y vicioso.

La mujer se quedó helada.

No corras, pedí, moviéndome hacia ellos. Hagas lo que hagas, no corras. Si corres, te perseguirá y te matará.

La mujer tomó un pequeño paso hacia la puerta.

La criatura se escabulló detrás de ella y murmuró algo en un idioma extraño lleno de susurros y gemidos, como si una docena de personas se lamentaran y murmuraran a la vez.

—Oh, Jesús —gimió la mujer y dio otro pequeño paso hacia la puerta.

La bestia soltó una carcajada estridente. Yo estaba casi allí.

La mujer corrió a la casa. La bestia la persiguió. La puerta se cerró de golpe y la criatura embistió de frente. La puerta se estremeció con un ruido sordo.

Oh, no, no lo harás. Empuñé la lanza y cargué. ‘¡Pon tu peso en ella, querida!’ dijo la voz de mamá en mis recuerdos. Concentré todo mi impulso en la lanza. La punta de la lanza cortó la rosada carne arrugada, justo entre las costillas de la criatura.

La bestia aulló. Glóbulos blancos burbujearon alrededor de la herida.

Me apoyé en la lanza y la retorcí, desgarrando a la criatura empalada lejos de la puerta y empujándola sobre la hierba. El monstruo arañó el césped, mi lanza clavada en sus costillas como un arpón. Me lancé hacia abajo, sujetándola y empujé, poniendo toda la fuerza en la lanza, lo que obligó a la bestia a avanzar por el césped a la oscuridad de la pared de la casa.

Mi corazón latía con fuerza a aproximadamente un millón de latidos por minuto.

La repugnante cosa gritó, retorciéndose en el extremo de la lanza. Si fuera humano, estaría muerto. Debí haberle acertado en el corazón, pero no mostraba signos de morir. Tenía que matarlo y rápido, antes de que todo el barrio despertara por sus gritos y saliera a investigar. No tenía ni idea de qué órganos vitales tendría o donde estaban colocados.

Si no podía aspirar a la precisión, tendría que ir a por un trauma masivo. Liberé la lanza con un fuerte tirón. La bestia se puso en pie, increíblemente rápido, y atacó, sus largas garras como hoces. Esquivé a un lado. Las afiladas garras me arañaron por la izquierda, mis costillas abrasaban con dolor caliente. Mordí un grito y empujé, apuntando a su intestino. La bestia golpeó mi lanza a un lado con su hombro. Finté el arma alrededor y conduje la culata de la lanza a su garganta, sujetándolo contra la pared. La bestia gorgoteó, raspando el aire con sus garras, intentando desgarrarme en pedazos. Ahora, mientras luchaba por respirar, o nunca. Giré la lanza y la clavé en el pecho encogido.

Los huesos crujieron. Giré la lanza y le apuñalé una y otra vez, lo más rápido que pude. Estables y poderosos golpes. Otro corte. Más glóbulos blancos filtrándose de las heridas. El sudor me empapaba la cara. La lanza se sentía demasiado pesada.

Otro golpe, otro, otro...

El pus blanco que se derramaba de sus gruesas heridas tintó los rosales.

La bestia se derrumbó. Sus horribles manos con garras subieron una última vez y luego cayeron, vencidas.

Le apuñalé de nuevo, solo para estar segura. Mi herida quemaba como si alguien me estuviera hundiendo agujas al rojo vivo en mi costado. Me doblé. Ay. Ay, ay, ay.

Por mucho que quisiera desmayarme de manera espectacular por el dolor, ahora no era el momento ni el lugar. Tenía que sacar a esa cosa maldita de aquí antes de que alguien me viera.

Examiné al monstruo. Era una bestia flaca, pero todavía medía cinco pies de altura. Tenía que pesar por lo menos cien libras. Cargarlo estaba fuera de cuestión. No solo era demasiado pesado, sino que sangraba limo blanco, lo que podría ser corrosivo o tóxico. Arrastrarlo era mi mejor apuesta.

Me concentré, enviando una imagen mental a la lanza. Venas azules eléctricas se dispararon a través del arma. La punta de la lanza se curvó en un gancho de media luna de púas. Un mango de cruz se formó en el pie del eje. Eso serviría. Enganché a la bestia y tiré.

El cuerpo se deslizó por la hierba. La maldita cosa pesaba.

Un golpe seguido de un débil crujido anunció que la puerta de la casa se abría. Genial, justo lo que necesitaba. Me giré, sopesando mis opciones. Estaba en un espacio estrecho entre dos casas. Detrás de mí, una cerca de madera limitaba los patios traseros. El césped delante no ofrecía ninguna cobertura. Si me movía a la izquierda, la gente me vería bajo la luz de una farola. Ningún sitio a donde ir.

Un hombre juró.

—Mira la puerta.

—Oh, Dios mío —dijo la mujer.

Oh, Dios mío lo describía a la perfección.

Se oyó el teclado de un teléfono.

—Tengo que informar de un ataque —dijo el hombre—. Algo ha perseguido a mi esposa…

Tenía unos minutos antes de que la zona estuviera plagada de policías. Bueno, ¿no era como comer pastel?

La valla de la casa de la izquierda tenía una puerta. Me acerqué, buscando a tientas una cerradura. Mis dedos rozaron el metal. ¡Victoria! Pasé el pestillo. La puerta se abrió. Enganché a la criatura, la arrastré al patio vecino, y cerré la puerta detrás de mí. Hasta ahora, todo bien.

El patio estaba vacío. Unos robles jóvenes arrojaban sombras sobre el césped y a la derecha una casa de juegos de madera se agazapaba en la oscuridad. Demasiado pequeña y demasiado expuesta para ser un buen escondite. Además, no podía pasar la noche en la casa de juegos. No tenía ni idea de cuánto tiempo se quedarían los policías y arrastrar a la bestia hasta casa a la luz del día no era una opción.

Tiré de la criatura por la hierba hacia el lado opuesto del patio y examiné la valla. Estaba vieja y podrida.

El aullido lejano de una sirena atravesó la noche. Me alarmé. Agarré la madera vieja y gris y tiré. Un clavo crujió, la madera cedió, y me quedé con un tablero en la mano. Agarré el siguiente.

La sirena se acercaba.

Tiré del segundo tablero de la valla. Hasta ahí mi esperanza de que la gente de esta casa siguiera durmiendo profundamente.

La sirena aullaba, cada vez más cerca.

Destrocé otra tabla y luego otra. La brecha tenía que ser lo suficientemente amplia. Enganché a la bestia por debajo de las costillas y la empujé por el agujero. Pasó, encajaba. Agarré sus patas y las metí, una a la vez, con cuidado de no tocar la baba. Vamos, entra, cosa fea.

La sirena se quedó en silencio. Miré por encima del hombro. Las luces rojas y azules iluminan la noche detrás de mí. La caballería había llegado.

Empujé lo último de la bestia por el hueco y pasé. A mi derecha, una corta palmera extendía sus hojas, flanqueada por elefantes de jardín. Oí un salto en el agua.

—¿Has oído eso? —preguntó una mujer.

Me agaché detrás del arbusto. No. No, no has oído nada. No me importa, no estoy escondiendo el cadáver de una criatura desagradable detrás de la cama de flores. No. No hay nada aquí excepto lindos conejitos esponjosos correteando adorablemente por la noche...

—Oír, ¿qué? —preguntó un hombre.

—Las sirenas, Kevin.

—No.

Kevin era mi tipo de personas.

—Kevin…

Más golpes de agua.

—Tengo la única sirena que me importa justo aquí.

Hola, Mr. Seductor.

La mujer se rió.

Me incliné hacia delante y me asomé por detrás de la vegetación. Una piscina se extendía delante de mí. Las luces solares flotaban en el agua, salpicando el fondo con círculos rojos y amarillos. En el otro extremo un hombre y una mujer en sus cuarenta estaban sentados en un escalón, medio sumergidos.

—Vamos —murmuró Kevin—. Los niños están dormidos, el agua está caliente, la luna está fuera… Tengo el vino. Debemos beber el vino y luego…

—¿Quieres perder el tiempo? —preguntó la mujer.

—No me opondría, no.

Puso sus brazos alrededor de su cuello.

—¿Haciendo algo romántico a tu edad?

Los arbustos en el borde de la piscina eran demasiado cortos. Podría colarme si me movía rápido mientras estaban distraídos. Si intentaba arrastrar el cuerpo, definitivamente me verían.

Miré la casa. Justo enfrente de mí, en el segundo piso, las cortinas estaban abiertas. Una estación de carga del iPod estaba colocada en el alféizar de la ventana junto a un oso de peluche. La habitación de un niño.

Más risas.

Me metí entre los arbustos, corrí a un lado de la casa, y contuve la respiración.

—Mmm, haciéndose cargo de la situación… —ronroneó la mujer.

—Lo adoras, bebé.

Casi me sentí mal, pero no tenía elección. Puse mi mano contra la casa. Yo era mucho más débil fuera de la posada, pero todavía podía manejar un impulso básico.

El funcionamiento interno de la propagación de la casa estaba frente a mí, las vigas estructurales, los largos tramos de tubería, y el trabajo de cableado. Me llamó la atención el alambre de la derecha y envié un pequeño empujoncito.

La estación de iPod despertó, derramando Nicki Minaj en la noche.

La piscina se quedó en silencio.

Algo se estrelló por encima de mí. La música murió.

—¿Mamá? —dijo una voz femenina joven—. ¿Eres tú?

—Sí —respondió la mujer—. Vuelve a dormir.

—¿Es ese papá? ¿Estáis haciéndolo en la piscina? ¡Puag!

Kevin gruñó.

Otra ventana se abrió.

—¿Qué pasa? —gritó la voz de un niño.

—Mamá y papá están haciéndolo en la piscina.

—Ugh.

—¡Nadie está haciendo nada! —ladró Kevin—. ¡Volved a la cama!

—Sabéis que podéis contraer enfermedades por hacer eso, ¿verdad? El agua de la piscina no es sanitaria…

—Definitivamente no será sanitaria después de que haya terminado con ella —bromeó el chico.

—¡Volved a la cama! ¡Ahora!

Las ventanas se cerraron.

Kevin gimió.

—¿Cuánto falta para que terminen la secundaria y se vayan a la universidad?

—Tres años.

—No creo que pueda aguantar tanto tiempo.

—¿Por qué no cogemos nuestro vino y entramos? —dijo la mujer—. Podemos ir a nuestra cómoda habitación, cerrar la puerta, y beber el vino. En la cama.

—Esa es una gran idea.

Un par de minutos después, la puerta se cerró con un click. Esperé un poco más para estar segura y reanudé mi arrastre. Si los brazos no se me caían, los policías no me pillarían y los residentes amorosos del barrio se quedarían en sus casas, incluso podría llegar a casa en media hora más o menos.

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Una hora más tarde entré por la puerta lateral de mi valla de madera. Se abrió anticipándose y atravesé los jardines del hotel. El poder me inundó. La lanza fluyó de nuevo en una escoba.

La puerta del perro en la entrada norte se abrió y Bestia salió corriendo. Me lamió los pies, gruñó a la criatura muerta, y corrió a mi alrededor en un círculo.

—¿Todo tranquilo mientras estuve fuera?

Bestia se lanzó a mis pies otra vez y me lamió el zapato.

—Llévalo al sótano —le dije.

El césped bajo el cuerpo se abrió y el cadáver cayó. La suciedad y la hierba se cerraron detrás de él y se nivelaron por sí mismos.

Entré en la casa. Las tablas del suelo del vestíbulo se abrieron frente a mí, plegándose y cayendo hacia abajo para formar una escalera que llevaba a la parte inferior de la casa. Las escaleras me llevaron a una puerta de acero. Bajé y toqué el metal. La magia lamió mi palma. Un complejo patrón de grietas finas de color azul oscuro se formó en la puerta y se deslizó a un lado. Entré.

La lámpara suspendida en medio de la habitación se encendió, empapando la mesa de acero debajo de ella de un tono blanco. La criatura muerta yacía sobre ella y parecía tan repugnante como lo recordaba.

A izquierda y derecha, las lámparas se encendieron en sus apliques de la pared, la luz amarilla suave y cómoda, en agudo contraste con la esterilidad de la lámpara de laboratorio. Los estantes se alineaban en la pared del fondo, llenos hasta el borde de libros, mientras que los gabinetes de vidrio que contenían frascos y recipientes de todos los tamaños y formas ocupaban las otras dos paredes. A la derecha, una ducha de descontaminación de hormigón y baldosas esperaba su oportunidad de brillar en caso de una emergencia.

—Gracias. —Toqué la tabla—. Asegúralo, por favor.

Unas tiras de metal curvas surgieron de las esquinas de la tabla, bloqueando las cuatro extremidades de la criatura en su sitio. No creía que fuera a volver a la vida, pero nunca se sabe. Cosas más extrañas han ocurrido. Me puse una bata, gafas de seguridad y resbalé las manos en un par de guantes.

La bestia yacía sobre su espalda, su arrugado vientre sin pelo expuesto. Bicho feo.

Hora de la Guía de las Criaturas. Saqué un grueso libro de la estantería y agité mis dedos por encima. El libro pasó las páginas, reaccionando a mi magia. Mirar las cosas manualmente era una tradición de siglos de antigüedad, tan antigua como las propias posadas. La llegada de los ordenadores no había cambiado nada. En el caso de Incumplimiento de las Leyes, un ordenador sería lo primero que un AFO, Agente de las Fuerzas del Orden, confiscaría. Tenía un ordenador portátil arriba a la vista, en parte para ese propósito exacto. Eran bienvenidos a mi cuenta de Twitter y a mi galería de animales lindos vestidos con disfraces de Halloween hilarantes. Nadie pensaría en comprobar los libros de árboles muertos nunca más, e incluso si lo hicieran, es probable que confundieran la Guía por un volumen más.

Esta copia de la Guía de las Criaturas era vieja. La posada en sí era de finales del siglo XIX, pero la Guía de las Criaturas estaba unida por una piel moteada con algunas estampas de oro en la cubierta, lo que le distinguía de por lo menos dos siglos antes. El propietario anterior de la posada debía haberlo heredado de otro posadero. Tan pronto como ganara el acceso a algunos fondos, tendría que hacerme con una versión más reciente.

El libro estaba indexado3 por varios criterios. Me decidí por la respiración. Era la opción más obvia y me dejaba un buen número de especies en mi lista. La página me ofreció una larga lista de códigos. Tomé un par de pinzas de la bandeja y abrí la nariz de la bestia. Nada obstruía los cuatro pasajes nasales. No parecía haber sufrido efectos adversos o tóxicos por el aire acondicionado. Anoté los códigos para nitrógeno, oxígeno, argón, CO2 y neón, y continué.

Simetría: bilateral. Si dibujabas una línea a lo largo del cuerpo de la bestia de la nariz a la cola, la parte izquierda sería el reflejo exacto de la de la derecha. Hábitat: tentativamente terrestre. No tenía ningún tipo de branquias, aletas, plumas, garras o excavación. Sangre: blanca. Una página de pruebas químicas se presentó, tomé algunas muestras y se puso a trabajar.

Media hora más tarde tuve el rango de códigos y saqué otro grueso volumen de la estantería.

—M4K6G-UR174-8LAN3-9800L-E86VA. —Di eso tres veces rápidamente.

Las páginas crujieron. Mi análisis me dio más o menos ciento treinta y dos posibilidades. Por suerte para mí, las descripciones llegaron con imágenes. Vamos a ver… No, no, puag, no, cómo se movía siquiera esta cosa, no… Seguí pasando páginas, y cuando una imagen repugnantemente familiar apareció, casi me la salté.

Ma'avi Kerras. De la familia de Acosadores Ma'avi. Abusivo, mortal, caza por la vista y el olor, viaja en mandas. Manadas. Fantástico. La escala de inteligencia clasificaba a los acosadores clasificados entre el cuarenta y seis y el cincuenta y ocho, tan inteligente como el babuino promedio, que los hacía bastante inteligentes en el reino animal y muy peligrosos. Pero no lo suficientemente inteligentes como para entrar en la posada por sí mismos. Alguien se había traído a esta hermosa criatura aquí, a Red Deer, y la había dejado suelta en una población desprevenida. ¿Había sido tirado aquí y dejado a hacer estragos? ¿Por qué? ¿Quién? ¿Dónde estaban sus amos?

Leí el artículo de nuevo. Era más como un esbozo, un breve resumen, que una descripción en profundidad. Necesitaba más datos. Suspiré. Una cosa es saber que tus archivos son lamentablemente inadecuados, pero es un juego de pelota completamente diferente cuando te das de bruces con ello.

El acosador estaba muerto. Incluso si me las hubiera ingeniado para llevarlo con vida, no tenía el capital intelectual para soltar la sopa proverbial. Lo corté en trozos pequeños satisfactorios… mis costillas aún dolían… pero inútilmente.

Me quité los guantes. Ojalá mamá y papá estuvieran todavía aquí…

El dolor me asaltó. Apreté los ojos cerrados para luchar contra la pena y deseé con todo lo que tenía que entraran por esa puerta. Mi magia salió de mí en una onda de gran alcance.

La posada crujió alarmada.

Bien hecho. Estaba asustando a la casa.

Abrí los ojos. No estaban. Por supuesto que no estaban.

—Está todo bien —acaricié la pared—. Es solo una cosa humana. Les echo de menos, eso es todo.

La investigación adicional tendría que esperar hasta por la mañana cuando mi cabeza estuviera despejada. Le dije a la casa que refrigerara mis pruebas y subí a tomar una ducha, a tratarme las heridas y a tragar un par de analgésicos.