XV

EL ASESINATO DE LLOPIS había producido honda conmoción. Ya antes de llegar a su palco, los Rius fueron saludados por tres o cuatro amigos, y ni uno solo dejó de referirse al asesinato del famoso industrial. Los nervios estaban excitados. Los rostros estaban marcados por el signo del temor, como un presagio.

Llegaron con bastante anticipación, lo que permitió a Joaquín salir al «fumoir», donde encontró a Pepe Dolz; charlaron todavía un momento y se retiraron juntos al palco. Pepe Dolz entró en el paleo contiguo a saludar a los Torra. Joaquín observó la sonrisa significativa y delictiva con que Evelina le recibió, más sabrosa que nunca. Las lámparas de la sala acababan de ser totalmente iluminadas. El murmullo de las conversaciones era un murmullo de gran gala. Después de observar unos momentos el aspecto general de la sala desde la entradilla del anfiteatro, Joaquín se retiró satisfecho de la magnificencia de que formaba parte; estaba definitivamente entroncado con aquella sociedad; y su mujer era la más hermosa de toda la sala.

Entró en su palco. Mariona no estaba; habría salido a hablar con alguien, como era su costumbre.

Sentase con pausa. Elevó la mirada; lo mejor era, sin duda, el anfiteatro, en el que ellos tenían su palco. La platea era también sugestiva. Los escotes de las damas se ofrecían desde allí como una tentación. La carne femenina es ya el pecado. ¡Con qué gozo la exhiben! Dirigió su vista al segundo piso; los palcos del segundo son más recoletos, de gente más recatada, menos afanosa de lucir. El tercer piso es el de los solteros, el de las aventuras. El palco de Ernesto Villar estaba vacío; fijose ahora en el cuarto piso, y, finalmente, en el último repleto de fanáticos de Wagner, que escuchaban partitura en mano y siseaban a los primeros compases para obtener el silencio general. Eran los técnicos de la música y los locos; menestrales que se hubieran vendido los ahorros por no perderse la función, obreros que andaban desde Horta o Sarriá, que aguardaban tres horas en la cola de la taquilla solo para ver y oír, sin exhibirse y sin ser vistos, anónimamente, dramáticamente. Gente de los Ateneos populares obligados a compartir el resto del mes sus frustradas ambiciones artísticas con el jugador de billar y con el de dominó. Joaquín Rius pensaba en la mala impresión que ellos, los de abajo, debían causar a los demás, a los que suprimían la cena para adquirir la localidad. Y nuestras mujeres con diez mil duros en cada dedo! Pero ¿no estuvo en trance acaso de ser uno de los de arriba? ¿Acaso era suya la culpa?

El murmullo acreció, se tomó cálido; Joaquín miró a la platea; descubrió a Mariona, que, pasando por el pasillo lateral, dirigía su mirada al palco. La observó orgulloso de hallarla tan radiante; las luces dotaban de una suavidad acarminada a su rostro que denotaba pícaro entusiasmo.

—He estado viendo a los de Puig Ribalta… —dijo, con la respiración entrecortada, al entrar.

—No tienes que subir tan aprisa las escaleras.

—Creía no llegar a tiempo.

Joaquín echó un vistazo al reloj.

—Ahora van a empezar —dijo; en aquel momento se mitigaban las luces.

Saludaron con una sonrisa a los Torra. Pepe Dolz se despedía de Evelina. La madre de esta se dirigió a Mariona, apoyada en el terciopelo granate.

—Hace años que no había visto el Liceo tan bien. Está todo Barcelona. Será una noche inolvidable.

Los del quinto piso produjeron un ligero murmullo. Un impaciente había dado un grito.

Apareció el director, que fue aplaudido sin ganas.

—¿No han venido tu padre y tu hermana? —preguntó Joaquín.

—No. Papá dijo que prefería venir el domingo por la tarde, cuando la cantante no esté tan nerviosa.

—Es una lástima; una noche así…

—Sí; pero ya sabes que papá no es partidario de escuchar a las artistas la primera noche.

—No es como yo —afirmó Joaquín sonriendo—, que vengo para mirar a la sala.

—Ni yo —añadió sonriendo también Mariona—, que no hago más que entrar y salir. ¿No te incomoda?

El marido negó cariñosamente, en silencio; a mitad de la obertura, se estaba abriendo majestuosamente la enorme cortina.

La viuda Torra atendía displicente; su abanico estaba entreabierto. Centenares de binóculos se dirigían al escenario por captar la expresión de la hermosísima italiana, cuya voz parecía manar de una fuente de cristal. La escuela era maravillosa. Alternaba con el coro —un grupo numeroso de sirvientas, de atuendo dorado y cárdeno—, que la estaban peinando, en un castillo medieval. Al fondo, por una ventana abierta, comparecía de pronto un caballero, un paje cuyas piernas hicieron sonreír a Mariona, enfundadas en la media gris. Pero también el tenor tenía una bella voz. El coro de sirvientas se había retirado con aspavientos mercenarios.

La atmósfera del teatro se hacía más densa a medida que avanzaba la representación. De cada palco fluían docenas de miradas, alteradas por la voz y por la belleza de aquella mujer fascinadora.

—Me han dicho —afirmó en voz baja Mariona a Joaquín, mientras le cogía la mano, y Joaquín se sentía lleno de dicha—que hasta el segundo acto no se verá si es realmente buena o no.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Los Puig.

—Sí, tienen razón; el dúo fatal es el principio del segundo acto.

—¿Le llaman fatal?

—Es una piedra de toque para las tiples.

Un desconocido, desde una de las butacas del anfiteatro, había siseado para que se callaran.

Mariona, con ademán de complicidad, sonrió a su esposo.

Nunca se sintió tan dichoso, tan satisfecho de sí y de su vida. Para él, la música era un simple telón de fondo, una almohada sobre la cual seguir pensando en sus cosas; repasaba mentalmente las incidencias de su vida y advirtió que, por primera vez, transcurría mucho rato sin que pensara en la fábrica, sin acordarse de que existiera. «Has cambiado profundamente —pensaba—. Has llegado a una normalidad. Mariona ha realizado el milagro de separar a los dos Joaquín Rius y que uno de ellos fuera perfectamente humano, mientras el otro sigue manteniendo su independencia. Al otro, al de la fábrica —y sonreía imperceptiblemente— le has dejado en casa, acostado, para que mañana pueda levantarse a las seis».

—Antes del segundo acto bajaré al palco de los Puig, porque Montse Puig me ha dicho que me quiere consultar una cosa. Algo del peluquero —susurró Mariona casi al oído de Joaquín. Este asintió y le rogó con el índice en los labios que no levantara la voz.

Bárbara Vallini obtenía un éxito notable. Al terminar el dúo del primer acto, el quinto piso prorrumpió en aplausos fervorosos. Los de abajo eran más circunspectos. Se reservaban para el dúo del segundo, en el cual había sido copiosamente silbada dos años antes una cantante española.

El primer acto había caldeado la sala. A medida que avanzaba la representación, los caballeros notaban en el cuello las aristas de la pajarita, y las damas habían perdido su aire de ensueño, para ladearse nerviosamente al escuchar un comentario, al menor frufrú de la seda próxima. Y, sin embargo, la sala no estaba enteramente prendida del escenario; por lo mismo, la mecía una suerte de maravillosa marejada, hecha de susurros, de fugaces miradas, rubor y malicia contagiados.

Tras el airoso y melodramático recital de la tiple, todos los personajes irrumpieron en escena; las dos cortinas cerraron el mágico mundo de los amores contrariados, del veneno, de la declaración de amor, epilogada por el puñal, que hería al valiente paje y que era esgrimido por un personaje barbudo, cierto barítono de dimensiones nórdicas. Los caballeros, de pie, aplaudían maravillados; las mujeres, en sus butacas, lo hacían con la palma de la mano deliciosamente curvada, como una concha en que el rumor del aplauso hallara su eco más propicio, íntimo, confidencial. Finalmente, y cuando la tiple ya no reapareció, caballeros y damas se levantaron de sus butacas.

—¿Le ha gustado? —preguntó una voz a Mariona.

Esta, que se levantaba a su vez, nerviosa, se sobresaltó un tanto; tratábase de Raimundo Tell, que seguramente venía a conversar con Joaquín del último artículo del Diario de Barcelona.

—Mucho —asintió Mariana, sin renunciar, sin embargo, a abandonar el palco.

Tell saludó a Joaquín.

Joaquín observó a la viuda Torra seguir a Mariona con los impertinentes, mientras esta se despedía de Raimundo. Aquel síntoma de curiosidad le molestó.

Tell y Joaquín dirigiéronse al salón. Joaquín apenas escuchaba a Raimundo. Le absorbía demasiado la consideración de su propia dicha, de su propia importancia. Tell se refería al asesinato de Llopis con una argumentación circunspecta, largamente meditada. A su juicio, el asesinato era promovido por vía de ensayo.

—Empezaremos una temporada de grandes pruebas. Compadezco a los que tengáis fábricas.

—¿Por qué?

—Esta organización de los sindicatos obliga a los que se inscriben a pagar la cuota y a matar a un industrial. He leído los estatutos.

—Creo que exageras.

—Te lo aseguro —ratificó el otro con toda la energía de que era capaz—. Es una especie de masonería de los trabajadores. Joaquín tenía ganas de cambiar de conversación.

—¿Te ha gustado la. Vallini? —preguntó a Tell.

—Encuentro que no hay como para considerarla la mejor cantante de la época, como me decía el señor Niebla.

—Sin embargo, dice la ópera maravillosamente.

—No lo niego. Pero la D’Ambra estaba más formada. Quizá dentro de unos años…

Joaquín se detuvo un momento, aturdido. Acababa de oír que dos personas, charlando al otro lado de la columna, habían pronunciado el nombre de su mujer.

Raimundo Tell seguía hablando. Y él no podía advertirle que callara.

No, sin duda no hablaban de Mariona. Puesto a escuchar, sin atender a la conversación de Raimundo, percibió claramente que estaban hablando de Pilar Riba, una muchacha recién puesta de largo. Y en el momento en que él volvía a prestar atención a lo que hablara Tell, y que ya empezaba a caminar de nuevo, escuchó, ahora sí, las mismas voces que estaban comentando algo de Ernesto Villar.

Volvió a mudar de expresión. E inmediatamente procuró extirpar la idea. Sin duda había sido un espejismo gratuito, sin fundamento. Además, ¿qué hubiera tenido de particular? Sin embargo, esto denotaba que «aquello» no se había cerrado todavía. Que sus celos todavía tenían por donde caminar.

—¿No te molesta que volvamos al palco? —había preguntado a Ten.

—No, de ningún modo —y este seguía charlando. Ahora volvía a expresar sus opiniones sobre el terrorismo.

—No te quepa duda. Me extraña verte tan tranquilo. Pero no acabará aquí. El Gobierno es muy débil y teme dar un golpe enérgico. Todos peligraremos. Por lo que a mí hace —.seguía diciendo Tell sin arredrarse ante la notoria falta de entusiasmo de Joaquín Rius—, me he hecho poner mi cama al borde del jardín para escaparme si llega la hora.

—Pero por Dios, Raimundo —le dijo Joaquín volviendo en sí—, estás exagerando.

—Ya sabrás decírmelo dentro de unos años. Es lo que afirmaba hace no más de un mes Mañé y Flaquer…

Era lo que faltaba. Joaquín se puso a mirar descaradamente a toda la sala sin hacer caso de la lata de Tell. Era ya hora de que este se diera cuenta de que se estaba haciendo pesado.

Pero no descubría a Mariona en el palco de los Puig. ¿Se habrá ido con Pilar al restaurante? Seguramente hubiera subido a avisarle. ¿Dónde estaría?

Sin darse cuenta, había mirado al último piso, y le causó horror o, más que horror, vértigo. Sentía la presencia de aquellas gentes matemáticamente encima de su cabeza sin acertar a saber por qué. Era una imprudencia que el quinto piso no tuviera su baranda maciza como los demás. ¿Es que el precio de los ahorros de «ellos» no daba para baranda maciza?

Al fin Raimundo se despidió.

—Te veo muy preocupado —dijo a Joaquín.

—Y yo te veo a ti muy apurado. ¿Es que no sabes hablar de alegría, de vida y no de muertes, asesinatos y sabotajes? Tienes que casarte, Raimundo; estás volviéndote un solterón.

Perplejo, Raimundo Tela se desconcertó.

—Es lo que me dice mi madre —repuso Tell, desarmado como un niño.

—Pues anda; a ser bueno y a obedecer a tu madre. Raimundo le miró sin acabar de comprender si se trataba de una broma o de un consejo en serio.

—¿Tú crees?

—Claro; las personas como tú tienen que creer a sus madres y seguir sus instrucciones — prosiguió con aire de broma.

La viuda Torra, que escuchaba el diálogo, abrigaba su sonrisa tras el abanico entreabierto.

—Rius tiene razón —afirmó la viuda Torra al notar que había sido vista—. Eres demasiado mayor, Raimundo, para que tu madre te deje ir solo y por tu cuenta. Esto está bien a los veinte años —concluyó con expresión juvenil.

Raimundo Tell abandonó el palco, perplejo, sin acertar a comprender la razón de la reprimenda.

Iban ya a empezar. ¿Por qué Mariona se entretenía tanto? Joaquín pensó un momento en ir a buscarla, pero la expresión de la señora Torra le hizo desistir.

—Mariona está cada día más bella —le dijo esta.

—Sí; a pesar de los maridos, las esposas están cada día más guapas —ratificó Joaquín, hallando un placer en trabar conversación con la exquisita señora.

A doña Concha Torra le llamó la atención la expresión de ironía afectuosa de Joaquín Rius dada la fama que este tenía de hombre práctico, de nuevo rico a secas. Hizo lo posible por proseguir la conversación.

—En días así me siento joven. ¡Qué emoción da ver al Liceo como en sus buenos tiempos! Y más cuando una siente el temor de que esto no dure mucho. Supongo que habrá leído lo del pobre Llopis.

—Sí; lo he leído. Una desgracia.

—Más que una desgracia, un aviso para todos. —Y luego añadió, sonriendo, la dama—: Y que conste que no quiero continuar con el tono del chico Tell. ¡Qué pesada) es el pobre!

—Como no tiene nada más que hacer que leer la prensa… —afirmó Joaquín—. Es rico, no siente la necesidad de tratar con las mujeres y no le preocupa nada más que la perseverancia en la tranquilidad. Se comprende que le preocupe tanto lo que dicen los periódicos.

—¿Y a usted no le preocupa?

—No acabo de creer nunca lo que dicen los periódicos. La política siempre anda bastante mezclada de por medio.

—Sin embargo —observó doña Concha—, hay hechos que no se pueden desmentir.

—No lo niego. Pero esto no ocurre más que una vez al año.

La sala se llenaba de nuevo. Como en el curso de la embriaguez, los hombres sienten progresivamente que el mundo es mejor, que ellos son más altos y más libres, que la vida se ofrece con mil alicientes; así, en el seno de la sala cada uno se figuraba ser el héroe de un mundo maravilloso; que el brazo de la mujer que tenía a su lado, usando del mismo apoyo aterciopelado, pertenecía a la esfera del ensueño, de la embriaguez sensual y poética a un tiempo. La tamización mágica de las luces borraba los posibles errores de Dios —tal mirada no suficientemente viva, tal cutis no lo bastante terso— transfigurando a los seres hasta casi la pura perfección a un país supraterrenal mágico.

Joaquín afirmó:

—Esto nunca podrán quitárnoslo.

Y doña Concha se volvió rápidamente a él, azotada por la ventolera de una idea aciaga.

—¿No ha pensado usted a veces que no tiene razón de ser? —inquirió—. No, claro —añadía—, no lo ha pensado usted porque es joven, porque su esposa es joven y porque se siente usted de lleno en este ensueño. Pero nosotros, los viejos__

—Sí, lo he pensado —prorrumpió Joaquín—. Esta misma noche, al mirar al quinto piso, he pensado en la manera en que todos esos seres nos deben contemplar y el aspecto que debemos ofrecerles. Quizá seamos un poco injustos…

—No es por eso —observó la viuda Torra—. Aunque esto fuera justo, nos sucedería igual. Yo me refiero a la noción de falsedad que uno tiene de sí mismo cuando se pone a reflexionar. Nosotros, los viejos, hemos dejado tantas ambiciones aquí, tantos ensueños, a través de los años… Y lo mismo nuestros padres y abuelos.

El murmullo de la sala renacía poderoso. Y luego el silencio, un silencio súbito, provocado por el siseo de los del quinto, que aplacó en un instante la vitalidad de los diálogos y, simultáneamente, la de las luces. Y Mariona no estaba allí.

Se trataba de escuchar el dúo fatal.

Joaquín Rius pensó un instante en los plátanos de la Rambla sin saber por qué; en las hojas de los árboles que caerían, en aquel momento, sobre el empedrado con una flotación de vaivén. En la ciudad entera, a la que había sentido crecer con el mismo dolor, a la vez gozoso, con que había sentido crecer sus propios miembros.

Al iniciarse los primeros compases de la música sintió un dolor muy vivo en el corazón. Era el dolor de la ausencia de Mariana, una punzada simultánea a la de la música. Él, patente, solo en el palco, era igual que nadie, no era nadie. Ellos, ellos dos son «los» Rius. Mariona debiera estar aquí.

Sin acertar a comprender la razón exacta del presentimiento, al abrirse el telón, sobre sus hombros había sentido la presión de su soledad, de la mentira de aquel mundo, y de algo indefinido e ineluctable, que debía acontecer aquella noche. Las dos conversaciones, la de Tell y la de la viuda Torra, le habían colmado de tristeza repentinamente. Habían truncado su estúpida dicha. ¡Si Mariona estuviera ya aquí!

Volvió la vista del lado del palco de los Torra. Evelina mantenía el rostro hacia atrás. El escote, rosa y carne, palpitaba con la respiración pausada, profunda, subyugada. ¿A causa de qué? Y de pronto un siseo agudo avisó de que el dúo fatal iba a empezar. La tiple y el tenor, en efecto, se habían adelantado hasta casi rozar las candilejas.

El siseo había partido del quinto piso.

El teatro, enorme, era una sola respiración. Joaquín paseó con lentitud su mirada por la sala observando con detenimiento todos los rincones, las expresiones, la máscara, abominable y tentadora a la vez, que los primeros compases de la música dulce y dramática ponía en los rostros de las mujeres. ¡Qué maravilla si Mariona estuviera aquí! Y después, en el instante mismo en que la Vallini iniciaba, con la voz más fina y quebradiza y patética que pudiera escucharse, su papel, con los versos

O dolce amore

O piacere, o cuore…

él levanto la mirada con lentitud al quinto piso. Sin motivo alguno, su corazón palpitaba intensamente. Se detuvo en el tercero y pensó que Mariona siempre le echaba en cara que iba al Liceo para mirar a la sala. Elevose su mirada hasta el paraíso, y luego descendió un tanto, pero quedó suspensa a medio aire.

En aquel instante preciso caía un objeto oscuro, por el aire, desde arriba…

A una señora del quinto se le había caído el bolso.

Pero no había hecho el menor ruido.

Se levantó, asustado, espeluznado, de un salto. ¡Un bolso no cae así! Al mismo tiempo, un grito de mujer, maduro, bronco, tremendo, sacudió a la sala toda. Había retrocedido bruscamente, dando un salto atrás; fue cosa de un solo segundo. Fue derribado por un huracán de voces, por un solo alarido exasperado de millares de gargantas. Y no veía nada, derribado, asido al pie de la butaca que se había mantenido en pie. Sentíase sumido en una profunda, dramática, impenetrable oscuridad, como un ciego. Y en un silencio inexplicable, trágico. ¿Qué era de la música, Dios? ¿Dónde estaba?

Consiguió incorporar levemente la cabeza, incorporarse un tanto, recostado sobre los codos contra el suelo.

Una bomba, Dios mío, ha sido una bomba…

A través de la penumbra intensa, como un fantasma, veía avanzar algo, no sabía qué. Algo horroroso, indefinible. ¡Una bomba en el Liceo! —pensaba.

No era un fantasma enorme, era la lámpara, la inmensa araña que pendía del techo, que se balanceaba como un barco sumergido, pendida aún del techo resquebrajado por filamentos y cables como nervios destrozados. ¡Qué horror, si cae, si se desprende, qué horror!

Y en ese instante sintió que no estaba herido, que no estaba muerto, que todas sus fuerzas se mantenían, que conservaba toda su lucidez. En ese momento notó que la sala no estaba oscura, sino iluminada a medias por los globos de gas, por algunos globos de gas. Los ojos iban abriéndose al espectáculo más atroz que podía haber imaginado en una noche de delirio. Y no se atrevía a hacerlo, sentía un pavor inmenso de levantarse, de incorporarse; sin embargo, fue su propia voz la que le arrastró, como atado a la grupa de un caballo loco:

—¡Mariona! ¡Ma… ri… o… na!

Crispadas sus manos en la baranda, todo él de pie, su voz no se oía, no la oía él mismo, a pesar de que, en efecto, esto que oía era el silencio, un silencio terrible, de muerte. Se cubrió el rostro con ambas manos.

¡Mariona! Y volvió a gritar, sin mirar, porque no podía.

Casi toda la sala era un amasijo de butacas retorcidas, de madera, de cristal, de terciopelo desventado. Y encima y en los huecos, montones de carne, cuerpos tendidos, sin que fuera posible adivinar el rostro; sedas impregnadas de sangre, de la que se percibía hasta el olor. Y la muchedumbre apretujada en el hueco de las puertas sin lograr avanzar, odiándose unos a otros, apiñados y despavoridos.

Retirase un tanto hacia el interior del palco. Tenía que sostenerse en la cortina. Le había invadido un vértigo espantoso. Tenía que aplacar el vacío de su corazón, que ahogar la respiración que le horrorizaba, que no le permitía ser dueño de sí; tenía que hacer algo, algo de provecho, buscar a su mujer, recogerla, marcharse a casa con ella. No era posible que Mariona pudiera soportar aquello sola, sin él. ¡Dios, Dios, ayúdame a encontrarla! Pero contempló el abanico entreabierto de la viuda Torra, al que la blanca mano de la dama sostenía con suavidad. ¡Señor, la viuda Torra no ha podido cerrar su abanico! Y se adelantó y, por encima de la balaustrada del palco, contempló el rostro de la dama sonreírle fijamente, impávido, sin moverse. Hubiera deseado tener el valor de cerrar sus ojos, aquellos ojos vaciados, en un segundo, de su expresión. ¡Ah, pero era preciso buscar a Mariona, encontrarla en el acto! Dios, dame solo fuerzas para bajar la escalera, para bajar la escalera y no más…

Apoyándose en las paredes logró con lentitud llegar al salón. De uno de los palcos frontales sacaban en aquel momento a una muchacha joven que gritaba como una endemoniada e iba dejando por las alfombras un rastro de sangre, casi ninguna, la última, por la que se le escapaba la vida. Y en la escalera principal, sentados, con mirada idiotizada por el dolor, por el pasmo o por la muerte, hombres, mujeres, las pecheras y los cuellos desordenados, la carne más íntima mostrándose con trágica impudicia. Zapatos plateados sueltos, perdidos, al salir. Y la carne de los hombres moviéndose aún en un último intento de asir una cosa, la vida que huía, la vida que se iba sin remisión.

A la platea era imposible entrar.

Intentó por una, por otra puerta. ¡Los ojos, sobre todo, los ojos de los moribundos! Sonreían para reconciliarse por última vez; ellos y los muertos sonríen; preguntan: ¿Es esto la muerte? ¿La muerte hoy, aquí, en el teatro? Sonríen diciéndose: Si no puede ser, esto no puede ser la muerte… Tampoco por la tercera puerta se podía entrar. Por esta estaba prohibido, unos ujieres sacaban cuerpos y los alineaban a lo largo del comedor.

Joaquín se enfrentó con un ujier; le zarandeaba.

—Tengo que entrar, déjeme; mi esposa está aquí. No puede, no puede impedírmelo —suplicaba.

Y pensó: ¿Y si estuviera muerta?

Con lentitud, se retiró y pasó ante las hileras de cadáveres. Hombres, mujeres… Se horrorizó; volvió la vista del otro lado. Pero continuó el camino macabro. Aquel, aquel de allá, era don Jacinto Miralles. ¡El que decía que no iba nunca a ninguna parte!… Y allá veía a Carolina Millet, la muchacha que tocaba Schumann el día de la puesta de largo, tendida, la sien destrozada, pero toda ella limpia, lo demás. De pie, a su lado, sin llorar, despeinada, los brazos tendidos, su hermana Gertrudis mirando a todos sin mover la cabeza, guardando el cuerpo inexplicablemente tronchado de la hermana mayor. Joaquín Rius dio la vuelta porque no estaba Mariona.

Notó que estaba volviendo en sí, porque los oídos se le habían destaponado de pronto y recogían atónitos el ruido, el ruido feroz de los ayes, de los llantos agudos, sincopados, que no se explicaba cómo no había percibido hasta entonces, brutalmente evidentes. Intentó entrar en la sala; pisó cuerpos, sedas, desesperado, sin mirar. Pero unos brazos lo asían, muchos brazos, enérgicos, y lo echaban para atrás, sin remisión. Lo suplicaba llorando y gritando fuera de sí. Eran diez, veinte los que suplicaban, los que forcejeaban, y se encontró en el suelo, echado, su mano sobre una mano yerta, inmóvil, de la cual lo que más le extrañó fue la tibieza, como de pájaro herido que palpitara aún. Y se levantó trabajosamente. ¿Dónde?

Subió las escaleras, con los ojos cerrados, por el llanto y por el horror.

«Tengo que encontrar a alguien que me dé algún dato. Es preciso que la encuentre ahora mismo». Todo le dolía; con las uñas se había hecho sangrar el labio inferior.

El salón de fumar, nuevamente. Estaba casi solitario y oscuro. Su corazón sintió una sacudida, esperanzado. Aquel, aquel que caminaba hacia los bancos de terciopelo era un conocido, un amigo, había que hablarle. Pero ni uno ni otro conseguían caminar aprisa. El amigo se alejaba, y él no podía alcanzarle a pesar de caminar el otro con tanta lentitud.

—Pepe, Pepe…

¿Por qué no se volvía Pepe Dolz antes de llegar al sofá? Ahora se sentaba, con tanto cuidado que no era explicable. —Pepe —le dijo nuevamente.

Por fin estuvo a su alcance. Pepe Dolz se había sentado en el sofá y le miraba con la vista alta y débil, pero sin levantar la cabeza, el mentón hundido en el pecho.

—¿Has visto a Mariona, Pepe? Necesito saber dónde está Mariona, encontrarla en seguida.

Pero Pepe Dolz no hacía más que mirarle. Por fin, sonrió levemente, una sonrisa que no alcanzó a animarle más que las comisuras de los labios.

—Dímelo, Pepe —suplicaba—, si tienes fuerzas…

La respiración de Pepe Dolz se fue trocando en un estertor bronco e intermitente mientras sonreía aún e intentaba mantener abiertos los ojos. Luego levantó levemente la palma de la mano abierta, como en una súplica, mientras la respiración se acentuaba en un profundo, quejumbroso, ronquido.

Por la palma de la mano se escurría, sin mancharle el puño terso de almidón, un hilo de sangre oscura.

Joaquín se retiró lenta, despavoridamente, sin volverse de espaldas, como si se hundiera en la penumbra para no perder de vista aquellos ojos, de los que no conseguía desasir los suyos, porque dejar de mirarle era matar a aquel ser. Lentamente se fue de nuevo a su palco y se sentó. El abanico de la viuda Torra seguía entreabierto, y él no conseguía apartar la imagen de los ojos de Dolz, y su respiración como un mugido entrecortado por la muerte. No ha podido cerrar el abanico, pensaba, absorto, mirándolo.

Se cubrió el rostro con las manos. Gemía con desesperación de bestia herida.

—Mariona, Mariona… —balbucía.

A su imaginación sobrevino el recuerdo de Ernesto; y no quería ir a aquel palco, el del tercer piso. ¡Ojalá estuviera con él, ojalá! —pensaba—. En el tercer piso no ha ocurrido nada, se habría salvado. ¡Señor, Dios mío, haz que ella estuviera con Ernesto entonces! Y recobrada su confianza, recobrada su vida, se lanzó por las escaleras secundarias, al tercer piso, y, como un vendaval, penetró en el palco. Pero allí no había nadie, nadie. Nadie había estado aquella noche en el palco.

«Tengo que entrar abajo, a la sala. Si Mariona no está en la sala, me iré a casa, seguro de que está allí» —se decía.

En efecto, ahora habían dejado expedita una puerta. Por ella entró. Había que cerrar los ojos para entrar allí. Recorrió toda la sala. Uno por uno iba inspeccionando los cuerpos tendidos con una emoción y una tensión tremendas. Minuciosamente, dolorosamente; pero fue largo, difícil. Tal vez pasaron horas. Se iba acostumbrando a no sentir nada ante el cuerpo de los desconocidos. Retiraba los mechones o las manos, la pierna tronchada. Estuvo una hora allí, entre otros que hacían lo mismo, en cuyos ojos se manifestaba progresivamente una suprema esperanza.

Luego volvió a recorrer la hilera de los cadáveres del corredor. ¡No, Mariona no estás —se decía con gozo.

Pero no era posible marchar a casa. ¿Por qué ella no había subido al palco si estaba ilesa? Tenía que estar allí; él no podía marcharse hasta saber que no estaba allí, entre aquellos, su cuerpo.

Entró el Viático y él se arrodilló.

Una idea le llenó de estupor y de dolor. ¿Cómo no lo había pensado antes? El corazón le palpitaba furiosamente; se levantó, rezando; penetró en el palco de los Puig Ribalta. Abrió la cortinilla, penetró dentro. No había nadie. Un guante solo. Lo cogió febrilmente. No, no era el de Mariona.

Luego, desde allí, fue meditando, reflexionando. Había estado en el tercer piso. Al segundo no era necesario ir. No había ocurrido nada. Había repasado el anfiteatro y el salón. La sala de fumar. Mariona no podía estar en ningún palco de anfiteatro. Le faltaban solo los palcos de platea. La campanilla del Viático martillaba en sus sienes. ¿Quién tiene un palco en la platea? ¿Qué conocido tiene un palco en la platea?

Lo recordó en el acto. Lo recordó con pavor atroz, de hecatombe. Recordó a Ernesto, en el Pabellón de la Exposición, que le había dicho que el palco de su familia estaba en la platea. Sí, era el segundo a la izquierda. Pero Ernesto no había ido casi nunca ahí porque estaba siempre a disposición de sus tías viejas.

—Mariona no estará allí —intentaba tranquilizarse—. No estará.

Caminaba, sin embargo, con lentitud, demorando la llegada. —Es el segundo a la izquierda — pensaba.

Antes de intentar, tragó profundamente su propia respiración; por la puertecilla, cerrada, se escurría un pequeño río de sangre.

Probó una y otra vez, y al fin, de un tirón seguro, saltó la frágil cerradura. Antes de decidirse a entrar, ya vio uno de los guantes de Mariona sobre la mesilla.

Se retiró, cayéndose, hasta la pared del pasillo, donde permaneció apoyado largo rato. Se pasó la mano por la frente.

Mariona tenía los ojos cerrados y su cabeza había caído, recostada, sobre el hombro de Ernesto; parecía abandonada en él, como si viviera. La cabeza de Ernesto, en cambio, parecía desnucada, caída contra la pared, con la frente evidente y el mechón, sanguinolento ahora, sobre la sien.

Sus ojos estaban abiertos. No sonreían, pero su rostro sí. Era una sonrisa impávida, yerta. Así había sonreído toda la vida, desde el colegio. Miraba fijamente, pero no veía. Sin embargo, parecía una expresión de vida.

Joaquín se volvió un momento de espaldas. Aquella mirada era la mirada de un chico, la mirada de un colegial, y ahora estaban los dos arrodillados, castigados.

Eres idiota. Había sido Mir…

Los separó brutalmente. La seda de Mariona crujió, prendida de algún botón, de un clavo, quizá, que la desgarraba. El la asió fuerte por la cintura. Recogió su guante. La llevaba recostada por la cintura sobre su hombro. Los cabellos, sueltos, flotaban. Atravesó el pasadizo con lentitud, para no herirla, con cuidado, con la frente alta, el mentón salido. Logró ganar la sala de entrada, luego el primer peldaño de las escaleras. Consiguió mantener firme su pie. Uno a uno, con seguridad creciente, iba subiendo los peldaños, por la parte de fuera de la alfombra, para sentir la seguridad del contacto. Y al fin del primer tramo, casi en el rellano, se detuvo, porque había oído el rumor de que algo se perdía, que huía cristalinamente; eran golpecillos secos y rotundos, saltarines, sobre el mármol de los peldaños. Se volvió, apenas, y vio como iban saltando por los peldaños, hasta ganar el suelo, las perlas del collar… Sintió en su espalda el gran escalofrío.

Siguió adelante. A mitad, había recogido con la suya la mano de Mariona, la pequeña mano blanca, completamente fría, y la apretaba con tesón. Ahora había que pasar por delante de la sala de fumar, y contempló a lo lejos, sentado en el mismo lugar, a Pepe Dolz, recostado como si viviera. Cerró un instante los ojos, porque sentía la descarga recorrer todas sus articulaciones y empezaba a temblar. Finalmente, consiguió penetrar en el palco. Dejó a Mariona allí, tendida, en el suelo, abrigada con su capa de terciopelo azul, que había permanecido colgada en el palco. Después, él se retiró.

Bajó las escaleras, solo ya, ebrio. Salió a la calle, sin atender a la muchedumbre, que le miraba pasar, con los ojos muy abiertos, horrorizados. Penetró en la noche de la ciudad, en aquella noche trágica. Fue caminando por la Rambla hacia arriba y se adentró en la primera bocacalle. Instintivamente, como una bestia herida, se encaminó a la calle de la Paja. Subiría las escaleras del antiguo pisito como si los años hubieran vuelto atrás, y toda su vida, la boda, el hijo, la muerte, no hubieran sido más que un sueño, y se despertara reclinado en el regazo de su madre. Al entrar en la calle sintió el vaho intenso de la herboristería, de hierbaluisa, de tilo, de espliego, de tomillo, tan familiar, tan dulce. Al hallarse ante la casa de su madre, se detuvo apenas un instante. No acertaba a entrar; no acertaba a recordar a su madre; le era imposible subir y decir: ahora vengo, madre, porque mi mujer ha muerto abrazada a otro.

Sintió tocar unas campanas, las de Santa María del Mar. Siguió caminando, siguió avanzando en la noche trágica, teñida de sangre, transida por gritos de muerte. Bordeó la basílica; caminó más lejos aún, como un sonámbulo; llegó lejos, todo era lejano; aquí no existía ya la luz de los faroles; solo una lejana lucecita, a la que llegó rendido. El contacto de la llave era como el de una mano amiga. Penetró en la fábrica, y allí mismo, sobre la palanca fría de una máquina, sobre el rodillo fiel, tendió sus manos y su frente, hundió su pensamiento fantasmal. Rezó lo primero que le vino a la boca: una oración que renacía traída por la locura a través de los años, arrastrada a la fuerza desde su conciencia de niño: Altísimo Dios… Verdad infalible…

FIN