III

QUINCE AÑOS ATRÁS, Joaquín Rius, el chiquillo que el día del almuerzo de la llegada de su padre pellizcaba a su hermano por debajo de la mesa, había ingresado como alumno en los jesuitas. Las emociones de la llegada de su padre no se le borraron jamás de la memoria. El sombrero hongo, el chaleco crem, el terno a franjas blancas quedaron grabados en su ánimo como con buril.

No se había planteado nunca hasta entonces la cuestión de si las gentes tienen padre o no. En general, los padres acostumbraban a ser como el del hijo del panadero, gruesos y mandones, padres que salían a la calle en camiseta en momentos impulsivos y conducían a su casa a los hijos agarrados por una oreja. Pero la aparición de un caballero, de un caballero de cuerpo entero, no excesivamente grueso y que sonríe, y que resulte ser el padre de uno, esto no es corriente.

A los pocos días de la llegada de su padre, el pequeño Joaquín se deslizaba por la calle de la Paja sin mirar los escaparates ni a parte alguna, con la cabeza gacha: «No quiero que me vean, porque me harían jugar con ellos y no quiero jugar en la calle», decíase.

Las palabras de su padre: «Es el champán más caro del mundo», no las podía olvidar. Al recordar el burbujeo del champán, tan suave, le parecía que el vino de todos los días le iba a manchar por dentro.

Quedaba absorto en la contemplación de su padre, le observaba, parecía escudriñarle. Su madre le sacaba del ensimismamiento: «Anda, come; date prisa».

En la escuela no había dado pie con bola. La maestra le obligó a subir un día a la tarima y le hizo poner la mano, para darle un palmetazo con la regleta. El muchacho, que había llegado a la tarima lentamente, sin prisas, desafiador y satisfecho, tendió la mano y se la dejó golpear como si fuera de otro.

Durante toda la clase no hacía más que pensar en el final, para ir corriendo a su casa y contemplar a su padre deambular por la galería. Le entusiasmaba oír el chirriar de sus zapatos, relucientes como un espejo.

Su madre, en cambio, hablaba constantemente y le sonaba a él con su pañuelo, sucio de sus mocos y de la cocina. El pañuelo del padre era limpio; cuando don Joaquín concluía de sonarse lo volvía a doblar como si tal cosa.

Después de cenar, cuando doña Paula se adormilaba tricotando, su marido, afable, decíale: «Anda, mamá, vete a acostar, que te estás durmiendo»; entonces Joaquín, el chico, se iba a un rincón oscuro de la galería, se sentaba en la mecedora y observaba a su padre escribir o sacar cuentas; se dejaba sugestionar por el reflejo de las gafas de oro que se ponía sobre la nariz, de lentes diminutos y torcidos, bajo la presión de cuyo muelle don Joaquín resoplaba trabajosamente. Si un movimiento leve de la mecedora hacía volver al padre la cabeza, el pequeño Joaquín se veía sorprendido por su voz: «¿No te has acostado todavía?». Se levantaba y se iba a acostar dócilmente.

En la mesa, el chico no perdía detalle de las conversaciones sobre el futuro plan de vida. Cuando el enviarlos a estudiar a los jesuitas fue cosa decidida, la palabra colegio cobró un sentido nuevo: y la paladeaba.

Él había entendido claramente decir a su padre: «Quiero que estos sean lo que nosotros no hemos podido ser: dos señores; para eso tenemos el dinero».

Su madre había objetado: «¿No será demasiado para nosotros?». Siempre se metía donde no le importaba.

A los jesuitas solo iban los hijos de la gente más rica, de los condes y de los que salen en el diario. Se imaginaba ser ya un conde y salir en los diarios por el hecho de ir.

El verano lo pasó en esa ensoñación: pensaba en lo que iba a hacer al llegar al colegio, en lo que iba a decir y en los amigos que tendría. De mes en mes crecía su agitación, pero no se le notaba.

La víspera apenas pudo conciliar el sueño. Su madre le había preparado la ropa, el delantal, la cartera. Pero él volvió a palpar en la oscuridad, temiendo que no todo estuviera en orden. A las cinco de la mañana volvió a despertarse y ya no durmió más. Cuando, al cabo de mucho rato, percibió el rumor de su madre al levantarse, el corazón comenzó a latirle apresuradamente; y al abrir aquella los postigos del cuarto se lo encontró sentado en la cama y con los ojos muy abiertos.

—Andad, niños, a levantarse.

Su hermano aún dormía, el muy bruto.

Salieron a las siete en punto; el pequeño de la mano de su madre, y él, solo, un poco adelantado. Su madre, de vez en cuando, tenía que advertirle: «No vayas tan aprisa, Joaquín».

Aguardaba un poco, pero al cabo de un instante volvía a adelantarse.

Al llegar a la vista del colegio sintió el corazón darle un tumbo; siete u ocho coches, muy lujosos, aguardaban en la entrada. Había infinidad de niños. Unas criadas de uniforme formaban coro en la puerta; parecían más damas que su madre; y algunas damas de verdad, con su gran sombrero lleno de plumas y unos vestidos relumbrantes, de larga cola; las cinturas de estas señoras eran muy delicadas y diminutas; hablaban aprisa y se volvían de un lado a otro con suma facilidad, como si no les costara el menor esfuerzo.

Antes de llegar a la puerta se despidió de su madre; le dio un beso en la mano, a toda prisa, para que no se notara mucho. Le daba vergüenza que las damas y sus condiscípulos adivinaran que era su madre, con la manteleta y la mantilla y casi sin peinar.

A la entrada del colegio un cura, que preguntaba a cada uno su apellido, a medida que entraban, les dirigía a uno u otro lugar, a unas grandes aulas llamadas «brigadas», en las que gran número de niños sentados en los bancos, sin decir palabra, eran objeto de la atención de un sacerdote.

Sintió el sonrojo en sus mejillas. Había tantos ojos dirigidos a él, que se metió en el primer pasillo de bancos y allí quedó, sin moverse.

El sacerdote se dirigió a él:

—¿Cómo se llama usted?

Su voz que, a decir del cura, no oía ni el cuello de su camisa, contestó:

—Joaquín Rius.

El sacerdote anotó con un lápiz en una libreta. Joaquín quedó perplejo ante la blancura de manos del jesuita y la longitud de sus dedos. Usaba gafas de montura plateada, tras las que los ojos brillaban agudos.

Al rato sonó una campana y el cura dio una palmada; se dirigieron en largas filas a la capilla, donde les aguardaban todos los demás.

Joaquín contemplaba maravillado el incienso y el oro y miró a sus compañeros. ¡Qué elegantes! ¡Qué bien peinados! ¡Qué olor había a colonia y jabón perfumado! Él escondía la puntera de su zapato, un poco raspada. Los niños se miraban unos a otros, con la observación descarada de los jovencitos, que no ceja. A Joaquín le parecía que todos le miraban la puntera raspada del zapato y esto le incomodaba.

¡Si la puntera del zapato pudiera ser como la de los demás podrían ser pasados por alto el chaleco de punto y los pantalones que su madre estuvo frotando con amoníaco media hora seguida! Si eran ricos, ¿por qué razón no podía llevar zapatos relucientes, chaleco propio, en lugar del que usaba, aprovechado de su padre, que la costurera había estado rehaciendo, pero que tenía un bolsillo grande y torcido, imposible de arreglar? ¡Qué rabia!

Un chico, dos filas más adelante, le hacía muecas. No tenía la estatura que él; era rubio y lucía un gran cuello de celuloide; llevaba sortija en un dedo.

Como no podía soportar la insistencia de las muecas, volvió la vista hacia atrás, sofocadísimo. La capilla estaba completamente llena, la masa de los colegiales crecía en altura a medida que su mirada avanzaba en profundidad. Al fondo estaban los mayores, más altos, o incluso uno con bigote y patillas. Uno de los chicos de la fila siguiente, el más próximo a él, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Rius.

—¿Cómo?

Sonaron unos golpes enérgicos e insistentes al otro lado. Joaquín vio al cura golpear con los nudillos en el repecho del largo reclinatorio común. Sin dejar de mirarle, el sacerdote se llevó las manos a las bocamangas contrarias; complementándose, desaparecieron en ellas; de modo que todo, salvo el resplandor de los ojos, que no cesaba de dirigirse a él, se convirtió en una alta mesa, azul de puro negra. Joaquín hubiera querido desaparecer; las mejillas le ardían; dirigió su mirada al altar, en el que estaba empezando la misa.

»Altísimo Dios… Verdad Infalible…».

La cantinela repetida en el colegio un día tras otro, año tras año, no se le borraría nunca de la memoria.

El resto de la misa lo pasó intentando eludir la mirada del rubio de la fila anterior. Contó el número de bombillas de la lámpara central, el de los angelitos que formaban racimo, sin más que cabeza y alas, junto a la nube que la Virgen pisaba en el techo.

Al terminar la misa, otra vez en largas filas regresaron a las «brigadas». Una vez sentados en los bancos de la clase, el chico rubio se acercó a Joaquín y le preguntó:

—¿Cuántos años tienes?

—Once.

—Yo doce. Mi hermano tiene dieciséis. ¿Te gusta jugar a bolos? En casa tengo un juego de bolos.

El sacerdote oyó el runruneo del diálogo y se volvió repentinamente. Antes de que el chico rubio consiguiera callarse, lo había descubierto.

—Usted.

—¿Quién, yo? —preguntaba cándidamente un chico angelical de la fila anterior.

—No, no; usted; el del cuello grande.

La clase se echó a reír.

—Silencio. ¿Cómo se llama?

El muchacho se levantó sin el menor sonrojo.

—Ernesto Villar.

—En la clase no se habla —dijo el cura—. Quiero que lo sepan de una vez para todas. Si tienen algo que decir, levanten la mano; en caso de una necesidad urgente, un dedo; y si es más urgente aún, dos. Siéntese.

La novedad de las primeras clases las hizo divertidas; los profesores hacían la distribución de los nombres y los alumnos se iban conociendo recíprocamente. Joaquín Rius salía satisfecho, sin dejar de pensar: «¿Por qué no puedo ser como ellos?».

Al llegar a casa narraba a su padre las incidencias del día. Don Joaquín le escuchaba, condescendiente.

—Papá: ¿son ricos esos niños?

—Sí, casi todos son ricos.

—¿Más que nosotros?

—Sí; más que nosotros.

—¿Nosotros no somos ricos?

—Tú lo serás, si eres trabajador.

La madre llegaba en aquel instante y oía al pequeño hablar de estas cosas.

—Anda, vete a jugar. Vete a la calle, a tomar el aire. Todavía no está la comida y tengo que acabar de arreglar el comedor. El chico permanecía callado.

—¿Me oyes?

—No quiero jugar en la calle.

Pensaba que si alguno de sus compañeros, el chico rubio por ejemplo, le veía jugar en la calle con el hijo del panadero, nunca más podría mirarle a la cara.

Con el tiempo fue clasificando a sus compañeros y eligió a un grupo de cinco o seis a los que admirar. En clase era de los del montón; pero cuando le faltaban pocos puestos para alcanzar a Prats, o a Villar, o a Mir, o a Soler (Antonio), se apresuraba a estudiar para avanzar los puestos y sentarse a su lado. Y cuando estos estaban más atrasados que él, estudiaba sin tesón para perder los puestos de sobra.

El día más normal para los estudios era el miércoles; el miércoles había sido ya superada la nostalgia del domingo, y se tenía la esperanza de la tarde siguiente, la del jueves, lo que redoblaba el afán de estudio y el de travesuras. El viernes era un día gris; nadie se sabía la lección. El sábado ponía en las mejillas de los estudiantes un punto de picardía y de frenesí. Los lunes eran insoportables. Al volver de la misa se entraba en la dase con una zozobra indescriptible; un solo día de fiesta había bastado para echar al traste el hábito del colegio; los ojos de los estudiantes parecían llagados por las emociones del día anterior. Por eso las clases de los lunes eran tan grises e interminables; todos se sentían colmados de una fatiga dulce, incluso los mismos profesores.

Los días de marejada eran los martes y los miércoles.

En cierta ocasión, y era martes, un chico, aprovechando un descuido del profesor, disparó una bola de papel mascado contra la pizarra. El profesor viró en redondo.

—¿Quién ha sido?

Joaquín había visto de quién se trataba: Ignacio Mir, que escondía la cabeza riendo detrás de la cartera. Pero el profesor no lo veía. Entonces, como siempre al ocurrir algún percance de este orden, increpó al cabeza visible de toda revuelta, que le miraba muy divertido con una sonrisa, completamente ajeno a la imprevisible reacción.

—Villar. Póngase de rodillas.

Joaquín Rius se levantó:

—He sido yo, padre.

Quedaron atónitos. El profesor no quería, sin embargo, patentizar la ligereza cometida al echar mano de Villar como símbolo de la cosa.

—Bien. Pónganse los dos de rodillas.

¡Con qué fruición se puso Joaquín de rodillas al lado del chico rubio, de figura de príncipe!

—Puesto que ha sido usted noble y ha confesado —le dijo al cabo de un rato el profesor—, por esta vez no sucede nada. A la próxima pasaré aviso al padre prefecto.

Villar estaba sulfurado:

—Eres idiota. Había sido Mir.

Pero Joaquín pensaba que el lance le servía para adquirir notoriedad ante los que le interesaban.

La última semana de octubre tenía lugar en el colegio los Ejercicios Espirituales. Joaquín asistió a los primeros desprevenido. Tenía once años y no sabía qué cosa serían. Le quedó en el ánimo una sensación de temor, proveniente de la penumbra de la capilla, del silencio sobrecogedor, que hacía más sonora y más honda la voz del sacerdote, del recuerdo de los cortinajes morados que cubrían las imágenes de los santos y que ocultaban la figura de la Inmaculada, tan esbelta y rubia, con el pie desnudo, los párpados bajos, pisando sin darse cuenta a la víbora de la manzana en la boca. Todo quedó oculto tras de las cortinas moradas; y sobre ellas lucían, chisporroteando, las llamas de seis cirios simétricos, tres a cada lado. Le quedó el recuerdo de esto y de las palabras del lector; al revestirse el sacerdote los ornamentos para celebrar la misa, en el presbiterio, la voz del lector repetía, y a Joaquín no se le olvidó: «El cíngulo es la cuerda con que ataron al Maestro para llevarle al Gólgota». Y más tarde: «Después de desnudarle la espalda, los sayones le azotaron». ¿Qué son sayones?

Los muchachos asistieron a los Ejercicios de muy distinta manera; pero Joaquín no pudo dejar de recordar la expresión de un niño, algo mayor que él. Cuando al terminar cada plática y levantarse todos a cantar, el colegio entero entonaba la súplica de perdón, el chico lo hacía con la cabeza gacha, y no como los demás; los demás miraban, cantando, a todos lados. Y el raudal de voces fluía muy despacio:

Perdón, oh Dios mío,

perdón y clemencia…

Joaquín Rius respiró al descubrir, el domingo siguiente por la mañana a la luz de todas las arañas encendidas, el rostro rubio y suave de la Inmaculada y, con ella, san Francisco Javier, san Luis, san Ignacio. Todos como antes, con su ademán perenne, con mirada de arrobo dirigida al cielo, con la mano crispada sosteniendo, a punto de caerse, un crucifijo.

Las clases, después de dos Ejercicios, quedaban unos días sumidas en una paz mate y monótona. El brillo de algunos ojos se había mitigado.

Los meses se sucedieron. Y los cursos. Después del verano, reemprendían la tarea con ilusión renovada. A cada nuevo año los alumnos volvían un poco cambiados, en esa edad en que falta poco para que los cambios sean notorios a simple vista, como el correr de la larga aguja del reloj. A los quince años de Joaquín, la clase era un elocuente vivero de seres con sus virtudes y sus defectos ya del todo cristalizados; el bozo apuntaba en los labios carnosos, en los que hacía mella el anticipo de la precoz sensualidad, el presentimiento, ya tangible y vivo, de las exigencias de la vida y de la carne. Aquellas treinta miradas se obstinaban, a veces, de pronto en un pasaje de la historia natural, en la insinuación que pareciera colegirse de las palabras de un monarca, en la clase de historia, las cuales se aprestaran a revelar mi tramo más profundo de las raíces de la vida. O al abrirse las ventanas en primavera; el estallar los primeros brotes en las ramas de los árboles callejeros, derramando en el aire un polen sutilísimo que hacía temblar levemente a los estudiantes las aletas de la nariz; cuando hasta los excrementos de los caballos sobre los adoquines suscitaban un recuerdo de tierra y de vena henchida, de verde talle, de seno turgente de risa femenina junto al manantial, en el instante en que todos se han ido ya y quedan, en silencio, la muchacha frente al muchacho y se siente en el revés de la mano el discurrir de la sangre, lento como una insinuación; en la primavera, al abrirse las ventanas de la clase, aquellas treinta miradas quedaban prendidas de un tramo de cielo azul atrapado en el rectángulo; y el oído percibía el eco de las pisadas de una mujer, la que fuera, distintas .a las de los hombres; eco que se oyera descender rotundamente calle abajo. Treinta miradas absortas en el rectángulo azul, menos una: la de Joaquín Rius.

Los chicos admirados por Joaquín regresaban los lunes a la clase con el recuerdo de un domingo transcurrido entre sofás elegantes, a la sombra tibia de chimeneas de casa confortable. Allí, grupos de jovencitos se congregaban en torno a grupos de muchachas, primas y amigas de primas, y se adiestraban en la galantería. Quizá notaran también tomar vuelo en su pecho las primeras inquietudes, no complejas aún, pero adivinadas hasta lo más hondo; y la sensación de ráfaga en la carne, el amor atolondrado, primerizo y apasionante que desvela de pronto la forma leve y fugaz, a media tarde, de la cintura de una amiga; un modo inesperado de pisar; la curva que sobrevino al apoyar aquella el codo sobre la mesa en un efímero instante sin recato, cuando con ademán de enojo intentaba en vano recuperar un guante que el muchacho había sustraído para bromear. Y al darse cuenta de que la sorprendía una mirada de hombre, y no de muchacho, volverse asustada para atrás con un rubor inconfundible.

Joaquín Rius regresaba a la clase con el recuerdo de un tapete verde, de lluvia en los cristales, de rumor de conversación en un tramo de escalera, de llanto de chiquillo en el piso de abajo, de una mosca en la crema, que la madre sustrajo con una cuchara.

Escuchaba nombres de muchachas en la boca de sus compañeros: Rosa, Pilar, Mercedes, Isabel, Concha… Pero no le sugerían la imagen corpórea de las muchachas, ojos dulces, pícaro ademán, rebullir de una falda sobre la pantorrilla moza. Ellas eran fantasmas jóvenes de un mundo de chimeneas en la molicie de los salones, de butacas panzudas, de alfombras que amortiguan el ruido de las pisadas. Y no tenía para él interés oír decir: Isabel, a secas; tenía interés oírselo decir justamente a Ernesto Villar, que lo decía de una manera especial, claro que no a él, pero sí a los otros.

Mientras tanto, los negocios de don Joaquín Rius, padre, habían seguido viento en popa. Primero un telar, después otro y otros, hasta llegar a la media docena. Don Joaquín se había percatado no solo del espíritu del negocio, sino de la técnica de la industria que tenía entre manos. Alguien afirmaba que la tela fabricada por él nada tenía que envidiar a la de Manchester. El tren de vida de los Rius, sin embargo, seguía siendo el mismo.

La ciudad empezaba a distenderse hacia la parte alta, avanzaba como una lava de oro por la planicie, inundaba la huerta, con empuje hacia la ladera, que era ya cosa próxima, no un contorno lejano. Antaño, las gentes, los padres y los abuelos, iban a pasear por el Paseo del General, andén del mar, por el cual la brisa penetraba cargada de sabor salino, oreando las almas. Ahora la gente paseaba por la calle de Fernando, donde las levitas cobraban un lustre senatorial y los sombreros, al saludar, dibujaban una prolongada y suave parábola, curva como la misma cortesía. Y, sin embargo, el tren de vida de los Rius seguía siendo el mismo. Incluso el contable Llobet, con sus dos hijos puestos al mundo, no se recataba de pasear con ellos y con su señora, una vez al año, en Corpus, luciendo un magnífico sombrero hongo, que no era el de la boda, pues casó con sombrero viejo. Las gentes cosechaban los primeros frutos de su trabajo y esto se dejaba notar hasta en la indumentaria. Y, sin embargo, los Rius seguían en su pisito de la calle de la Paja, sin exteriorizar la fortuna que se iba acumulando.

En la primavera, a finales de curso, cuando los exámenes estaban próximos, la familia Rius salía los domingos con sus hijos a almorzar al campo, pues don Joaquín no quería que los chicos fueran a pasar la vida encerrados y nerviosos con los estudios. Ya en la pradera, Joaquín acostumbraba a recobrar, en general, el buen humor principalmente al escuchar las observaciones de su padre, que todo lo refería a la experiencia americana. Admiraba el aspecto de su padre, su lustre de viajero, su forma de hablar, tan decidida. Saber que se aproximaba el tiempo en que podría acompañar a su padre a la fábrica le acercaba progresivamente a él. Cuando se sentaban sobre la tienda, a comer a la sombra de un árbol, parecíale vivir otra vida, y se animaba; cualquiera de sus compañeros, en efecto, hubiérale podido ver así, y no se hubiera sentido avergonzado. El campo iguala cosas y personas.

A menudo, después de cenar, en su casa, se acercaba a su padre y le ayudaba a sacar las cuentas, a poner en limpio determinados borradores; se instruía en la correspondencia. Las fórmulas: «Muy señor mío», etc., le causaban emoción. Se enfrascaba apartado, en firmar muchas veces en hojas de papel, con una firma retorcida y sinuosa que recordaba la de su padre.

Al iniciarse el último de los cursos, Joaquín Rius tuvo una sorpresa desagradable que, sin saber por qué, le acongojó unos días. Ernesto Villar había terminado en verano el bachillerato y acababa de partir, enviado por su familia, a Inglaterra, para estudiar magistratura y leyes en una de las Universidades de allí. ¿Por qué una cosa tan natural y tan sencilla le llenaba de tristeza? Encontraba híbrida la compañía de los demás; no acertaba a sopesar, así, de pronto, el grado de admiración que Ernesto había despertado en su ánimo; todos los ademanes, la mezcla de naturalidad, de seguridad en sí mismo, de superioridad social de Ernesto habían sido constantemente el espejo en que se miraba; eran su piedra de toque, lo que él no era y ambicionaba. Pero ¿cómo llegar a serlo con una madre casi planchadora, y un padre eminente, pero con guardapolvo y gorra, a los cuales la fortuna parecía no servirles de nada? Joaquín presentía que la distinción que codiciaba provenía de una naturaleza congénita a la sangre, llegada a esta razón a través de largas generaciones de mujeres que no lavan los platos, de hombres que se levantan a las diez o a las once y tienen ayuda de cámara y no recuerdan haberse preocupado nunca personalmente del traje que se van a poner ni haber usado nunca la misma ropa dos días seguidos. ¡Qué distinto a lo suyo! Recordaba sus juegos en la calle; su hermano jugaba aún a los bolillos en la plaza, con el hijo del panadero; su madre se presentaba a comer secándose, las manos en el delantal, sucio de los fogones; su padre hacía ruido al comer la sopa y daba la mano al cochero al despedirse si por casualidad algún domingo señalado se decidían a alquilar un landó para ir a las afueras a comer tortilla con atún, grasienta…

Acabó el colegio. Era casi un hombre. Su rostro había experimentado una lenta y persistente transformación. El hombre pasa de la primera a la absoluta pubertad con una especie de temor y de asco. Al ser adulto, el rostro pierde el último candor. La naturaleza se manifiesta con una serie de signos inexorables en la piel, en las comisuras de los labios, en las cejas. Joaquín Rius observaba en su rostro irse acentuando las trazas de la sangre y que tenía una expresión irrefutable de menestral, unos rasgos con los que se sentía oprimido. Alto, enjuto, con una frente dura; su mirada no conseguía prescindir de la existencia de otras miradas; se adivinaba indefenso, aplastado por las negras cejas; su mano era ancha y basta y los dedos largos, huesudos, de trabajador.