XIII

DESPUÉS DEL OFICIO asistieron a la primera distribución del vino, póstumo de don Pascual. Y todos los concurrentes al oficio cataron el poderoso tinto de la Rectoral, legado del buen sacerdote. Los hombres se pasaban las botas unos a otros y a la décima vuelta la nariz se les había hinchado a la mayoría; y los colores les subían a la cara. Mariona se acercó a Joaquín y le preguntó:

—¿Tú no bebes, Joaquín?

—Lo he probado ya.

—¡No sabes beber en bota! —y se echó a reír, mirando a todos.

A Joaquín le exasperaba la tranquilidad de que Mariona hacía gala ante él. Era inexplicable que lograra mentir con tal sangre fría. Deambulaba entre los invitados como cuando soltera y hacía bromas que sofocaban al pretendiente de Mercedes.

Jaime, el tartanero, al beber, y lo hacía más que nadie, se dejaba caer el hilillo de vino por la nariz, por las comisuras de la boca. Joaquín le contemplaba con cierto asco. Mariona, en cambio, no hacía más que reír mirándolo. Ernesto le miraba con semblante displicente.

—¿Te gusta el tinto, muchacho? —le preguntó.

El hombre no atendió a esta cortesía de Ernesto, sino que, esgrimiendo la bota en el aire, dio media pirueta mientras gritaba:

—¡Viva don Pascual!

Y casi a punto de caerse:

—¡Vivan los curas!

Después de la escena del vino en la Plaza, venía lo que se llama «la mañana»; es decir, un concierto en el entoldado. El velamen de lona multicolor se ofrecía tendido al sol, en la era de Palluí, la más capaz del pueblo. Se dirigieron a ella. El entoldado ya estaba lleno de gente. Los payeses paseaban en él con conciencia de estar pisando la plantilla de sus zapatos; los que venían de otros pueblos los habían traído consigo empaquetados hasta la entrada de la iglesia, donde se habían quitado las alpargatas, que habían sido envueltas en el papel.

La orquesta componían la casi en su totalidad instrumentos de viento; la única expresión era un violín —el director— y el contrabajo, apodado el «Berra».

Estruch, el alcalde, que paseaba con la alcaldesa —una rolliza campesina de voluminoso busto, vestida con lustrinas detonantes—, sin duda con intención de amortizar todo lo posible la alfombra floreada, hizo los honores a los recién llegados; frases tartamudeadas, interrumpidas una tras otra antes de que fuera posible adivinar lo que pretendían expresar. Palluí, en cambio, fue a su encuentro desde el palco:

—¡Cuánto señorío, cuánto señorío! —y llegaba desde la entrada del entoldado con la mano extendida, y con un propósito vagamente europeo, él, que había vivido en Perpiñán en su juventud.

—¿Qué tal, Palluí, cómo estás?

—Muy bien, como siempre. Esperando que la Fiesta Mayor nos pruebe a todos.

—¿Y tu mujer y los chicos?

—Bien. Ellos, rai… Mírela.

Y señaló a su cara mitad, sentada en el palco; un abanico monumental le ocultaba parte del rostro.

Era una mujer gruesa, mucho más joven que él, a la que todo le reía, hasta las carnes del codo y el evidente escote fresco.

—Siempre tan guapa tu mujer; los años no pasan para ella —observó el señor Rebull para halagarle.

—Y dígamelo a mí; trabajo tengo para espantarle las moscas. Don Desiderio no pudo por menos que sonreír ante la brutalidad expresiva del payés.

Palluí dio la mano a todos. Joaquín sintió la mano áspera, manchada de vino, apretar fuerte en la suya. Le dejó un contacto húmedo. Disimuladamente, se metió la mano en el bolsillo del pantalón y se secó con el pañuelo.

Ante doña África Costa, Palluí quedó un poco turbado. No sabía si la cintita que llevaba en el cuello le obligaba a preguntarle por su salud, y si quería que le preparara algo, o no; se olvidó de darle la mano.

Ernesto le sonreía y le tendió la suya.

—¿Es el novio de la señorita? —preguntó el Palluí al grupo y refiriéndose a Mercedes.

Respondieron que no, todos, menos Federico Costa, que solo con oír aquello dicho de aquel modo, y la incertidumbre de verse aludido después de igual forma, mostraba un sofocón regular; parecía que iban a encendérsele hasta las gafas.

—El señor —dijo don Desiderio, aclarando la pregunta de Palluí— es un amigo nuestro que ha venido a pasar con nosotros la Fiesta Mayor. Es un huésped de honor; ya le podéis tratar bien. Es diputado.

—¿Ah, es diputado? —expresaba Palluí, observándole con ojos de malicia—. ¡Las martingalas que debe de saber!… —añadía, guiñando el ojo.

Ernesto miró a Mariona, a la que tenía delante, y sonrieron.

Fueron a ocupar su palco, palco presidencial; el concierto iba a empezar. Ebullición de jóvenes en masa, a los que el cuello de la camisa, como el aro de una horca, obligaba a sacar un poco la lengua; efervescencia de muchachas a las que los payeses daban, de vez en cuando, un manotazo en la espalda o en el muslo, obsequio recibido por ellas con coquetería expresada con dientes irregulares, o dando un chillido, e intentaban perseguirles con el abanico en el aire; todo para acabar contentándose con un ¡animal! cargado de dulzura.

Al sentarse, las damas se levantaban la falda y exhibían unos floreados refajos tan importantes, pues, como la cobertura exterior.

Palco presidencial, el de los Rebull, era el contiguo a la orquesta, lo que impedía a todos y cada uno de sus ocupantes percibir otro ruido que el del instrumento adyacente, que cobraba para el interesado un aire modesto de música de propiedad. A Ernesto le había correspondido un clarinete; imponiéndose sobre el conjunto, el clarinete entraba con furor intermitente y agudo a incorporarse en el momento menos esperado a la presentida armonía conjunta; el «sostenido» se componía de puros espasmos bucales, de vez en cuando degenerados en floreo sutil que cosquilleaba el oído derecho de Ernesto, pues el izquierdo no entendía más que el mugido lejano y vago del entoldado entero, ajeno a la música. A Joaquín le tocó la vecindad de algo todavía peor: una trompa. El oído derecho de Joaquín no percibía siquiera el ruido de la trompa, todavía más inesperado e intermitente que el del clarinete; sus relaciones auditivas con la trompa eran nulas, y en cambio su cabeza tenía la sensación feroz de ser a rachas víctima de un ciclón espantoso. Ladeaba la cabeza cuanto podía con objeto de eludir tamañas masas compactas de aire sonoro. Don Desiderio fue más afortunado, pues le correspondió la vecindad de una flautita, de una flauta diminuta y bullanguera que casi siempre actuaba y que le convertía en auditor privado de un concierto de flauta con exclusividad. Las mujeres, en la otra parte del palco, no podían aguantar la risa. Federico Costa estaba también en el lado del palco opuesto a la orquesta; manteníase muy serio, por considerar que, invitado, y más en casa de Mercedes, no tenía razón alguna para imaginar que no se tratara de un concierto de verdad.

De vez en cuando, Joaquín Rius volvía la vista hacia su mujer, completamente ajena a él, ajena a todo, al parecer perdida en sus pensamientos. Y, mirándola a ella, observaba, o mejor, se imaginaba ver de reojo a Ernesto Villar, con su sonrisa peculiar, el mechón caído, la mano apoyada ligeramente sobre la barbilla.

Cuando amenguaba el rigor de los vendavales acústicos, don Desiderio intentaba hacer precipitadamente alguna observación con objeto de que sus palabras salieran indemnes al pisotón de la música. Señalaba a sus invitados algunos de los payeses que charlaban, reían y bebían en el entoldado completamente ajenos a la música; los chiquillos se perseguían, se peleaban sobre la alfombra, se daban unos a otros golpes con pelotas que pendían de un hilillo elástico y que rebotaban con fuerza, imprevistamente, en la cabeza de alguna pacífica payesa, la cual increpaba en el acto no al chiquillo, sino a la madre del presunto autor de la fechoría. Don Desiderio gozaba a la vista del curioso espectáculo, evocador de años muertos, de otras tantas jornadas transcurridas, semejantes a aquella.

Se dirigía a Ernesto:

—No se podía dar idea usted…

—¿Qué dice?

—Que no se podía usted dar idea…

—No le entiendo.

Y cuando, más fuerte, lo repetía por tercera vez, la ventolera se apaciguaba en un santiamén y pillaba a don Desiderio desgañitándose en medio del tumultuoso silencio. Todos prorrumpían en risas.

Joaquín Rius sacó su reloj del bolsillo.

—¿Tienes prisa? —inquirió Mariona, rápida.

Joaquín la miró. La miró fija, fríamente. Ella sostuvo su mirada. Ernesto volvió levemente la cabeza y los miró a los dos; Joaquín se sintió un momento precipitado al odio, odio contra los dos seres que le espiaban, que le acorralaban. De los cuales se sentía distinto; o mejor, que notaba que ellos se sentían en común distintos a él. Se levantó y abandonó el palco, el entoldado.

Fuera del entoldado brillaba un sol cegador, que escamoteaba a la planicie todo su sentido, borraba las incidencias del paisaje, uniformándole en el ardor del mediodía. Jaime, el tartanero, medio borracho, asía por una muñeca a la mujer de Palluí, que, al ver a Joaquín, consiguió distanciarse, entrando de nuevo apresurada en el entoldado.

Joaquín no resistía la explosión de la luz y quedó en la entrada, mezclado a un grupo de payeses; no podía soportar el calor; los payeses permanecían en el pasillo para captar plena la corriente de aire. Desde allí avizoró a Mariona y a Ernesto; le produjeron la impresión de seres extraños; y no solo ellos dos, sino el palco entero, don Desiderio, doña África… Joaquín creía adivinar que a medida que su mujer y su amigo recobraban la noción de su ausencia, sus rostros ganaban seguridad; sus ademanes, los más mínimos, desenvoltura. Mariona, una vez, y luego otra, volvió el rostro abiertamente hacia Ernesto. Este, la segunda vez, permaneció bruscamente, sin recato, enfrentado a ella. Las dos miradas chocaron, se poseyeron, permanecieron una en la otra un instante; se entrelazaron, ardientes, ebrias, sin tino. Cuando consiguió evadir los suyos de los ojos que la subyugaban, los ademanes de Mañana eran incoherentes, raros. Su extraña risa se diluía en el fragor de la música. En su escondrijo, sentía Joaquín alterado su pulso por un temblor de ira y de despecho que le hacía apretar las quijadas; irritación y miedo mezclado, porque Ernesto era un vil y Mariona una cualquiera.

Al intentar abrirse camino por el pasadizo, Jaime, el tartanero, le empujó con una lentitud ciega, de borracho. Joaquín le asió un momento por las solapas de su traje inverosímil; el tartanero le miró sonriendo estúpidamente. Le dijo: «¡Suelte!» Joaquín soltó como un autómata.

Se adelantó; deseaba estar solo; marchó a pie a casa, sin aguardar al término del concierto. Bernardo extrañó que llegara solo, pero nada dijo. De la cocina, de la gran cocina, se escapaba el tufo grasiento de los pavos y un chisporrotear de leña. Paseando por el patio, de uno a otro extremo, pensaba que era preciso acabar con aquello hoy mismo y allí: con la traición de su mujer, con la traición de su amigo. Les odiaba hasta la muerte.

Al cabo de largo rato llegaron todos. Apeáronse de la tartana, primero don Desiderio, que ayudó a bajar a doña África, y luego los restantes. Joaquín salió a su encuentro. Don Desiderio se dirigió a él, extrañadísimo:

—¿Qué te ha sucedido?

Joaquín insinuó un vago ademán; pero comprendiendo que debía decir algo, arguyó sin ánimo que se había sentido mareado. Ernesto y Mariona estaban allí, frente a él. Los desafiaba ahora con una mirada franca, hostil.

—Estás desencajado; debió de ser el sol —supuso Ernesto. Mariona añadió:

—La música era como para marear a cualquiera. La cuestión era tomársela a broma.

Sorbieron un aperitivo en la rotonda, al que Joaquín no asistió. Fue a tenderse en la cama hasta la hora de comer.

La comida fue opulenta, grasienta, rociada con vinos calientes de las viñas propias. Tanto Ernesto como Mariona notaron que Rius había recobrado la serenidad. Hablaba con todos con una naturalidad perfecta, de negociante. Se charló de música al comentar en broma el concierto de la mañana.

—Wagner me hastía —afirmaba Ernesto—. No comprendo por qué a un espectáculo tan grato como puede ser la ópera quieren convertirlo en un funeral pesado y trascendental. Para mí, no hay como la ópera italiana.

—No estamos de acuerdo —prorrumpió Joaquín con calma—. No es que la ópera italiana me disguste; pero ello no me impide considerar a Wagner formidable.

—¿Eres wagneriano? —preguntó Ernesto.

Joaquín creyó que el «eres wagneriano» de Ernesto quería significar: «Mariona, presta atención: tienes un marido wagneriano».

—Claro que soy wagneriano. Creo que Wagner es el genio más grande de la época.

—Wagner —opinó Mariona, no sin cierto retintín— va muy bien para los que son como tú, que nunca miráis al escenario, sino al público; a mí me gusta que pasen muchas cosas en la escena: desafíos, asesinatos, robos…

—Y el dúo del segundo acto… —concluyó don Desiderio, riendo—. Cuando la dama se desmaya sin dejar de cantar.

—Lo que me causa espanto en las obras de Wagner —continuó Ernesto— es el momento en que la diva se sienta. Mientras está de pie, se puede aceptar.

—La ópera italiana, cuando se ha escuchado a Wagner, parece una pantomima de circo —objetó Joaquín.

—¿Y por qué no lo ha de ser? La ópera tiene que parecerse más a un circo que a un funeral. Lo único que acepto de Wagner son «Los Maestros cantores».

—Es justamente lo menos wagneriano de Wagner. El «Parsifal», en cambio, no hay duda que llena.

—Sí; como este pavo Mariona miró a todos con seriedad para echarse a reír luego sin recato.

—No creo que haya lugar a dudas de que la música de Wagner es más consistente que la de los músicos italianos, Mariona —protestó Joaquín.

—Qué duda cabe —afirmó Ernesto—. Pero es justamente su consistencia la que me fatiga en un teatro. En una sala de conciertos sería distinto.

—Este año habrá muy buena temporada en el Liceo —informó don Desiderio—. Viene la Vallini, la célebre italiana; cantará en noviembre.

—El año pasado hasta dejaron de saludarse amigos íntimos a propósito de wagnerianos y antiwagnerianos. ¡Qué furor les ha entrado a la gente! —terció doña África.

—Son cosas de los tiempos —confirmó don Desiderio—. Recuerdo que en mi tiempo esto pasaba con los predicadores.

Al levantarse de la mesa, Mariona sugirió que aquel sería el momento en que Ernesto podría probar a Revérter.

—¿Estás loca? —protestó Joaquín, contrariado, pues tenía olvidada la conversación de la mañana—. ¡Después de comer!

—Todos los días monto después de comer. Es la hora en que más me apetece.

Ya en el patio, Ernesto, que había hecho sacar a Revérter de la cuadra, le colocó la montura; era una montura vieja, que fueron a buscar al desván, donde Mariona recordaba haberla visto, olvidada; Ernesto lo montó de un salto. El animal se revolvió, dando vueltas y bufidos; encabritándose. Pero en cuanto Ernesto recogió riendas, salió disparado por el camino. Al cabo de unos segundos no se distinguía más que una polvareda a contraluz, lejana. La mirada de Mariona seguía con expectación el galope del caballo, su vista fija en la polvareda, el seno palpitante. No atendía a los comentarios.

Jinete y caballo volvieron a aparecer por el camino y Ernesto descabalgó.

Las mujeres y don Desiderio se retiraron a las habitaciones a descansar un poco.

Joaquín se dirigió al jardín.

Al cabo de un rato, Ernesto fue a su encuentro. Todavía jadeaba.

—Si yo estuviera en tu lugar —empezó diciéndole—, me parece que no me movería nunca de aquí.

—Tú podrías hacerlo —respondió Joaquín. Y pensaba: pero a ti no te sería necesario.

Una sirvienta pasaba por la rotonda; Rius la llamó e hizo que le sirvieran café, de nuevo, en el palacete.

—¿Cómo van los negocios?

—No van mal.

—Pareces preocupado.

—¿Preocupado yo? —contestó con prontitud, con falsa sonrisa.

Se sentaron en los bancos de piedra.

—Siempre tuviste ese aire. Desde que ibas al colegio. Creo que para ti —proseguía Ernesto, medio en broma— el único problema es el de despreocuparte. Y el mío es a la inversa.

Joaquín estaba indeciso, inseguro de sí.

—Nuestros problemas han sido siempre diferentes —pronunció con cierta amargura.

—La vida da a cada cual las armas con las que ha de vencer —afirmó Villar—. A mí me dio la despreocupación, que no me gusta. A ti, la preocupación excesiva. Si pudiera haber un término medio…

—¿Crees que es posible?

—Supongo. Todo es posible en esta vida.

Hubo un silencio.

—Quiero saber una cosa, Ernesto —dijo Joaquín, súbitamente serio, activo—. Quiero saber lo que sucedió entre Mariona y tú antes de que nos casáramos.

Ernesto quedó estupefacto de la rapidez, de lo extemporáneo de la cuestión. Inició su sonrisa, que tardó unos instantes en cuajar. Después, la sonrisa, de súbito, desapareció.

—¡Diablo de Rius! —exclamó al fin—. ¿A santo de qué me preguntas esto?

Ernesto se dio cuenta de que a Joaquín le temblaba con ligerísimo temblor el puño derecho.

—Te pido ese favor. Te lo pido en serio. No me preguntes, te lo ruego; contéstame.

A Ernesto le daba vueltas la cabeza.

—Joaquín —le dijo—. ¿Te das cuenta? Mariona es tu mujer.

—Me doy cuenta. El que no se da cuenta eres tú.

—Estás divagando —díjole Ernesto, mirándole fijamente. El rostro de Joaquín era una pura crispación.

—¿Divagando? —y se notaba alterado; su sonrisa era falsa, enferma.

Ernesto pudo conservar su sangre fría.

—Rius, por Dios, date cuenta…

—No… Contéstame.

Ernesto se había puesto de pie y Joaquín le imitó.

El primero sonreía.

—Es curioso. ¿Es que Mariona no te lo ha contado?

Joaquín Rius se desconcertó unos instantes. Después, enfrentándose con Ernesto, acercando su rostro a él, crispados los puños, que Ernesto no dejaba de mirar de vez en cuando, dijo:

—Estás en mi casa, gozando de mi hospitalidad. Contéstame.

—Basta —dijo Ernesto fuera de sí—. Arreglemos esto como quieras.

—Solo hay una manera de arreglarlo —cortó, rápido, Joaquín. Y añadió:

—Vete.

—Bien —expresó Ernesto con gran sangre fría—. Pero no me iré solo.

Joaquín había retrocedido unos pasos hasta dar con el brocal del pozo, en el que se apoyaba de espaldas, con la mano derecha.

—Si pudiera matarte, lo haría —dijo.

Ernesto le miraba con gran desprecio.

—La fábrica te lo impide.

En aquel momento se acercaba la sirvienta por el camino. Permanecieron así largo rato; la tarde empezaba a exasperarse de luces. En la lejanía sonaban los petardos de la Fiesta Mayor.

Antes de que la sirvienta se marchara, Joaquín le ordenó:

—Llame a la señorita.

Los dos hombres quedaron largo rato enfrentados en la misma postura. Se entendían las dos respiraciones, con algo de bestial, al acecho.

—Tus celos te han perdido —murmuró Ernesto.

El otro no contestó.

Mariona llegó intranquila, pero sin precipitarse. Desde lejos los vio, uno frente a otro, escalofriantes. Llegó, pero ninguno de los dos se movió un paso.

Joaquín, sin mirarla, le dijo:

—Mariona. He dicho a Ernesto que se vaya.

Mariona intentó que su voz no tradujera la emoción qué la conmovía.

—¿Por qué?

—¿Lo ignoras?

—Sí —respondió Mariona, pero su respiración la traicionaba. Joaquín la miró cara a cara.

Mariona se apretaba las manos y se revolvía levemente de un lado a otro en una pugna.

—Oh, no me vengas con cosas, Joaquín…

Joaquín sintió el perfume de laurel de la plazoleta removido por un arañazo de aire. Pero necesitaba aclarar aquello, arrastrarlo todo hasta el final.

—¿Cosas? —e intentaba reír.

Su boca quedaba semiabierta; en una palabra, que era apenas, al salir, poco más que un sollozo.

—Idos.

Ellos dos se miraron.

Mariona jadeaba, irremediablemente. Pero de aquello logró salir una risa.

—Joaquín, Joaquín, vamos a ver…

Luego se pasaba la mano, la mano fina y delicada, que temblaba, por la frente:

—Vamos a ver —repetía.

Ernesto habló, al fin, recuperado su aire.

—Pretende…, qué sé yo…

—¿Qué dices? —clamó, Joaquín—. ¿Qué pretendo…, qué pretendo, qué?

Mariona se aproximó más a Joaquín. Se acercó a él. Muy cerca le rogó.

—Siéntate, Joaquín. Estás alterado.

Pero este rechazó la mano que se había posado sobre su antebrazo.

Ernesto y Mariona volvieron a mirarse:

—Vamos a ver…, Joaquín —le dijo Mariona de nuevo—. Di; cuenta…

Joaquín, en efecto, se había sentado y hacía esfuerzos sobrehumanos porque aquello no resultara detonante por ser fiel a la realidad.

—Es curioso, es curioso —decía, intentando sonreír, hablando con una calma absoluta— que me preguntéis ahora vosotros a mí. Es curioso que hayáis conseguido que sea yo el que tenga que daros la explicación —y apoyó los codos sobre sus rodillas, como si intentara olvidar a los otros dos, refugiarse en sí mismo, hacerse a sí mismo la confidencia, convencido de su razón. Añadió—: Ya me lo figuraba.

—Joaquín —dijo Mariona con gran dignidad—. Exijo que me digas ahora mismo qué es lo que has creído. Que me lo digas delante de Ernesto, a quien acabas de ofender.

Rius se levantó de nuevo:

—Delante de Ernesto no tengo que decir una palabra más. Ernesto había recobrado enteramente su serenidad. Dirigiéndose a Mariona, exclamó, con cierto aire de chanza:

—Me lo ha dicho todo. Me ha dicho que, si pudiera, me mataría.

Mariona se echó a reír con risa crispada.

—Esto te da idea de cómo eres —manifestó a Joaquín. Y luego, como para sí misma—: Nunca me hubiera imaginado que fueras capaz de decir una cosa así.

Ernesto hizo ademán de marcharse.

—No te vayas, Ernesto. No hagas caso de esas tonterías.

Joaquín levantó la mirada y contempló a Mariona. Parecía olvidar que había sido llamada, requerida para dar una explicación, para decidir de una vez las cosas.

—Me ha preguntado —dijo Ernesto— qué es lo que sucedió entre tú y yo antes de casaros.

—Ahora que lo sabes —expresó Joaquín—, ahora te ruego que me lo digas tú.

—Pero eso es estúpido, Joaquín. Es una canallada. ¿Es que no soy tu mujer?

Entre los tres pasaba algo raro, algo indescriptible. Tenían la sensación de haberse enfrascado voluntariamente en una absurda pesadilla, de la que era imposible salir, a pesar de conservar la plena conciencia de sí mismos.

—¿Necesitas saber todas las cosas, Joaquín? ¿Por qué no me lo preguntaste antes de casarnos? ¿O por qué no se lo preguntaste a Ernesto mismo, entonces?

Hizo una pausa. Mariona respiró hondo. Luego añadió: —Ahora ya es tarde.

—No lo pregunté entonces porque entonces no tenía derecho a preguntarlo. Ahora lo tengo.

—Te lo diré —dijo Mariona enfurecida, firmemente—: pasó que amé a Ernesto con todas las fuerzas de mi alma.

Ernesto sintió que su frente se erguía, formidablemente aclarada, ennoblecida.

—Mariona —le dijo, le brotó del pecho—. Le he dicho a tu marido que me iría, pero que no me iría solo. Vente conmigo.

—Idos —repitió Joaquín.

Mariona se sentía poseída de una brava energía; parecía que de pronto las cosas hubieran revertido a su cauce.

Pero se sentía fatigada de tenerlo que decir.

—¿Todavía no me has comprendido, Joaquín? ¿Todavía no has comprendido que me casé contigo justamente para que me arrancaras a Ernesto, para que me dieras una felicidad segura, distinta, y no para que me lanzaras a él?

—No, no lo he comprendido —proclamaba Joaquín con tesón hasta en los ojos—. ¿Cómo puede comprender eso un hombre? ¿Cómo, cómo?…

—No te debías haber casado con él, Mariona —afirmó Ernesto—. Era imposible.

—Pero nos hubiéramos entendido —clamó Mariona, con una gran tristeza—. Contigo, sin embargo, solo nos hubiéramos amado dos, tres meses, un año. Pero nada más.

—¿Y crees que no valía la pena mi felicidad de tres meses, de un año? ¿Que no valía más que los dos años de felicidad triste que te ha dado él? ¿Es que os habéis entendido?

—Nos hemos entendido en una cosa —profirió Joaquín, desafiándole—. En la necesidad de vivir juntos y en que, si no nos entendíamos, lo supiéramos callar a todos. Eso es lo único de que me arrepiento hoy. Perdóname, Mariona.

Ernesto se dirigió a Joaquín con supremo odio:

—Me has hablado como si quisiera robarte a tu mujer. No sabes, bendito, que soy yo quien debiera hablarte así, porque eres tú el forastero.

Mariona cortó rápida:

—Pero es mi marido.

—Te he hablado como te mereces —afirmó Joaquín—. Una tarde me pediste que viniera en tu ayuda porque habías hecho daño a Mariona. ¿No te basta con aquella vez?

—Tú me dijiste que la amarías como un obrero de tu fábrica. No hay duda de que, por lo menos esta tarde, la has amado así —expresó Ernesto.

Mariona estaba horrorizada, asustada. Miró a Joaquín, el mentón caído, la mano ásperamente asida al banco. Y a Ernesto, el ceño alto, pero en la comisura de los labios el esbozo de una mueca de ira fría y meditada. Mariona dijo:

—Ernesto…

—No necesitas decírmelo, Mariona. No soy de los que preguntan las cosas —repuso.

Cogió la mano de Mariona y la besó.

—Te adoro —le dijo.

Luego se marchó por el camino.

Largo rato estuvieron todavía allí los dos, tal como Ernesto los dejó. Al cabo, Mariona, que no conseguía salir de su pavor, imploró:

—Joaquín, déjame sola.

Notó que Joaquín tardaba en reaccionar, también perdido en sus pensamientos, en la fatiga promovida por la violencia de su ánimo. Al fin, se marchó.

Quedó sola, en la plazoleta. Las sombras de los árboles eran un lengüetazo oblicuo, moribundo, sobre la tapia. La polea del pozo recibía el postrer destello de sol, que la hacía reverberar inútilmente. Mariona se llevó ambas manos a la frente y se hundió en ellas despavorida.

Sí; el pecho le palpitaba; sentía el corazón picar como un puño en una campana, con furor lento y solemne, profundo; todo su ser percutía a ese clamor lento y brutal del corazón; como una campana, sí; como una campana de bronce, el presagio de la tempestad y de la gloria.

Dos hombres enfrentados, desnudos de toda hipocresía, batallando feroz, dramáticamente por ella. Y todo había sucedido sin querer, porque todo estaba latente en el aire. ¡Qué distintos eran los tres, se sentían los tres, de aquella mañana, de dos horas antes!

«No tenías que haberte casado con él. Era imposible».

Contempló la campiña lejana. A lo lejos, diminuto, como un bajel inútil, con todos sus gallardetes al aire, el entoldado. No recordaba a Joaquín. No lo recordaba en absoluto. No podía siquiera reconstruir la imagen de su rostro. Se esforzaba por resucitar el recuerdo de su fisonomía, por captarle y asir, tal vez, un rasgo delicado, cualquier cosa que le permitiera todavía decir: «Es mi marido», como media hora antes. Había desaparecido todo. No existía.

«¿Y crees que no valía la pena mi felicidad de tres meses, de un año? ¿Que no valía más que los dos años de felicidad triste que te ha dado él? ¿Es que os habéis entendido?».

Minuto tras otro, a idénticos impulsos que su corazón, el eco de estas palabras se multiplicaba; renacían atropelladas unas contra otras, convertidas en clamor. Ya la tarde era una burbuja declinante en su contorno; el sol se hundía en el ocaso. La sobresaltaba el vuelo de un pájaro o el moverse de la fronda, allí cercana. Y hundió de nuevo su rostro en las manos para escaparse de sí, de la voz insistente, de aquel clamor. ¡Qué dolor, Dios mío, qué dolor le producía amar a Ernesto!

Arriba estaba su hijo. Y ella amaba a otro; no había dejado de amarle jamás. ¡Oh, Dios Santo!, sollozaba.

Abrió lentamente los ojos; vio ante sí a un hombre; las alpargatas, las calzas lustrosas. Se sobresaltó; ahogó un pequeño grito. —Él dice que está en la mina —pronunció.

Era Jaime, el hijo de los colonos.

Mariona no entendía, no acertaba.

—Aquel señor me ha dicho que está en la mina y que vaya —repitió sin moverse.

Mariona volvió a la realidad.

El de Jaime era un rostro áspero, de payés; los ojos hundidos, los pómulos salientes, la voz dura, obligada a salir a través de unos labios que no se abrían…

Acertó a buscar una moneda de plata. Pero no; si la daba, se perdía, estaba perdida para siempre.

Jaime se marchó.

Permaneció sentada largo rato. No pensaba nada, no escuchaba. Recordaba esbozos de escenas de su niñez, pero sin poner en ello la voluntad de recordar. De pronto, el corazón volvió a resonar fuerte en su pecho; la devolvió a la realidad con mayor dureza y la obligó a incorporarse.

No iría más que hasta las encinas para verle de lejos.

Pero tienes un hijo, un hijo —y se adentraba en el camino, lentamente.

Puedo hacer esto y, no obstante, no pecar, porque él está en peligro, en peligro de muerte. Joaquín le matará —añadía en su soliloquio.

«Esta es la bajada rápida», pensaba.

En peligro de muerte. Tengo que conseguir que huya, que se vaya. Tengo que cumplir con mi deber.

La fronda se removía sobre su cabeza, ya completamente emancipada de la luz del sol; el camino se tornaba como más estrecho y umbroso.

«Este es el camino de las arañas», y el recuerdo de Joaquín la atormentaba. Pero no su figura. No la recordaba, había desaparecido. No debo ir más que hasta las encinas; y si está, llamarle desde lejos y venir hacia aquí —y apresuraba un poco su paso. «Este es el camino de la serpiente».

Cualquier rumor la sobresaltaba, pero se sentía henchida por el aire que desvelaba el rumor.

Y si no, ir hacia el entoldado, para que se despida de papá. Es necesario que Joaquín lo vuelva a ver en seguida. Que se reconcilien. Recordaba su mechón caído, su frente ennoblecida por la sensación de ser mejor.

«Y este, este no tiene nombre…».

«No tiene nombre…», repetía una voz en su interior, al cruzarlo. «¿Por qué?».

«Bah… Ya pasarán cosas…».

El corazón ya no podía más.

«No tiene nombre…».

Se echó a correr. Abrió la portezuela y salió al campo.