VI

LOS DÍAS TRANSCURRIERON VELOZMENTE. La ciudad estaba de fiesta. Para inaugurar la Exposición Universal habían llegado de Madrid la reina madre y su augusto hijo Alfonso XIII, el rey, de cortos años, junto con las infantas y el séquito; llegó también el jefe del Gobierno, Sagasta. Las calles de la ciudad se abigarraban con los uniformes multicolores, con la gente forastera, los extranjeros. ¡Había que ver el recinto de la Exposición! Habían sido abiertas amplias alamedas, todas maravillosamente enarenadas; lindos palacetes donde sorber una limonada dulcísima, donde tomar un granizado de color celeste. Habían sido edificados grandes hoteles, uno de ellos, el Internacional, en el corto espacio de cuarenta y dos días, poblados de una multitud abigarrada y curiosa que venía de París, de Londres, de Viena… ¡De Europa!… Por las calles, multitud de marineros de nacionalidades diversas daban a la ciudad una pincelada de color ebrio, de ajenjo, de pintura al óleo. Los barcos de las escuadras francesa, inglesa, holandesa y americana estaban fondeados en las afueras del puerto y, mezcladas todas las clases sociales, las gentes invadían las «Golondrinas» y navegaban una hora para alcanzar a ver, entre los horrores del mareo, las panzas colosales de los buques que emergían de la mar cargados de gallardetes. Por la noche se organizaban serenatas, bailes, sesiones de magia y de lucha de gallos en el recinto de la Exposición; conferencias, conciertos, actos de confraternidad entre las naciones. Era el desfogue de los brindis fastuosos y cordiales, de las promesas de eterno afecto, de los juramentos de fidelidad a la Monarquía, a la dinastía, a la libertad… La reina paseaba con sus hijos en landó por el parque, tan cerca de los curiosos que estos podían oler el perfume fino que emanaba de aquellos tules palaciegos y decir luego en casa: «Me ha sonreído a mí».

Cuando al día siguiente de la puesta de largo de Mariona Rebull, Joaquín Rius recibió la carta en que esta le decía haberse dado cuenta de que su padre tenía razón, que era demasiado joven, que la vida es muy larga y que en adelante la considerara como una amiga todo el tiempo en que el corazón no dictara otra cosa, Joaquín Rius, sin acertar a saber por qué razón, sintió hondo estupor y miedo. Se daba entonces cuenta del esfuerzo malgastado, de las energías dilapidadas en el noviazgo. Cada paso dado: trabar conocimiento con Mariona, las escenas callejeras, que ahora recordaba con horror; el momento de la declaración, meticulosamente meditado, y en el que por tanto había dejado jirones de vida, momento aprendido y llevado a cabo a fuerza de dominar su voluntad, que se resistía; la escena misma de la tarde anterior, con el padre de la chica, escena que había estado moldeando y que, fosilizada y en frío, había desarrollado al pie de la letra, sin fervor, espoleándose a cada segundo. Y, al fin, para que todo no fuera más que fuego de virutas, una burbuja que la chiquilla hacía estallar cuando le daba la gana, puesto que para ella el noviazgo había sido un episodio circunstancial, la forma de entablar un primer contacto con la vida. Y ahora era ya mujer, podía ir a los teatros, lucir su escote, dejarse decir al oído que era bella, amar de verdad, no en los claustros de una iglesia y vestida de colegiala. Amar a la luz de las lámparas y de las arañas de los grandes salones, de los grandes teatros, en el palco incesantemente asediado por los pretendientes… Ahora, ya no le necesitaba.

El golpe, aunque fuerte, dio contra un pecho duro. Un pecho endurecido por la realidad y esclavo de las realidades. Por otro lado, no podía negar que un presentimiento le había mantenido prevenido y en guardia. La idea de luchar contra un mundo distinto, contra un ambiente que, hágase lo que se haga, no es el de uno. En el recuerdo, las figuras de ese mundo aparecían como vagamente soñadas, inventadas por él. Y un rencor contra ellas y contra sí mismo le invadía. ¿Qué es lo que precisaba obtener para no ser forastero en la vida, en esta vida de los «demás»? No acertaba a comprender que lo único que precisaba era, seguramente, no sentirse uno mismo forastero. Al imputar la ruptura a la reacción de toda una sociedad contra él —no considerándola como un accidente que cualquiera, en el seno de aquella, podía sufrir—, su corazón volvía a colmarse de amargura; pero el golpe no le hacía renunciar al empeño de penetrar en la vida, abriendo su costra con las uñas, si era preciso.

Otra de las cosas que le ocurrían al pensar en lo acontecido, al agrupar las imágenes distintas de los meses transcurridos, era fundir en una sola la sensación de todos los seres conocidos y tratados en el ambiente de Mariona. Así, no reprochaba a Mariona su defección; ni a su padre, don Desiderio, achacaba tal otra desdicha. Para él eran y representaban lo mismo don Desiderio, Mercedes, Ernesto Villar, el señor Miralles, Mariona, doña África Costa… Todos eran carne de su odio y de su admiración fundidos. En los últimos minutos pasados en casa de Mariona, cuando se dio cuenta, al pasar a la salita lateral, de que aquel ambiente no era el suyo, de que quedaba inexorablemente al margen, todos ellos quedaron identificados. No eran seres distintos: era una sola la manera de sonreír, de pensar, de vestir, de amar de todos. Las cosas que a él le hacían gracia o le causaban disgusto, y que al propio tiempo causaran gracia o disgusto a los «demás», eran las cosas comunes. Pero existían otras peculiares, existía una especie de campana de cristal en el seno de la cual determinadas cosas solo causaban gracia o disgusto a aquellos seres, y a él y al resto de los mortales, ya no. ¿No era, pues, lógico que Mariona, en el justo instante en que le notó mezclado a su ambiente, susceptible de mostrarse cual era entre los seres que constituían «el aire» de Mariona desde la niñez, comprendiera que algo contrastaba, que algo se evidenciaba distinto a lo propio? Y esa comprobación no podía haber sido hecha antes, sino justamente en el mismo instante de la mezcla, como la reacción insospechada de los líquidos en el tubo de ensayos. Era evidente que Mariona prefería casarse con Ernesto Villar, por ejemplo, aunque no le amara, que casarse con él, amándole. Porque en relación a Ernesto, o a cualquier otro de los muchachos de la reunión, existía ya una serie de lazos previos, un amor de subsuelo; mientras que con relación a él todo tenía que ser edificado, desde abrir la zanja y echar los cimientos hasta la última cornisa. De la misma manera que no había pretendido justamente a Mariona, sino a su mundo, así creía que no era Mariona, sino el mundo de Mariona el que le repudiaba.

Se lanzó con el ardor de siempre al trabajo. Y cuando, por la noche, fatigados sus ojos y sus brazos de trabajar, se dirigía a casa, iba pensando por el camino en que esta sensación de cansancio era ya su venganza. Y entonces, en aquellos días fastuosos de la Exposición, cambiaba la ropa entrañable que había usado todo el día por otra y, en compañía de los suyos, se dirigía al Liceo las noches, que eran muchas, de función.

Los Rius, impelidos por Joaquín, habían adquirido un palco de propiedad en el anfiteatro. En las primeras funciones, Joaquín sentía cierta intranquilidad de que su padre y su madre —con aspecto que, a pesar de los atuendos, denunciaba el origen de ambos— se mostraran ostensiblemente a los ojos voraces de la muchedumbre encopetada. En aquellas primeras funciones acostumbraba a entrar en el palco después, recién empezada la función; y en cuanto terminaba el acto salía apresuradamente a fumar a la sala de los pasos perdidos, donde, confundido entre la multitud de muchachos, creía que evitaba ser señalado, como en el palco. Ahora, en cambio, después de lo ocurrido, permanecía allá, y su presencia, entre su padre y su madre, era una suerte de silencioso desafío a los demás, zafados en la mediocridad de una vida sin lucha y sin mérito.

Y no obstante, no podía evitar que el polen granate en que refluía el conjunto de la luminaria al dar con la tapicería maravillosa del teatro; que los brazos de oro sosteniendo pétalos de gas, e inundando la sala toda de un aire misterioso y difuso, en que los cuerpos parecían balancearse lentamente, náufragos del susurro de la conversación; que los lejanos caballeros del segundo, del tercer piso, que se asomaban, en los entreactos, a contemplar, con los gemelos, los palcos, uno por uno; que las damas de piel de dalia y azafrán mezclado, blandiendo lentamente los abanicos de larga pluma; que la opulencia minúscula de las joyas en los dedos, en los escotes; que el perfume vivo, total, de aquella sociedad le penetrara pecho adentro, colmándole de tristeza y de fervor. No podía evitar sentirse esclavo de aquel mundo. Allí, al fondo, en un palco proscenio, estaban las dos chicas Rebull, con don Desiderio. Mariona volvía la cabeza hacia atrás, con discreción, al hablar con un joven que entrara a saludarla, y sostenía en la mano derecha, en la baranda de terciopelo del palco, un pañuelo de seda esmero, calculadamente suspendido al exterior, como una flor a punto de ser soltada.

Joaquín Rius, desde su palco, la miraba sonreír, allá en la lejanía; no le producía el menor sobresalto, ni amor ni rencor; formaba parte del teatro todo; era la sala completa, la sociedad, la que causaba a Rius apasionados rencor y amor a la vez.

Era la muchacha más bella del teatro. Vista así, en lo hondo del polvillo de claridad granate, la mancha, blanca y prodigiosamente viva, de su carne en los hombros, en el pecho, adquiría una fosforescencia mágica. Al salir, cuando Joaquín, como los demás, aguardaba tras las columnas de la escalinata el desfile, el frufrú de las ropas de Mariona era delicado y suave y dejaba un surco de perfume, de perfume de muchacha y de mujer. Su padre iba en el centro y ellas dos a los lados, el peinado alto y trascendental y la larga cola de los vestidos emergiendo, opulenta, de un polisón que acentuaba la fragilidad de un talle diminuto y ágil. Joaquín Rius miraba a otro lado. A medida que pasaban los días, y que había llegado a familiarizarse con su situación, crecía en su empeño. Luego, de regreso, pensaba: «Pero no podrá ser; no lo lograré».

Ernesto Villar frecuentaba el palco de los Rebull. Joaquín había comprobado que fue a saludarles en tres funciones seguidas, en el segundo entreacto. ¿Tiene esto algo de particular? ¿No es, por ventura, lo más natural del mundo? —se decía a sí mismo, tranquilizándose—. Pero recordaba que Villar, el hombre que gozaba gratis de la popularidad y de la estima, se había desenvuelto de una manera extraña al lado de Mariona, la tarde de la puesta de largo.

«Yo, en cambio, tengo que pensar en todo».

Esta sería su fuerza. Pensar en todo. Obligarse a pensar en todo. La naturalidad de Ernesto, que él tanto admiraba, y sus condiciones todas, su manera de ser y su apellido eran tanto su éxito como su fracaso.

Al espiarle mientras el otro permanecía largo rato al lado de Mariona, y ella le miraba con los ojos pícaros, Joaquín adivinaba que la muchacha le decía: «No lo creo. Siempre me cuentas cosas raras»; entonces Joaquín Rius pensaba: «Mañana, a las seis, pensaré en Mariona, y tú no».

Pero existía el teatro, el ambiente, el polvillo de oro granate. Existía el escenario fastuoso y, al levantarse el telón, un silencio repentino, el derrumbamiento del mundo en la tiniebla de la sala, y a su extremo, con el augurio musical que se encrespaba, el auge de un mundo nuevo, incomprensible, de pasiones y muertes, que arañan un instante la piel con un escalofrío.

Mientras fluía el tropel de la música, Joaquín Rius recordaba, vagamente, la fábrica y, como sumido en la embriaguez de las sensaciones, pensaba en los telares y en la producción. Pensaba en el día siguiente.

La Reina Madre visitó el pabellón de la Industria de Tejidos de la Exposición y, en él, se detuvo especialmente en el departamento de «Tejidos Joaquín Rius». El departamento que los Rius ocupaban era grande y fastuoso. Un verdadero índice del auge de la industria textil en España y de la importancia de la firma. Además de los cuadros de muestras de toda la producción real desde la fundación de la casa, quince años atrás, había sido instalada en el departamento una pequeña fábrica en síntesis, donde obreros, con los trajes de fiesta, trabajaban a los ojos de los visitantes, asombrando a la muchedumbre. Había también una pequeña maqueta de la fábrica, y cuadros con estadísticas de la creciente producción y de los focos de consumo, que alcanzaba a toda España e incluso al extranjero.

Todo ello fue mostrado a Su Majestad, que lo observó con atención prodigando comentarios oportunos. A la derecha de la Reina iba el señor Sagasta y, a la izquierda, don Joaquín, padre.

Don Joaquín había estrenado un formidable chaqué. Su cabello era cano, casi blanco. Había engordado y el bigote, lacio y suntuoso, abrigaba completamente su boca.

A la derecha del señor Sagasta iba Joaquín Rius, que estaba al quite de la situación y aclaraba en muchas ocasiones cualquier cuestión que su padre encontrara dificultad en exponer.

Doña Paula estaba sentada en una silla, junto a los telares instalados como muestra. La piel, el largo «renard» que cubría sus hombros, cayendo hasta su cintura, y el ostentoso sombrero de monumentales alas no bastaban a amparar su emoción.

La egregia visitante se detuvo en todas las secciones. Se interesó por la historia de la casa y por la personal del señor Rius. Cuando este le dijo:

—Y aquí donde nos ve, Majestad, empezamos lo que se dice sin un céntimo…

Su hijo, del otro lado, puntualizó:

—Nuestros recursos eran escasos, Majestad, como los de casi todos nuestros colegas. Pero las dificultades se han ido venciendo gracias al orden de que gozamos, orden sin el cual no hay proceso posible.

La Reina, al despedirse, dijo a don Joaquín:

—Merecen el reconocimiento de la Patria.

—Gracias, gracias, Majestad; Dios se lo pague.

El señor Sagasta manifestó:

—Cuenten ustedes con el apoyo decidido del Gobierno, acrecentado con el estímulo que nos da el ver realizaciones tan perfectas. No olvidaré esta visita.

Don Joaquín Rius estaba a punto de llorar. Su esposa lo hacía ya, atendida por la operaria puesta de muestra en la sintética sección de Tintes. No hacía más que decir:

—¡Y que Rius hable con la Reina, con la Reina!…

Joaquín Rius, hijo, en un inciso, mientras Su Majestad observaba las estadísticas, había advertido en voz baja a su padre:

—Llevas un botón del chaleco desabrochado.

Al día siguiente, el Brusi reseñaba la visita con todo detalle. La reseña ocupaba dos columnas del diario. El señor Rius hizo que enmarcaran dos ejemplares de la reseña: uno para la fábrica y otro para su casa. El cuadro más importante fue el que hizo con la fotografía de la Reina, que recibió al día siguiente, dedicada: «A don Joaquín Rius, modelo de laboriosidad». La colocó, con gran marco, en la pared presidencial de su despacho, en el centro mismo del tabique frontal, tras su escritorio de gerente.

La reseña del Brusi bautizaba a los señores Rius, padre e hijo, de emisarios de la industria textil cerca de la Dinastía. Transcribía todas y cada una de las frases pronunciadas por Su Majestad y por el presidente del Consejo durante la visita. Hacía una descripción muy minuciosa de lo que era el departamento de los Rius en el Pabellón. Y dedicaba finalmente frases de elogio «al buen gusto que ha presidido la realización de dicho muestrario y a su eficacia instructiva, que ilustra tanto a los expertos cuanto a los profanos en los arcanos de la industria, el nuevo arte de los tiempos modernos, semilla de civilización y de progreso».

En el mismo número, el señor Mañé y Flaquer comentaba la visita de la Reina al Pabellón de la Industria y se refería a las palabras pronunciadas por el jefe del Gobierno al despedirse «de los reputados industriales barceloneses señores Rius».

«Con detenimiento que nos honra y nos complace —decía el editorial del Brusi—, el señor Sagasta, acompañando a Su Majestad, ha podido cerciorarse de la laboriosidad, del tesón y del espíritu auténticamente nacional que anima a los industriales catalanes en la elaboración meticulosa y esforzada de los tejidos. Esta rama de nuestra industria, que tanto esplendor viene tomando desde hace largos años, contribuirá a elevar a nuestro país al rango de los grandes centros industriales de Europa y a enviar al extranjero un mensaje, aunque mudo, elocuente de la energía española. No en vano el señor Sagasta ha dicho que no olvidará esta visita efectuada al departamento de los "Tejidos Joaquín Rius", en el Pabellón de la Industria; el señor Presidente del Consejo ha podido darse cuenta de que dicha industria ha salido ya de una esfera puramente privada para alcanzar los estadios de la riqueza nacional. No dudamos que la observación del señor Presidente se traducirá en beneficiosos acuerdos de protección que estimulen a los beneméritos catalanes».

—¡Qué bien está el editorial del Brusi! —manifestaba uno de los chicos Tell, los oficiosos comentaristas espontáneos del señor Mañé y Flaquer que Joaquín había conocido la tarde de la puesta de largo de Mariona. Y se lo decía al mismo Joaquín en el «stand» del Pabellón de Industria al día siguiente de la visita de la Reina—. ¡Qué bien está! —repetía—. Sobre todo cuando dice lo del mensaje al extranjero, que seguramente causará sensación. Si el Gobierno toma en serio la protección de la industria, las cosas irán de otra manera. ¡Les envidio, les envidio a ustedes los fabricantes! —repetía.

—Eso me temo —exponía Joaquín Rius—. Hasta ahora hemos trabajado de acuerdo con nuestra propia iniciativa y con nuestro propio estímulo. Ojalá no se haga de esto un foco de intereses políticos.

—¿Después de la visita de la Reina?

—No, no por eso; al contrario. El Trono se esforzará en comprender siempre a gentes como mi padre, aunque no se sepan expresar. Me refiero a los políticos, a los que cada coma mal colocada por los demás significa una ventaja. E imagínese usted las comas que nosotros llegamos a equivocar al cabo del día.

—Ah!, pero el artículo del Brusi es magnífico…

Con motivo de la visita de la Reina y de la popularidad circunstancial de los Rius, pasaron por su «stand» gentes a millares. Uno de los que lo visitó fue Ernesto Villar. Confundido entre la muchedumbre de curiosos, tuvo que hacer un esfuerzo para llegar al lugar donde había divisado a Joaquín Rius, hijo, detrás de un mostrador. Joaquín no pudo disimular un movimiento de sorpresa. A pesar de todo cuanto había estado pensando en Ernesto aquellos meses; a pesar de asociar inevitablemente la idea de Ernesto a la de Mariona, sin saber por qué era casi la única persona que hacía nacer una especial alegría en su ánimo al primer golpe de vista. El resabio de los años del colegio, en que literalmente hubiera dado la vida por Villar, se mantenía vigente en su interior. En el fondo, Ernesto seguía siendo, como antaño, el hombre que él, Joaquín, hubiera deseado ser con toda el alma. Y al verle, Joaquín sintió una rara desazón; como si, a pesar de sus propósitos anteriores, a pesar de su decisión de fidelidad al trabajo, le disgustase que le descubriera entre telares.

—¡Vaya gentío! —observó Ernesto, después de saludar a Rius—. Debéis de estar hasta la coronilla de festejos.

—No lo creas; nos conviene salir un poco de nuestro rincón. —Tras una breve pausa—: ¿Qué te parece?

—Magnífico. Os felicito. Y os felicito también por vuestro éxito. He leído la reseña de la visita de la Reina. Estáis de moda.

Pasaron a un lugar más apartado. Joaquín sacó unas copas y una botella de coñac.

—No nos habíamos visto desde la tarde de Mariona. ¿Qué tal desde entonces? —preguntó Villar.

—Trabajamos mucho. ¿Y tú?

—De vacaciones, como siempre. No pienso regresar a Madrid hasta dentro de dos meses. No hacen más que llegar amigos y correligionarios, y los tengo que acompañar de un lado a otro. Es insoportable.

—Hace unos días te vi en el Liceo —dijo Joaquín—. ¿Dónde estás abonado?

—En un palco de solteros, tercer piso. La gente de casa tiene un palco en platea, pero se empeñan en llevar allí a todas mis tías viejas, cuya compañía no me divierte. ¿Qué tal te parece la temporada?

—Bien, muy bien; muy animada.

—¿No has estado con los Rebull últimamente?

Joaquín Rius miró a su interlocutor.

—No. ¿Por qué?

—Por nada. Ella me preguntó por ti el otro día.

El corazón de Joaquín zozobró ligeramente.

—¿Quién?

—Ella; Mariona. ¿No la has vuelto a ver desde la tarde de la fiesta?

—Sí, la he visto en el Liceo.

Ernesto sorbió con brevedad un poco de coñac. Tras el escalofrío producido por el sorbo, añadió:

—Justamente me preguntaba qué sabía de ti. Creía que habías muerto.

—Oh, no… —susurró Joaquín con una pizca de confusión. Ernesto le contemplaba con agudeza.

—Le dije que yo tampoco sabía qué era de ti.

Hubo una pausa. Ernesto continuó dirigiéndose, con calma, a Joaquín:

—Quiero preguntarte una cosa, que me vas a responder con toda franqueza y que, si no quieres, no tienes por qué responderme.

—¿De qué se trata?

—¿Todavía… te dura?…

Joaquín tardó unos instantes en contestar; se pasó la mano por el mentón, como si reflexionara.

—No me dura.

La mirada de su interlocutor inquiría, casi en espera de una ampliación. Joaquín le miró a los ojos y prosiguió:

—No tengo tiempo.

Lo había dicho con sequedad, casi con dureza.

—Comprenderás que no puedo permitirme el lujo de afectarme demasiado por ciertas cosas. Lo que siento es el tiempo que haya, perdido antes. Por fortuna, no fue mucho.

—Vamos —dijo Ernesto—. No puedo creer que esta sea tu verdadera manera de pensar.

—Piensa lo que quieras.

—No; no lo creo —volvió a objetar Ernesto, haciendo caso omiso de la obstinación de Joaquín—. La manera como hablas me indica que algo te duele aún.

Joaquín se concentró y respondió con viveza:

—Me duele solo el ridículo a que me he expuesto. Demasiado mayor para estas cosas. Por lo menos no todo lo he perdido. He ganado el saber que nunca más me pillarán en semejante estupidez. Estoy perfectamente a salvo de ahora en adelante.

—Bien; acepto tu versión —dijo Ernesto, al parecer claudicando—. Pero no puedes negar que tu apartamiento absoluto tiene que haber extrañado a Mariona; ni un simple acuse de recibo a sus líneas…

—Veo que estás enterado de todo. ¿Te parece, pues, que mi actitud ha sido poco elegante?

—No se trata de elegancia, querido Rius; se trata de… Joaquín le interrumpió con viveza:

—Lo siento, Ernesto, lo siento en el alma; pero soy de una manera que consideré la ruptura de Mariona como una ruptura total; no como una simple ruptura de las relaciones. Ruptura de relaciones y de todo lo demás. No solo con Mariona: con su familia, con sus amigos, con su ambiente. No se puede decir, de la noche a la mañana: «hoy ya no juego». Y si se dice, es que se dice del todo, no a medias.

Y después de una pausa, recobrando aliento, añadió:

—No puedo comprender cómo vosotros podéis reaccionar de otra manera.

Ernesto sonreía:

—Por Dios, Joaquín. ¿Por qué dices vosotros y nosotros, como si se tratara de dos campos de batalla? ¿Es que te consideras distinto?

—Sí; absolutamente distinto; lo de Mariona no ha hecho más que confirmármelo, pero, por lo visto, no me lo considero todavía bastante. Y si no —añadió, inquiriendo—, ¿qué es lo que hubiera tenido que hacer? ¿Qué es lo que vosotros, tú, por ejemplo, hubieras hecho en mi lugar?

—¡Hombre de Dios!… Romper unas relaciones no es romper «todas» las relaciones. Dejar de ser el novio de una muchacha no es dejar de existir, como tú has dejado de existir. Vives demasiado dentro de una cáscara. Te lo tomaste demasiado en serio; estabas demasiado enamorado.

Joaquín Rius esbozó una sonrisa amarga.

—Ernesto, te equivocas; os equivocáis en absoluto. Tal vez sea difícil comprenderlo; pero te digo, con toda la sinceridad de que soy capaz, que «no» estaba demasiado enamorado.

Tardó unos instantes en añadir:

—Es más; te digo que no estaba enamorado en absoluto. —Vamos… —clamó Ernesto, incrédulo.

—Te ruego que me creas —prosiguió Joaquín—. Es justamente porque no estaba enamorado por lo que he roto «absolutamente».

Joaquín notaba que estaba diciendo la verdad, toda la verdad; que estaba hablando como ante sí mismo. Que sea por la exaltación, o porque Ernesto era el único ante el cual se manifestaba sin velos, lo que decía era absolutamente cierto.

—Y no obstante, me hubiera casado con Mariona, y seguramente la hubiera hecho feliz — concluyó.

—¿Sin estar enamorado de ella?

—Sin estarlo. Soy un hombre de realidades, tú me conoces. Considero que hubiera hecho feliz a Mariona de tal forma que ella no habría notado jamás que no estuviera enamorado de ella; enamorado a la manera como las mujeres se figuran que es el amor de los hombres.

—Pero no se puede fingir hasta ese extremo. ¿Qué sucedería si el engaño fuera recíproco, aun suponiendo que alguien pudiera acertar a fingir tan bien como dices?

—No sé lo que sucedería. Pero yo no desearía otra cosa. Por lo menos nos ahorraríamos los enojos que produce lo que se llama un amor sincero; los desastres a que se exponen y nos exponen las mujeres casadas por amor —y tú lo conoces bien cuando el amor ya ha pasado—. Mariona y yo hubiéramos convivido de una manera más sólida. Puedes creer lo que te plazca, y te hablo así porque considero que la ruptura es total, que no tiene remedio.

—Eres desconcertante. ¿Hubieras podido fingir toda una vida?

—¿Qué dificultad hay en ello? ¿Tú no crees mucho más fácil simular toda una vida que se ama que amar de verdad toda una vida? Odio las pasiones. Me asusta no saber adónde me pueden conducir. Jamás me casaría enamorado.

—Pues yo jamás me casaría sin amor, y siento que a cada paso me cuesta más enamorarme, que voy dejando en cada mujer trozos de vida mía; pero que ya no son amor; y estoy seguro de que ya es tarde; que ya no podré enamorarme jamás.

—Me das la razón sin darte cuenta, Ernesto. Yo tengo en mis manos la felicidad, soy dueño de mí mismo; y tú no. Para mí, amar es vivir en paz con una mujer y no ir con otras —dijo con firmeza.

—No podría llevar el cálculo hasta este extremo.

—No, no podrías hacerlo. Somos distintos. Yo sé, en cambio, que nada se regala. Que nada sale del aire; que uno mismo tiene que abrirse cada día el camino del día siguiente. ¿Cómo te figuras que aman los obreros de mi fábrica? —dijo, mirándole a los ojos.

—¿Hubieras amado a Mariona como un obrero de tu fábrica? —exclamó Ernesto, atónito.

—Exactamente igual.

Joaquín había descubierto el filo de su manera de pensar. Luego dijo a Ernesto:

—Ahora te voy a preguntar yo una cosa. Y como yo he hecho, tú me vas a contestar con toda franqueza.

—¿Dime?

—¿Es exclusivamente para hablarme de Mariona por lo que has venido?…

También Ernesto tardó en contestar unos instantes.

—Sí.

—¿Por qué?

Joaquín Rius notó que Ernesto volvía a recobrar la inconfundible sonrisa del colegio.

—A ti quizá te extrañe, pero por primera vez me preocupo de estas cosas. Me tranquiliza el saber que podemos hablar fríamente.

Joaquín atendía a lo que Ernesto iba a decirle. Le preguntó con absoluta tranquilidad:

—¿Estás enamorado de ella?

—No —repuso el otro—. Por desgracia, no. Y esto es lo que siento.

—¿Pues?

Joaquín Rius contempló un instante el gentío que, al otro lado del mostrador en que se parapetaban, circulaba con lentitud y de cuya masa emergía el rumor profundo y uniforme de las voces, apelotonadas, como un mugido lejano. Después volvió a mirar a Villar, que no había contestado todavía.

—¿Por qué dices que lo sientes? —insistió Rius.

—Tú no quieres enamorarte, y yo sí. Por esto lamento no estar enamorado de Mariona de la misma manera que tú estabas satisfecho de ti al no estarlo.

—¿Es que está enamorada de ti?

—Sentiría hacer daño a esta muchacha. Quizá se lo haya hecho ya. Lo que te puedo asegurar es que, en todo caso, no me lo había propuesto.

—Pues déjate de preocupaciones y cásate con ella.

—No. Yo necesito el amor, sentir que amo. No podría.

Joaquín escuchaba ahora con viva emoción. Se sentía reposado. La conversación le había devuelto algo de sí mismo, algo extraviado largamente. Presentía con gozo un remozamiento y le hacía encontrarse de otra manera que no acertaba a expresar. Por otro lado, sin saber por qué, le confortaba como antaño la confidencia de su antiguo compañero.

—Me hace un efecto raro conocer este aspecto tuyo —dijo Joaquín—. Me acuerdo de una vez — y Joaquín Rius miraba a la lejanía, con la cabeza alta, como con deseo de captar con fidelidad cosas medio olvidadas—, en el colegio, ¿te acuerdas?, que a mí se me ocurrió salir en defensa de no sé quién. Tuya, sí; nos castigaron a los dos de rodillas. Al concluir el castigo —lo recuerdo como si fuera hoy—, me dijiste, con una expresión que no olvidaré jamás: «No seas idiota, había sido Mir».

Ernesto le miraba sin comprender.

—¿Es que ya no eres como eras? —añadió Joaquín, sonriendo—. Yo soy distinto, no puedo hacerlo; pero tú, ¿por qué te preocupas por estas cosas? Mariona es joven, y el daño que tú puedas haberle hecho, si es que es cierto, no tardará en cicatrizar.

Ernesto Villar sonreía. Joaquín le observaba. Ahora, justamente ahora, Joaquín Rius acertó a descubrir el secreto de la sonrisa de Ernesto, secreto que desde la infancia se había sentido impelido a desentrañar. Hizo el descubrimiento con inexplicable alegría. El secreto era que, mientras sonreía, Ernesto se mantenía serio. Es decir: su rostro sonreía, todo; todo, menos los ojos. Los ojos de Ernesto no alcanzaban el brillo correspondiente a la sonrisa, aquellos grandes ojos negros. Iban por su cuenta; no se sincronizaban con la expresión del rostro.

—Bien, pues… hablemos de otra cosa —dijo Ernesto.

—Espero no haberte enojado.

—De ningún modo —y todo su aspecto cambiaba, volvía a ser el de siempre—. En definitiva, quizá tengas razón. Ella misma curará. Te puedo decir con toda la sinceridad de que soy capaz que la culpa no es mía.

—No puedo negarte —manifestó Joaquín mintiendo otra vez, y con la conciencia de estar mintiendo— que no es que la cosa me alegre. Pero me divierte un poco. Mariona no se portó bien conmigo.

—Lo sé —observó Ernesto—. Pero ella es una chiquilla; se la puede perdonar.

—Era una chiquilla —puntualizó Joaquín—. Ahora ya no lo es. Tiene suficiente conocimiento de las cosas para comprender que, por ejemplo, contigo no podía jugar.

—Bien —dijo Ernesto sacando su reloj—. Voy a marcharme. Nos hemos entretenido charlando y tengo una cita en el Internacional. Nos veremos en cualquier lado.

—¿Vas al Liceo mañana?

—Creo que sí.

—Pues allá nos veremos.

Se despidieron. Joaquín lo acompañó hasta la puerta del Pabellón, haciéndole pasar por camino distinto que el de la muchedumbre.

—Os vuelvo a felicitar —expresó Ernesto—. Estáis haciendo el mejor papel de todo Barcelona.

—Gracias, Ernesto.

—Hasta la vista.

—Hasta la vista.

Joaquín Rius regresó a su puesto en el Pabellón, pero cogió el sombrero y el gabán y se marchó a la calle. Necesitaba estar solo, meditar, encauzar con toda celeridad un plan. Era evidente: Mariona se había enamorado de Ernesto Villar; Ernesto no la correspondía; se había cansado ya de la aventura. Y había pretendido que él, Joaquín, al que creía enamorado de Mariona aún, volviera a aparecer en la escena. Pero la función real de Joaquín, expresada tan fríamente, le había desconcertado y, traicionándose, obligado a descubrir sus proyectos. Ahora era Joaquín quien iba a desarrollar los suyos. ¿Qué debía hacer?

Quería casarse con Mariona. No era falso lo que había dicho a Ernesto: no la amaba, pero la haría feliz.

Con lentitud, dando un gran rodeo por las calles, se dirigió a su casa. El momento era oportuno. Con vistas a la reacción de la familia de Mariona, los recientes éxitos públicos de la familia Rius bastaban por sí solos para eliminar toda dificultad. Por parte de ella, la cicatrización de la herida de Ernesto Villar se iría produciendo a medida de la resurrección de la figura de Joaquín.

Al llegar a su casa, entró en su despacho y estuvo meditando todavía largo rato, los codos sobre la mesa. Al fin, sacó un papel con su membrete. Escribió:

Mariona adorada:

No contesté tus líneas; no supe contestarlas. Mi dolor fue muy grande. Jamás creí que lo podría superar. Y así es.

Pero en mi corazón, mi dolor es también mi esperanza y mientras lo sienta, siento que te sigo amando, que no has desaparecido de mi vida.

Cada día que pasa, tu imagen se hace más viva en mí. No desaparecerá de mi pecho ni con la muerte. Eres bella y buena y, al lado del bien que me has hecho y que me haces, el mal que me hayas podido causar sin proponértelo desaparece. Si algún día amas tú a tu vez, y eres desgraciada (cosa esta última que deseo a costa de mi propia vida que no ocurra jamás) sabrás cuál es la profundidad de mi angustia y de mi felicidad mezcladas.

Y siempre, siempre, en todos los instantes de tu vida puedes contar con que correspondo desde todas las raíces de mi corazón y de mi alma a la amistad que me ofrecías. Te amo y quiero hacerte feliz en la medida que tú me quieras otorgar. No quiero dejar de ser en todo instante el hombre que hayas olvidado que puedo llegar a ser. Todos mis actos y mis pensamientos los mueves tú, adorada Mariona mía.

En adelante, estaré cerca de ti por verte pasar, por poder recoger tu saludo y tu sonrisa, lo que tú consideres que puedas darme en cada instante. Te pido perdón por haber huido de ti, lo que ha sido mi castigo. Pues cuanto más lejos estabas, más te sentía dentro mí.

Tuyo hasta la tumba,

JOAQUÍN.

Escribió la dirección en el sobre, lo cerró después de releer la carta tres veces. Salió a franquearla y a echarla al buzón. Cuando lo hizo, no podía negar que la mano le temblaba un poco.