V
A FIN DEL CURSO, en mayo de 1888, Mariona Rebull terminó el colegio. En junio, los Rebull se fueron a veranear. Poseían una gran finca en el Vallés, a unos treinta kilómetros de la ciudad, una heredad de su madre. Abandonada en manos de colonos desde la muerte de esta, don Desiderio consideró que ya era hora de ocuparse de su revalorización. Durante todo el invierno hizo viajes a Santa María del Valles y logró arrancar de la rutina de los colonos los trozos de tierra y acondicionar la gran casa para vivir en ella los meses de verano. La casa solariega centraba un grupo de casas de payés, menores, abiertas en semicírculo. El corazón del barrio era un patio al que desembocaban las puertas de todas, y que por la noche quedaba herméticamente cerrado al exterior por dos grandes puertas de porche, de un color rojizo, por las que se encaramaban los musgos.
La familia Rebull, con parte del servicio, pasó allí los dos meses siguientes. Barcelona iba a adquirir un gran relieve: estaba en vísperas del acontecimiento de su Exposición Universal. Para que Mariona pudiera acudir a los festejos era indispensable ponerla de largo en seguida. Quedó resuelto que regresarían, pues, a últimos de agosto, y así lo hicieron. La entrada de Mariona en sociedad se verificaría en septiembre.
Con los preparativos, en la gran casa llegó al paroxismo la nerviosidad. A medida que se aproximaba la fiesta, Mariona se iba sintiendo más y más importante.
La fecha llegó. Muy de mañana los grandes salones tuvieron que sufrir las idas y venidas de las sirvientas que realizaban la última limpieza; doña Clotilde, con el continente severo, su cinta de terciopelo en el cuello, daba órdenes por todos lados; parecía que tuviera el don de la ubicuidad y a través de los impertinentes descubría invisibles motas de polvo sobre los muebles. A media mañana empezaron a llegar los regalos. Grandes centros de flores y figuras de porcelana: damas de rotundo polisón, la faja en revoltijo, el aire de danza. Pequeños dijes y pinjantes, regalo de joyeros amigos; cajas con bombones de chocolate, envueltas con papeles de seda que parecían la seda misma, atadas con lazos verde Nilo; un reloj, con sus iniciales y la fecha. Las tarjetas eran suavísimas y caligrafiadas a la inglesa, indicio de la calidad de las gentes que allí se iban a congregar aquella tarde: don Sebastián Aleu y señora, don Jacinto Miralles, las chicas de Amer, los señores Grases, Ernesto Villar, Carolina y Gertrudis Millet, Pepe Dolz, Armando Riba, los Niebla, los Puig Ribalta, los Tell, doña África Costa y sus hijos, Javier de Castro, Evelina Torra… En un ángulo, un jarro monumental de cristal grabado con incrustaciones de plata lleno de docenas de rosas de Alejandría. Y una tarjeta: Joaquín Rius.
—¿Quién es?
Don Desiderio, que se había calado las gafas, cogió la tarjeta y leyó el nombre. Después la volvió a dejar en su sitio. Mariona había sentido un leve momento de zozobra.
—Y aquí mira, Pepe Dolz, qué cajita más linda para poner las joyas… Esos bombones están riquísimos. Me los voy a terminar antes de que vengan.
A media tarde empezó a llegar la gente. El primero en llegar fue don Jacinto Miralles, con su barbita blanca y el paraguas.
—No, no llueve, pero está a punto. ¿Qué tal va esta fiesta? ¿Muy emocionada?
Inmediatamente fueron llegando los demás. Al anochecer, la fiesta alcanzaba su apogeo.
El festejo era colofón de un rosario de ilusiones, de preparativos realizados durante largas semanas, la cristalización de una serie de pronósticos y proyectos hechos en la temporada de veraneo, a los cuales nadie en la casa había estado ajeno. Mercedes había contribuido más que nadie al esplendor de la fiesta. Y allí estaba, en un rincón, contemplando con una sonrisa emocionada el éxito de su hermana, la ilusión y el brillo de sus ojos, el aire de fatiga que la excesiva felicidad nos causa. Por fortuna, todo había llegado en su día; la ilusión de una hora se había superpuesto a la ilusión de las horas anteriores, y aquella dicha, la explosión de las enhorabuenas, los regalos, todo era maduración de prolongadas horas de espera.
En aquellos momentos la morada de los Rebull acusaba sus ángulos más señoriales. La disposición de los muebles; las profusas vitrinas, llenas de objetos sugerentes: amplios abanicos en los que, como en un ala de los tiempos, se aposentaba la cortesía y el esplendor de dos centurias; deliciosas figuritas; miniaturas, antiguos rosarios; crucifijos de marfil, impávidos al calor de la mano que los sostuvo y se asió a ellos en la agonía; pendientes de payesa, de antigua payesa, que ahora dormiría el sueño augusto entre raíces de ciprés, en un camposanto pueblerino, ignorando la estirpe ciudadana que, a través de los siglos, mantenía en vilo el poder de su misma sangre; retales de brocado, y opulentas esmeraldas, sustraídas al comercio humano, porque en su verde profundo habían dejado huella los alientos de los antepasados, marcando su destino hasta el fin de los siglos; todo cuanto los muertos no pudieron llevarse consigo, ni la vida logró pulverizar; estaba allí encerrado, tornasolando el aire con su presencia, a la vez fastuosa y misteriosa.
Los amplios salones, de tapicería suntuosa, en la que la luz, la fogata amaestrada de las lámparas resbalaba cariñosamente; los cristales de los ventanales, mosaico de las claridades más sutiles; cuadros, en cuyo fondo destacaba la mancha delicada de un rostro de varón, de mirada severa y serena, la mano aposentada sobre el ángulo de una mesa; o damas con cofia de terciopelo, augustas, cuya expresión era indicio de la conciencia de su rango, de la pausa con que habían ejercido su ministerio de madres y de esposas, buenas administradoras hasta de su cariño, y el rumor de rosarios y llaves que debían de hacer al levantarse del sillón en que el pintor las había colocado. Todo adquiría un lustre mágico y perdurable a la hora en que los invitados pasaron al comedor y a sus adyacentes, donde, en tazas de porcelana holandesa, con cubiertos de la plata más límpida, en copas de cristal perfecto, les iban a ser servidos el chocolate, los dulces, el champán, las natillas de la puesta de largo.
Joaquín Rius acababa de entrar. En la escalera, después del ceremonioso saludo que le había dirigido el portero, Bernardo, del que le había hablado en una ocasión Mariona, se había arreglado, de una vez ya para todas, el cuello y la corbata, alisado el último cabello rebelde, perfilado el bigote, que las guías habían estado dominando cautelosamente varias horas seguidas. Después, penetró por la pesada puerta que la doncella había abierto inesperadamente, lo que le hizo temer haber sido descubierto en la perpetración de aquellas maniobras. Entregó su gabán y su sombrero, los guantes y el paraguas. No podía negar que en su pecho algo palpitaba distinto de otras veces.
Y no bien acababa de palparse las solapas, de dar un estirón al chaleco, descubrió, al fondo, entre el burbujeo luminoso y el eco de las voces que trascendían del comedor, la cabecita de Mariona que aparecía ocultándose entre cortinas y que surgía de pronto de entre ellas con muestras de una evidente, madurada alegría. Y se dirigía corriendo hacia el recibidor.
—¿Por qué has venido tan tarde?
—Ya te dije que tenía quehacer.
—¿También hoy?
Él la miró y sonrió un instante.
—¿Qué te ha dicho tu padre?
—No ha dicho nada. ¡Estoy más contenta!
—¿Hay mucha gente?
—Están todos. Aprisa, aprisa, entra.
En aquel momento apareció Mercedes en el recibidor.
Con una sonrisa se adelantó a Joaquín, tendiéndole una mano suave.
—Llegas justo a la hora de la merienda. Entra.
Joaquín Rius quedó un poco deslumbrado, y se sentía al principio cohibido por la efervescencia de corros, de personas que llenaban las salas; por la luz que las inundaba. No veía a nadie, naufragaba en el conjunto de todos ellos, que charlaban animadamente; los cuales, al verles pasar, dirigían unas frases amables a Mariona y le miraban a él, interrogativos. Él pasaba, impertérrito, entre los grupos. De pronto, Mariona:
—Papá —dijo, tocando con los dedos la espalda de don Desiderio.
Estaba de espaldas, conversando con unas señoras. Se volvió lentamente.
—Te presento a Joaquín Rius.
Don Desiderio inició una ligera sonrisa. Luego, ofreció la mano.
—Vamos a ir por ahí; voy a situar a Joaquín en alguna de las mesas —expresó Mariona.
Joaquín Rius saludó de nuevo, inclinando la cabeza, salutación que fue correspondida de igual forma por don Desiderio. Después, Mariona lo condujo al centro de otra sala.
—¿Qué te parece? —preguntó Mariona en voz baja.
—Mejor sería preguntarle qué le parezco yo.
—Le tienes que parecer bien, a la fuerza.
—Eso lo veré dentro de poco.
—Sabes —dijo Mariona levemente seria—, no le hables hoy aún; no es buen día, con todo este jaleo, y los invitados. Después que haya pasado todo esto, quizá…
—Lo que tendría que decirle dentro de unos días se lo puedo decir hoy; y él, lo mismo.
La muchacha le miraba con cierto temor. En aquel momento llegaba un desconocido para Joaquín con dos copas de champán en las manos. Joaquín pensaba: «¿De dónde conozco yo a este hombre?».
Era un hombre joven, alto y elegantísimo. Su cabello era castaño claro. Su porte, señorial, se hacía más agradable aún en el movimiento de sus manos, en sus ademanes. Mientras ofrecía una de las copas a Mariona y sostenía la otra con una mano levantada, como si se dispusiera a sorberla una vez hecha la pregunta, dijo a Joaquín Rius:
—¿No me recuerdas?
—¿Os conocíais? —terció Mariona.
Joaquín observó al recién llegado. De pronto:
—Claro que sí. ¿Cómo estás? ¿Qué ha sido de ti?
Pero antes de que el otro contestara, Joaquín, infundido por un súbito y desconocido entusiasmo, que llamó la atención a Mariona, continuó:
—Claro que sí. Y no hay necesidad que me digas qué es lo que ha sido de ti. Cada día leo tu nombre en los periódicos. Eres igual que en el colegio… Igual…, pero —y le miraba de arriba abajo— todo un hombre, un hombre célebre.
—Y tú también. Ya conozco tu suerte.
—Mucho trabajar; mucho.
Mariona inquirió, en un inciso:
—¿Puedo dejaron un segundo? Doña África no sé lo que quiere.
Y se dirigió al lugar donde estaba sentada la dama.
—Claro es que no me cansa. Desde que salí del colegio no ha habido día que me levantara más tarde de las seis de la mañana, salvo los domingos.
—En cambio, yo no ha habido día que me acostara antes de la una de la madrugada. La política es terrible.
—Bueno, ¿y qué tal el Parlamento? ¿Qué será del gobierno Sagasta?
—Durará hasta que le dejemos. Ahora todo está pendiente de la Exposición de aquí y no conviene dar un mal espectáculo ante el extranjero.
—Vosotros, los políticos, siempre con vuestra mano izquierda.
—Yo procuro tener toda la mano derecha posible… —afirmó, sonriendo—. Pero ¿por qué no hablamos de otra cosa?
—¿De qué quieres que hablemos?
—De algo que no sea política. De muchachas. ¿Te casas?
—No sé…
—Si no sabes, es que sabes que sí… ¿Con quién?
—¿Y tú?
—No hay manera. Me desprecian.
—No lo puedo creer.
—Con las que yo quisiera casarme, no me dejan.
—¿Quiénes, tus padres? —y Joaquín Rius se echó a reír.
—No, no me dejan ellas. Y las que quieren casarse conmigo, no me gustan. Todas esperan tener muchos bebés y que me calce pronto las zapatillas. Comprenderás que soy joven para eso.
Ernesto Villar apuró la copa de champán. En aquel momento pasaba una doncella con una bandeja llena de copas. Ernesto y Joaquín cogieron una cada uno.
—Con lo cual —siguió diciendo Ernesto Villar— me he dado a gustar de la vida, según se me ofrezca.
—¿Vas mucho a Madrid?
—Mejor pregunta si vengo mucho a Barcelona. Es una casualidad que me encuentres aquí. ¡De no haber sido por la Exposición!…
—¿Te gusta la política?
—No; en absoluto. Pero me gusta más que otras cosas. Es apasionante pelearse sin mancharse la ropa. Hacer daño sin que los enemigos dejen de saludarte.
Apuraron las copas.
—Pero cuéntame de ti. Estás cambiado.
—Poca cosa. Todo lo he ganado a pulso.
—Tienes mucho dinero. No se hace más que hablar de ti.
—Me pasa un poco como a ti con las mujeres. Los que hablan de mí, no me interesan; y los que yo quisiera que hablaran, se callan o me desprecian.
—No creo que te desprecie nadie.
—Créelo. Y lo curioso es que cuando pienso en lo que ellos quisieran que yo fuera, me desprecio yo también.
—Pero tienes grandes satisfacciones. Contemplar adónde has llegado, casi sin dejar de ser un muchacho.
—El dinero, en esta ciudad, da muchas cosas, pero quita muchas otras. Seguramente si yo no hubiera ganado dinero me podría permitir ahora cosas que, habiéndolo ganado, me están prohibidas.
—Quizá sea cierto que el dinero no hace la felicidad, pero lo que es seguro es que no hace la desgracia —dijo Ernesto Villar, con soltura. Y después, sonriendo—: Eres desconcertante, como cuando ibas al colegio; y la primera persona a la que veo siempre insatisfecha. ¿Es que te molesta ser rico?
—No. Me molesta ser el primero de mi casa que es rico. Me gustaría…, qué sé yo…, haber sido hijo mío, por ejemplo.
—No serías más que un niño pesado si fueras tu hijo; preferiría ser hombre rico que niño rico. Por fortuna, no soy ni una cosa ni otra.
—No seas modesto. Tú eres hombre de fortuna.
—A medias. Pero tengo el dinero suficiente para no pensar en el dinero.
—Como todo lo tuyo. También tienes las mujeres suficientes para no pensar en las mujeres, la distinción suficiente para no preocuparte por ella. En cambio, yo —añadió con melancolía—tengo que pensar en todo.
En aquel momento se les acercaba de nuevo Mariona, con lo cual la atención de los invitados se dirigió un poco hacia el grupo.
—¿De qué habláis tanto rato seguido?
—De cosas. Imagínate, compañeros de colegio y diez años sin vernos.
—Tengo que presentarte a la gente. Muchos están intrigados preguntando quién eres.
Joaquín dejó que Mariona le condujera a través de los corros.
—Don Jacinto —dijo Mariona, dirigiéndose al señor Miralles—, le presento a Joaquín Rius, un amigo nuestro.
Junto al señor Miralles estaba un grupo de muchachas que miraban a Joaquín. Mariona le fue presentando sucesivamente: Camila Grases, Concha y Asunción Amer, Lolita Niebla, Amparo Puig Ribalta, Carolina y Gertrudis Millet…
Después fueron recorriendo los grupos: Javier de Castro, el joven procurador; los hijos de doña África Costa, joyeros, como fue su padre, con gafas los tres. Pepe Dolz, hombre ya maduro, pero soltero y con ánimo joven, que hacía reír a Evelina Torra, un exquisito tipo de mujer en sazón. A los Tell, hombres de mundo, absolutamente tontos, que repetían dos o tres frases del editorial del día del señor Mañé y Flaquer tergiversando la intención del articulista con toda la buena fe del mundo. Finalmente, volvieron al punto de partida y Joaquín se encontró enfrentado con don Jacinto Miralles, que acababa de soltar al grupo de muchachas…
—¿Y usted a qué se dedica, joven? —le preguntó con cierto retintín el caballero de barbita blanca y modales atildados. —A tejidos.
—¿A vender tejidos?
—No, a fabricarlos.
—Ah, a fabricarlos… —y después de una breve pausa—: ¿Es acaso pariente de Rius y Taulet, el alcalde?
—No, no tenemos nada que ver.
—Familia distinguida… ¿No los conoce usted?
—No.
Mariona había dejado, con cierta expectación, que los dos hombres hablaran. Ahora se la veía charlando, muy seria, con Ernesto Villar.
—Sí —decía Ernesto—. Ha cambiado mucho.
—¿Erais muy amigos?
—No, muy amigos, no. Era de otro grupo. —Después, mirándola intencionadamente—: Y tú, ¿eres muy amiga de él?
—No; no mucho. Nos conocemos.
Ernesto Villar sabía perfectamente de qué se trataba, pero no lo dejaba traslucir.
—¿Y qué clase de chico era en el colegio?
—Veo que te interesa mucho.
—No es que me interese mucho. Pero no me lo sé imaginar.
—Y aunque lo hubieras conocido entonces, ahora no te lo sabrías imaginar. No sé; era un tipo especial… Y me parece que aún lo es.
—¿Tú crees?
—Hablaba muy poco. Siempre está descontento. En el colegio también. Además, en el colegio hacía cosas desconcertantes. Recuerdo una vez que asumió la culpa de otro por el placer de hacer el gesto. Todos nos quedamos pasmados, porque, en general, era muy huraño. Conmigo siempre estuvo muy bien.
—¿Estudiaba mucho?
—En todo caso lo disimulaba bastante. No quería que le tomáramos por un «aplicado».
Hubo una ligera pausa. Ernesto Villar bebía su sexta copa, pero no se alteraba.
—Ha cambiado mucho —repitió Ernesto—. Ha ganado mucho dinero, muchísimo. ¿En cuántos millones le tasas?
—Yo no tengo idea de lo que es el dinero. Cuando pasa de diez pesetas, ya todo me da igual.
—Eres feliz. A mí me ocurre con las diez mil.
Ernesto preguntó de pronto:
—¿Te vas a casar con él?
Mariona se puso colorada. Ernesto. Villar le había ofrecido una copa y Mariona estaba bebiendo mientras miraba con ojos pícaros a su interlocutor. Al terminar de beber hizo una deliciosa mueca con la nariz y respondió:
—Sí.
Ernesto Villar se quedó estupefacto. Había hecho la pregunta con la deliberada intención de escuchar la palabra «no». Se echó a reír.
—¡Qué niña eres! No lo dirás en serio.
—Lo digo completamente en serio. ¿Por qué te extraña tanto? Ernesto Villar hablaba como para sí:
—Joaquín Rius, Joaquín Rius… Siempre lo veré como el primer día de su llegada al colegio; aquel día nos miraba como si nos lo fuéramos a comer… Pero… —y se dirigía a Mariona— tú no tienes ninguna necesidad de casarte con Rius, Mariona. Además —y la miraba a toda ella—, no sé…
¿No te causa respeto casarte con ese señor?
—Tiene tu edad.
—Pero es un señor mayor. Me ha dicho que no se ha levantado nunca después de las seis de la mañana. Tú no sabes de esas cosas, pero debe de dar mucho frío tener un marido de esta clase. Mariona le miraba sonriendo:
—Celos que tienes, celos.
Ernesto Villar parecía abstraído. La gente había ido pisando a la sala otra vez y allí escuchaba el rumor de la música con que Carolina Millet obsequiaba a los invitados.
Mariona dijo a Ernesto Villar.
—Nos hemos quedado solos.
—No —repuso Ernesto—. Allí está tu padre con Joaquín Rius. El corazón de Mariona dio un tumbo y salieron por la otra puerta, la de su cuarto. Atravesándola, se dirigieron a las salas donde los demás estaban reunidos.
Don Desiderio atendía a la voz de Joaquín Rius que le llegaba a través de la semipenumbra, que una lámpara de pie hacía acogedora y dulce. El rumor de la música, unos preludios de Chopin, se deslizaba, les distanciaba de los demás, se infería en el pensamiento de don Desiderio.
—Mis pretensiones con relación a Mariona duran desde hace ocho meses —decía Joaquín Rius—. He creído que esta sería buena ocasión para expresarlas ante usted. Mariona ha creído lo mismo.
Hubo una pausa.
—Se equivoca usted, amigo mío, no es buena ocasión —decía con lentitud don Desiderio—. Tengo la sensación de que el día en que mi hija entra en sociedad, viene usted con el propósito de quitármela. Por otro lado, ella no me ha hablado de nada.
—Acordamos que yo le hablaría conociendo el respeto que, como es lógico, usted le inspira. Yo soy ya un hombre mayor; mayor que los años que tengo. Puedo hablarle a usted con absoluta lealtad de mis propios sentimientos.
—Los tengo en cuenta —dijo don Desiderio, después de un silencio—, pero…
Joaquín Rius pasó por un momento de zozobra en espera de la aclaración.
—No le extrañe a usted —prosiguió con calma el padre de Mariona—. Acaba de serme presentado y no quisiera obrar más que como un amigo. El consentimiento a sus relaciones con mi hija no puedo dárselo; en último término, aceptaría que mi hija Mariona me hablase de esto por sí misma, cuando yo hubiera advertido que es capaz de discernir lo que le conviene. No quiero ofenderle a usted, pero no considero que haya llegado ese momento.
Joaquín Rius permaneció callado; se daba cuenta, no obstante, de que al dirigirse a don Desiderio no había deseado más de lo que ocurría. Su propósito era únicamente despertar en aquel hombre una confianza inmediata y directa cuya sensación perdurara largamente en su ánimo. No obstante, adoptaba un aspecto de compunción:
—Crea usted que siento por Mariona el afecto que pueda sentir el ser que más la quiera. En ningún caso quisiera ser un estorbo para su porvenir. Deseo, eso sí, férvidamente, hacerla mi esposa.
—El tiempo hace olvidar lo pasajero y acentúa lo que ha de durar. Ustedes lo sabrán por sí mismos; tanto si sus sentimientos perseveran como si no, ninguno de los dos se arrepentirá de haber aguardado.
Joaquín Rius calló. La razón era incontrastable. Don Desiderio, al levantarse, puso una mano sobre el hombro de Joaquín, que se había incorporado también.
—El tiempo da la razón a lo que merece tenerla. Confíe usted siempre en el tiempo, amigo mío.
Y luego, con tono pausado y retirando su mano, añadió:
—La juventud es impetuosa; cree que todo se va a agotar antes de haberlo gustado. Nosotros, en cambio, creemos que hay tiempo para gustarlo todo; y quizá tendría que ser al revés. En realidad, somos nosotros los que ya no tenemos mucho tiempo que perder. No tenga usted prisa, amigo mío… —concluyó.
Los dos marcharon corredor adelante, sin decir nada, a reunirse con los demás. Mariona estaba asustadísima aguardándolos, sin atender a lo que dos de los hermanos Costa y las dos chicas Amer hablaban en aquel momento en torno a ella.
Fue en seguida al encuentro de Joaquín. Se lo llevó consigo, disimuladamente, a un rincón:
—Le has hablado; yo no quería que lo hicieras hoy.
—Era necesario, Mariona. Ahora estoy tranquilo.
—¿Qué te ha dicho?
—Nada; lo que esperaba.
—¿Qué?
—La verdad. Que eres una niña todavía. ¿Qué podía decir?
—Pues si ya sabías, ¿por qué lo has hecho? Me regañará.
—No. Justamente no te regañará. Lo habría hecho si no le hubiera hablado.
Ella le miraba asombrada de la expresión dura de Joaquín.
—Pero le has dicho…
—Le he pedido tu mano.
—¡Oh, qué vergüenza!… —y se llevó las manos a las mejillas. Ernesto Villar, que los había estado observando, se acercaba en aquel momento.
—¿Discordias? —preguntó.
Joaquín Rius le miró un instante con mirada áspera, que se atenuó ante la impávida sonrisa del otro.
Carolina Millet iniciaba un «Impromptu» de Schubert en el piano. Se callaron y se dirigieron, de puntillas, a la silla más cercana. Ellos dos estaban serios, ausentes de la música. Ernesto Villar los contemplaba con mirada aguda y una sonrisa imperceptible en los labios.
Don Desiderio, cautelosamente, se dirigía de puntillas a su despacho. Estaba fatigado; necesitaba estar solo e iba en busca del único rincón solitario de la casa. La música se perdía en sus oídos como una exhalación.
Entró en su despacho y se sentó en el butacón de las visitas. Desde allí escuchaba el bullicio de los invitados una vez que Carolina dejó de tocar. Los aplausos, las exclamaciones, el rumor de los comentarios. Después, las risas y las voces, que volvían a aumentar, transcurrido el rato de silencio. Pensaba en su hija Mariona, en Joaquín Rius, en la fiesta. Desfilaba ante su memoria la cabalgata de los años. Y en un momento determinado oyó a alguien abrir la puerta quedamente, y a través de la semipenumbra le costó trabajo descubrir la fisonomía de su hija Mercedes.
—¿Estás cansado, papá?
—No, es la falta de costumbre.
Mercedes se había aproximado y se sentó después de acercar una silla.
—Yo también estoy un poco cansada —dijo—. Han sido días de mucho jaleo.
Y, después, respirando hondo:
—¿Qué te ha parecido la fiesta? —dijo.
—Bien, muy bien. ¿Estás contenta?
—Sí, sobre todo por Mariona. Parece muy satisfecha. El señor Rebull no alteró el tono de su voz; dijo, mirando fijamente a su hija:
—¿Sabías ya lo de ese chico?
—¿De quién?
—De ese chico; de Rius.
Mercedes hizo un signo afirmativo. Después le preguntó:
—¿Te ha hablado?
—Sí —afirmó el padre con media sonrisa—; parece un chico decidido y enérgico. No creo que tenga malas intenciones.
—Oh, eso no.
—¿Pues? ¿Qué te parece a ti?
Mercedes tardó en responder.
—Me parece un buen muchacho. Un chico de muy buena posición.
—No, no es eso —dijo el padre—; no me refiero a él. Debe ser buen muchacho, no tiene mal aspecto. Pero te pregunto por Mariona. ¿Qué te parece? ¿Está enamorada?
Mercedes afirmó:
—Claro, lo está.
—Es tan joven, que siempre tendré la duda de si las cosas le convienen o no. De si debo dejar que decida ella o actuar por mí mismo. En fin, un padre es bien poca cosa en estos casos. ¿Qué haría cualquier otro en mi lugar?
—No. Debes hacer lo que tú creas.
—Esto he hecho ya. Era ridículo que ese joven se me presentara a pedirme la mano ¡de Mariona! ¡De una niña!
Mercedes lo miraba fijamente. Al fin, dijo:
—Por mi parte, papá —y hubo un instante de indecisión—, te prometo casarme con quien tú digas.
Don Desiderio levantó vivamente la cabeza extrañado de la afirmación.
—¿Por qué dices esto, Mercedes?
Rió sin ganas.
—Sé lo que piensas y lo que sientes. Has sacrificado una vida por nosotras. Yo no quiero enamorarme; pero si lo hiciera, lo haría de la persona que tú quisieras.
—Por Dios, Mercedes, no digas estas cosas. Voy a creer que soy un padre raro.
Y después de un breve silencio:
—No tengo otro deseo que morir viéndoos felices a las dos en compañía de quien vosotras hayáis elegido. Vuestra voluntad es la mía. Siempre ha sido así.
—Siempre… menos en una ocasión.
—¿Cuál? —inquirió el padre con la intranquilidad de quien se siente adivinados los pensamientos.
—Ahora, con la inclinación de Mariona por ese joven. Sé lo que sientes, porque es lo mismo que siento yo.
—¿Qué?
—Que no es un muchacho para Mariona. Ni para nosotros. Y ante el ademán de su padre, prosiguió con viveza:
—No, no es por ninguna razón de las que los demás puedan creer. Ni es orgullo: al fin y al cabo, nosotros sabemos bien quiénes somos y de dónde venimos; no nos va a doler el hecho de que la familia Rius sea más o menos de nuestra conveniencia. Conocemos bien los defectos de muchos de los que consideramos «un buen partido». No es por eso. Es… qué sé yo; él, él mismo.
—¿Qué le has notado?
—Y tú lo has notado también —dijo con viveza a su padre. La mirada de don Desiderio se aclaró momentáneamente al decir:
—En realidad, no es que nosotros seamos muy distintos a ellos. Es que Mariona es muy distinta a él.
Y después de un momento de reflexión, añadió:
—No serían felices.
—Eso es exactamente lo que yo he notado —asintió Mercedes—. Lo que no puedo comprender es por qué nos dan esta sensación de ser tan distintos a pesar de avenirse tan bien.
—Por una razón: porque ninguno de los dos está enamorado.
Y ante la extrañeza de Mercedes, prosiguió:
—Ella es el primer hombre al que ve, que se le dirige. Sin darse cuenta es para ella la seguridad de que no es ya una niña. No le durará. Y él…, él es distinto.
Don Desiderio concentraba sus ideas. Puntualizaba:
—Ha creído que esta boda sería su complemento, lo que le falta. Pero no está enamorado.
—Así —preguntó Mercedes—, ¿tú no crees que sus intenciones…?
—Creo que no hay que darle la menor importancia. —Yo creo lo contrario.
—Tal vez… Sea lo que Dios quiera.
—Conozco mucho a Mariona, como si no fuera hermana mía, como si fuera una amiga. Y temo que, si tú no lo impides, acabará casándose con él.
—¿Por qué?
—Yo sé cuánto pesan en ella las primeras decisiones. No quiere cambiar nunca de camino, aun a costa de su felicidad.
Por esto te digo, y de verdad, que yo me casaré con quien tú me digas.
—No seas chiquilla.
—Sí, sé el disgusto que te daría esta boda de Mariona, disgusto que nadie conocería. Miras el porvenir y ves que en ti se ha acabado la gente de tu casa, nuestros abuelos y nuestros bisabuelos, que vivieron del mismo trabajo que tú, sin pensar en el dinero que ganaban. Que todos tuvieron amigos con el mismo apellido, de siglo en siglo, y que todo esto se trunca por un capricho nuestro… Y —añadió con mayor gravedad todavía— ¿dónde iría a parar nuestro patrimonio, el patrimonio de ser como somos, la joyería, nuestro nombre? A pesar de que tú preveías esto, no te volviste a casar, a causa de nosotras, y porque tenías confianza en que al cabo de los años nosotras sabríamos comprenderlo.
—Sacrificas todo lo que tienes… Además, te equivocas. Es completamente innecesario.
—Aunque lo fuera, es nuestro deber. Y no te lo digo porque sí, porque para mí no representa ningún sacrificio —prosiguió—. Si supieras cómo he pensado en la abuela Amalia, que se casó sin conocer al marido, que estaba en América. Y fue la más feliz de todas las mujeres que ha habido en esta casa. Porque no sabía si el marido era alto o bajo o cómo era. Pero sabía cómo se llamaba. Y esto basta. En esta ciudad nos conocemos todos.
En aquel momento entró Mariona corriendo.
Don Desiderio se levantó de la butaca y salió al exterior. Mercedes y Mariona salieron también.
Don Jacinto estaba en el recibidor.
—Me marcho, Desiderio. No hace muy buena tarde y Rosa me está esperando en casa, intranquila por mi reuma. Os felicito.
Don Desiderio le dio la mano y le ayudó a ponerse el gabán.
—Y a estas pollitas, mucho cuidado con cuidar bien a su padre, que, aunque joven, necesita compañía.
—Menos joven de lo que quisiera —observó don Desiderio.
—¡Si tuviera tus años! —expresó don Jacinto mientras cruzaba la puerta, y desde el rellano de la escalera—: Repito, mil felicidades. Cerrad, cerrad; que da el aire.
Mariona no había aguardado a que se marchara del todo don Jacinto, sino que se dirigió apresurada a la sala. Cuando Mercedes y su padre entraron en ella, la encontraron animadísima charlando con Ernesto; de vez en cuando se llevaba las manos a las mejillas.
Joaquín Rius estaba junto a ellos, pero aparentaba no atender a la conversación. Alguna vez dirigía la palabra a los dos esbozando una sonrisa.
Mercedes se fue al grupo en que estaban dos de los hijos de doña África Costa, los de las gafas. Doña África era una dama de porte enérgico. Los cabellos, absolutamente blancos, enmarcaban una tez morena y tersa en la frente, mientras que en las comisuras de los labios se marcaban unas profundas arrugas. Su cuello era alto y delgado, abrigado por una cintita. Observaba, sobre todo, si acertaba a pasar por allí, a Mercedes Rebull, a la que, con ojo perspicaz, había definido tiempo atrás como la muchacha más bella y distinguida de Barcelona.
Hablase casado con don Pablo Costa veinticinco años atrás. Don Pablo había muerto hacía ahora cinco. Ella era norteña, nacida en Santander. Del matrimonio habían nacido tres hijos; el mayor en la actualidad tenía veinticuatro años; muy llevados de aquí para allá por su madre, por la cual sentía veneración. El mediano había heredado el oficio de su padre, la joyería; el mayor estaba a punto de terminar la carrera de ingeniero, y el pequeño acababa de salir del colegio.
Como la mayoría de los chicos sobre los cuales se siente la influencia de una madre superior, el aspecto de los tres muchachos era de gran timidez, apariencia acentuada por las gafas que, como compradas en serie, llevaban los tres iguales. La conversación de los tres tenía rasgos parecidos, como su rostro, y tanto uno como otro recordaban los de su madre. Sin embargo, el mayor, por ejemplo, se decía que llegaría a ser un ingeniero ilustre a juzgar por sus éxitos de estudiante. Aquella era una de las contadísimas reuniones en que se le veía, siempre enfrascado en grandes libros y enormes planos, ininteligibles por sus hermanos y por su madre. Ernesto Villar había dicho a Mariona aquella tarde:
—Ese chico Costa mayor, en vez de felicitarte, te dirá «32 × 2ab x b2».
—¿Qué quiere decir ésta?
—¿No te has fijado? Detrás de esas gafas están todas las tablas de logaritmos.
El Costa mediano, el joyero, estaba aquella tarde arrimado a una cortina sumido en sí mismo y contemplando las evoluciones de Mercedes Rebull. Era un muchacho de veintidós años, cuatro más que ella. Mercedes notaba la circunspección del joven y de vez en cuando se dirigía a él con la bandeja de los dulces o simplemente con una sonrisa. Pero no había caído hasta entonces en la cuenta de que aquel corazón, heredero del amor por las piedras, por el destello de un diamante, por el dorado cárdeno de un topacio, heredero del nombre y de la propiedad del antiguo taller de joyería, había heredado también de su padre la capacidad del amor desinteresado y fecundo por una mujer, una sola, y que palpitaba ya en concreto por ella. El muchacho se llamaba Federico Costa y sus bisabuelos conocían ya a los de Mercedes.
Joaquín Rius se fue retirando, sin que nadie lo notara, hasta un rinconcito lateral situado en la otra sala. La gente ya empezaba a marcharse, y él, por fin, se levantó; se notaba intranquilo, incómodo. ¿Era aquello lo suyo?
Mariona entraba.
—¿Dónde te habías metido?
Detrás de ella entraba Villar.
—Es tarde, ya tengo que marcharme —dijo Joaquín.
—No te vayas aún, tonto.
Pero él dio la mano a Ernesto Villar, y Mariona le iba siguiendo mientras se dirigía al recibidor.
—¿Por qué te vas tan temprano?
Él se despidió de don Desiderio. Después preguntó, a solas, a Mariona:
—¿Te importará que te vea mañana?
Mariona dijo:
—A las seis.
Don Desiderio había entrado en la sala. En aquel momento Mercedes se disponía a acompañar a Federico Costa; la madre y los hermanos Costa le aguardaban ya en el recibidor.
Un instante, las miradas del padre y de la hija se cruzaron. El muchacho estaba radiante.
Federico se despidió del señor Rebull.
—Adiós, Federico, hasta mañana.
Le dijo «hasta mañana» porque todos los días, de paso hacia su joyería, el chico Costa entraba un segundo en la de Rebull simplemente para darle los buenos días.