VIII
LA NOTICIA DEL COMPROMISO de Mariona Rebull y Joaquín Rius cundió por la ciudad. Y el día en que los Joaquines Rius, padre e hijo, fueron huéspedes de los Rebull en el palco del Liceo, los impertinentes más encopetados, los gemelos más austeros se dirigían hacia el proscenio en el que la eminente pechera de don Joaquín parecía brillar con fulgores aterciopelados. Doña Paula se había sentido indispuesta, según se comunicó. Falto de aquel escote, el palco perdía parte de su interés, lo que decepcionó a la mitad de la concurrencia.
—Fíjate en la pechera del señor Rius —decía Pepe Dolz, en el palco de los Torra, a donde había ido a saludar a Evelina—. ¡Qué lustre magnífico!
—Se la debe de haber planchado ella, la Paula. Eran su especialidad, las pecheras. Por lo menos, las de mi padre las planchaba muy bien.
—¡Evelina! —reprochó la viuda Torra, con gravedad.
Evelina, la mujer en sazón, ciertamente versada a su vez en la calidad de las pecheras de los hombres, ahogó su risa.
Joaquín estaba radiante. Por las mañanas, los obreros de la fábrica notaron que pasaba entre ellos con una suerte de mayor suavidad, sin el ceño. Pero estaba todavía más radiante el padre.
Doña Paula, en cambio, parecía añorar los días de la calle de la Paja, no conseguía habituarse al gran piso, al boato de la nueva vida, que le parecía circunstancial.
—Fumas demasiado, Joaquín. Este tabaco es muy fuerte. Y antes no fumabas puros. El día menos pensado te va a dar un «patatús».
Don Joaquín había engruesado, y sus mejillas habían ganado un color rojizo vivo. Sus digestiones eran pesadas y se había aficionado no solo a su buen habano, también a su buena copita de «chartreuse». Después de la libación, el hombre se sentía absolutamente satisfecho.
—Toses, toses, Joaquín. Ya no tienes veinte años.
—Siempre serás la Paula de la calle de la Paja —le decía el marido—. Si supieras lo bueno que es —añadía, mostrándole el puro.
El hermano menor, Fabián, llevaba una vida completamente independiente. Su mayor amistad era la de un escribiente de la oficina del negocio de coloniales con el que iba a bailar a Gracia los domingos.
Los preparativos de la boda colmaban los ratos libres de padre e hijo Rius.
En casa de los Rebull atarearon a todo el ejército de mujeres. Un mes antes de la boda, don Desiderio fue a visitar al señor obispo y a rogarle que le hiciera el honor de casar él en persona a los contrayentes, a lo que accedió con deferencia. Después se hicieron los preparativos de invitados, de participaciones. Se empezaron a recibir los primeros regalos.
Mariona había recibido de Joaquín, la tarde de su compromiso, que se efectuó un mes después de la visita de Joaquín a «Las Torres», el monumental brillante de prometida. Era grueso como un garbanzo; costaba lo que un telar, según manifestó Rius, el padre, confidencialmente, al contable Llobet.
—¡Pero ella se lo merece! —añadió—. ¡Si la viera usted! —los ojillos del viejo Rius brillaban con malicia mientras sonreía—. Es una flor, un capullo. Lo mejor de Barcelona. Mi hijo vale un dineral…
La tarde del compromiso, don Joaquín había tomado muy en serio las formalidades del caso y se ilustró convenientemente sobre todos los aspectos. Pero doña Paula lo malogró de la manera más tonta.
—Lo que venimos a hacer, señor Rebull, ya lo sabe usted. No es necesario que le busque tres pies al gato. Mi marido siempre hace lo mismo.
Don Desiderio sonreía.
—Lo que yo quiero —afirmaba doña Paula— es que Mariona cuide bien a mi hijo y que se correspondan. Nosotros somos gente muy sencilla, pero tenemos buen corazón. Su hija puede estar tranquila.
—Paula —decía don Joaquín—, ¿no ves que todo eso el señor Rebull ya lo sabe? Es claro que serán felices…
Después se trató, a solas, de los aspectos materiales de la cuestión. Mariona recibiría su dote, cincuenta mil duros, y entraba en posesión de algo que, en realidad, no le correspondía poseer hasta después de la muerte de su padre, pero que este quería entregarle en seguida: la finca de «Las Torres».
—Haré lo mismo con Mercedes el día que se case —afirmó don Desiderio—; le traspasaré esta casa de la calle de la Puertaferrisa, que fue de su madre.
—¿Y usted, y usted, don Desiderio? —preguntaba doña Paula—. Tiene que pensar en usted también.
—Los viejos tenemos que pensar en los demás. No se preocupe, no me dejarán en la calle.
Por su parte, don Joaquín pudo solazarse en la explicación minuciosa de lo que su hijo poseería en el momento de casarse, y ello sin que Paula pudiera intervenir.
—El capital de mi hijo en el momento de casarse será de dos millones de pesetas; cuatrocientos mil duros —aclaraba— y dos solares en edificación en la calle de Caspe. Casi todo lo ha ganado él personalmente. Y… creo que ya bastará por el momento, ¿no? —y sonreía mirándoles a todos.
Los dos muchachos, Joaquín y Mariona, estaban en la habitación lateral a la sala cogidos de las manos. Cuando los viejos salieron de la sala, Mariona preguntó:
—¿Os habéis peleado tanto rato?
Doña Paula la cogió de la mano y, emocionada, la besó. Mariona correspondió, no sin cierto reparo, a la vitalidad, poco contenida, de la madre de Joaquín:
—Hija mía, casi te puedo llamar hija mía. Quiero ser para ti como una segunda madre. ¿Me dejas?
Mariona dijo que sí, sonriendo, pero sin mucha convicción. Lo que ella quería era ser, simplemente, la esposa de Joaquín. No podía querer también, así de sopetón, a una desconocida.
La boda se celebró en la intimidad. El señor Rebull lo excusó ante sus amistades diciendo que temía que una boda en grande pudiera emocionar demasiado a Mariona; y que él mismo, con el recuerdo de su mujer, temía no poder garantizar su presencia de ánimo. Por otro lado, ya se sabe que bendiciendo el señor obispo…
Se celebró en el camarín de la Merced a primeros de febrero. Era un día gris y lluvioso. Mariona estaba bellísima. Joaquín, alto, con una gravedad de marido. Doña Paula lloró, y a don Desiderio le temblaba la mano al firmar. Don Joaquín miraba a todos lados, con toda la opulencia del chaqué estrenado el día de la visita de Su Majestad.
—Lo estrené para una Reina —le dijo a Mariona al pasar a la sala de casa de los Rebull, donde iba a ser servida la comida al regreso de la iglesia— y lo vuelvo a llevar para otra reina. Después de esto, ya ha cumplido…
—¿No piensa ponérselo más? —preguntó Mariona.
—No. Sería desmerecerlo.
Durante la comida —que fue sencilla e íntima, y para la cual el señor obispo se había excusado— don Joaquín se fue volviendo sentimental y apuraba las copas bajo la mirada severa de doña Paula, que, sin embargo, estaba demasiado emocionada a la derecha de don Desiderio para ejercer el control que su marido precisaba.
Al llegar al champán, don Joaquín, locuacísimo, levantó su copa.
—Hoy —dijo— se cumple el día más feliz de nuestra existencia. —Y luego, dirigiéndose a Paula, buscó su complicidad—: ¿Verdad, Paula? Sí, el día más feliz al ver a nuestros dos jóvenes hijos ligados por el lazo indisoluble del matrimonio. Levanto mi copa por su felicidad, por don Desiderio y… porque muy pronto los Rius y los Rebull vean acrecentada su familia…
—Papá, papá —regañó en voz baja Joaquín. Pero los demás levantaron sus copas y empezaron a aplaudir. Don Desiderio parecía mirar a lo lejos, a través de los cristales, con mirada absorta. Pero todo había transcurrido bien y había conversado largamente con doña Paula, en cuya sencillez se refugiaba.
Los novios empezaron a alcanzar de nuevo la realidad. La realidad de las maletas, del horario de los trenes, del kilométrico. La realidad de quedarse solos; el rubor, el misterio que se avecinaba.
Don Desiderio, mientras miraba a lo lejos, a la tarde brumosa del exterior, ante el bullicio de los demás, pensaba: ¿Se ha casado enamorada Mariona? Y la observaba.
Sí. Estaba enamorada. Levantaba sus ojos hacia su marido con una expresión inconfundible, esa manera con que la mirada pretende asir la realidad de un alma complementaria. Joaquín, en cambio, mantenía su continente grave, la inflexibilidad de su gozo. Era lógico. Pero sobre él no le cabía la menor duda.
Ninguno de los invitados acertó a darse cuenta del momento en que los novios desaparecían salvo don Desiderio y doña Paula. Esta dijo a Joaquín lo de siempre: «Abrígate, abrígate, hijo mío».
El señor Rebull se despidió de su hija. Mariona penetró un instante en el despacho de papá, el que cuando pequeña le daba miedo, en el cual don Desiderio se había refugiado. Se acercó y le besó, pero su padre no levantó su frente; con la mirada fija en sus propias manos, que tenía juntas, apoyados los codos en la mesa, le dijo:
—Adiós, hija mía.
Y luego, cuando estaba a punto de marcharse, la cogió de una mano; y, sin levantarse, puso las dos suyas en la cintura de la chica, como si intentara sostenerla en vilo. La miró. Mariona notó que los ojos de su padre tenían un velo, licuoso, que en las comisuras de sus labios se manifestaba una ligera contracción. Entonces le dijo:
—Soy feliz, papá; y quiero que tú lo seas.
Él pensaba en la niña que posaba la mejilla sobre sus rodillas a la vera de la lumbre. Pero pudo contenerse aún unos instantes y ella marchó, soplando un beso en la punta de la mano, antes de cerrar la puerta.
Al alcanzar el tren y encerrarse en el «sleeping», uno junto a otro, Mariona pudo comprobar de lleno que aquel hombre, que apenas hablaba, era su marido. La manera serena de actuar, de dominar al mundo, de dirigirse a un mozo de estación, de subir el cristal de la ventanilla, de colgar y descolgar una maleta; aquello era un hombre, el suyo, visto de cerca, al margen de las palabras de amor, al margen de la dulzura del amor. Era la convivencia del hombre en todos los instantes de la existencia del mismo. Se sentía feliz de tener cerca esa «sensación» del hombre. Y la frialdad, en un momento determinado, refluyó en exaltación y, en el instante mágico, señalado por fuerzas invisibles desde lo alto, aquella sensación se transformaba en una sensación de miedo, de pavor delicioso; y fue así.
Y luego ya, el viaje, la aventura…
Por la rendija del visillo opaco del vagón se filtraba a la mañana siguiente un cuchillazo de sol; el tronar de las ruedas, machacón y rítmico, hacía remover un poco la mancha de sol, como si navegaran por el fondo de un lago. Le pareció que atravesaban el mundo, que se dirigían a otro astro, que volaban a través de los años, que todo no era más que el recuerdo de sí mismos. Tenía la sensación de fuga, de la huida, y sabía a qué lugar, pero no le importaba. Una voz, en su interior, le preguntaba: ¿A qué emociones? Y entonces suspiraba y se arrebujaba en las sábanas contenta de haber llegado ya, de ser todo lo mujer que podía aspirar a ser; de amar y ser amada.
Los hoteles. Oírse llamar: «Señora». Y ella misma se echaba a reír. Su marido —sí, su marido— no reía, parecía considerarlo lo más natural del mundo. Bajar al comedor y que los comensales os contemplen a vosotros, porque ella está muy atractiva vestida de mujer casada. Ella quiere que se note que es mujer casada, recién casada. Él no, no quiere.
—Mariona, Mariona, por Dios…
—¿Qué hay, Joaquín?
—Estate seria, mujer; no mires de esa manera; nos están tomando por recién casados.
—Es que lo somos.
—Sí, pero no vamos a estar comunicándoselo a todos.
—Yo no se lo he dicho a nadie.
—Pero se nos ve.
—Mejor.
Mariona gozaba contemplando la ciudad, Madrid, desde el balcón del hotel. Le gustaba avizorar el mar de techumbres marrones de la vieja ciudad y ver a los transeúntes, diminutos, entrar en las tiendas, pararse a saludarse unos a otros. Le gustaba salir por la calle, sobre todo sola; porque Joaquín aprovechaba el viaje para visitar algunos clientes. Y ella, sola, se paraba a mirar escaparates y paladeaba la libertad, el ser dueña, absoluta de sí. ¡Qué grande es el mundo! —pensaba mientras veía su rostro, rostro gracioso de mujer casada, reflejado en el cristal del escaparate de una perfumería. Pero un joven se había detenido a contemplarla. Lo veía por el reflejo. Tuvo miedo. ¿Qué hace una mujer casada en estos casos?
Por la noche, al teatro. Salir de noche sola, con un desconocido, por muy marido que sea de una, ¡qué misterio! Estuvieron donde María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza representaban El gran galeoto. Mariona ruborizábase al escuchar las verdades del drama, pero nadie la miraba ni tenía por qué asustarse. Escuchar tales cosas ahora no le estaba ya prohibido, pues era mujer casada. ¡Es maravilloso ser mujer casada!
¡Cuán sencillo todo!
Al transcurrir de los días, el ánimo se habitúa al vértigo del viaje. Cuando abandonaron Madrid, lo hicieron con simplicidad, como si la cosa más natural fuera dejar una ciudad para alcanzar otra. Y después de Madrid, Córdoba. El silencio de Córdoba, la idea de que ellos eran los dos únicos seres que la poblaban al caminar por las sinuosas calles solitarias; los jardines interiores, las plantas en los tiestos de los patios, peceras con paredes de mayólica, de las cuales huía el sol, muerto de frío. La Mezquita, inmensa y monótona, fatigó a Mariona.
—¿Te imaginas lo que debía de ser esto lleno de moros?
No, Mariona no se lo imaginaba.
Días aburridos. Salir del hotel y pasar diez veces por una misma calle, llegar al río, pararse mucho rato a contemplar el paso de las aguas y notar que uno está lejos de casa, muy lejos. Al volver, asustarse con el eco de las propias pisadas sobre el empedrado de la calle tortuosa y en declive y, de pronto, ver a un hombre aparecer inesperadamente por la misma esquina que nosotros vamos a ganar, un hombre embozado en una capa negra que pasa y se aleja, sin inmutarse, sin decir palabra, sin mirar siquiera. ¡Qué escalofrío!
Dejó Córdoba con alegría de marchar. En Granada era distinto. Lo único que Mariona no podía sufrir es que la miraran tanto por la calle, que se volvieran a mirarla y luego, sin saber por qué, a lo mejor se echaran a reír.
—No te vuelvas, mujer, no te vuelvas… Que hagan lo que quieran.
—Pero ¿por qué ríen esas tontas? ¡Pueblerinas!
—Es que les hace gracia tu sombrero.
—¡Como si no hubieran visto ninguno!
Pero le entusiasmaba ir al Albaicín, ver y oír hablar a los gitanos que viven en los torrentes, en sus cuevas en las que cuelgan retratos de gitanas, de bailaores y de toreros; y una botella de vino, sucia de polvo y de telarañas.
—Ande la señorita, que le voy a decir la buenaventura… Pero Joaquín caminaba a su lado sin arredrarse.
—Y tú, tú que tienes facha de «embajaor».
No pudo menos que sonreír.
Mariona alargó su mano. La gitana pasó la yema áspera de sus dedos sobre la piel blanca, y después los miraba consecutivamente a los dos, mientras pronunciaba palabras cabalísticas.
—Veo, veo…
Y Mariona no podía aguantar la risa.
—Blanco y oscuro —para matar el aire impuro, — yema y miel y ombligo de churumbel, — colmillo de serpiente y agua que rompe la fuente; — uno, dos, tres, cuatro — y la luna en el barranco…
Después quedó absorta mirando las manos.
Con voz brumosa:
—Tienes la dicha y la desgracia en la mano. Un gavilán te ronda y te arañará. Veo un churumbel, un churumbel rubio que llevarás en las entrañas…
Joaquín sonreía. Mariona se había puesto súbitamente seria; escuchaba con el corazón escalofriado.
—… Rubio para tus años mozos. Veo correr la sangre como un torrente largo, y el tronco que quema y el ruido que hace sobre la ceniza, para tus años mozos…
Mariona retiró la mano, que la vieja soltó como si volviera en sí.
—Vámonos, vámonos —dijo a Joaquín, asustada.
Joaquín dio una moneda a la gitana. Descendieron apresuradamente.
—¿Qué ha querido decir? Me ha asustado.
—Nada, tonta; patrañas para ganarse dos reales. No sé cómo te lo tomas en serio. ¿No te la habían dicho nunca?
—No —y su pecho palpitaba. Joaquín sonreía.
—No seas tonta, mujer.
Para que a Mariona se le pasara el susto se dirigieron a la Alhambra, donde pensaban comprar unas chucherías. Ya habían estado allí, pero Joaquín quería llevar a casa unos tapices moros y escoger de paso una blonda blanca con que obsequiar a Mariona. Una vez allí, se hicieron retratar vestidos de moro en el estudio de un fotógrafo que tenía como telón de fondo uno de los patios del palacio árabe, tan bien imitado que en la fotografía daba la impresión de estar arrancado de la realidad.
El fotógrafo —todo un artista, con una ancha boina de bohemia italiana— se impacientaba porque Mariona no hacía más que reír al ver la facha de Joaquín vestido de moro y expresaba sin rebozo el regocijo que le producía.
—Te está corto, te está corto ese gabán.
El fotógrafo estaba furioso.
—Coja usted la cimitarra con la mano izquierda, caballero, cójala por la empuñadura.
—¿Qué es la cimitarra? ¿Este cuchillo? —y miraba muy serio a la máquina.
—Y usted, señora, hágame el favor; no mire a la máquina, mire a su esposo; así, así; más dulce, más dulce…
Pero en el momento en que el hombre ya agarraba con ademán decisivo la pera del disparador, la risa de Mariona lo echaba todo a perder.
Joaquín le decía, impaciente también por el otro:
—Mariona, por Dios, no hay para tanto.
Con lo cual la fotografía salió como Dios quiso. Ella miraba a la máquina, y además con el ceño fruncido. Él, distraído un instante de la pose concienzudamente adoptada —con aquel aire de indiferencia estudiado a propósito para que se note que uno no está indiferente, sino que se enfrenta con la posteridad hasta la punta de los cabellos—, ofrecía el aspecto de un hombre disfrazado al que hubieran sorprendido pensando en sus negocios, un momento, en un rincón del baile de máscaras.
—Esto no parece la Alhambra ni nada. Parece un trozo de la «Aida» —comentó Mariona ante el fotógrafo, que estaba fuera de sí.
Al bajar de la Alhambra, la luna se elevaba sobre la llanura. Mariona pretendía arrancar de su memoria la imagen de la gitana y sus palabras. Mientras bajaban, la voz de la sibila repetía en sus oídos:
—… colmillo de serpiente —y agua que rompe la fuente, — uno, dos, tres, cuatro — y la luna en el barranco…
Sin embargo, recordaba Granada con alegría; la luz cambiante y a ráfagas, la grandeza de los aledaños, la risa de las gentes, la manera despierta y susurrante de hablar…
En el tren que les conducía a Sevilla recordaba el rato que, en una taberna de barrio del Albaicín, habían pasado con unos muchachos de catorce o quince años que se prestaron a cantar a cambio de una botella de manzanilla. Después de la primera botella, vino la segunda, y Mariona contemplaba con pasmo cómo aquellas criaturas bebían y parecían tener el corazón adulto. ¿O es que los demás tenían el corazón de niño? No existe el tiempo en Andalucía, no existe —pensaba Mariona—. Cuando con voz que tenía la calidad sarmentosa y vieja de una vid nueva, recién nacida —puesto que la ancianidad no provenía de ella misma, sino de la fuerza de la savia de la que había retoñado, resumiendo en ella la solera y la exquisitez de las generaciones precedentes—, uno de aquellos chiquillos hablase lanzado a balbucir una desgarrada tonada, de alma y arma, de traición y dolor, con reflejos de tragedia y furia para arrasarlo todo en tropeles, Mariona había abierto desmesuradamente los ojos:
¡Mi sangre llega hasta ti,
ay, mi madre, cómo mana!…
Y era un chiquillo de quince años, de ojitos breves y profundos, la camisa hecha jirones. Al traer otra nueva botella de manzanilla, en lugar de descorcharla, esgrimiéndola, había partido su cuello en dos con un golpe seguro contra el borde de la mesilla de mármol. Y se había cortado en un dedo, que sangraba. Él bebía su propia sangre para restañar la herida, mientras Mariona lo miraba, miraba a aquellos ojos, y el pequeño afirmaba: «La sangre mata la sangre». ¿Qué quería decir?
—¿En qué piensas? —Ella volvió en sí.
—Nada; estaba mirando el paisaje.
—Parecías preocupada… ¿No estás contenta?
—Sí.
Y miró el paisaje. Se ondulaba en largas sinuosidades. Los toros pacían aquí y allá y miraban pasmados el tren, al que, a pesar de serles familiar, por lo visto no habían podido acostumbrarse. Otros se perseguían y unos terceros huían pradera adelante, atolondrados. Más allá, un jinete, con su gran sombrero de alas anchas, rejón en ristre, picaba el lomo de una manada que se iba perdiendo en los verdores de la lontananza levantando polvareda de oro. El sol de la tarde ahogaba este espectáculo en una suavidad ardiente y dulce. De vez en vez, el tren paraba en una estación desconocida, y Joaquín y Mariona salían un momento al pasillo; Joaquín bajaba uno de los cristales de la ventanilla para comprar unos bocadillos. Entonces Mariona escuchaba el ruido del silencio, prolongadamente extraviado —el eco de las ruedas del tren todavía prendido en sus oídos—, y la voz de un aguador, el trino de unos pájaros, a los que pronto dejarían de nuevo en paz en su tálamo de acacia transitorio; la que, sin embargo, dejaría en la memoria de Mariona al cabo de los años una imagen imprecisa, huidiza.
Oscureció lentamente. El atardecer acentuaba el brillo de las acequias de tierra andaluza, pródiga en manantiales. Eran como el torso pardo de un pez que esquiva el acoso de la verdura, una serpiente sinuosa. Más tarde, los rostros de los compañeros de compartimiento se fueron endureciendo por la oscuridad y por el cansancio. Y las mujeres que subieron en Arjona, con sus cestas de huevos, fantasmas negros de la negrura del aire. Y un cúmulo de estaciones con las lucecitas encendidas, y el apoyarse en los hombros de Joaquín, fatigada de tanto rato en el tren. Sevilla, que parecía que nunca tendría que llegar, amaneció allí evidente. El despertarse rápido y atolondrado cuando ya el tren entra en agujas, con un bullicio que repercute en las articulaciones todas; bajar, colocar las maletas en el coche de alquiler, conducido por un hombre parsimonioso y de cara larga, como dormido; transitar de noche por una ciudad desconocida, donde cada edificio, cada tramo de árboles, cada monumento parece navegar a nuestro lado y estar a punto de tragarnos con lentitud fantasmal, sonambúlica. ¡Sevilla!
Cenaron muy poco. Mariona se acostó en seguida, mientras Joaquín sacaba algunas cosas de las maletas y, parsimoniosamente, se ponía a leer el periódico. Mariona no se dormía del todo, se dejaba mecer por la sensación de la cama, del reposo, consciente de estarla gozando y sin querer apurarla de un sorbo. A media vigilia escuchaba la voz de Joaquín. ¿Qué cosas? Ella apenas podía responder, pero encontraba agradable la proximidad alejada. «Mañana iremos a ver la Virgen de las Angustias y el Cristo del Gran Poder…». Sevilla… Y luego el ruido del diario al ser abierto, un papel. Y Joaquín decía: «Subiremos a la Giralda…». Después hablaba, quizá hablaba solo, no sé… Y luego: «Ernesto Villar ha pronunciado un discurso en las Cortes…». ¿Un discurso? —se preguntaba Mariona—. Y tenía la sensación del viaje, del paisaje escurridizo, de las acequias que se acercaban y se alejaban del tren sin parar… Ernesto Villar… Un discurso…
Al día siguiente fueron al barrio de Santa Cruz, tan blanco y pulido, donde los claveles cuajan; barrio esquinado y blanco, con ventanas enfrentadas unas a otras, en coloquio; a la Giralda, a cuya cumbre llegaron fatigados. Al otro día alquilaron un coche de punto para trasladarse a las ruinas de Itálica; llegaron cansados a causa del viento, que arreció sin parar, y Mariona con un poco de dolor de cabeza.
—No es nada, ¿sabes?
—Date un baño caliente. Quizá te has enfriado.
—No, no es nada; me encuentro bien.
En efecto, al día siguiente se encontraba bien y por la mañana visitaron el Alcázar, que entusiasmó a Mariona tanto como las ruinas de Itálica la habían decepcionado. Porque en el Alcázar existe algo vivo, vigente; se le podía imaginar sirviendo de centro de la vida cotidiana de la realeza; y las ruinas de Itálica no eran más que piedras muertas. Por la tarde recorrieron las iglesias de Sevilla. Al día siguiente tomaban el tren para Madrid.
—¿Te ha gustado Sevilla?
—Mucho.
Y lo decía con entusiasmo. Recordaba el revoloteo de las faldas de una bailaora en una taberna. Las bailaoras, mujeres altas, la mayoría rubias, cosa que ella no había sospechado, dirigían todas la saeta negra de sus ojos a Joaquín como una suerte de reproche gallardo; ella, Mariona, las había observado con pasmo. Joaquín le sonreía a ella, levemente, de vez en cuando, halagado.
Y otra vez el cansancio del tren y las ganas de llegar.
Madrid le pareció ya una ciudad familiar, casi como estar en casa. Allí ya no existía el misterio, la luz de pavor en los ojos que la había perseguido en Andalucía, el aire de tierra de magia y pesadilla. Y hasta parecía que respiraban los dos con más pausa, una respiración menos ahogada por el ambiente. Cuando se acostó en la cama del hotel, Mariona se sentía llena de una dulzura bien ganada.
Al día siguiente se levantaron contentos. Era una mañana luminosa, fría y magnífica.
—Los días que estemos aquí en Madrid no te dejaré un solo instante —dijo Joaquín cuando estuvieron vestidos y se disponían a salir a la calle—. He terminado con los clientes y nadie sabe que estamos aquí.
Bajaron a desayunar. Lo hicieron satisfechos de sentirse en el término del viaje y de la esperanza de llegar pronto, interferida a la promesa de los días que iban a gozar aún plenamente en Madrid. Bajaron al «hall» para salir a la calle. El conserje entregó a Joaquín un telegrama.
—¿Un telegrama? —preguntó Mariona, intranquila.
—Sí; de Barcelona —dijo Joaquín, leyendo en la envoltura.
Después lo abrió.
Parecía no acertar a leerlo bien. Súbitamente grave, lo leyó de nuevo velozmente, mientras se dirigía a uno de los butacones del «hall». Se hundió en él pasándose la mano por el rostro.
—Di, di; una mala noticia —intuyó Mariona, precipitándose al papel.
«Papá grave, venid en seguida. Paula».
No pronunciaron una sola palabra, pero se acompañaban infinitamente. A medida que los minutos pasaban, Joaquín iba incorporando el rostro, los hombros, todo él. Pero Mariona acertaba a descubrir en sus mandíbulas una suerte de crispación mortal.
—Tu padre es joven, lo podrá vencer —dijo.
—No; no lo vencerá. Yo sé lo que ha sido.
Su mujer le escrutaba; los ojos de Joaquín se perdían a lo lejos en mucha tribulación.
—¿Qué, qué, Joaquín?
Y Joaquín no decía nada. Miraba a Mariona; señaló con el índice el pecho, como si indicara la dolencia.
—¿Qué, qué?
No respondía.
Se incorporaron. Subieron a las habitaciones e hicieron precipitadamente las maletas.
Joaquín había preguntado al conserje la hora de salida del expreso para Barcelona.
—A las trece diez, señor —dijo el conserje, consultando una tabla—. Llega mañana a las once a Barcelona.
Joaquín hizo mentalmente el cálculo.
—¡Veintidós horas! ¡Veintidós horas! —exclamaba.
En el tren, Mariona se encontró mal. Apenas pudo dormitar apoyada en el pecho de Joaquín, que no se había desvestido. Pasaron las veintidós horas sin pronunciar apenas palabra, fatigadísimos.
—No podíamos pensar que el regreso fuera tan triste, ¿verdad? —dijo Mariona, casi al cabo del viaje.
Joaquín la acarició en la mejilla, sin mirarla.
—¿Cómo te sientes tú?
—Bien, no te preocupes.
—¿Estás mareada?
—No, Joaquín; me encuentro bien. —Y se apoyaba enteramente en su hombro.
La llegada fue todavía más triste. En el andén aguardaba Mercedes. Joaquín se precipitó fuera del vagón.
—¿Qué hay, qué hay?
Mercedes tardaba en contestar. Mariona, a su vez, había bajado.
—Dime —inquirió Joaquín, más cerca, con mayor angustia. Mercedes hizo un signo negativo con la cabeza. Joaquín se apoyó entonces, ligeramente, en el hombro de su mujer.
—¿Cuándo ha sido? —preguntó, balbuciendo.
—Esta mañana. Esta mañana a las seis.
—A las seis… —repitió Joaquín como un autómata. La hora de las calles solitarias, de las persianas cerradas. Pensó un momento en el rumor de pisadas sobre el empedrado, en la luz primeriza del sol.
Inmediatamente se incorporó.
—Vamos —dijo—. Vamos aprisa.
Cogieron un coche y se dirigieron a su casa.
Atravesó corriendo la media portalada abierta; los vecinos, la gente de las tiendas parecían señalarle.
Y todo para llegar al cabo y tener que detenerse, tener que detenerse de puntillas, contemplando el rostro en paz. A luz de los seis cirios, aquel era su padre, sí, su padre, que dormía.
No acertaba a llorar; se sentía arrancado por dentro, despojado de su propio espíritu.
Se fue a su habitación; se tendió sobre su cama, de bruces; notaba el frescor de la almohada y hubiera querido ahogarse en él. Entró su hermano.
Joaquín intentó incorporarse. Fabián se sentó en un borde de la cama. Sus ojos eran rojos, irritados de llorar.
—Ha sido esta mañana, a las seis.
Y el dolor nublaba su garganta. No podía hablar.
—Una angina de pecho.
—¿Y… mamá?
—Está desesperada. En la cocina, llorando, desde esta mañana. No quiere salir de allí.
El menor de los Rius se echó a llorar. Joaquín se había incorporado. Las piernas no le llevaban. Se abrazaron, y Joaquín notaba las lágrimas de su hermano en sus mejillas. Sentía una conmoción total, como si perdiera por instantes el mundo.
—Preguntó por ti —prosiguió dificultosamente el hermano—y por Mariona. Y después deliraba… Decía: «Joaquín, Joaquín…».
—¿Qué? —acertó a preguntar. La voz de su hermano era entrecortada.
—«… vale un dineral…».
Notó desquiciarse algo en su pecho y, loco de dolor, se echó sobre la cama, retorciéndose. Pero no lloraba. Era un gemido largo, un solo gemido, alto, que no correspondía a su voz. Su hermano volvió a sentarse al borde de la cama y sollozaba:
—Luego volvió a recobrar el conocimiento, se confesó y comulgó, y se despidió de mamá y de mí. Pidió a mamá que le enterraran con el chaqué de la Reina.
Fabián apenas podía reprimir el sollozo desesperado. Pero, como ensimismado, hallaba cierto sosiego en resucitar en voz alta las escenas. Joaquín estaba tendido de bruces sobre la cama, sin moverse. Respiraba hondo.
—Dijo —volvía a hablar el hermano menor—: «decid…» —y no podía continuar—. Luego, haciendo un esfuerzo: «Decid a Mariona que ahora sí que es la última vez…».
Joaquín no supo cuánto rato quedó tendido allí y olvidó el momento en que su hermano se había marchado. Entró Mariona con su padre, don Desiderio, y se lo llevaron a la parte de atrás, junto al cuarto en que su padre estaba expuesto. Volvió a entrar y le contempló de lleno con una seguridad recobrada. Solo a veces sentía repicar en su corazón las palabras: a las seis, a las seis…
Aún no había visto a su madre. Pero notó el rumor que hacían las mujeres llevándosela desde la cocina, de donde no había querido moverse, a la parte de delante contra su voluntad, que ya no existía.
—Es mejor que no vea cómo lo sacan —había advertido doña Clotilde a Mercedes, y los impertinentes de doña Clotilde se ladeaban ligeramente como un antifaz. Joaquín se fue a cambiar las ropas; a arreglarse un poco para el entierro.
El gentío fue enorme, pero Joaquín apenas pudo darse cuenta de los rostros; gente conocida, gente desconocida, curiosos. Y voces bajas, palabras de alivio ritual, el sol que se perdía, abrumador, en el ocaso de los primeros días de marzo en la ciudad, batallando con la furia del viento. La ciudad, vuelta a ver, sin verla aún, huérfana de todo sentido. Y, en el recuerdo, el vértigo de las horas, de las semanas, de los meses apelotonados, persiguiéndose unos a otros con tesón, impedíanle discriminar la proporción de las cosas, como en una suerte de vals trágico.
«Necesito reposo, necesito reposo» —se decía a sí mismo sin acertar a saber por qué.
Y luego logró pensar: ¿Y mamá?
Pero ¿existía mamá? Su casa era su padre, su familia era su padre, el desconocido que llegó un día inesperadamente y que se iba ahora inesperadamente también. «Es el champán más caro del mundo».
Este tesón yacería en el camposanto artificial, de piedra, unos despojos mezclados a otros despojos; es el espectro de los muertos de la misma sangre sacados de su fosa para ceder una plaza al que llega, joven aún en el recinto. Y otros, de los que ya no se distingue nada.
Puñado de cenizas.
Al regreso, una sensación de alivio, de alivio triste, el alivio de sentirse fatigado, el cansancio prometedor. Percutían en su ánimo las voces de los sacerdotes, solemnes y graves, dilatadas hacia el cielo urbano; la realidad de piedra cobraba a su conjuro un resabio de eternidad, con eco antiguo y luminoso. Las gentes salían de los despachos, se apresuraban, conversaban en las aceras.
Al llegar a casa encontró a su madre con don Desiderio y Mariona. Su madre había envejecido en horas. No hablaban. Joaquín la besó y no dijeron palabra.
—¿Tiene usted frío? —le preguntó, al cabo de un rato, don Desiderio.
Ella hizo un signo afirmativo.
Después, volvió a la cocina, y se quedó allí sola, con Mariona. Don Desiderio quedó con Joaquín, en el comedor. Su hermano estaba en la sala, con las visitas de pésame: la multitud de gentes llegadas de la calle de la Paja y sus aledaños para consolar y de paso fisgar el actual piso de los Rius, tan hermoso. El hermano no respondía a nada.
—Me acuerdo —evocaba la mujer del panadero— de la tarde en que llegó de América… Era un señor, todo un señor. —Y se movía la cabeza con una compunción que resultaba a la vez sincera y de circunstancias.
El contable Llobet tenía los ojos rojizos. No lo dijo a nadie porque estaban demasiado afligidos para fijarse en él. Pero, mirando al balcón, se iba repitiendo: «He perdido a un padre, he perdido a un padre».
Joaquín a don Desiderio:
—Hizo de mí lo que ningún padre ha hecho por nadie. Me hizo hombre y él parecía sentir vergüenza de serlo más que yo después.
Don Desiderio advirtió:
—Tu madre dice que quiere marcharse de esta casa. Dice que no podría vivir aquí.
—Ya le pasará. Son los primeros momentos.
Después, las enervantes despedidas. Al fin quedaron solos. Joaquín estaba rendido. Mariona se había ido a acostar a media tarde. Él lo hizo en su cuarto de soltero.
Durmió unas doce horas. Un sueño profundo, sin imágenes, total; al despertar al día siguiente, no sabía exactamente dónde estaba ni qué es lo que había sucedido. El sol bullía en sus párpados. La sensación repentina de haber perdido a su padre le hizo incorporar.
A su lado, sentada en la cama, vestida, bellísima, estaba Mariona. La mujer le pasó la mano por los enmarañados cabellos. Él le dio la suya.
Mariona sonreía levemente, con ternura.
—Joaquín —balbució—. Tengo que decirte…
Joaquín la miró, del todo devuelto a la realidad.
—Voy a ser madre, Joaquín…
Y Joaquín Rius, padre, se llevó la mano al corazón, como si quisiera sujetarlo.