CAPÍTULO XXIII

 

EL ESTABLECIMIENTO «MEESON Y CÍA.»

 

Los dos novios han pasado un mes de suprema felicidad, que fueron a gozar de la luna de miel en la más bella de las islas del canal de la Mancha.
Vamos a alzar el telón por última vez en esta historia, donde se alzó la primera: en la oficina privada del gran establecimiento «Meeson y Compañía».
Juan Short, debidamente autorizado por Eustaquio, había entrado en negociaciones con los representantes de estos señores en la casa editorial, y como resultado de todo esto, Eustaquio Meeson era ahora el único dueño.
Acompañado de Juan, a quien había nombrado corredor de sus negocios, fue con Augusta a recibir del gerente de la casa conocida bajo el nombre de Número 1, las llaves del establecimiento.
—Desearía ver los contratos hechos al principio del último año —dijo Eustaquio.
El Número 1 los trajo, algo disgustado. No le agradaban el aspecto determinado y los modales finos del joven.
Eustaquio tomó el legajo de documentos... De repente dejó de hojear los papeles y sacó un documento.
Era el convenio de Augusta con «Meeson y Cía.» por el cual se obligaba a darles todos sus escritos por espacio de cinco años.
—Aquí está: éste es mi primer regalo, ¡tómalo! —dijo Eustaquio a su esposa.
Augusta tomó el documento y tembló al leerlo, pues le recordaba todos los sufrimientos por que había pasado.
—¿Qué debo haber con él? ¿Quieres que lo destruya?
—¡Por supuesto! —contestó Eustaquio— ¡No; espera un momento!
Tomó el documento de la mano de la joven, escribió «cancelado» en letras grandes, puso la fecha del día y firmó:
Eustaquio Meeson.
—Ahora hazle poner un marco, y cuando esté listo lo colgaremos aquí en la oficina, para que se vea cómo hacían sus negocios «Meeson y Cía.».
Al oír estas palabras el Número 1, se quedó estupefacto.
¿Qué iría a hacer el joven?
¿Cómo iba a manejar el gran establecimiento?
—¿Están los caballeros reunidos en la sala? —preguntó Eustaquio, después de haber colocado en la gaveta el paquete de contratos.
El Número 1 contestó afirmativamente.
* * *

 

Augusta, Eustaquio y Juan, se encaminaron al salón. Allí se habían congregado los editores, lectores, corredores, copistas, gerentes y demás empleados, inclusive los mansos escritores, que, sacados de los sótanos, parecían un regimiento de espectros hambrientos, y los mansos de larga cabellera, que el Número 1 alineaba en filas como soldados, o como muchachos de escuela.
Al llegar Eustaquio y Augusta, todos saludaron respetuosamente.
—Caballeros —dijo Eustaquio—, tengo el gusto de presentarles a mi esposa, la señora Meeson.
»Ahora, permítanme ustedes decirles el objeto con que nos hemos reunido aquí...
»En primer lugar, debo decirles que soy el único dueño del establecimiento, pues compré la parte que en él tenían los señores Addison y Roscoe, y confío que ustedes y yo trabajaremos juntos y a satisfacción mutua.
»En segundo lugar, voy a informarles que se va a cambiar radicalmente el curso de nuestros negocios.
»He resuelto que de ahora en adelante, el producto líquido de cualquier obra se distribuirá así: diez por ciento para el autor, diez por ciento para la casa, veinticinco por ciento para los empleados, distribuido según una escala fija, y el cincuenta y cinco restante, para un fondo, con el cual se pensionará a los autores o a sus familias.
»Esto parecerá a ustedes muy filantrópico, pero debo decirles que no lo es. Al dividir las ganancias, lo que quiero es aumentarlas, porque cada uno de ustedes hará todos los esfuerzos imaginables con ese objeto,
»No recibiremos ningún trabajo que no esté garantizado, ni imprimiremos ninguna obra que se crea no puede venderse bien, y espero de esta manera ser uno de los editores de los mejores autores del país, así como confío que ellos nos darán buen provecho de sus escritos...
Una salva de aplausos interrumpió al joven.
—Considero las cuevas del sótano, como una mengua para el establecimiento, y quedan desde este instante «abolidas».
»Haré construir cuartos espaciosos para los artistas y escritores a sueldo...
»El sistema de llamar a los empleados por números, cual si fueran galeotes, queda abolido...
»De ahora en adelante todos se llamarán por sus nombres.
(Aplausos).
—Una palabra más. Invito a todos ustedes para que me acompañen a comer, el jueves de la próxima semana, y celebraremos la reorganización de la casa.
»Como antes, el establecimiento girará bajo el nombre de «Meeson y Cía.», pues ustedes recibirán parte de las ganancias y son socios en el trabajo.
En medio de prolongados vivas y aplausos Eustaquio y Augusta salieron de la casa y tomaron el coche que los condujo a Pompadour Hall.
—¡Dios mío! —exclamó Augusta al subir la escalinata de mármol—, ¿qué vamos a hacer con todos esos sirvientes?
—Despide a los que no necesites —contestó Eustaquio—. La vista de esos haraganes me disgusta.
Se dirigieron al comedor; y bajo la vigilancia de muchos ojos impertinentes, se prepararon para la comida.
¡Y qué comida! Tardaron en ella una hora y veinte minutos, mejor dicho: los sirvientes gastaron todo ese tiempo en traer y llevar la reluciente vajilla.
Por primera vez los jóvenes esposos se sintieron contrariados.
* * *

 

Cuando quedaron solos, al salir el último lacayo que cerró suavemente la puerta, Augusta se levantó de su silla y yendo adonde estaba Eustaquio, dijo:
—¡No me gusta que seamos tan ricos! Este lujo me oprime.
—A mí me oprime también —contestó Eustaquio colocando el brazo alrededor del talle de Augusta—. Esta partida de zánganos tiene que marcharse de aquí, para que vivamos más tranquilos, y buscaremos una casa menos grande.
No había terminado de decir esto, cuando se abrieron, sin el menor aviso, las dos puertas del comedor.
Por la una entraron dos lacayos que traían el café y la leche y por la otra entraron dos más con brandy y otros licores, y sorprendieron a Augusta en brazos de Eustaquio.
En el primer momento quedó paralizada; pero se repuso en breve de la sorpresa, se incorporó enseguida y miró alrededor con ojos de asombro, mientras que Eustaquio, confuso y encendido, no acertaba a decir nada.

 

Por su parte, los diestros sirvientes no se cortaron, y se encaminaron imperturbablemente a la mesa con la mayor solemnidad, sin manifestar la más pequeña sorpresa.
—Esto no puede tolerarse —murmuró Augusta en voz baja, después que salieron los lacayos—. Me siento mal. Quiero retirarme.
—Muy bien pensado. Es lo mejor que podemos hacer en este caserón. Siento que Short no haya querido acompañarnos. ¿Habrá aquí un lugar en donde pueda fumar mi pipa?
—¿Por qué no fumas aquí? El aposento es bien grande —le dijo Augusta.
—No —repuso Eustaquio—. ¡A nadie le gusta fumar en un salón de cincuenta pies de largo por treinta de ancho! Vamos arriba y allá encenderé un cigarro.
* * *

 

Muy temprano, al amanecer, Augusta se despertó y se vistió. La luz atravesaba las ricas colgaduras de la ventana y se reflejaba sobre los jarrones de sólida plata, sobre los encajes del lecho, sobre los muebles incrustados y sobre los exquisitos frescos de las paredes.
Augusta contempló todo y pensó en el último dueño de ese palacio, en el que lo adornó con tanta magnificencia para ir a morir en una miserable choza de las islas Kerguelen.
—Óyeme, Eustaquio; quiero decirte una cosa.
—¿Qué? —contestó el joven bostezando.
—Quiero decirte que somos demasiado ricos. Debemos hacer algo con lo que nos sobra.
—Haremos lo que tú quieras: ¿Qué planes tienes?
—Quiero que destines una buena suma, digamos doscientas mil libras, que no es mucho con todo lo que posees, para que con ellas se funde un asilo para escritores pobres.
—Está bien, si tú misma te has de entender con eso. A propósito, recuerda la familia del pobre viejo de la enciclopedia, del cual te habló el tío cuando estaba expirando. Me parece que los preferidos han de ser los que publicaron sus libros con mi tío, puesto que todos deben estar muriéndose de hambre.
—Así se hará —exclamó Augusta contentísima.
E inmediatamente se puso a escribir los pormenores de la donación y los reglamentos del instituto, que, como se sabe, ya es un hecho.
Mientras Augusta escribía, Eustaquio se durmió de nuevo.
De repente se despertó sobresaltado y dijo a su esposa:
—¿Sabes lo que he soñado?
—No —contestó Augusta, distraídamente, porque estaba ocupada con su escrito.
—Soñé que Jaime era abogado de la corona y que se había casado con la señora Holmhurst.

 

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