CAPÍTULO IX

 

EL EXPEDIENTE DE AUGUSTA

 

Cuando hubo terminado el desayuno, es decir, después de haberse comido unas galletas y una de las alas del pollo comido el día anterior, Augusta ordenó a los dos marineros que colocaran en algún punto de las rocas un asta con la bandera que afortunadamente habían hallado en el bote. No había muchas probabilidades de que la bandera fuera vista desde el mar, al través de las perpetuas brumas, ni aun en el caso de que vinieran exprofeso, lo cual era todavía menos probable.
Sin embargo, los marineros ejecutaron la orden. A mediodía, había un poquito de brisa y algo de sol, cosas ambas muy raras en aquella bendita tierra. Al volver a las chozas, Augusta puso a secar las mantas y suplicó a Juan y a Guillermo que guisaran algunos de los huevos traídos por ellos el día anterior. Esto fue hecho con mucho gusto por los dos marineros, que estaban muy avergonzados de sí mismos.
La joven dio de comer otra vez al niño y después se encaminó a la choza donde estaba el señor Meeson quejándose de su suerte, y le obligó a que saliera a sentarse en las rocas.
El señor Meeson daba lástima, no por su estado, sino porque estaba persuadido de que iba a morir, y no quería comer nada.
—Señorita Augusta —dijo tiritando al sentarse sobre una piedra—, yo voy a morir en este lugar y no estoy preparado para la muerte.
Y en un arranque repentino de sus antiguas pasiones, agregó:
—¡Y pensar que he de morir como un perro, cuando tengo dos millones de libras, que podría gastar si estuviera en Inglaterra! Daría todo, todo lo que poseo, si pudiera volver a Birmingham. ¡Ah! ¡Cambiaría de puesto con cualquier escritor de los que hay en las cuevas! ¡Sí, me volvería escritor, al sueldo de veinte libras por mes!

 

»Esto debe de dar a usted una idea de mi estado, señorita Smithers. ¡Quién hubiera creído que yo, yo, Meeson, tendría que decir algún día cosa semejante; que preferiría ser un desgraciado escritor, hasta que se me gastaran los dedos de las manos!
Y el viejo lanzó un suspiro, como si ese pensamiento le desagradara.
Augusta miró al señor Meeson, y recordando los tiempos en que ese hombre orgulloso hacía lo que quería de los muchos dependientes de todo el establecimiento, no pudo menos de reflexionar en lo inestable de la fortuna humana. ¡Cuán cambiado estaba, en verdad, el señor Meeson!

 

—Sí —prosiguió—, voy a morir aquí, en este espantoso desierto, y el dinero de que soy dueño no servirá ni para que se me entierre decentemente. Addison y Roscoe van a disfrutar de él, ¡como si no tuvieran ya bastante con lo que es de ellos...! ¡Me enfurece pensar en que las hijas de Addison van a usar mi dinero para comprarse marido entre los pares y los nobles del reino...! Desheredé a mi sobrino Eustaquio, lo eché a la calle para que se consumiera o levantara solo, y ahora no puedo deshacer lo hecho. ¡Si pudiera anular mi testamento, daría la mitad de mis riquezas...! Mi sobrino y yo nos disgustamos por causa de usted, señorita, porque no quise dar a usted más dinero por aquel libro. ¡Ojalá se lo hubiera dado y más del que usted pedía...! Yo no la traté bien, señorita; pero el negocio es negocio, y para mí era una cuestión de principios el no ceder. Usted comprenderá eso y espero que no se vengará de un pobre inválido.
—No me gusta vengarme de nadie —repuso Augusta con dignidad— ; pero me parece que usted hizo muy mal en desheredar a su sobrino, y no es extraño que usted lo sienta ahora.
Esta opinión, tan claramente manifestada, turbó aun más la ya turbada conciencia del señor Meeson, quien volvió de nuevo a sus lamentos y sollozos.
—Bien, señor Meeson —dijo Augusta—: si a usted no le gusta su testamento, lo mejor es que lo altere. Aquí somos bastantes personas para presenciar la escritura, y, si algo acontece a usted, el nuevo testamento anulará el anterior. ¿No así? El señor Meeson aceptó inmediatamente la idea.
—Por supuesto, lo anularé. No se me había ocurrido eso. Voy a escribirlo al momento. Addison y Roscoe no recibirán un penique; todo será para Eustaquio. Me admiro cómo no pensé antes en esto. Vamos, señorita: hágame usted el favor de darme la mano para levantarme.
—Espere usted un momento, señor Meeson: ¿Cómo va usted a escribir su testamento, sin pluma, sin lápiz, sin tintero y sin papel?
El pobre anciano no había previsto esta dificultad y suspiró amargamente.
—¿Cree usted que no haya por aquí un lápiz y un pedacito de papel? Un pedacito basta, con tal que lo escrito quede legible.
—Veré si los marineros tienen —contestó Augusta.
Y fue donde estaban Juan y Guillermo. Ninguno de los dos tenía lápiz ni papel, y volvió a comunicar la mala noticia al señor Meeson.
—No importa, no importa —dijo éste al acercarse Augusta—. Si no hay pluma, ni papel, ni lápiz, puedo escribir con sangre en una tira de lino, usando la pluma de algún pájaro. Yo recuerdo haber leído acerca de un caso igual, y el testamento fue válido.
Esta era muy buena idea, pero el entusiasmo de Augusta se enfrió al instante. ¿Quién tenía el lino en que se pudiera escribir?
Ninguno de los náufragos tenía en su traje la más pequeña parte de lino, ni de otra tela que sirviera para el objeto. Uno de ellos tenía solamente un pañuelo colorado, viejo y rasgado, y el blanco pañuelo de Augusta se lo había arrebatado el viento al bajar del bote.
—¡Ah! Es una lástima que no tengamos un pañuelo blanco. No hay ni un billete de banco en que poder escribir, aunque en cambio tengo cien soberanos de oro que saqué del camarote antes de tirarme al agua. Pero, señorita, perdóneme usted por el atrevimientos usted debe tener en alguna parte algo de lino y podría darme un pedacito, una tirita nada más. Démela usted, que yo le aseguro que no se arrepentirá y le prometo que voluntariamente destruiré el convenio que tenemos los dos, si acaso puedo salir de aquí; y si no pudiese volver a Inglaterra, escribiré junto con el testamento, que el contrato queda nulo y que usted puede hacer lo que quiera con los nuevos libros que escriba. ¡Sí; además le dejaré cinco mil libras, señorita! Deme usted el pedazo de género, tómelo de la falda o de cualquier otra parte de su traje. Nadie lo notará, y es importante...
Augusta se ruborizó y dijo, medio cortada:
—No es posible, señor Meeson; todo mi traje interior es de lana. Salí del camarote poco antes del choque y me vestí con lo primero que encontré a mano.
—Entonces présteme usted el corsé —dijo el señor Meeson, desesperado—. No se ofenda usted, señorita, si hago mención de esa prenda. Seguramente usted no la olvidó.
—No quise usarla esa noche, señor Meeson.
—¡El cuello, el puño del traje! Yo puedo escribir en ellos.
Augusta movió tristemente la cabeza.
—¡Oh! —murmuró el señor Meeson—. No hay remedio. ¡Eustaquio va a perder el dinero! ¡Pobre muchacho! ¡Me he conducido muy mal con él!
Augusta permaneció de pie, pensativa, como si buscara algún medio para que el señor Meeson dejara escrita su última voluntad. Estaba resuelta a que Eustaquio no perdiera fortuna tan colosal, si ella podía evitarlo. Es cierto que el señor Meeson podría no morir, y, si moría, a ella le tocaría suerte igual, y que las probabilidades de que Eustaquio tuviera el dinero eran muy pocas; pero eso no obstaba para hacer algo en obsequio de aquel amigo, que por su causa había sido desheredado y arrojado a la calle.

 

En ese momento, Guillermo, que venía de la roca donde había puesto la bandera, después de haber estado allí largo rato para ver si distinguía algún buque por aquellas costas, se acercó a Augusta. Tenía las mangas de la camisa enrolladas hasta el codo, y Augusta notó en los brazos algo que le dio una idea.
—No se distingue nada —dijo el hombre con brusquedad—. Creo que nos quedaremos aquí eternamente.
—Confío que no será así —repuso Augusta—. A propósito, señor Guillermo —agregó la joven, después de una pausa— ; permítame usted ver esas marcas que tiene en el brazo.
Lo tenía por completo cubierto de banderas, buques y toda clase de figuras, en el centro de las cuales se leía en letras pequeñas el nombre del marinero.
—¿Quién le hizo eso, señor Guillermo? —preguntó Augusta.
—¿Quién lo hizo? ¡Vaya! ¡Pues yo mismo, señora! Un camarada me apostó a que yo no podría marcar mi nombre en mi propio brazo y le gané la apuesta. ¡Sería un gran tonto si no hubiera podido hacerlo!
Augusta permaneció en silencio hasta que el marinero se retiró; después dijo tranquilamente:
—Ahí tiene usted, señor Meeson, el modo de hacer su testamento.
—¿Dónde? ¿Dónde? —preguntó ávido el editor.
—Ahí —repuso la joven— ; usted puede hacerlo marcar en la piel.
—¡Marcarlo! ¿En dónde? ¿Con qué cosa?
—Usted puede hacerlo marcar en la espalda del otro marinero, si él lo permite. En cuanto al material para escribirlo, como tiene usted algunas cápsulas de revólver, creo que la pólvora mezclada con agua servirá como tinta,
—¡Es usted una mujer admirable! —exclamó el señor Meeson—. ¿Quién sino una mujer habría podido pensar en eso? Vaya usted, señorita, y pregúntele a Juan si tendría inconveniente en que escribamos en su espalda.
—Bien —dijo Augusta—, el recado es algo curioso, pero voy a llevarlo.
Tomó al niño de la mano y se encaminó al lugar en que se hallaban los dos marineros y, con la sonrisa más amable del mundo, empezó Augusta por preguntar a Guillermo si tendría gusto en hacer algunas marcas para ella. A esto respondió el marinero que le sería muy grato, puesto que le sobraba tiempo y prefería emplearlo así antes que caer en la tentación que le presentaba el barril de ron, estando sin hacer nada. Había visto cerca unos huesos cortantes de pescado que le servirían de cuchilla para rajar la epidermis. Lo malo era que la pólvora con agua no era aparente.
Pero, como si hubiera recibido una inspiración repentina, Guillermo se puso de pie y se fue corriendo a la orilla.
Augusta se acercó entonces a Juan, y expuso a él lo que deseaba.
Al principio no comprendió gran cosa, porque los vapores del ron le llenaban todavía la cabeza, pero al fin Augusta pudo hacerle entender; y cuando Juan entendió bien, puso una cara terrible y usó palabras más enérgicas que apropiadas al caso, diciendo que el señor Meeson y su familia podrían irse al infierno.
La joven se retiró entonces, y cuando notó que se había calmado, volvió de nuevo a la carga.
—Supongo —dijo sonriéndose—, supongo que usted no tendrá inconveniente en presenciar el testamento, si encontramos alguna otra persona que permita se lo escriba sobre la piel. No tendrá usted más que hacer, sino tocar la mano del operador mientras él escriba su nombre.
—Si es sólo eso, y puesto que usted lo pide, señorita, así lo haré. Por ese viejo no haría nada aunque viera que se lo llevaba el diablo.
—Entonces confío en usted —dijo la joven, sin cuidarse de los adornos con que el marinero hacía la promesa, y regresó donde estaba el señor Meeson.
En el camino encontró a Guillermo que traía en las manos un pez feísimo, de cabeza como la de un loro y con largos tentáculos; era una jibia.
—¡Esto es tener suerte, señorita! —exclamó Guillermo con satisfacción—. Es justamente lo que necesitamos; su tinta es mejor que la mejor tinta china.
Hablando así, se habían acercado los tres al lugar en donde se hallaba el señor Meeson, y Guillermo tuvo conocimiento de todo el asunto, inclusiva la negativa de su amigo Juan.
—Yo no veo otro medio —dijo Augusta—, pero la dificultad está en que Juan no quiere ayudamos. Tal vez lo mejor es que escriba el testamento en usted mismo, señor Meeson.
—¡En mí mismo! exclamó asustado el señor Meeson —; ¡que me deje yo pintar como un salvaje! ¡Oh, no!
—No habría objeto, señor gobernador —dijo Guillermo con sorna—. Si usted ha de morir como usted cree, ¿qué se haría del testamento? Podríamos despellejar a usted, es cierto; pero, como no tenemos sal, dudo mucho que su cuerpo se conserve, y si lo secamos al sol quedará indescifrable y ningún tribunal del mundo sabría lo que dice.
El señor Meeson suspiró profundamente, como era natural. Las francas observaciones del marinero eran suficientes para ajar el orgullo de cualquier hombre y mucho más el del opulento editor, que había puesto siempre altísimo precio a lo que Guillermo llamaba audazmente «su cuero».
—¡Oh! ¡Aquí está el niño! Es joven, y blanco. Se puede marcar su piel sin ningún trabajo, con tal de que me lo tengan bien.
—Sí —dijo el señor Meeson—. Escribamos el testamento en el niño. Así nos servirá de algo.
—Y le quedará un recuerdo de esta aventura —añadió Guillermo—, si vive hasta que salga de aquí, cosa que no me parece posible. Yo garantizo que la tinta de la jibia no se borra jamás.
—Ninguno tocará al niño —dijo Augusta con indignación—. No tenemos derecho para marcarlo para toda su vida.
—Pues entonces no hay más que hablar —repuso Guillermo—. El dinero de este señor se irá por donde quiera.
—No —exclamó la joven, determinada—. Eustaquio Meeson fue una vez muy bondadoso conmigo. Antes de permitir que él pierda lo que le corresponde, yo me dejaré marcar para que lo obtenga.
—Así me gustan las mujeres, que sean guapas como usted, señorita —dijo Guillermo con entusiasmo
—Es una idea magnífica —agregó el señor Meeson—: usted es joven, está robusta y vivirá mucho tiempo. No perdamos ni un instante. Me siento tan mal que creo que no veré la luz de mañana. Si hago todo lo que es posible para que Eustaquio recupere lo suyo, tal vez la muerte me sea menos dura.