CAPÍTULO IV

 

AUGUSTA TOMA UNA RESOLUCIÓN

 

Eustaquio Meeson se paseaba por las calles de Birmingham, dos días después de la muerte de Jeanie Smithers, con las manos en los bolsillos y cierto aire indeciso impreso en su agradable y caballeresco semblante. No se había afligido mucho Eustaquio por el revés de fortuna que acababa de sufrir. Era joven, de carácter alegre; y, además, muy poco le importaba el asunto, pues estaba en la bendita condición de soltero, sin hijos ni mujer que de él dependieran, y esperaba que, de cualquier modo, con sus cien libras anuales y los recursos de su educación podría sobrellevar la vida. Así es que ni la pérdida de la sociedad de su muy querido tío, ni la pérdida de los dos millones, le conturbaba en lo más mínimo.
Después de sacar sus ropas de Pompadour Hall y de haberse instalado en un cuarto de hotel, no había vuelto a acordarse del asunto; pero en cambio había pensado mucho en los negros ojos de Augusta Smithers, y a fin de obtener algún conocimiento del carácter de la joven, se compró un ejemplar de Jemina, con lo cual, muy a pesar suyo, aumentaba las ganancias de Meeson en varios chelines. Aunque sencillo y común, el libro era admirable y persuasivo, y merecía el renombre de que gozaba.
Eustaquio, que no era como casi todos los jóvenes de su edad y que conocía la diferencia que hay entre un libro bueno y otro malo, se impresionó en su lectura más de lo que él pensaba. Al terminar, comprendió que todo junto: la belleza de la obra, el recuerdo de Augusta y el conocimiento de las iniquidades de Meeson, le habían enamorado de la autora.
Después salió a la calle y tuvo la fortuna de encontrar un dependiente de la casa, que había sido despedido el mismo día que él. Éste le facilitó la dirección de la joven. Después, Eustaquio reflexionó en si iría o no a hacerle una visita. Sin saber qué hacer, siguió andando hasta que se encontró en la tranquila calle donde vivía Augusta, justamente enfrente de su casa. Cedió a la tentación y tocó la campana.
La sirvienta abrió la puerta, lo miró con curiosidad y le dijo que Augusta estaba en casa. Lo condujo hasta su habitación, y con esa agradable costumbre de las sirvientas, lo dejó solo. Eustaquio, perplejo, miró por la puerta entreabierta para ver si distinguía a alguien: divisó a la misma Augusta, de luto, sentada con las manos cruzadas sobre el seno, con el rostro pálido y los ojos fijos. Se detuvo el joven pensando qué cosa le había podido pasar, cuando el paraguas se le escapó de la mano, haciendo un ruido que le obligó a presentarse.
Al adelantarse hacia Augusta, ésta se puso de pie y lo miró con aire confundido, como si tratara de recordar su nombre o dónde lo había visto.
—Perdóneme usted, señorita —balbució el joven—. La sirvienta me ha abandonado y tengo que presentarme yo mismo. Yo soy Eustaquio Meeson.
Las facciones de Augusta se contrajeron al escuchar este nombre.
—Si usted viene de parte de «Meeson y Cía.» —dijo con prontitud; mas no terminó la frase, como si se le hubiera ocurrido otra idea.
—No —contestó Eustaquio— ; no tengo ahora nada de común con los señores Meeson, excepto el nombre, y he venido para manifestar a usted la pena que he sentido por el modo como usted fue tratada por mi tío. ¿No recuerda usted que yo estaba en la oficina?
—Sí —contestó Augusta ruborizada—, recuerdo que fue usted muy bondadoso.
—Pues bien, señorita; cuando usted salió, tuve un disgusto con mi tío, y por ese motivo me echó a la calle, no sin notificarme que me desheredaba; lo que, seguramente, habrá hecho ya.
—¿Debo entender, señor Meeson, que entonces ustedes se disgustaron por causa mía?
—Sí, señorita.
—Eso fue un sacrificio por parte suya —dijo Augusta mirándolo de nuevo con curiosidad.
No estaba muy acostumbrada la joven a encontrar caballeros andantes, preparados a romper lanzas por su causa, y mucho menos podía esperar que el caballero llevara el odioso nombre de Meeson.
—Debo pedirle disculpa —continuó Augusta después de una pausa—, por haber iniciado esa escena en la oficina; pero tenía necesidad apremiante de dinero, y me fue muy duro que me lo rehusaran. Ahora ya no importa. ¡Todo ha terminado!
Con acento tan triste y desolado dijo estas palabras que despertaron la curiosidad de Eustaquio.
¿Para qué necesitaba el dinero?
¿Por qué no lo precisaba ya?
—Lo siento mucho, señorita. ¿Quiere usted decirme con qué objeto necesitaba tanto dinero...?
Augusta miró al joven, y, dando rienda suelta a su impulso, sin pensar lo que, hacía, contestó:
—Si usted quiere, se lo diré.
Y levantándose de la silla, se dirigió a la puerta del otro cuarto, la abrió con seguridad y entró seguida por el joven.
El cuarto era un pequeño dormitorio; y aun cuando el visillo cubría la ventana, el sol daba de lleno en ésta y, pasando al través de la cortina, caía en rayos amarillentos sobre los pobres muebles del cuarto, sobre la cama de hierro y sobre lo que había extendido ella, que el joven no distinguía porque estaba cubierto con una sábana.

 

Augusta se acercó al lecho y, levantó la sábana que ocultaba el suave y dulce rostro de Jeanie, rodeado por sus blondos cabellos. Estaba ya en el ataúd.
Eustaquio dio un grito y retrocedió violentamente. Era un espectáculo para el que no estaba preparado; el primero que había visto; y se horrorizó más de lo que puede decirse. Augusta, por su parte, familiarizada ya con esa fría beldad que se había convertido en terror, olvidó llevar repentinamente y sin precaución un vivo a la presencia de un cadáver, porque, especialmente para los jóvenes, la muerte es horrible. Era un reto a su salud y a su fuerza.
La juventud y el vigor son divertidos; pero cuando hay un muerto a su lado, ¿quién puede sentirse feliz? ¡Entiérrenlo! ¡Es un insulto! ¡Nos recuerda que hemos de morir también! ¿Por qué se contrasta la palidez de su rostro con la grana de nuestras mejillas?
—Dispense usted —murmuró Augusta, conociendo al momento su falta—. Fue un olvido... usted no sabía... Debe estar contrariado... Perdóneme.
—¿Quién es? —preguntó el joven tratando de recobrar el aliento.
—Mi hermana —repuso Augusta—. Necesitaba el dinero, para ver si podía salvarla. Cuando supo que no lo había conseguido, se resignó y murió. ¡La ha matado su tío...! Vamos.
Conturbado el espíritu, el joven la siguió de nuevo a la sala, y tan pronto como se repuso, se excusó por haberla molestado en esa hora de desolación.
—Me alegro de haberlo visto —dijo Augusta—. No he hablado a nadie excepto al médico una vez y dos al agente mortuorio. ¡Es tan horrible permanecer sola, hora tras hora, frente a frente con lo irreparable! Si no hubiera sido tan imprudente para firmar aquel convenio con el señor Meeson, habría podido obtener muy fácilmente lo que deseaba, vendiendo mi último libro, y habría estado en posición de sacar a Jeanie del país. Habría mejorado, seguramente; al menos, así lo esperaba. Ahora, ya no hay remedio; todo está concluido.
—Si lo hubiera sabido yo —dijo Eustaquio—, yo habría podido darle esa suma. Tengo ciento cincuenta libras.
—Usted es muy bondadoso —repuso Augusta con dulzura— ; pero ya no hay objeto para hablar de eso.
Eustaquio se puso de pie y se retiró. Cuando se encontró en la calle, se acordó de que no había preguntado a Augusta cuáles eran sus planes. La vista de la pobre Jeanie le había hecho olvidar de todo. Sin embargo, se consoló pensando que podría hacerle una visita después del entierro.
A los dos días de fallecida Jeanie, Augusta acompañó sus restos al cementerio y volvió a su casa a pie. Se sentó cerca del fuego y empezó a reflexionar en su situación. ¿Qué debía hacer? No podía continuar viviendo en esos cuartos. Le dolía el corazón cada vez que sus ojos tropezaban con el sofá en que Jeanie por tanto tiempo había descansado y en el que había dejado marcado su cuerpo.
¿Adónde iría y qué debía hacer?
Podía obtener alguna colocación literaria; su contrato con Meeson le venía siempre a la vista. Ese contrato la obligaba a ofrecerle cualquier trabajo literario, cualquier producción de su pluma en los próximos cinco años, a una data fija del siete por ciento del precio a que se vendiera.
En su opinión, quizás errada, esta cláusula podría extenderse hasta abarcar los artículos de periódicos, y como conocía el carácter maligno de Meeson, estaba casi segura de que él trataría de incluirlos. Es verdad que con esa paga miserable podría vivir; pero Augusta estaba decidida a morir de hambre antes que dar a Meeson la oportunidad de aprovecharse de su trabajo. Teniendo ese camino cerrado, volvió su imaginación a otros puntos: el porvenir le era por todas partes igualmente obscuro.
El notable éxito literario de Augusta no le había traído ninguna ventaja práctica, porque en Inglaterra no pasa con la literatura lo mismo que en otros países. Es un hecho real, que, por lo general, el inglés menosprecia cordialmente si no al arte literario, por lo menos a los que lo producen. En su opinión está ligado íntimamente con la pobreza, y teniendo como tiene un respeto profundo al dinero, lo desprecia en secreto, cuando no en público. Dice que es un árbol que se conoce por sus frutos; si un hombre tiene buen éxito en el foro, hace miles y miles de libras y es promovido a los más elevados puestos del Estado; si un hombre tiene un buen éxito en la pintura, recibe una o dos mil libras por sus retratos... ¿Y los literatos? ¡Bah!; con pocas excepciones, los mejores apenas pueden vivir hambrientos. ¿De qué sirve la literatura, si un hombre no puede hacer nada de ella? Así arguye el inglés. No es porque no respeten el talento. Todos los hombres se inclinan ante el genio, aun cuando lo teman y lo envidien; pero cuidan más del genio después de muerto, que cuando está vivo.
Así, pues, no obstante su buen éxito, Augusta no tenía a quién volver los ojos, en sus dificultades. No tenía relación alguna. Nadie la había buscado ni visitado a propósito de su libro. Varios autores de Londres y algunos desconocidos de otras partes del país y del extranjero le habían escrito; pero, eso era todo.
Mientras más reflexionaba, el problema se volvía más obscuro, hasta que al fin tuvo una inspiración.
¿Por qué no dejar Inglaterra? Nada se lo impedía. Tenía en Nueva Zelandia un primo, clérigo, que no conocía, pero que había leído a Jemina y le había escrito una carta muy afectuosa. Esa es una de las cosas más agradables que hay en escribir libros; hacen amigos por todo el mundo. Indudablemente, el primo la recibiría por unos días y la pondría en camino de ganarse la vida sin que Meeson pudiera atormentarla. ¿Por qué no ir?
Le quedaban veinte libras, sus muebles, incluso una costosa silla de inválidos, y sus libros que podía vender por unas treinta o más libras; cincuenta libras en todo, o sea lo suficiente para tomar pasaje de segunda clase, dejando unas pocas libras para el bolsillo. Por mal que le fuera, sería un cambio y no tendría que padecer allá más de lo que padecía en Birmingham.
En consecuencia, aquella misma noche escribió a su primo.