CAPÍTULO II

 

¿POR QUÉ FUE DESHEREDADO EUSTAQUIO?

 

Después de un momento, un momento terrible, en que el rayo había dejado la nube, pero el trueno correspondiente no se oía aún, el señor Meeson abría la boca; cogió después el cheque que Augusta había tirado sobre la mesa y lo arrugó de nuevo.
—¿Qué decía usted, caballerito? —dijo al fin con voz fría, dura, casi ahogada.
—Dije que debía usted avergonzarse de lo que ha hecho —contestó el sobrino— ; y, lo que es más: ¡lo repito!
—¡Oh! ¿Podría usted explicarme por qué lo dijo y por qué lo repite?
—Lo dije —respondió el sobrino con voz clara y pausada—, porque esa niña tenía mucha razón cuando dijo que usted la estafaba. Yo he visto las cuentas del libro, las vi esta mañana y me he convencido que ha hecho usted una ganancia de más de mil libras; y ahora, cuando viene a pedir más de las cincuenta que usted le dio, como una limosna, se lo rehúsa y le ofrece tres por su parte en los derechos de traducción. Treinta y ocho contra ciento dos obras que usted se guarda.
—Continúe usted —interrumpió el tío—. Continúe, se lo suplico.
—Perfectamente; continuaré. Usted se aprovecha de tretas de mala ley para enredar a esa desgraciada joven en un contrato por el cual la ha convertido en su esclava por espacio de cinco años. Cuando ve usted una mujer de ingenio, le dice que los gastos de la publicación de su libro y los de anunciar su nombre, etc., etc., serán muy grandes, tan grandes, que de ninguna manera acometería la empresa, a menos que convenga en ofrecer a usted primero que a otros editores todo lo que escriba en los próximos cinco años —y a un precio menor que la cuarta parte que se paga a un regular autor— cosa que, como es natural, usted no dice. Usted se aprovecha de su poca experiencia para atarla con ese infame contrato, porque usted sabe que al fin le adelantará algún dinero y la tendrá en su poder para enviarla allí abajo, en las cuevas, en donde el espíritu, la originalidad y el ingenio desaparecen de los escritos, en donde ella se convertirá en una escritora de sombrero como los otros, porque la casa Meeson, usted lo sabe, es una institución mercantil y los dueños de «Meeson» no quieren nada brillante, sino una literatura floja y bendita. ¡Es una infamia todo esto, tío; sí, una infamia, una iniquidad!
Y el joven, cuyos ojos azules despedían llamas porque se había dejado dominar por la pasión, dio un puñetazo en la mesa como para dar mayor fuerza a sus palabras.
—¿Ha terminado usted? —preguntó el tío.
—Sí, he terminado, y creo he hablado muy claramente.
—Muy bien. En la suposición de que usted llegara a manejar el negocio, me permitirá hacerle una pregunta: ¿representan esos sentimientos el sistema con que manejaría usted este negocio?
—Naturalmente. ¡No he de convertirme en un trapacero, por nadie!
—Gracias. Parece que usted ha aprendido en Oxford el arte de hablar claro, y también es evidente —añadió el viejo en tono burlón— que ha aprendido muy poco de ninguna otra cosa. Ahora bien, me toca a mí hablar, caballero, y tengo que decirle que: o usted me pide perdón inmediatamente por lo que ha dicho, o tiene usted que dejar mi casa al momento y para siempre.
—No tengo que pedir perdón por decir la verdad —contestó Eustaquio con altanería—. El hecho es que usted no ha oído la verdad nunca y estos pobres diablos que se arrastran alrededor de usted no se atreven ni a llamar suyas sus propias almas. Me alegro sobremanera de abandonar esta casa en donde tanta bajeza y servilismo me enferman. La casa hiede y trasciende a malas prácticas y a monetarismo por medios buenos o torcidos.
Hasta ese momento, el viejo, al menos exteriormente, había conservado su moderación; pero este último ramillete de vigorosas palabras era ya demasiado para una persona que poseyendo tanto dinero había estado por tantos años a cubierto de verdades tan amargas y tan bruscamente manifestadas. El rostro del señor Meeson se puso colorado como un tomate, sus espesas cejas se fruncieron y sus labios pálidos se estremecieron de rabia. Por unos pocos segundos no pudo hablar; ¡tan grande era su exasperación! Cuando pudo hacerlo, lo hizo con voz bronca y llena de furia.
—¡Bribón! ¡Insolente! —comenzó— ; ¡huérfano desgraciado! ¿Te imaginas que cuando mi hermano te dejó a morir de hambre —que es lo único que mereces— yo te saqué de la cloaca para que hicieras esto, para que tuvieras la audacia de venir a decirme cómo he de conducir mis negocios...?
Se detuvo un momento y después continuó:
—¡Caballero! Voy a decirle lo que hay. Márchese usted enseguida y maneje sus negocios como le parezca. ¡Váyase inmediatamente y no vuelva por aquí, porque daré orden a los porteros de que lo arrojen a la calle...! Y no es esto todo. Hemos concluido y no tiene usted que pedirme nada; ¡no lo soportaré a usted por más tiempo, se lo aseguro! Todavía más: ¿sabe usted lo que voy a hacer ahora? Voy a ir inmediatamente a casa del viejo Todd, mi abogado, a decirle que me haga otro testamento, y en él todo lo dejaré a Addison y Roscoe; todo, que es, poco más o menos, dos millones de libras. ¡Todo, hasta el último cuarto! No lo necesitan ellos, pero eso no importa; usted no recibirá nada. ¡Yo no he hecho este dinero para que se emplee en caridades y se acabe por mala administración! Ya lo sabe usted, caballerito: marche al panto y vea si con sus ideas mercantiles puede vivir.
—Está muy bien, tío; me iré enseguida —dijo el joven tranquilamente—. Comprendo demasiado lo que esto me cuesta, pero en verdad le digo que no lo siento. Nunca he querido depender de usted ni estar unido a un negocio que se conduce como el suyo. Tengo una renta de cien libras que me dejó mi madre, y con eso y mi educación espero poder vivir. Sin embargo, no quiero que partamos disgustados, porque usted ha sido muy bueno conmigo, como me lo acaba de recordar. Así, pues, deseo que nos demos un apretón de manos antes de separarnos.
—¡Ah! ¡Conque se arrepiente usted! ¡Pero no es tiempo! ¡Váyase y recuerde que no debe poner el pie en Pompadour Hall —éste era el nombre de la residencia del señor Meeson— sino solamente para ir a sacar su ropa. Vamos. ¡Márchese!
—Usted no me entiende —dijo Eustaquio— ; es probable que no nos veamos más, y por eso deseaba que no nos separáramos enojados; eso era todo. Buenos días.
Hizo una inclinación de cabeza en señal de respeto y salió de la oficina.
—¡Pardiez! —murmuró el tío al cerrarse la puerta—, es avispado, pero muy independiente... Yo también soy independiente; Meeson es un hombre de palabra ¿Dejarle siquiera un chelín? ¡Oh! No le dejaré nada; y sin embargo, lo siento, porque me gusta el muchacho. ¡Ya no tengo nada que hacer con él, gracias a esa perra de Augusta! Tal vez esté enamorado, y, si así es, que se unan y mueran juntos. Mejor sería para ella que no se atravesase en mi camino, porque voy a hacerla sufrir por esto, tan cierto como que mi nombre es Jonathan Meeson. La tendré dentro de los términos del contrato, y si quiere publicar algún libro en este país o en otro cualquiera, la aplastaré, ¡aun cuando para ello tenga que gastar cinco mil libras!
Dio un gruñido y dejó caer el puño pesadamente sobre la mesa. Se levantó después de la silla y colocó con sumo cuidado en la caja el convenio hecho con Augusta. Cerró la caja con furia salvaje y salió a visitar las oficinas del gran establecimiento y a hacer una siega tal como nunca se había soñado en las clásicas oficinas de Meeson.
Aun hoy a esta hora los dependientes de la gran casa hablan con terror de aquel día; porque, como Héctor entre los griegos, hizo numerosas víctimas en sus cien departamentos. Encontró en el primer despacho un pobre empleado que estaba comiendo unos sándwiches de sardinas. ¡Sin vacilar un momento, se los arrojó por la ventana!
—¡Qué!; ¿se imagina usted que yo le pago para que venga a comer esa inmundicia? —le preguntó de un modo feroz—. ¡Vamos! Salga usted y... escuche: ¡no se tome usted el trabajo de volver! Lárguese; y tenga presente que no debe usted mandar ni por una carta de recomendación.
Haciendo lánguidas reflexiones se fue el desdichado; y el señor Meeson, que había lanzado una mirada a los otros dependientes y les había advertido que por muy poco irían por el mismo camino, continuó su carrera de devastación.
En ese momento tropezó con un editor, el Número 7, que le traía un contrato para firmar. Se lo tomó de las manos, lo miró y dijo:
—¿Qué piensa usted al traer esto de semejante modo...? ¡Todo está mal!
—Está exactamente como me lo dictó usted ayer —repuso el editor indignado.
—¡Ah! Conque, ¿usted so atreve a contrariarme? —gritó el señor Meeson—. Ve usted, Número 7, usted y yo no cabemos aquí. No hay más que hablar. Su sueldo le será pagado hasta fin de mes, y si quiere iniciar un pleito porque lo despido sin motivo, ¡yo soy el hombre! Buenos días, Número 7. Buenos días.
Después cruzó los patios. y andando con suavidad de gato llegó a un rincón en donde uno de los muchachos que llevaban recados se divertía jugando con unas bolitas de vidrio.
¡Sash! El bastón del viejo se descargó sobre los pantalones del chico, y un momento después éste seguía los pasos del editor y del dependiente.
Este alegre juego continuó de este modo durante media hora o más, hasta que al fin, el señor Meeson terminó la faena, pues estaba exhausto para seguir en su tarea de destrucción.
Al siguiente día, en el vasto establecimiento hubo promociones, porque fue preciso cubrir once plazas que quedaron vacantes.
El señor Meeson tomó apresuradamente dos vasos de vino y unas cuantas rebanadas de pan en un restaurante vecino, y, después de restablecido, con un coche, trasladóse a toda prisa a la oficina de sus abogados Todd y James.
—¿Está en casa el señor Tood? —preguntó al jefe de los dependientes que vino a su encuentro haciendo una venia respetuosa al hombre más rico de Birmingham.
—El señor Todd estará visible dentro de pocos minutos, señor Meeson. ¿Me permite usted ofrecerle el Times?
—¡Al diablo con el Times! —fue la delicada respuesta—. Yo no vengo aquí para leer periódicos. Diga usted al señor Tood que necesito verlo al momento; de lo contrario, no me verá más.
—Temo mucho, señor —empezó el dependiente—. Temo mucho...
El señor Meeson dio un salto y tomó su sombrero.
—¡Vamos! ¿Qué es lo que hay? —dijo.
—¡Oh!, ciertamente, señor. Tenga usted la bondad de sentarse —contestó el dependiente muy alarmado, pues el negocio de Meeson no era cosa de perderse por gusto—. Voy a ver al señor Tood inmediatamente.
En el mismo momento, una anciana señora que apretaba entre sus manos una maletita llena de papeles y clamaba en voz alta que su cabeza estaba dando mil vueltas, fue arrojada sin ceremonias de la oficina privada. La pobre anciana había ido a alterar su testamento por última vez, en favor de un nuevo establecimiento benéfico, muy recomendado por la corte; y el verse despedida de esta manera era más de lo que podía resistir.
Un minuto después era recibido el señor Meeson cordialmente por el mismo Tood. Este era un hombrecito de aspecto nervioso, y trémulo, hablaba a brincos, a pedazos, a borbotones, de tal modo, que hacía recordar una manga de caucho dentro de la cual se fuerza el agua poco a poco.
—¿Cómo le va, mi querido señor...? ¡Cuánto me alegre de verlo! —Comenzó como un borbotón y se detuvo repentinamente porque notó en las cejas de su interlocutor una expresión ominosa—. Siento mucho que haya tenido que esperarme; pero en el momento que usted llegó estaba ocupado con una anciana y cristiana señora, para la cual hacía el testamento...
Aquí dio un salto y se detuvo, porque el señor Meeson, sin haberle hecho la más pequeña advertencia, exclamó:
—¡Mire usted, Todd, que no quiero que suceda otra vez...! Yo soy también un testador cristiano, y los cristianos de mi talla no están acostumbrados a esperar a nadie como muchachos que hacen mandados. Que sea ésta la primera y última vez, Tood.
—Estoy muy apenado. La circunstancia...
—Nada me importa eso... Quiero mi testamento.
—El testamento... el testamento... Perdone usted; estaba algo distraído: eso es todo. Pero usted respira la bondad y el vigor de sus...
Hizo una pausa más repentina que nunca, porque. Meeson le dirigió una mirada salvaje. Sin decir una palabra más, Tood salió del cuarto en busca del documento en cuestión.
—¡Idiota! —murmuró Meeson—. Si no tienes más cuidado, te despediré también. ¡Vive el cielo! Debería tener en mi establecimiento mi propio abogado. ¡Podría tener uno de bien listo y de mala reputación por unas doscientas libras al año, y estoy pagando a este viejo más de dos mil! En las cuevas hay sitio y allí podría arreglar su oficina. ¡Que me ahorquen si no lo hago! Esto chirriador saltamontes, brincará con algún objeto: lo aseguro.
Y con esta idea, el señor Meeson se reía entre dientes.
Todd volvió con el testamento, y antes que hablara su patrón lo contuvo y le dio orden de leer lo más importante del documento.
El abogado así lo hizo. Era muy corto y con excepción de unos pocos legados que en todo no llegaban a veinte mil libras, la gran fortuna y propiedades del testador incluso su parte (que era la mayor) en la casa editorial, y su palacio (conocido con el nombre de Pompadour Hall) con todas las pinturas y valiosos efectos que contenía, todo lo dejaba a su sobrino Eustaquio H. Meeson.
—Muy bien —dijo el señor Meeson cuando acabó la lectura—. Ahora démelo usted.

 

Todd obedeció y entregó el documento a su cliente, quien lo hizo pedazos con las manos y completó la destrucción con los dientes.
Hecho esto, revolvió los pedacitos, los arrojó al suelo y con el pie los esparció por todo el cuartel con un aire tan maligno que casi asustó al nervioso señor Todd.
—Ahora —dijo Meeson con aspereza—, se acabó el antiguo cariño. Vamos a empezar de nuevo. Tome usted la pluma, señor Todd, y reciba mis instrucciones para el testamento.
Sin decir ni una palabra, el abogado obedeció.
Dejo toda mi fortuna en numerario y propiedades, para que sea dividida en partes iguales entre mis dos socios Alfredo Tomás Addison y Cecilio Spooner Roscoe. ¡Eso es: poco y bueno! ¡Más o menos equivale a dos millones de libras!
—¡Santo cielo! —exclamó Todd—. ¡Qué! ¿Deshereda enteramente a su sobrino... y a los otros a quienes había hecho legados?
—Sí; por supuesto, en lo que se refiere a mi sobrino. Los demás legatarios quedarán como estaban.
—Bien, señor; lo único que sé decir a esto —repuso el abogado en un rapto de honradez—, es que este testamento es la iniquidad más grande de que tengo noticia.
—Conque sí, ¿eh? ¿Quién es el que deja la fortuna, usted o yo? No se tome el trabajo de contestar, y escuche: Usted escribe ese testamento al momento, mientras yo espero, o tiene usted que despedirse de las dos mil libras anuales que es lo que valen para usted los negocios de Meeson. ¡Escoja, y escoja pronto!
Todd escogió, y, en menos de una hora, el testamento fue escrito y autorizada la copia.
—Ahora —dijo Meeson, tomando la pluma y dirigiéndose a Todd y a su primer dependiente—, sírvase tener presente que en este instante en que firmo mi último testamento, me encuentro en el completo uso de mis sentidos y sé y entiendo lo que hago... Ya está; firmen ahora como testigos.
Don Capital, en forma del señor Meeson, ya muy entrada la noche, se sentó solo a la mesa de su espléndido comedor de Pompadour Hall. Cuando hubo terminado la comida, los lacayos se retiraron con paso mesurado, y el sumiller colocó frente al gran señor las garrafas de exquisitos vinos. Pero el señor Meeson no tenía esa noche apetito; plato por plato había sido pasado al amo y rechazado por éste.
—Johnson —dijo al despensero, cuando estuvo seguro que ningún sirviente podía oírlo—: ¿Eustaquio ha estado hoy aquí?
—Sí, señor.
—¿Volvió a salir?

 

—Sí, señor. Vino a llevarse su ropa y después se fue en coche.
—¿Adónde?
—No sé, señor. Dijo al cochero que lo llevara a Birmingham.
—¿Dejó algún recado?
—Sí, señor; me ordenó dijera a usted que no volvería a ser molestado por él y que sentía se hubieran separado tan enojados.
—¿Por qué no me diste ese recado antes?
—Porque el señor Eustaquio me ordenó no lo diera, a menos que usted preguntara por él.
—Muy bien.
—Sí, señor.
—Di a los demás, que mi orden es que de ahora en adelante no se mencione más en esta casa el nombre de Eustaquio. Cualquier sirviente que lo mencione, será despedido.
—Perfectamente, señor.
Johnson se fue y el señor Meeson miró alrededor de sí mismo.
Vio las largas hileras de cristalería y vajilla de plata, la blanca ropa de las mesas y las costosas y delicadas flores.
Vio los muros de que colgaban cuadros de más o menos mérito, pero que habían costado sumas enormes; vio los grandes espejos y las bujías; las chimeneas de mármol con el fogón encendido; el tapia de las paredes y las alfombras de matizados colores.
Lo veía todo y reflexionaba. Dio un suspiro y su pesado rostro se inclinó y apareció triste.
¿De qué le servía todo ese extremado lujo...? No tenía a nadie a quien dejarlo, y, a decir verdad, no le proporcionaba ningún placer.
El único placer que tenía en su vida era hacer dinero, pero no tenía ninguno en gastarlo. Únicamente era feliz cuando estaba en su oficina dirigiendo las empresas de su casa, aumentando libra por libra su fortuna. Esa había sido su dicha por cuarenta años y todavía lo único que gozaba.
Después pensó en su sobrino, hijo del hermano a quien había amado antes de perderse en sus libros y en sus propósitos de ser rico.
Aun con ese carácter tosco y huraño, se había prendado del joven, y era verdaderamente un golpe terrible el verse separado de él.
¡Pero, según él, Eustaquio lo había provocado, o lo que era todavía peor, le había dicho la verdad, a él que entre todos los hombres era quizá el único que no podía tolerarla! Le había dicho que su sistema mercantil no era honrado, que se apropiaba más de lo que le correspondía...
Así era: él lo sabía; pero de ningún modo podía exportar esto en un subalterno. Meeson no era un hombre malo; nadie lo es: era solamente un mercader vulgar, ordinario, endurecido, viciado por una larga carrera de malas prácticas.
En el fondo, tenía los mismos sentimientos que cualquiera; pero no podía permitir que le hablaran con franqueza o que le contrariaran. Pero se había vengado. Sentado allí, en medio de su riqueza solitaria, comprendía que la venganza no trae siempre la satisfacción que se cree, y envidiaba la intrépida honradez del que lo había provocado a costa de su ruina.
A pesar de todo esto, no podía suavizar o cambiar su determinación.
Meeson nunca se enternecía ni variaba de ideas. Si lo hubiera hecho, no habría podido ser como era, dueño de dos millones de libras.