CAPÍTULO XIX

 

EL PLEITO

 

Juan como consejero y Jaime como defensor se habían hecho cargo de los intereses de Eustaquio y estaban resueltos a no abandonarlos. En su favor tenían únicamente un punto: el caso, aunque original, era comparativamente sencillo y no estaba envuelto en una masa insondable de evidencia documentaría.
Por largos que nos parezcan los días, al fin se acaban y termina la incertidumbre. Una hermosa mañana, como a las diez, Augusta, acompañada de Eustaquio, de la señora Holmhurst y de la señora Thomas, que había venido exprofeso a dar testimonio en el pleito, se encontró a las puertas del tribunal. Augusta habría preferido dar cinco años de su vida en cambio de hallarse en otra parte cualquiera.
—Ven por aquí —dijo Eustaquio—. El señor Short me advirtió que nos encontraríamos con él cerca de la estatua en el pasillo.
Al pasar la portada y el escritorio, encima del cual se hallaba la lista de los litigios del día, Augusta miró el calendario y vio: «División de Divorcios y Testamentarías. —Tribunal de primera instancia. Meeson contra Addison y otro— 10.30», y la pobre joven se sintió enferma con sólo leer esas líneas. Un momento después pasaron cerca del alguacil que cierra y abre las puertas, por las cuales entran diariamente tantas lumbreras legales y tanta miseria humana, y se encontraron en el corredor largo y angosto, tan mal proporcionado, que parece haber sido el más feo que el genio arquitectónico inglés fuera capaz de crear en el siglo en que vivimos.
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Al entrar en el pasillo, hacia la derecha, se halla la estatua del arquitecto de este edificio sin gusto, mole de piedra y de ladrillo. Allí, al pie de la estatua, estaba Juan Short con un paquete de documentos en la mano y el aire de excitación que generalmente tienen los ademanes de los que frecuentan la corte.
—Han llegado a tiempo —dijo— ; temía que ustedes vinieran tarde. Somos los primeros en el calendario oficial, porque el juez fijó esa hora para complacer al fiscal general, que es uno de los abogados de la otra parte. No sé cómo le irá a mi pobre hermano contra más de veinte abogados, pues todos los legatarios del primer testamento tienen su representante.
»Pero, a pesar de eso, creo que Jaime sabe lo que hace, conoce a fondo el asunto y presiento que ganará el pleito.
Hablando así el señor Short, él y sus compañeros llegaron al otro extremo del pasillo, frente a una escalera incrustada en el muro, que comunicaba con otro piso.
Al llegar arriba cruzaron hacia la izquierda, dieron unos pocos pasos y volvieron a cruzar hacia la izquierda. ¡Qué laberinto! Por fortuna, cualquier duda que tuvieran acerca del camino que debían seguir, fue disipada por un largo cordón de abogados que se encaminaba hacia la sala en donde iba a sentenciarse el pleito.
El gran pleito había despertado el interés público.
Augusta y sus compañeros comprendieron bien pronto la intensidad de su interés, de un modo expresivo a la par que desagradable, porque al llegar a la sala del almirantazgo, vieron que el paso les estaba cerrado por una enorme turba de abogados, tal vez quinientos o más, con sus pelucas tradicionales, que esperaban impacientes a que abrieran las puertas, para poder entrar.
Los alguaciles trataban de contener esta creciente ola humana, y gritaban:
—¡Atrás!
Y, —¡adelante!—, gritaban los de atrás.
—¿Cómo vamos a pasar por aquí? —preguntó Augusta.
En ese momento Juan echó mano a un alguacil y le hizo la misma pregunta, agregando que la presencia de ellos era importante en el pleito.
—No veo cómo puedan pasar ustedes. Tendré que conducirlos por el subterráneo, porque no hay otro modo. Vengan por aquí —dijo— ; si fuéramos a pasar por entre esa gente, nos aplastarían. ¡Ni un regimiento a caballo les hará abrimos paso! Son una partida de zánganos; no tienen nada que hacer y vienen a patear y a gritar, únicamente por ver los garabatos que tiene la señorita en la espalda.
Entraron en el salón, y por una especie de hoyo que había detrás del estrado en que se sienta la corte, bajaron al subterráneo, y pocos minutos después salieron a la otra sala.
Antes de sentarse en el banco que estaba designado a ella y a sus testigos, Augusta paseó la vista por el extenso salón casi vacío, porque la multitud que esperaba afuera no había entrado aún, y oyó distintamente los gritos repetidos de: ¡abran la puerta! En los bancos del jurado estaban sentados varios individuos de aspecto muy distinguido y algunas señoras que habían obtenido permiso especial.
La galería estaba también llena de gente, al parecer entendida, y los bancos de los defensores rebosaban, por decirlo así, con los representantes legales de todos los demandados, de tal manera, que el pobre Jaime, único abogado del demandante, tuvo que ir, junto con su cartapacio, a sentarse en otro banco destinado a los corredores.
—¡Son veintitrés contra uno! —dijo Eustaquio al oído de Augusta—. ¿Qué podrá hacer este desgraciado Jaime contra todos ellos?
—No sé —contestó Augusta con un suspiro—. Eso no es justo. ¡Qué lástima que no hayas tenido bastante dinero para emplear a todos!
La conversación fue interrumpida por la llegada de Juan, que había ido a hablar con su hermano.
Augusta, como novelista y, por consiguiente, amiga de estudiar el carácter humano, observaba con detención las caras largas y flacas y las caras gordas y llenas de los abogados que tenía enfrente.
—¿Cómo se llaman? —preguntó a Juan.
—¡Oh! —repuso éste—. Aquél es el fiscal general; como ésta es una acción civil y privada, nada le prohíbe defender una de las partes. Junto con Fiddlestick, Pearl y Beau, representa a Addison. El que está sentado a su lado es el procurador nacional, que en unión de Playfoord, Middlestone, Bloward y Ross, representa a Roscoe... Ese de los espejuelos es Turply, de quien se dice que no hay ninguno otro igual cuando se dirige a un jurado... No sé cómo se llama el que está sentado cerca de él, pero parece como si fuera a comerse a alguno, ¿no es verdad? Él representa a uno de los legatarios... ¡El que sigue se llama Howles, que mi hermano reconoce como el mejor cómico de los tribunales...!
»El otro, el de baja estatura, es Tely, uno de los cronistas del Times, y, como este pleito es tan(ruidoso, se ha valido de alguien para obtener ese puesto, probablemente del viejo que está a su lado, un hombre que, como usted, señorita, escribe novelas, pero no tan buenas, por supuesto.
»El que sigue es...
Juan no pudo seguir, porque en ese instante se le acercó un caballero muy elegante que llevaba un lente en el ojo izquierdo. Era el señor News, de la gran casa de News y News, los corredores de los demandados.
Hay que notar que aquí en Inglaterra, la profesión de las leyes está dividida en dos. El abogado es el complemento del corredor; éste maneja el caso, aquél lo defiende. Los deberes y derechos de cada uno están claramente marcados por la práctica, apoyada por la etiqueta profesional. ¡Es lo mejor que ha podido inventarse para hacer más largo, más difícil y más costoso un litigio!
—¿Es usted el señor Short? —preguntó News mirando a su colega con lástima.
—Yo soy.
—Bien... señor Short... Acabo de hablar con mis clientes, el fiscal general, el procurador, el señor Fiddlestick y los otros dignos abogados, y hemos convenido en que hay ciertas circunstancias que nos justifican para proponer a ustedes un arreglo amigable.
—Señor News —repuso Juan con dignidad—, antes de seguir adelante es preciso que mi abogado se halle presente.
—Sin duda, señor Short. Llámelo usted y veamos qué puede hacerse para arreglar este asunto,
Jaime bajó del banco en donde estaba repasando las notas y el encabezamiento de su alegato, el cual había preparado con extremo cuidado y se sabía de memoria.
Un momento después, por primera vez en su vida, se encontró en consulta con un fiscal y un procurador.
—Vea usted, amigo mío —dijo el primero de estos magnates, dirigiéndose a Jaime como si fuera su amigo de muchos años, cuando, en realidad, ésa era la primera vez que lo veía, habiendo tenido que preguntar cómo se llamaba a Fiddlestick, el cual le aconsejó inquirir con Beau, porque tampoco sabía su nombre— ; vea usted, señor Short, ¿no cree usted que podemos arreglar esto? Para nosotros el asunto no puede estar mejor, el caso está ganado y usted sabe que hay algo feo de parte de ustedes.
—No; no, señor. Yo no convengo en eso —se apresuró a decir Jaime.
—Hace usted bien. Pero mi opinión es que usted no está en terreno muy firme. Suponga usted, por ejemplo, que no se permita a la señorita dar testimonio de lo ocurrido.
—Yo creo —interrumpió otro, como temeroso de que el fiscal fuera muy lejos—, yo opino que este caso, visto desde el punto que se quiera, es mejor para transigirlo que para plantearlo. Yo soy un hombre pacífico y preferiría ver esto arreglado amistosamente —agregó mirando a Jaime del modo más seductor.
—¿En qué términos? —preguntó Jaime lacónicamente.
Los eminentes jurisconsultos del primer banco afinaron el oído y los menos eminentes, pero sí muy distinguidos ayudantes, alargaron el cuello como para oír mejor.
—Van a transigir —dijo a su amanuense, el cronista del Times.
—Siempre se transige en estos casos de interés público —añadió en tono regañón el viejo que tenía al lado—. No podremos ver la espalda de la muchacha. ¡Qué lástima! Haré que alguien me presente a ella, porque estoy deseosísimo de verla de cerca.
Fiddlestick había escrito unas pocas líneas en un pedazo de papel y había pasado éste al fiscal en cuyo portafolio Jaime vio con admiración la marca de un honorario de 500 guineas. El fiscal hizo un signo afirmativo y pasó el papel a Beau, quien a su vez lo entregó al procurador, y éste lo dio a Playferd, De mano en mano, la nota fue pasando a todos los abogados de los demandantes y llegó al fin al señor News, quien la entregó a Addison y Roscoe, los dos más interesados en el asunto.
Addison era un hombre colérico y apoplético. Roscoe, por el contrario, era manso y enjuto. Al leer la nota, el uno dio un rugido como el del toro herido en la arena y el otro un suspiro inequívoco, cosas que no se escaparon a Augusta, que observaba cuidadosamente todas las escenas del drama. La expresión de estos dos caballeros le indicó que ellos aceptaban lo que la nota decía, porque, contra su gusto, era imposible conservar íntegro el legado.
News pasó la nota a Juan, quien, después de leerla, la entregó a su hermano. Jaime y Eustaquio la leyeron al mismo tiempo; era concisa: «Ofrecemos la mitad de lo testado y pagamos las costas».
—¿Qué dices, Short, aceptamos? —preguntó a Eustaquio.
Jaime se quitó la peluca y se frotó pensativamente la calva.
—Es difícil decidir. Por supuesto, un millón de libras es ya algo, pero no debemos olvidar que son dos millones los que hay en pleito. Yo opino que es mejor seguir adelante, aunque esto que ofrecen es seguro y el resultado de la demanda puede no ser favorable para nosotros.
—Yo aceptaría —repuso Eustaquio—, no por el temor de perder, sino para evitar a Augusta el verse en la necesidad de mostrar el testamento en público, circunstancia que tiene que ser muy desagradable para una señora.
—No, no —dijo resueltamente—. ¡Ella no es ahora una señora, sino un documento!
—Sin embargo, me parece que será bueno consultarla.
—Perfectamente.
Eustaquio se acercó a Augusta, y, después de explicarle la oferta, le preguntó:
—¿Qué hacemos? Si aceptamos, te ahorrarás el desagrado de descubrirte la espalda aquí en presencia de todos. Resuelve pronto, porque el juez estará en la sala antes de pocos minutos.
—Pues bien, te aconsejo que no aceptes —contestó Augusta—. En cuanto a mí, ya me voy acostumbrando a estas cosas. Además, ese hombre viejo, Addison, me miró hace poco con tales ojos y rechinó los dientes de tal manera, que estoy convencida de que comprende que vamos a ganar la demanda. No, Eustaquio; ya que empezamos, es mejor acabar.
—Está bien, Augusta —contestó Eustaquio.
Y escribió al pie de la oferta, con mano segura: «Transigimos por dos millones. Todo o nada».
En ese instante se oyó un ruido sordo e inmenso. Acababan de abrir la puerta y por ella se precipitó un oleaje de abogados. ¡Cómo forcejaban!
En menos de veinte minutos todos los asientos fueron ocupados y muchos centenares de espectadores se quedaron de pie.
—¡Dios mío! ¿En dónde habrá trabajo para tanto abogado? ¿Cómo pueden vivir todos ellos? —pensó Augusta.
De improviso, un caballero anciano, el ujier de la corte, se levantó y en tono de mando gritó:
—¡Silencio!
Un momento después, todo el auditorio se puso de pie al entrar el juez, que pareció a Augusta disgustado.
¡No era su amigo, el doctor Probate, sino otro de los jueces de turno!