CAPÍTULO XVII
CÓMO SE ARCHIVÓ EL TESTAMENTO
Eustaquio fue aquella misma tarde a casa de
la señora Holmhurst en Hannover Square, a decir a Augusta que se
preparara para ir al día siguiente a la oficina de Registros, a ser
protocolada. Ella, como es natural, estaba deseosa de hacer todo lo
que fuera razonable en obsequio de Eustaquio; pero esto de tener
que ir a una oficina pública, mostrar allí la espalda y permanecer,
quién sabe por cuánto tiempo, bajo la vigilancia del archivero, era
más de lo que pensaba hacer.
Se opuso enérgicamente a esta idea ayudada
por la señora Holmhurst, quien, al fin, se retiró de la sala,
dejando a Eustaquio y Augusta solos para que se arreglaran como
mejor pudieran en este asunto.
—Sí, es muy duro —dijo Augusta—, que después
de haber pasado tantos trabajos, tenga también que ir a un tribunal
y me obliguen a quedarme allí entre los pergaminos y
documentos.
—Amor mío, es preciso hacerlo o hay que
abandonar el negocio. El señor Short declara que la ley determina,
como indispensable, que el testamento se ponga bajo la custodia del
archivo de la corte.
—Es decir, ¿que hay necesidad de que yo me
quede allí, en un estante o dentro de una caja de hierro?
—Yo no sé —contestó Eustaquio—. El señor
Short dice que esto será un punto que el Registro tendrá que
decidir, si ha de ponerse en un estante o en una caja de hierro, o
si tendrás que ir adonde quiera que él vaya hasta que se sentencie
el pleito, porque ése es el único medio de estar bajo la custodia
del tribunal. Pero te aseguro que si el hombre decide que tú no te
separes de él, yo no me separaré de ti y tendremos que ir los tres
juntos a todas partes.
—¿Por qué razón?
—¿Por qué razón? Porque no tengo confianza
en él. ¿Viejo? Sí, muy viejo, y ese sapientísimo pícaro ha sido
juez de divorcios por más de veinte años. ¿Qué crees tú de un
hombre que ha practicado ese oficio por tanto tiempo? Yo lo conozco
—continuó Eustaquio con impaciencia—, lo conozco y sé que se
enamorará de ti al verte. Si no lo hiciera, sería un
majadero.
—¿De veras? —dijo Augusta sonriéndose—. No
temas nada.
—¿Crees que te dejaré andar con el viejo por
todas partes? No, amor mío. Yo iré con ustedes, porque, si no es él
que se enamora, será alguno de sus escribientes. ¿Quién después de
haber estado a tu lado, no se vuelve loco por ti?
—¿Te sucedió a ti lo mismo? —preguntó
Augusta con dulce sonrisa.
—Sí —repuso locamente Eustaquio.
A la mañana siguiente, a las once, él —que
había pedido permiso a sus principales para atender a su pleito— y
Augusta, acompañada de la señora Holmhurst, se dirigieron a la
oficina de Juan Short para de allí ir todos juntos al despacho del
Registrador y juez de divorcios y testamentarías. Augusta quedó muy
bien impresionada por el aire de instrucción y de buena presencia
del señor Short. Éste quiso ver el testamento, pero ella objetó,
diciendo que sería lo mismo que él y el señor juez lo vieran al
mismo tiempo. Short no insistió y todos salieron para el
tribunal.
Después de atravesar una infinidad de
pasillos, llegaron a un cuarto casi vacío de muebles, pues
solamente había una mesa, unas pocas sillas y un almanaque. En
cambio, el cuarto estaba lleno de corredores y gentes que esperaban
su turno para presentarse al juez. Allí permanecieron Augusta y sus
compañeros, más de una hora, con gran disgusto de la joven, porque
era objeto de la curiosidad y blanco de las miradas de todos los
presentes.
Al poco tiempo de estar allí, descubrió el
motivo por el cual todos la miraban con marcado interés: un hombre
de pelo rojo, con un diamante enorme en el pecho, decía a otro: Esa
señora, (ella, Augusta), es la famosa señora Jones, de quien su
esposo se había divorciado, y que su venida ahora tenía por objeto
pedir al tribunal que decretara una «alimenticia» para ella. Augusta se horrorizó al oír
esto, pues todo Londres hablaba de las iniquidades de la tal señora
Jones, cuya gran belleza apenas podía compararse con sus grandes
infamias.
En ese instante alguien entreabrió la puerta
y dijo:
—Short y Meeson.
—Ha llegado nuestro turno, señora Holmhurst.
Por aquí, tenga usted la bondad; yo iré delante para mostrar el
camino; sígame usted con el testamento —dijo Juan Short.
Momentos después, se encontraban en una gran
sala, en donde, sentado de espalda hacia la ventana, se hallaba un
caballero de mirada agradable y finos modales, que se puso de pie y
saludó cortésmente a las señoras.
—¿Qué desea usted, señor... señor...? (El
juez no recordaba el nombre del corredor porque nunca lo había
visto).
—Señor Short —dijo Juan.
—¡Oh!, sí, señor Short; aquí está su nombre
—continuó el juez de testamentarías, hojeando sus notas—. Creo que
usted viene a registrar un testamento hecho en circunstancias
particulares.
—Sí, señor. El testamento que vamos a
registrar es el último testamento de Jonathan Meeson, Pompadour
Hall, condado de Warwick, y la propiedad que en él se dispone
asciende a dos millones de libras. Antes de ayer el tribunal
decretó la presunción de la muerte del señor Meeson y se concedió
venia a ciertos legatarios, en la inteligencia de que el testador
había muerto cuando se hundió el «Kangaroo».
»El hecho es que el señor Meeson murió en
las islas Kerguelen, después del naufragio, y antes de morir
ejecutó un nuevo testamento en favor de su sobrino el señor
Eustaquio Meeson, que está aquí presente.
»Ahora voy a presentar a usted a la señorita
Augusta Smithers...
—¿Qué? ¿Es usted la señorita Smithers de
quien hemos oído hablar tanto estos últimos días?
—Sí, señor —contestó Augusta turbada—, y
ésta es la señora Holmhurst cuyo esposo...
—Mucho placer tengo en conocer a usted,
señorita —dijo el Registrador, estrechando la mano de Augusta y
saludando a la señora Holmhurst con marcado respeto.
—Ya empieza el viejo éste —dijo para sí
Eustaquio—. Ya lo sabía. ¡No dejaré a Augusta por nada!
—Lo mejor que puede hacerse —dijo Short con
impaciencia, pues estas interrupciones no le gustaban—, lo mejor
que puedo hacer, señor, es ofrecer a la inspección de usted el
testamento, que es en realidad de un carácter original.
Y miró a la pobre Augusta cuyo rostro estaba
como la grana.
—Bien, preséntelo usted, señor Short. ¿Fue
entregado a la señorita Smithers por el testador?
—La señorita Smithers es el
testamento.
—No entiendo lo que usted dice, señor
Short.
—Entonces seré más preciso. ¡El testamento
está escrito en el cuerpo de la señorita Smithers!
—¿Qué? —exclamó el Registrador saltando
sobre su silla.
—El testamento está escrito en la espalda de
la señorita —prosiguió Short imperturbablemente—, y es mi deber
presentarlo a usted para que lo vise y dé sus instrucciones acerca
del modo como quiere usted que se protocole en el archivo...
—¡Visar el documento! ¡Inspeccionarlo! ¿De
qué modo puedo visarlo? ¿Cómo se puede archivar?
—Eso debe decidirlo usted —replicó Short,
envolviendo al Registrador en una mirada de piedad y desprecio—. El
testamento está escrito en la espalda de la señorita, y pido en
representación del heredero que se le dé carta de administración de
los bienes con el testamento anexo a ella.
La señora Holmhurst no pudo contener la
risa. El Registrador, sin saber qué hacer ni qué decir, permaneció
inmóvil largo rato.
—Bien —dijo al fin—, es preciso decidir. Tal
vez mi decisión sea desagradable para la señorita Smithers, pero el
deber me la impone y no puedo proceder de otro modo. Señorita:
tenga usted la bondad de enseñar ese testamento. Puede entrar a
prepararse...
—No es necesario —dijo Augusta, empezando a
quitarse la chaquetilla.
«¡Qué descocada!» —pensó para sí el
Registrador—. «Supongo que está empedernida y no se avergüenza de
nada».
Entretanto, Augusta se despojó del abrigo y
apareció vestida en traje de salón. Un pañuelo de seda cubría su
descote.
—¡Oh! Esto es diferente —dijo el
Registrador, mirando el testamento—. No he oído hablar de un caso
igual. Está firmado y atestiguado en debida forma. Lo único que no
veo es la fecha; probablemente estará escrita más abajo, en el
talle...
—No, señor. No hay fecha —contestó Augusta—.
No pude resistir por más tiempo.
—No es extraño. Fue usted muy valerosa,
señorita —dijo el Registrador con entusiasmo.
—Estás muy cumplido, viejo hipócrita
—murmuró Eustaquio entre dientes.
—La ausencia de la fecha —continuó el
eminente Registrador—, no invalida un testamento, pero es materia
de prueba, por supuesto.
»Entretanto, señorita, como usted se ha
puesto bajo nuestra custodia en su capacidad de testamento, voy a
permitirme preguntarle, ¿qué cree usted que debo yo hacer acerca
del modo como he de custodiarla? No puedo ponerla en el archivo
junto con los otros elementos, y es contra la ley permitir que
salga de la oficina sólo por mandato especial del tribunal.
»Es claro que yo no puedo obligar a usted a
que permanezca aquí; así es que confieso que verdaderamente no sé
qué camino tomar ni cómo proceder respecto al testamento.
—¿Y me permitiría proponer, señor
Registrador —dijo Short—, que se saque una copia certificada para
el archivo de la oficina y que se adicione con declaraciones
juradas de todas las circunstancias que concurren para proceder de
ese modo?
—Muy bien —contestó el Registrador,
limpiando sus gafas— ; usted me ha dado una idea. Con el permiso de
la señorita, archivaremos una cosa mejor que la copia certificada
del testamento; archivaremos una copia fotográfica, con la cual no
se causa gran incomodidad a la señorita y se evitan muchas
dificultades.
—¿Tienes algo que objetar a eso, Augusta?
—preguntó la señora Holmhurst.
—No; sería inútil que me opusiera —repuso
Augusta—. Parece que soy propiedad del Registrador.
—Perfectamente. Aquí cerca hay un fotógrafo
a quien voy a hacer venir inmediatamente.
Pocos momentos después, avisó que no podría
venir antes de las tres.
—Como no es permitido que la señorita se
aleje de nosotros antes de que yo haya tomado la copia del
testamento, lo mejor que podemos hacer es irnos a comer todos
juntos. Estamos cerca de un buen restaurante y regresaremos a
tiempo para que el fotógrafo no espere.
Así pues, todos excepto el señor Short, que
se retiró a atender otros negocios, según dijo, salieron y tomaron
el carruaje de la señora Holmhurst, en dirección al restaurante, en
donde el Registrador hizo servir un magnífico almuerzo, salpicado
con champaña.
El viejo trató a todos admirablemente,
tanto, que Augusta y la señora Holmhurst se prendaron de sus
modales caballerescos y finos, y el mismo Eustaquio se vio obligado
a admitir que no por ser juez de testamentarías y de divorcios, el
señor Registrador era lo que se había imaginado.
Ya al terminar el almuerzo, el Registrador
tomó la copa para brindar y dijo, dirigiéndose a Augusta y a
Eustaquio:
—La señora Holmhurst me informa que ustedes
dos están dando los primeros pasos hacia el divorcio... no, quiero
decir: están de novios, y van a casarse muy pronto.
»Para mí, con la vasta experiencia que he
tenido en el tribunal, el matrimonio es un paso aventurado
generalmente, bien que hay excepciones satisfactorias.
»Si ahora debo formar mi opinión, por lo que
he oído, debo decir que ningún enlace se ha verificado antes en
condiciones más románticas.
»El señor Meeson se disgusta con su tío, por
haber tomado la defensa de la señorita Augusta, y por eso es
desheredado; la señorita, en circunstancias terribles, haciendo un
sacrificio que ninguna otra mujer haría, trata de recuperar para su
amado la perdida fortuna.
»Sin embargo, sin riqueza o con ella, es
indudable que la confianza, el respeto y la admiración mutua que
ustedes se profesan, han de hacer de su enlace un enlace duradero,
más duradero del que resulta cuando sólo el amor une los dos
corazones.
»Señor Meeson, usted es realmente un hombre
muy afortunado: en su esposa se personifican la virtud, la belleza,
el valor y el ingenio; yo soy un viejo de experiencia; permítame,
pues, que me atreva a darle un consejo amistoso: haga usted siempre
lo posible para no desmerecer su buena suerte y recuerde que al
escoger una buena mujer como la que usted ha escogido, demostró muy
buen sentido y no debe desdecirse ni proceder de manera que sus
acciones se opongan al buen juicio de que ha dado pruebas. Ahora
concluyo mi sermón:
»¡Deseo a ambos salud, felicidad y largos
años de vida!
Se bebió íntegra la copa de champaña, y miró
tan bondadosamente a los novios, que Augusta se sintió inclinada a
besarlo en la frente y le estrechó la mano cordialmente, dando así
principio a una amistad que parece no se quebrantará nunca.
Todos regresaron al despacho, en donde ya
los esperaba el fotógrafo. Decir lo mucho que se sorprendió éste al
saber lo que se deseaba, es innecesario.
—La operación fue muy sencilla; la luz, el
aposento, la uniformidad del colorido de las líneas marcadas en la
espalda, harán perfecta la copia —dijo el fotógrafo, que se
preparaba a marcharse, cuando el Registrador lo llamó.
—Haga usted otro negativo —le ordenó
imperiosamente.
—No es necesario —repuso el fotógrafo.
—Uno debe quedar aquí mientras usted
desarrolla e imprime el otro. El testamento no puede salir del
despacho.
El fotógrafo tomó el otro negativo, que puso
cuidadosamente en manos del Registrador y se fue, prometiendo
entregar dentro de dos días la fotografía acabada para el
archivo.
Después de esto, se despidió de Augusta, de
la señora Holmhurst y de Eustaquio, quienes dejaron el edificio
contentísimos de haber tropezado con tan pocas dificultades.