CAPÍTULO VI

 

EL SEÑOR TOMBEY SE DECLARA

 

Desde ese momento la vida de Augusta fue muy feliz en el «Kangaroo». Los señores Holmhurst le daban numerosas pruebas de afecto, lo mismo que los demás pasajeros de primera clase. Los dos ejemplares de su libro que había en el buque, pasaron de mano en mano, hasta que los deshicieron enteramente; y al fin Augusta se cansó de oír los elogios que tributaban a su obra.
Y no sólo esto. Se recordará que era una mujer muy hermosa, y, por conocido que el hecho parezca, no deja de ser una verdad que una mujer hermosa es a los ojos de todos más interesante que otra que no esté adornada de tan bella cualidad
Sucedió, entonces, que: por su juventud, su belleza, su talento y sus infortunios —porque la señora Holmhurst no se guardó su historia— Augusta se convirtió de repente en una heroína completa, cosa que casi la asustaba, por haberse acostumbrado en sus penalidades al mal trato. Después de todo, como era mujer, esto la halagaba. Hay satisfacción para el peregrino a quien se presenta bella y radiante la luz del nuevo día, después de haberla esperado hora tras hora en noche lóbrega y húmeda para poder continuar su camino; hay satisfacción, también, aun para el alma más cristiana, en triunfar completamente del enemigo, que hizo todo lo que pudo para aniquilarnos y destruimos; satisface vencer a aquéllos cuya codicia sin freno ha sido la causa indirecta de la muerte del ser que más adoramos en este mundo...
Augusta triunfaba, y se sentía satisfecha. La historia de la conducta de Meeson para con ella se esparció por la sociedad del vapor, y esta sociedad en miniatura volvió la espalda al príncipe librero y no se dejó cautivar por el sonido de su oro. El gran Meeson, el poseedor de dos millones de libras y el amo de unos cuantos centenares de hombres cuyos salarios cercenaba, era públicamente despreciado. Ni el joven dependiente que iba a Nueva Zelandia en busca de empleo en una casa de banca, quería dirigirle la palabra. Meeson sentía ese aislamiento más de lo que cualquier otro pudiera sentirlo. Él, el Impresor, como lo llamaba Jeanie, ser desechado, despreciado por unos pocos que habría podido comprar con la tercera parte de su fortuna, por una miserable escritora. ¡Como si no pudieran encontrar otro motivo mejor...!
Meeson por esto se había puesto terriblemente furioso, y su rabia llegó al colmo cuando una mañana lord Holmhurst, que durante los días pasados le había demostrado cada vez mayor desagrado, rehusó contestar su saludo y estrechar la mano que le tendía.
—¡No hay cuidado!; ¡no hay cuidado! —murmuró Meeson al alejarse la figura pomposa, pero amable del gobernador—. ¡Ya verá usted cómo arreglaré nuestras cuentas! ¡Yo soy un perro con mucha influencia en la prensa inglesa! Sí. Los que tenemos, contamos con las masas y ellas obran lo que nosotros mandamos. ¡Despreciado por un simple gobernador! ¡Pardiez...!
Y en medio de su ira mostraba el puño cerrado a la espalda de lord Holmhurst.
—Paréceme que usted se encuentra enfadado, señor Meeson —dijo una voz cuyo dueño era un joven corpulento, de facciones duras pero bondadosas y con grandes bigotes—. ¿Qué le ha hecho el señor Gobernador?
—¡Me ha despreciado a mí, Meeson, el hombre más rico de Birmingham! Le tendí la mano, la miró y pasó adelante sin recibirla.
—¡Ah! —contestó Tombey, que era un rico hacendado de Nueva Zelandia—. ¿Y sabe usted por qué lo ha hecho?
—¿Por qué? Voy a decírselo a usted. Todo es a causa de aquella mujer.
—¿Querrá usted decir a causa de la señorita Smithers? —preguntó Tombey, fijando en Meeson una mirada terrible.
—Sí, la señorita Smithers. Escribió un libro que compré yo por cincuenta libras, y en el contrato inserté una cláusula al efecto de obligarla a darme la preferencia en sus producciones futuras por cierto tiempo y a cierto precio, cosa muy regular y corriente cuando tratamos con un idiota que no sabe lo que hace.
»Bien; el libro, por suerte, se vendió aprisa, y nosotros ganamos una gran suma. Al cabo de algunos días, viene la autora por más dinero; desea salirse de los términos del convenio, lo quiere todo, y cuando le digo: «No, señorita», se pone furiosa y mueve un escándalo. Parece que ella necesitaba el dinero, para llevarse fuera del país una hermana, prima, tía, abuela o no sé qué cosa, que estaba enferma y que, como no pudo conseguirlo, se murió. Entonces ella emigra sola y va diciendo que yo soy la causa de lo que le ha acontecido.
—Y pienso, señor Meeson, que esa conclusión no es lo que más honra a usted.
—No, Tombey, no. Un negocio es un negocio; si acontece que a mí me toca la mejor parte, no veo haya motivo para quejas. Esa muchacha no tiene experiencia. Eso es todo. Y si sigue hablando así voy a demandarla por difamación de carácter...
—¿Fundado en el aforismo legal de que la magnitud del librero está en proporción con la verdad de los hechos?
—¡Maldita moza esa! —continuó Meeson, sin advertir la pregunta de Tombey y frunciendo sus espesas cejas—. Son innumerables los disgustos que me ha proporcionado ya. Por su causa me disgusté con mi sobrino, y ahora se pone a arrastrar mi nombre por el lodo. Podría apostar cualquier cosa a que el cuento va a ir hasta Nueva Zelandia y Australia.
—Sí —dijo Tombey—. Confío en que el cuento se extienda por todas partes. Y ahora, señor Meeson, con su permiso o sin él, voy a decirle unas dos palabras, para hacer claro el asunto que a usted le parece obscuro. Me imagino que nunca se le ha ocurrido a usted pensar en lo muy pillo que es usted, y yo voy a manifestárselo con toda franqueza. Si no es usted un bandolero, es lo más parecido a él: es una imitación de primera clase, que, sin dificultad, se confunde con el original. ¡Usted toma el libro de esa señorita, hace miles de ejemplares con él, y apenas le paga cincuenta libras...! La amarra en un convenio, al efecto de defraudarla por varios años, y, cuando ella se ve forzada a pedirle una pequeña suma, usted le enseña la puerta de la calle. Después de esto, señor Meeson, ¿por qué se admira usted de que la gente honorable no quiera tratarlo? Ahora, por lo que a mí se refiere, le diré que en mi opinión lo único que usted merece es unos cuantos saetazos... ¡Buenos días!
Y el corpulento joven lleno de ira se retiró, con muestras inequívocas de su desprecio por Meeson. De este modo, por la segunda vez en su vida, el grande hombre oyó la verdad de los labios de un muchacho, con la circunstancia agravante de que no podía desheredar a este último, como había hecho con el primero.
¿Por qué se expresó con tanta energía el señor Tombey, especialmente cuando la situación exigía que consolara al pobre editor?
¿Tenía algún motivo para que se pusiese de parte de Augusta y la defendiera con tan extraordinaria franqueza?
Sí: los ojos de Augusta habían sido para Tombey lo que fueron para Eustaquio Meeson. Su amor se había desarrollado con la rapidez peculiar con que se engendran y crecen las pasiones a bordo de un buque. Un buque de vapor es para Cupido un semillero y en esto difiere de un buque de vela. En el buque de vela los preliminares son los mismos; el amor crece con igual prontitud, pero ¡ay! se marchita y decae con rapidez asombrosa. El viaje es demasiado largo y hay más mutuas relaciones de las que debe haber. El nudo matrimonial no puede atarse en el viaje, y antes de transcurridos los noventa días de navegación, el cariño se ha perdido o está casi enteramente apagado. En un buque de vapor no hay tiempo para que acurra todo esto. Yo mismo, el narrador de esta historia, he visto un joven y una niña que se conocieron en Madera, se casaron en El Cabo y siguieron en el buque hasta Natal, adonde iban ya como marido y mujer.
Así, pues, aquella misma noche, cerca de la chimenea del «Kangaroo», tuvo lugar una escena conmovedora y, finalmente, cómica. Tombey y Augusta se hallaban juntos, observando la estela espumosa que dejaba el buque. Tombey estaba nervioso y cortado; Augusta estaba tranquila y pensando que los bigotes de su amigo serían a propósito para darlos a algún truhán en una de sus novelas.
Tombey miraba el cielo lleno de estrellas y el mar fosforescente; pero ni uno ni otro le inspiraban. Al fin hizo un esfuerzo valiente y desesperado.
—¡Señorita Smithers! —dijo con voz temblorosa.
—Señor Tombey —repuso Augusta tranquilamente—. ¿Qué desea usted?
—Señorita Smithers —continuó el joven—. Señorita Augusta; no sé qué piensa usted de mí; pero debo decirle, porque no puedo guardarlo por más tiempo, debo decirle... que la amo.
Augusta dio un salto, Tombey había sido muy cortés para ella, y como no era tonta, comprendía que la admiraba, pero nunca pensó que iría hasta ese punto; así es que lo repentino de la declaración la dejó atónita.
—¡Pero, señor Tombey —dijo con tono de sorpresa—, apenas hace dos semanas que usted me conoce!
—Me enamoré do usted cuando apenas hacía una hora que la había visto —contestó el joven con sinceridad—. Hágame el favor de oírme: yo sé que no soy digno de usted, pero la amo de corazón y seré un buen esposo. Yo soy rico. Esto, por supuesto, no quiere decir nada. Vivo en Nueva Zelandia; si a usted no le gusta, iremos a vivir a Inglaterra. ¿Quiere usted aceptarme...? ¡Si usted supiera cuánto la adoro, no vacilaría en hacerlo!
Aturdida con esta contestación tan súbita como franca, Augusta trató de recobrarse y reflexionó un momento. El joven la amaba, era evidente; no podía dudar de sus palabras, porque era un completo caballero. Si lo aceptaba, se acabarían todos los trabajos y penas y podría descansar en el brazo de un esposo para toda su vida.
Pero, mientras meditaba, se presentó a sus ojos el rostro amable y cariñoso de Eustaquio Meeson, y con él vino un sentimiento de disgusto por el hombre que demandaba su amor. Eustaquio no era nada para ella; ni una palabra, ni una señal de amor había entre los dos, y la probabilidad de que no lo vería más se presentó a su imaginación. Sin embargo, el recuerdo del ausente se interpuso entre la joven y el que le declaraba su afecto.
Muchas mujeres han tenido, como ella, la visión del porvenir y no la han advertido o si lo han hecho ha sido demasiado tarde. ¡Los amigos despreciados se levantan de la tumba de nuestro olvido cuando ya no hay remedio, como para hacer más dolorosas las consecuencias de nuestros desvíos...!
Augusta no deducía que una cosa fuera buena por el solo hecho de ser conveniente. Pensó en todo esto, en menos tiempo del que hemos empleado para decirlo, y en un momento formó su resolución
—Doy a usted las gracias, señor Tombey. Me ha hecho un honor grande, el mayor que un caballero puede hacer a una mujer; pero yo no puedo ser su esposa.
—¿Habla usted de veras? —murmuró la joven, que había abrigado casi la completa seguridad— ¡Quizás hay alguien por medio! —añadió con despecho.
—No, no hay nadie, señor Tombey, y me duele decir a usted que no hay esperanza de que cambie de ideas.
El joven inclinó la cabeza por un momento y la levantó enseguida.
—Está bien —dijo pausadamente—. No hay remedio. Hasta ahora no había amado a ninguna mujer, ni de hoy en adelante podré amar a otra. Es una lástima —agregó— que se deseche un afecto tan profundo como el mío. ¡Adiós, señorita!
—Podemos ser, sin embargo, amigos —murmuró Augusta.
—¡Oh! No —repuso Tombey riendo—. Eso son tonterías. Amistades de esa clase no convienen en ningún caso y menos en éste; son opuestas a nuestras acciones, y nosotros podemos convertir la nuestra en indiferencia, en antipatía o en algo peor. Usted escribe novelas y mi declaración puede dar a usted asunto para un libro en que trate de probar que hay hombres que se enamoran de quien no los atiende, y para qué sirve su aflicción cuando son rechazados. Adiós, señorita.
Le besó respetuosamente la mano y, haciendo una cortesía, se retiró.
De todo esto se deduce que el señor Tombey era un muchacho con más seso que otros muchos, pues aceptó el revés sin desconcertarse. Augusta lo siguió con la vista, dio un suspiro y se encaminó a popa; en donde estaba la señora Holmhurst aspirando los embalsamados aires del Sur, que el buque cortaba con sus velas hinchadas como las alas de un enorme pájaro blanco, y hablando con el capitán del «Kangaroo», quien al acercarse la joven se retiró diciendo que tenía algo a que atender.
Por un momento, la señorita Holmhurst y Augusta quedaron solas.
—¿Cómo le va a usted, Augusta? —preguntó la esposa del gobernador.
—Bien, señora Holmhurst —contestó la joven.
—¿En dónde está el señor Tombey?
—Creo que ha ido a proa.
—Es un excelente caballero —dijo la señora Holmhurst con énfasis.
—Sí; parece ser algo impetuoso.
Las dos mujeres se miraron y cada una comprendió lo que la otra quiso dar a entender.
—Señora Holmhurst —continuó Augusta—, el señor Tombey ha estado hablando conmigo y...
—Le ha propuesto matrimonio —agregó la dama—. Usted decía que él era muy impetuoso.
—No lo dije por eso, señora —se apresuró a contestar Augusta— ; pero siento no poder aceptar la proposición del señor Tombey. Es un buen joven y muy caballero.
—No habría sido malo el enlace y simplificaría las dificultades en que usted se encuentra. Pero eso no quiere decir nada —agregó después de una pausa— ; mientras usted esté en Nueva Zelandia no le faltará nada, y desde ahora confío en que permanecerá algún tiempo con nosotros antes de ir a reunirse con su primo.
—Usted es muy bondadosa, señora —murmuró Augusta.
—Es mejor que desde ahora en adelante deje usted de llamarme señora y me llame simplemente Isabel. Es más familiar y menos largo. Llámeme siempre Isabel.
—Usted no sabe lo que su benevolencia es para mí; no había tenido una amiga, y desde que murió mi hermanita he estado más aislada que nunca.
Miró llena de agradecimiento a la dama y le besó la mano.