CAPÍTULO VIII

 

LAS ISLAS KERGUELEN

 

Tan pronto como el señor Meeson se hubo salvado por la intervención de Augusta, sobrevino un vértigo a la joven, y ésta inclinó la cabeza en las mantas en que había envuelto al niño, que con los ojos abiertos y asustados miraba a su alrededor.
Pasado el vértigo, pocos momentos después, tomó al niño en sus brazos, al mismo tiempo que un rayo de luz que atravesó la neblina dio de lleno en el buque náufrago, que, con la popa levantada en lo alto y la proa hundida en el agua, era el juguete de las olas.
—¡Se hunde! —exclamó Jorge el marinero—. ¡Se hunde!
Y el magnífico buque cuya popa se alzaba más y más a medida que se iba hundiendo la proa, quedó por pocos instantes inmóvil, verticalmente sobre el agua. Después siguió sepultándose gradualmente. Los pasajeros que se habían refugiado en la popa, dando gritos desesperados, terribles, que desgarraban el corazón y los oídos, caían al mar como las hojas del árbol azotado por el vendaval, como las moscas que hiela el invierno... ¡Al fin, con un ruido inaudito de gavias que se rompen, de calderas que se revientan, de vapor que se escapa, de lanchas que ceden a la presión del Océano, oí buque desapareció para siempre...!
El agua borbollante, espumosa, se acercó sobre esa tumba, que atraía como un remolino todo lo que había cerca; y el aire aprisionado en el buque salía a la superficie con un silbido horroroso y extraño.
Los dos marineros del bote en que estaba Augusta dieron un grito, el niño estupefacto miró a sus compañeros y Augusta exclamó: «¡Oh!», llena de angustia
—No, no —gritó Meeson—. Todos se agarrarían al bote y estamos perdidos.
—No es necesario ir —dijo Juan el marinero—. Ninguno ha podido salvarse.
A pesar de eso, viraron el bote, aunque no con la prisa con que Augusta lo hubiera deseado; oyeron unos gritos, pero al acercarse al lugar del siniestro no encontraron a nadie; llamaron a ver si alguien respondía para recogerlo, y creyeron oír una voz que contestaba, pero al llegar al punto de donde vino el sonido, solamente vieron una tabla.
Todos habían perecido; sus gritos fueron desechados por el cielo y ya no volverían a oírse. ¡La atmósfera, el viento, el agua, todo estaba como antes!
—¡Esto es horrible, Dios mío! —decía Augusta bañada en lágrimas y agarrada a las bordas del vacilante barquichuelo.

 

—Y el bote que se escapó primero, ¿en dónde está? —preguntó el señor Meeson, que empapado y triste, acurrucado en la proa, movía los ojos como queriendo descubrir algo en la espesa niebla.
—Allí hay alguien —dijo Juan poniendo la mano en dirección a un objeto redondo que parecía un bote.
Se acercaron a él. Era ciertamente un bote volcado. El mismo que lleno de mujeres y niños, ligado al buque por una de las cuerdas de los pescantes, había sido arrastrado por el «Kangaroo». A cierta profundidad, la presión del agua reventó la cuerda y el bote había vuelto a la superficie; pero sin los seres vivientes que habían buscado refugio en él.
Al fin el bote de Augusta se separó de la escena de aquel terrible desastre. El mar estaba cubierto de tablas, barriles, cajas y canastos con aves ahogadas. De éstos los hombres recogieron dos, así como otros artículos que pensaron podrían servirles. Los dos marineros gritaron con toda su fuerza para hacerse oír del otro bote, que suponían no estaba distante. Los gritos fueron sin embargo infructuosos, a causa de la densidad de la niebla y el ruido del oleaje. El mar es inmenso; en las combas de sus olas no se distingue un esquife; el fragor de los vientos ahoga el sonido; y así fue como, aun cuando los dos botes se hallaban entonces a menos de media milla de distancia, cada uno siguió distinto curso, ambos en la esperanza de escapar de la suerte que había tocado al «Kangaroo».
En el otro bote, como hemos visto, se encontraban la señora Holmhurst, unas quince mujeres, un oficial y seis marineros. Ellas, como Augusta, esperaron a que el vapor desapareciera y, lo mismo que aquélla, se acercaron al lado del siniestro para salvar, si era posible, alguno de sus compañeros. Después dirigieron el rumbo hacia las islas Kerguelen, pensando que ellos eran los únicos que habían quedado para contar la historia de tan horroroso naufragio. Por fortuna, antes de entrada la noche, fueron recogidos por un ballenero que los llevó a Albany en las costas de Australia. De ahí enviaron por cable la noticia del desastre, que, como se recordará, causó una profunda impresión en toda Inglaterra, y de allí regresaron a su patria la viuda de lord Holmhurst y las otras señoras que se salvaron.
Augusta y sus compañeros se miraban unos a otros sin poder hablar, tal era el terror que los dominaba. Pero al fin el marinero Juan, que no era de carácter sobrado amable, a causa de tener un defecto en la nariz que no le hacía parecer buen mozo, rompió el silencio y dijo, refiriéndose al buque.
—No hay que pensar más en él.
Y en consecuencia, Guillermo, que era un poco más notable y algo jovial, contestó:
—Pues bien; pongamos las velas y alejémonos da aquí.
Entonces Augusta les dijo que pocos momentos antes del choque, el capitán le había informado da que estaban cerca las islas Kerguelen, a unas sesenta o setenta millas.
Tenían una brújula en el bote y sabían, además, el rumbo que llevaba el «Kangaroo» cuando se hundió; de manera que, para no perder más tiempo, izaron las velas que el botecito podía cargar y fijaron el rumbo al oeste, en cuya dirección soplaba, afortunadamente, un buen viento.
Todo el día estuvo andando el bote sin avistar ningún buque. Tenían un garrafón de agua y otro de ron —cosa que halagó sobremanera a los dos marineros— a más de un saco de galletas. Así, pues, al frío y la humedad no se agregaba el hambre a los pasajeros, incluso el niño que Augusta pudo salvar. Al entrar la noche, disminuyeron el pequeño velamen y dejaron solamente el necesario para conservar el rumbo sin marchar muy deprisa.
De este modo pasaron la noche. Augusta apenas pudo cerrar los ojos; pero el niño durmió profundamente en su regazo, protegido de la humedad por una de las mantas.
El señor Meeson estaba en el fondo del bote; y Augusta, como lo viera tiritar de frío, por compasión le dio la otra manta, sin dejar nada para abrigarse ella misma, excepto un pañuelo de lana.
Al amanecer, la joven, que mantenía los ojos fijos en el horizonte, preguntó:
—¿Qué es aquello? —indicando con la mano una masa obscura que se levantaba ante ellos.
El marinero Juan miró y volvió a mirar, frotándose los ojos. Después gritó con alegría:
—¡Tierra! ¡Tierra...!
El señor Meeson trató de ponerse en pie, pero no pudo. Se arrodilló en el bote y empezó a mirar sin distinguir nada.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¿Qué tierra es? Dígame usted: ¿es Nueva Zelandia? —agregó, dirigiéndose al marinero.
—¿Nueva Zelandia...? ¡No sea usted tonto...! Esas islas son las islas Kerguelen, en donde llueve constantemente, en donde nadie vive, ni siquiera un negro. Si llegamos allá, es probable que usted se quede ahí, así como todos nosotros, pues dudo mucho que venga alguien a buscarnos.
Al oír estas palabras, el señor Meeson se desmayó.
El sol iba levantándose; la neblina desapareció y a los pocos momentos se descubría a los ojos de los ocupantes del bote un espléndido panorama:
Delante de ellos, hasta donde su vista podía alcanzar, se alzaban altas y ásperas peñas, cuyas cimas parecían desvanecerse a lo lejos en lo blanco de la nieve.
Guillermo cambió el rumbo hacia el sur y, costeando un promontorio, entró en aguas mansas, desde donde divisaron un río que corría entre dos montañas cortadas a pico, sobre las cuales revoloteaban millares de aves marinas.
Los náufragos remontaron el río y llegaron a un punto de la orilla en que crecía una hierba enfermiza. Allí, con gran contento de todos, descubrieron dos chozas groseramente formadas con las maderas de algún buque y colocadas a unos pocos pasos de la orilla del río.
—¡Vamos, siquiera aquí hay casas! —dijo Juan— ; pero parece que no han pagado impuesto desde hace mucho.
—Salgamos pronto de este bote —propuso el señor Meeson.

 

 

Augusta aprobó esta proposición, y en consecuencia, los marineros plegaron las velas y empezaron a remar hacia la orilla entrando en una pequeña rada que hacía el río.
Diez minutos después los pasajeros del bote pisaron otra vez tierra, si tierra pueden llamarse las islas Kerguelen, en donde llueve perpetuamente.
Lo primero que hicieron fue encaminarse a las chozas y examinarlas; pero no encontraron nada que pudiera alentarlos. Habían sido construidas muchos años antes, quizás por algunos náufragos o por los astrónomos que fueron a examinar el paso de Venus. Estaban casi en ruinas, llenas de musgos y líquenes y con los techos medio caídos. A pesar de esto eran mucho mejor que las piedras de la ribera, y decidieron vivir en ellas, pues quedándose en la intemperie, en clima tan inclemente, habrían arriesgado sus vidas.
Escogió Augusta para ella y el niño la mejor de las chozas, y el señor Meeson y los dos marineros tomaron posesión de la grande. Hecho esto y después de haber sacado el bote a la playa, trasladaron sus pocos efectos a las chozas, que limpiaron tan bien como fue posible; extendieron las velas en el suelo y taparon los agujeros del techo con piedras pequeñas y pedazos de tablas que sacaron del bote.
Por suerte, ese día no llovió; y como todos, excepto el señor Meeson, que estaba postrado, trabajaban con empeño, incluso el niño, la tarea fue concluida antes de entrar la tarde. Hicieron fuego y Augusta preparó las dos aves que recogieron en el canasto cerca del buque, y se las comieron con mucho gusto. Terminada la frugal comida, hicieron un inventario de los recursos: tenían toda el agua que necesitaban, pues cerca de las chozas desembocaba en el río un arroyuelo; del saco de galletas quedaban la mayor parte, cerca de cien libras. Tenían, además, un barrilito de ron, del que desde luego se apoderaron los dos marineros; y fuera de esto, había muchos moluscos en la playa, que podrían comer sí encontraban medios de prepararlos. No temían, pues, morirse de hambre, como pasa a otros náufragos: con sólo una vez que salieron los dos marineros volvieron con las gorras llenas de huevos de pingüinos.
Tan pronto como estuvieron de vuelta, empezó uno de esos aguaceros característicos de las islas Kerguelen. Hora tras hora llovió sin cesar y el agua se colaba por los techos, cayendo en goterones sobre el suelo. Augusta, sola con el niño, hacía lo posible por distraerlo contándole cuentos distintos, muchos de los cuales tuvo que inventar, pues ése era el único medio de mantener tranquilo al niño que empezaba ya a comprender lo grave de su infortunio. Le habló de Robinson Crusoe y le dijo que estaban jugando a Robinsón; el niño repuso que no le gustaba el juego y que quería ver a su mamá.
Mientras tanto, a medida que obscurecía, la noche se iba poniendo más húmeda y más fría. Al fin se ocultó por completo el sol, y Augusta, después de dormir al niño y arroparlo con la manta, cansada de oír el mugido del viento, la caída del agua y el grito de las aves marinas, fatigada con las faenas del día, pensó que debía reposar. Empezaba a conciliar el sueño cuando oyó un golpe en las tablas que servían de puerta a la choza.
—¿Quién es? —preguntó sorprendida.
—Yo —contestó la voz del señor Meeson—. ¿Me permite usted entrar?
—Sí, si usted quiere —repuso Augusta agriamente, bien que en su interior se alegraba de verlo, mejor dicho: de oírlo, porque estaba demasiado obscuro para poder ver a nadie.
Es de notar cómo bajo la presión de un gran infortunio común, olvidamos las querellas y nuestros odios y nos unimos con gusto a nuestros mayores enemigos.
—Coloque bien la tabla otra vez —dijo Augusta al sentir una ráfaga de aire y comprender que el señor Meeson había entrado.
El pobre viejo obedeció, y a manera de excusa, dijo:
—Aquellos dos brutos se están emborrachando: están bebiendo el ron por galones. No puedo estar con ellos por más tiempo y me siento tan mal, señorita, me siento tan mal..., que creo me voy a morir. Siento como si la médula de mis huesos fuera de hielo, y otras veces me parece como si alguien pasara un hierro candente por entre ellos. ¿Puede usted hacer algo por mí, señorita?
—No veo en qué pueda servirlo —repuso Augusta con dulzura, pues las desgracias de Meeson la conmovían—. Lo mejor que usted puede hacer es acostarse y dormir.
—¿Dormir? —murmuró el viejo—. ¿Cómo he de poder dormir si mi manta está empapada y mi único traje también...?
—Pero eso es lo mejor, lo único que usted puede hacer, señor Meeson.
El pobre hombre no contestó.
Sobrecogido tal vez por la solemne presencia de las tinieblas, se calmó al fin. Por su parte, Augusta reclinó la cabeza sobre el saco de galletas, y pronto quedó dormida, pues para los jóvenes el sueño es un amigo.
Una o dos veces despertó durante la noche; pero volvió a dormirse, y cuando abrió de nuevo los ojos ya era de día y la lluvia había cesado.
Sus primeros cuidados fueron para el niño, que había dormido tranquilamente durante toda la noche. Lo sacó fuera de la choza y después de lavarle la cara y las manos, le sirvió un desayuno. Vio entonces a los dos marineros que tenían marcadas en el rostro las huellas del desenfreno de la noche anterior. Ella los miró con ojos de reconvención, y los dos pasaron por delante de la joven avergonzados.
Augusta entró en la choza. El señor Meeson estaba sentado y su aspecto la estremeció. Estaba pálido y desencajado y parecía que iba a expirar.
—He pasado muy mala noche, muy mala —dijo con voz apagada—. No creo que viva para pasar otra igual.
—Eso no es nada, señor Meeson. Tome usted unas galletas y se sentirá mejor.
El viejo recibió las galletas y trató de comer pero no pudo.
—Es inútil —dijo—. Voy a morir. No haber podido cambiar las ropas mojadas, me ha matado.
Augusta miró al señor Meeson y no pudo menos que comprender que era cierto lo que decía.