48

CALLE Collin pagó el taxi, se acercó a la verja y llamó al interfono. Miró a la cámara. El altavoz carraspeó.

—Pasa —dijo Jörgen, y sonó un chasquido del mecanismo de cierre.

Calle empujó la verja y se acercó a la casa. Jörgen abrió la puerta antes de que llegara.

—¿A qué se debe el honor?

Calle clavó la mirada en su viejo compañero de clase.

—¿Tienes a la familia en casa? —preguntó.

—Sí, claro —contestó Jörgen.

—Entonces propongo que vayamos a dar un paseo.

Jörgen no entendía el motivo, pero asintió.

—Deja que coja una chaqueta —dijo.

Apenas llegaron a cruzar la verja cuando Calle cogió a Jörgen de las solapas y lo empujó contra el seto podado.

—¿Qué cojones has hecho? ¿Vas a matarlos a todos?

Jörgen parecía consternado. Parpadeaba deprisa y su labio inferior tiritaba.

—Joder, suéltame. ¿De qué estás hablando?

—¡Los has matado! —gritó Calle—. ¡A todos!

—¿A quién? ¿De qué coño hablas?

Jörgen estaba a punto de llorar. Calle no lo soltaba.

—¿Piensas que no me entero de nada? ¿Tienes tanta pasta que crees que puedes decidir sobre la vida y la muerte de los demás? ¿A quién te vas a cargar la próxima vez? ¿Estoy seguro a tu lado? ¿No querrás matarme a mí también?

—Para, Calle. Yo no he hecho nada. ¿De qué hablas?

Calle estaba temblando, tenía el cuerpo tenso, a punto de quebrarse. Jörgen lloraba abiertamente, los mocos le caían de la nariz e hipaba en busca de aire. Calle lo empujó más fuerte contra el seto.

—Voy a ir a hablar con la policía, que te quede bien claro —dijo él—. Voy a ir a la policía.

—Yo no he-he hecho nada —tartamudeó Jörgen.

Calle lo echó a un lado y empezó a caminar. Sólo se alejó cinco metros antes de dar media vuelta. Estiró un brazo, ayudó a su amigo a ponerse de pie y lo abrazó entre lágrimas. Volvieron a la casa cogiéndose de los hombros.

La mujer de Jörgen se los quedó mirando.

—¿Estáis jugando a Brokeback Mountain o qué?

Calle soltó una risotada.

—Uy no, todavía me queda algo de gusto.

La mujer dejó caer la barbilla.

—¿A diferencia de mí, quieres decir?

Jörgen le dio un beso en la mejilla.

—Lo que pasa es que Calle tiene celos —añadió.

Subieron y se sentaron en la cocina. Calle le explicó el día que había tenido en el suroeste de Skåne y que Ylva había desaparecido sin dejar rastro hacía un año y medio.

—Pero no puede desaparecer sin más, ¿no? —dijo Jörgen.

—Seguro que su marido se la ha cargado —sugirió su mujer.

Calle negó con la cabeza.

—Si hubiese sido culpable no me habría echado. Le habría dado la bienvenida a cualquier teoría que apuntase en otra dirección.

La esposa de Jörgen se levantó con un suspiro.

—Parecéis dos gnomos chismosos. Lo único que tenían en común los muertos es que fueron al mismo instituto.

—La Pandilla de los Cuatro —dijo Jörgen.

Su mujer le soltó una colleja.

—Para ya con eso —protestó—. Le estás comiendo el coco a Calle. Escuchad los dos. No podéis seguir con eso. Buscaos un hobby, un amante, algo.

—Sí, algo tendré que inventarme —dijo Calle—, porque a partir de hoy no creo que me salga ningún trabajo más, eso está claro.

• • •

Llamaron a la puerta e Ylva se puso visible con las manos en la cabeza. La puerta se abrió. Era Marianne. Ylva lo presentía. La pantalla del mundo exterior revelaba que era pleno día y apenas había actividad. Gösta estaba trabajando.

Marianne cerró la puerta y entró. Llevaba un plato consigo.

—Ha sobrado un poco —dijo.

Ylva dio un paso adelante.

—Quieta —ordenó Marianne levantando la mano.

Ylva se detuvo.

—Sit.

Ylva obedeció.

Sin dejar de mirarla, Marianne hizo resbalar las sobras del plato para que cayeran en el suelo.

—¿Te parece digno? —preguntó.

Ylva no contestó.

—Eres una perra. La pregunta es qué tipo de perra. ¿Una cosa pequeña y molesta o una grande y patosa? Da lo mismo, todos huelen igual de mal. Nos supones un gasto importante, que lo sepas. Luz, comida y yo qué sé qué más. Y no es que valgas el dinero que cuestas, precisamente. No, creo que nos estamos acercando al final del camino. ¿No estás de acuerdo conmigo?

Ylva la miró desconcertada.

—Síii, buen chico, entiende perfectamente lo que le dice su ama. Deberías hacer como Annika. Seguir su ejemplo. Eso sería lo mejor. Me refiero a que esto no es vivir. Ni para ti ni para nadie. Al mismo tiempo, las dos sabemos que no te mereces más, en eso estamos de acuerdo.

Marianne suspiró, cansada.

—Piénsalo —dijo.

Se fue a la puerta, giró la llave y se volvió.

—Y si no te sirve la cuerda te puedo pedir unas pastillas.

Señaló los restos de comida en el suelo.

—Anda, come.