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Agresión/amenaza de agresión
La agresión y la amenaza de agresión son constantes en la vida de la víctima. La mujer que sigue oponiendo resistencia es sometida a base de fuerza bruta. En los casos en los que la mujer se niega a doblegarse, el maltrato puede tornarse tan violento que lleve a la muerte.
EL hombre sonrió cuando abrió la puerta y vio a Ylva blandiendo un palo puntiagudo a modo de arma. No era la reacción que Ylva había previsto.
—Déjame salir —dijo.
Le habría gustado que la voz le saliera con más fuerza. El hombre comenzó a cerrar la puerta.
—¡He dicho que ME DEJES SALIR!
Ahora parecía desesperada. El hombre no respondió. La puerta se cerró del todo a sus espaldas. Ylva zarandeó amenazante la pata en el aire.
—¡La llave! ¡Dame la llave!
El hombre levantó el manojo. Le divertía la situación y le costaba disimularlo.
—Déjalas en el suelo.
El hombre hizo lo que Ylva le había dicho.
—Atrás.
Blandió el arma.
—¿A la cocina? —dijo él señalando la esquina.
Ylva no tardó en ver que era una mala idea. La distancia hasta la puerta no era suficiente.
—El lavabo —le ordenó y dio un paso atrás para que el hombre pudiera pasar.
Él asintió y entró en el cuarto de baño.
—Cierra la puerta.
Él le hizo caso.
—Y echa el cerrojo —gritó Ylva.
El hombre cumplió la orden. Ylva buscó algo con lo que barrar la puerta, pero lo único que podría haber servido era la silla, ahora destrozada.
Se agachó para recoger el manojo de llaves sin soltar la pata de la silla. Con manos temblorosas buscó la llave correcta. Había dos para elegir. Al final logró meter la primera, pero no pudo girarla. La sacó, el manojo se le cayó al suelo, se agachó y lo volvió a recoger.
La otra llave ni siquiera entraba en la cerradura. Lo intentó de nuevo con la primera. La acababa de meter cuando se abrió la puerta del baño.
—¿Necesitas ayuda?
Ylva dio media vuelta y levantó la pata de la silla.
—Te la clavaré, juro que te la clavaré.
El hombre salió del cuarto de baño, se metió la mano en el bolsillo y sacó una llave solitaria.
—Creo que te he dado la llave equivocada —dijo.
—¡Dámela!
El hombre retrocedió un paso con una sonrisa.
—Tendrás que quitármela.
Ylva se le acercó. Levantó los brazos por encima de la cabeza y se abalanzó sobre el hombre, quien subió rápidamente a la cama.
—Qué divertido —dijo—. Es casi como cuando éramos críos.
—Déjame salir, puto chiflado.
—Por supuesto. Sólo tienes que coger la llave.
Se la mostraba, provocador. Ylva se subió a la cama, el hombre se quedó donde estaba.
—Dámela.
—Aquí está. Cógela.
—Suéltala —dijo Ylva—. Suelta la llave ahora.
—Cógela.
—Te la clavaré.
—Toma, coge la llave.
Ylva atacó con la pata de la silla, acertó en la mano del hombre y le abrió una herida. Él se miró la mano y el hilillo de sangre que comenzó a brotar.
—Eso ha dolido —dijo acercándose la herida a la boca para lamerla.
—Lo haré otra vez —gritó entonces Ylva—, te juro que lo haré. Dame la llave. ¡Ahora!
El hombre terminó de lamerse el corte, la alegría que había mostrado hasta ahora en el rostro se había convertido en irritación.
—Bueno, ya está bien.
Alargó la mano para quitarle la pata de las manos. Ella volvió a atacar, él la agarró del brazo y detuvo su movimiento. Con la otra mano le arrebató el palo, lo tiró al suelo y luego la derribó sobre la cama.
—Voy a tener que darte una lección.
Se sentó a horcajadas sobre sus muslos, le bajó los pantalones de un tirón y comenzó a darle azotes en el culo con la mano abierta. Continuó hasta que las nalgas estuvieron rojas, terminó de quitarle los pantalones y hurgó con la mano entre sus piernas.
Ylva lo oyó desabrocharse los vaqueros.
• • •
Mike levantó un muro de piezas en el borde de una plancha base. Sanna miraba su obra con desaprobación.
—¿No vas a poner ventanas?
—No encuentro ninguna.
—Puedes dejar un hueco y ya está. Quien tiene una ventana nunca se aburre.
Mike observó a su hija. Ella se dio cuenta.
—Lo dice la profe —explicó—. Es un dicho.
«Que le pega de maravilla a la vieja chismosa», pensó Mike. La que le preguntaba sin ningún reparo a los niños sobre los trabajos de sus padres y el coche que tenían. Mike también tenía un dicho, una variante cínica del que su hija acababa de compartir con él: «Una vista fea siempre es fea, una vista hermosa sólo es divertida durante un cuarto de hora».
No era una visión de la vida que quisiera transmitirle a Sanna.
—Tienes razón —dijo quitando algunas piezas—. Quien tiene una ventana nunca se aburre.
—Y una puerta —añadió Sanna—. Si no, nunca podrás entrar.
—O salir —dijo Mike.
—Primero hay que entrar, ¿no?
—Otra vez tienes razón.
Mike miró la hora. Las seis menos cuarto.
—¿No viene mamá? Tengo hambre.
—Llegará de un momento a otro.
Sanna suspiró de aburrimiento.
—Podemos ir a comprar una pizza —dijo Mike con una punzada de remordimientos de conciencia.
Hamburguesa y pizza en el mismo día, los dos hitos del círculo alimentario. Mike prefirió pasarlo por alto, que fuera lo que tuviera que ser. Aquél no era un día como los demás.
Se puso de pie. Tenía el cuerpo rígido. No sabía si se debía a que estaba tenso o si era por haberse pasado media hora jugando con el Lego en el suelo.
Fue a la cocina. El menú de la pizzería estaba pegado a la nevera con un imán, una última vía de escape para los días tristes en los que la fantasía y las fuerzas estaban agotadas.
—¿Jamón y queso?
—Lo de siempre.
Mike llamó para hacer el pedido.
—Si salimos ahora nos da tiempo de comprar unas golosinas.
Sanna se levantó de un salto.
—¿Y podemos alquilar una peli?
—Si vas rápido sí. La pizza fría no vale nada.
Mike lo dijo a modo de prevención. Sanna escogía las películas como si la paz mundial dependiera exclusivamente de ella. Aun así, en nueve de cada diez casos terminaba escogiendo una peli que ya había visto. El poder de la infalible anticipación.