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CALLE Collin pegó la frente a la ventanilla del avión, sintiendo el frío del plástico en su piel. El avión aceleró y empujó a Calle contra el asiento. No estaba acostumbrado a volar y solía imaginarse que el avión se estrellaba y todos morían. En su fantasía volaban muy alto, cuando de pronto y sin previo aviso, la nave se partía por la mitad y los pasajeros se veían arrojados a la silenciosa y fría nada. Allí se quedaban un buen rato flotando indefensos mientras hacían repaso de sus eventuales penurias, hasta que la tierra se les venía encima a toda velocidad.
En esos momentos la cabeza de Calle estaba ocupada con otras escenas. Veía a Michael Zetterberg poniéndose en contacto con la jefa de redacción de Familjejournalen. Puede que la llamara, puede que se cruzaran por la calle en el paseo del domingo.
Michael Zetterberg le explicaba lo que había pasado. Un reportero tarado de Estocolmo se había presentado en su casa para hablar sobre la desaparición de Ylva. Insinuó que Ylva no era un angelito y empezó a decir sandeces sobre compañeros de clase muertos, siendo de lo más desagradable. Además, aseguraba trabajar para Familjejournalen. ¿Era correcto?
Y Calle se imaginó a la jefa de redacción escuchando atentamente y con la rabia aumentando en su interior, afirmando que sabía de quién estaba hablando el marido de Ylva, pero la cosa parecía fuera de lugar y le prometía, le juraba, que se pondría en contacto inmediatamente con el reportero para poner fin a sus tonterías.
Lo siguiente que le vino a Calle a la cabeza fue la llamada telefónica, la bronca y la anulación del trabajo. Después, el chismorreo en la capital.
«Al Calle Collin ese, ¿qué diantre le ha pasado? Antes era un reportero bastante bueno. Ahora parece que ha perdido el gancho por completo».
Durante el tercer pensamiento, el avión ya había aterrizado y estaba rodando hacia la puerta de desembarque en el aeropuerto de Arlanda, giraba en torno a J-ö-r-g-e-n. Esa pérfida persona con los bolsillos tan llenos de billetes que no tenía nada mejor que hacer que alimentar mitos sobre sí mismo, como un excéntrico misterioso.
Era culpa suya. Todo. Por no decir que estaba detrás de todas las desgracias de la Pandilla de los Cuatro.
En lugar de esperar el aerobús, Calle cogió un taxi.
—Lidingö.
Encendió el móvil y llamó a Jörgen.
—Voy hacia tu casa —dijo Calle—. Tenemos que hablar.
• • •
—Hoy ha venido alguien —dijo Marianne.
—¿Aquí? —preguntó Gösta.
—En la calle. Preguntó por la calle Gröntevägen, iba a casa de Mike. Lo llamó Michael.
—Ah.
El interés de Gösta era mesurado. Continuó hojeando el periódico.
—Perdía aceite —dijo Marianne—. Tenía la misma edad que ellos, hablaba con acento de Estocolmo.
—Un marica de la capital, no te alarmes.
Marianne suspiró, cansada de su marido.
—Había algo más —declaró—. Me miró como si me conociera.
—¿Se presentó?
—No, evidentemente.
—¿Dijo algo?
—No.
—Entonces.
Marianne se levantó irritada y empezó a llenar el lavavajillas. Gösta continuó leyendo sin prestarle la menor atención. Marianne cerró la puerta con un golpe rabioso. Gösta levantó la cabeza.
—No podemos seguir así eternamente —dijo ella—. Casi hemos terminado, sólo queda Ylva. Tenemos que acabar con ella, y tiene que ser pronto.