UN SOBRE CUADRADO DEL NÚMERO DOS
«Pues eso» era el tic lingüístico del señor Nakano.
—Pues eso, pásame la salsa de soja —acababa de decirme. Yo no salía de mi asombro.
Ese día habíamos salido a almorzar los tres juntos. El señor Nakano había escogido cerdo frito con jengibre, Takeo había pedido pescado hervido y yo, arroz al curry. Enseguida trajeron el cerdo frito y el pescado. El señor Nakano y Takeo cogieron los palillos de usar y tirar que estaban en una cajita encima de la mesa, los separaron y empezaron a comer. Takeo me pidió disculpas en voz baja por no esperar a que trajeran mi plato, pero el señor Nakano se abalanzó sobre el suyo sin decir palabra.
Cuando al fin me trajeron el arroz al curry y yo acababa de coger la cuchara, el señor Nakano me pidió la salsa de soja utilizando la frase que he citado anteriormente.
—Ese «pues eso» no tiene mucho sentido, ¿no? —observé. El señor Nakano dejó su cuenco en la mesa.
—¿Yo he dicho eso?
—Sí, lo ha dicho —murmuró tímidamente Takeo.
—Pues eso.
—¡Acaba de decirlo otra vez!
—Vaya. —El señor Nakano se rascó la cabeza con un Resto exagerado—. Se ve que tengo un tic.
—Y un poco raro, por cierto.
Le pasé la salsa de soja. El señor Nakano aliñó sus dos rodajas de nabo en conserva y empezó a masticarlas ruidosamente.
—Lo que pasa es que mantengo conversaciones mentales conmigo mismo. Por ejemplo, A se convierte en B, que me lleva hasta C, y mi razonamiento sigue con D. Cuando llega el momento de expresar D en voz alta, me sale un «pues eso» sin querer, porque sigue el hilo de mis pensamientos.
—Claro —dijo Takeo, mientras mezclaba el jugo del pescado con el arroz que le había sobrado.
Takeo y yo trabajábamos para el señor Nakano. Hace veinticinco años abrió una tienda de objetos de segunda mano en un barrio periférico del oeste de Tokio poblado de estudiantes. Por lo visto, antes estaba contratado en una empresa mediana de productos de alimentación, pero pronto se cansó de trabajar en una oficina y la dejó. Era la época en que estaba de moda lanzarse a la aventura, aunque el señor Nakano no llevaba suficiente tiempo trabajando por cuenta ajena como para considerarlo una aventura. Sea como fuere, se sintió avergonzado de dejar el trabajo por puro aburrimiento. Me lo explicó un día en la tienda, pausadamente, aprovechando que en ese momento no había nadie.
«Esto no es un anticuario, sino una tienda de segunda mano», me advirtió el señor Nakano el día en que fui a hacer la entrevista de trabajo. En el escaparate había un cartel pegado al cristal y escrito con mala letra que rezaba: «Se buscan empleados. Entrevistas a todas horas». Sin embargo, cuando entré a preguntar, el dueño me dijo: «Te entrevistaré el primero de septiembre a las dos del mediodía. Sé puntual». Aquel hombre delgado, que tenía un extravagante aspecto con su bigote y su gorra de punto, era el señor Nakano.
La tienda del señor Nakano, que no era de antigüedades sino de objetos usados, estaba literalmente sepultada bajo una montaña de artículos de segunda mano. El interior del local estaba abarrotado de mesitas de té, vajillas y viejos ventiladores y aparatos de aire acondicionado, es decir, la clase de objetos normales y corrientes fabricados a partir de los años treinta que se podían encontrar en cualquier hogar japonés. Antes del mediodía, el señor Nakano subía la persiana y, con un cigarrillo entre los labios, sacaba los «artículos reclamo» a la calle, entre los que se contaban, por ejemplo, una especie de escudilla con un llamativo estampado, una lámpara de diseño, dos pisapapeles de imitación de ónice con forma de tortuga y de conejo o una antigua máquina de escribir. Los colocaba sobre un banco de madera delante de la tienda con el objetivo de atraer a la clientela. De vez en cuando, si por ejemplo la ceniza del cigarrillo caía sobre el pisapapeles en forma de tortuga, él lo limpiaba frotando enérgicamente con la punta del delantal negro que siempre llevaba puesto.
El señor Nakano solía estar en la tienda hasta primera hora de la tarde. Luego me dejaba sola atendiendo y salía con Takeo a hacer recogidas.
Tal y como su nombre indica, las recogidas consistían en pasar por las casas a recoger trastos usados. La mayoría de las veces, le llamaban desde casas cuyo propietario había fallecido y sus parientes necesitaban deshacerse de los muebles y utensilios del difunto. El señor Nakano recogía incluso los objetos y la ropa que ni siquiera los familiares podían aprovechar. Pagaba unos cuantos miles de yenes, 10 ooo como máximo, y se lo llevaba todo en una pequeña camioneta. Como los clientes se quedaban los artículos de valor y le entregaban el resto, les resultaba mucho más beneficioso llamar al señor Nakano que avisar a los servicios de recogida municipales para que se llevaran los trastos voluminosos. Por eso la mayoría de sus clientes aceptaba la pequeña cantidad de dinero sin rechistar y seguía la furgoneta con la mirada mientras se alejaba con sus pertenencias. Sin embargo, Takeo me explicó que algunas personas se quejaban de que el precio era irrisorio y ponían al señor Nakano en un compromiso.
El señor Nakano había contratado a Takeo un poco antes que a mí para que lo ayudara con las recogidas. Si había que recoger objetos pequeños, Takeo lo hacía solo.
—¿Cuánto dinero tengo que ofrecerles? —le preguntó Takeo, inseguro, la primera vez que el señor Nakano le ordenó que fuera sin él.
—Pues eso, el precio tiene que ser el más conveniente. Ya sabes cómo se calcula el valor de un objeto, me has visto hacerlo muchas veces.
En ese momento, Takeo apenas llevaba tres meses trabajando en la tienda, y no sabía calcular el valor de los objetos. A mí me pareció que mi jefe tenía ideas muy disparatadas, pero considerando lo sorprendentemente bien que marchaba el negocio, estaba claro que le funcionaban.
Takeo salió de la tienda nervioso y cohibido, pero regresó con el mismo aspecto de siempre.
—No he tenido ningún problema —anunció. Al saber que había pagado 3500 yenes en total, el señor Nakano asintió varias veces, satisfecho, pero abrió los ojos como platos cuando vio la gran cantidad de objetos que Takeo había traído.
—Takeo, les has pagado una miseria. ¡Por eso me dan tanto miedo los principiantes! —bromeó el señor Nakano, riendo.
Takeo me explicó que uno de los jarrones que había recogido aquel día se vendió más adelante por 300 000 yenes. Como al señor Nakano no le interesaban los objetos tan caros, vendió el jarrón en un mercado de antigüedades que se instalaba en los alrededores de un templo. La chica con la que Takeo salía entonces se hizo pasar por su ayudante y lo acompañó hasta el puesto del mercado. Al enterarse de que un jarrón viejo y sucio se podía vender por 300 000 yenes, la chica empezó a atosigar a Takeo diciéndole que montara su propio negocio de artículos de segunda mano para poder independizarse e irse a vivir por su cuenta. Ya fuera por ese o por otro motivo, Takeo rompió con ella al poco tiempo.
Eran raras las veces en que el señor Nakano, Takeo y yo comíamos juntos. Nuestro jefe solía estar fuera la mayor parte del tiempo recogiendo material o merodeando por los mercados, las subastas o las reuniones de comerciantes del gremio. Takeo, por su parte, desaparecía sin perder ni un minuto en cuanto terminaba sus recogidas. Aquel día comimos juntos porque teníamos previsto visitar la exposición de Masayo, la hermana mayor del señor Nakano.
Masayo era una solterona de cincuenta y tantos años. Antes la familia Nakano tenía varias propiedades, pero la fortuna familiar había empezado a decaer durante la generación anterior a la del señor Nakano. No obstante, todavía les quedaba suficiente dinero para que Masayo pudiera vivir de las rentas de los pisos que tenían.
De vez en cuando el señor Nakano se burlaba de su hermana diciendo que era una ar-tis-ta, pero en realidad la trataba muy bien. Masayo exponía sus creaciones en la pequeña galería situada en el primer piso de la cafetería Poesie, que se encontraba delante de la estación. Era una colección de muñecas que ella misma había hecho a mano.
Al parecer, su última exposición, que había tenido lugar poco antes de que yo empezara a trabajar en la tienda, llevaba el nombre de Colores del bosque. Masayo había arrancado unas cuantas hojas del bosquecillo que había en las afueras del barrio, había elaborado un tinte vegetal y había teñido unas prendas de ropa. A ella le parecía que el color del tinte era chic, pero Takeo me confesó más adelante, meneando la cabeza, que le había parecido «color váter». Masayo tendió la ropa en unas ramas que había recogido en el mismo bosquecillo y las colgó del techo. Cada vez que dabas un paso por la galería, que parecía un laberinto, las telas y las ramas que colgaban del techo y de las paredes te rozaban la cabeza y los brazos y te enredabas constantemente, según el señor Nakano.
La exposición de muñecas, sin embargo, no era tan extravagante, puesto que las muñecas no colgaban del techo sino que estaban expuestas en unas mesas a lo largo de la galería y cada una de ellas tenía un nombre, como Libélula nocturna o En el jardín. Takeo recorrió la exposición con una expresión ausente, mientras que el señor Nakano examinó las muñecas una por una, cogiéndolas delicadamente y dándoles la vuelta. La luz del mediodía irrumpía a través de las ventanas. La calefacción de la galería estaba encendida, y Masayo tenía las mejillas sonrojadas.
El señor Nakano compró la muñeca más cara y yo me quedé un muñequito en forma de gato que encontré entre los objetos amontonados en un cesto de la entrada. Nos despedimos de Masayo en las escaleras y salimos los tres juntos a la calle.
—Tengo que ir al banco —anunció el señor Nakano, y desapareció tras la puerta automática del banco que teníamos justo enfrente.
—Como siempre —dijo Takeo, mientras echaba a andar con las manos en los bolsillos de sus holgados pantalones.
Takeo tenía prevista una recogida en Hachioji. Allí vivían dos ancianas hermanas cuyo hermano mayor acababa de fallecer. Las «abuelitas», según el señor Nakano, llamaban constantemente para quejarse de que, justo después de la muerte de su hermano, habían empezado a llegar parientes a los que nunca habían visto para intentar birlarles las obras de arte y los libros antiguos que coleccionaba el difunto. Cada vez que llamaban, el señor Nakano les dirigía amables palabras de ánimo y siempre esperaba a que ellas colgaran antes el teléfono. «Así es este negocio», me decía, guiñándome el ojo, en cuanto colgaba después de haber aguantado media hora de lamentos. Aunque parecía escuchar con interés las quejas de las ancianas hermanas, no quiso ir a su casa a recoger material.
—¿Seguro que quiere que vaya solo? —le preguntó Takeo.
—Pues eso —repuso el señor Nakano acariciándose el bigote—, deberías pagarles un precio entre medio y bajo. Si les ofreces demasiado dinero, las abuelitas se asustarán, y si es demasiado poco…
Subí la persiana de la tienda e, imitando al señor Nakano, empecé a colocar los artículos reclamo en el banco. Mientras tanto, Takeo sacó la camioneta del garaje que había detrás del local. Le dije adiós y él agitó la mano derecha mientras aceleraba. Takeo tenía el dedo meñique de la mano derecha amputado a la altura de la primera falange.
Al parecer, el día en que lo entrevistó, el señor Nakano insinuó:
—¿No serás un…? Ya sabes a lo que me refiero.
—Si hubiera sido un yakuza, se habría arriesgado mucho al contratarme —le dijo Takeo cuando ya empezaba a adaptarse a su nuevo trabajo.
—En este negocio es fácil reconocer con qué tipo de gente estás tratando —rio el señor Nakano.
Cuando estudiaba tercero de bachillerato, un compañero de clase de Takeo le había pillado el dedo con una puerta de hierro y se lo había amputado por el simple motivo de que «le molestaba su existencia». Era un chaval que llevaba todo el curso metiéndose con él. Un semestre antes de graduarse, Takeo dejó el instituto porque, desde el accidente, se sentía constantemente en peligro. Su tutor y sus padres se comportaron como si todo fuera normal. Atribuyeron el repentino abandono de Takeo a su dejadez y a su estilo de vida. Aun así, Takeo se consideraba afortunado de haber podido dejar el instituto. Su compañero de clase, el chico que lo había hecho sentir amenazado, estudió en una universidad privada y el año anterior había entrado a trabajar en una empresa.
—¿No te da rabia? —le pregunté.
—Lo que siento no es exactamente rabia —me respondió él, con una sonrisa torcida.
—¿Qué es, entonces? —inquirí de nuevo, pero él soltó una risita desganada.
—No lo entiendes, Hitomi —me dijo—. A ti te gustan los libros y tienes una mente compleja. Yo tengo una mente simple —prosiguió.
—Yo también soy simple —repuse.
—Ahora que lo dices, a lo mejor tienes razón —admitió, riendo de nuevo—. Fue un corte limpio. Como no tengo tendencia a formar queloides, el médico del hospital me dijo que la herida cicatrizaría bien.
Cuando hube perdido de vista la camioneta, me senté en una silla al lado de la caja registradora y me puse a leer un libro de bolsillo. Entraron tres clientes en una hora. Uno de ellos se compró unas gafas viejas. Yo creía que unas gafas no servían para nada sin la graduación adecuada, pero en la tienda del señor Nakano las gafas viejas tenían mucho éxito.
—La gente las compra precisamente porque no sirven —decía siempre el señor Nakano.
—¿Y eso cómo se entiende?
—¿A ti te gustan las cosas útiles, Hitomi? —me preguntó él, sonriendo.
—Claro —repuse.
El señor Nakano dejó escapar un resoplido y, de repente, empezó a canturrear una estrofa de una extraña canción: «Un plato útil, un estante útil, un hombre útil».
Después del cliente que había comprado las gafas, no entró nadie más. El señor Nakano aún no había vuelto del banco. Debía de estar con alguien. Un día, Takeo me explicó que cuando decía que iba al banco, casi siempre quedaba con una mujer.
El señor Nakano se había casado por tercera vez unos años antes. Con su primera mujer había tenido un hijo que ya iba a la universidad, con la segunda había tenido una hija que estudiaba primaria, y su esposa actual había dado a luz a un niño seis meses antes. Además, tenía una amante.
—¿Tienes novio, Hitomi? —me preguntó mi jefe un día, aunque no parecía ansioso por conocer la respuesta. Me lo preguntó como quien habla del tiempo, mientras se tomaba un café junto al mostrador. Tampoco enfatizó la palabra novio, sino que la pronunció en un tono más bien neutro.
—Antes salía con un chico, pero ahora no estoy con nadie —le respondí.
—Ya —repuso brevemente, asintiendo. No me preguntó qué clase de chico era, ni cuándo habíamos roto, ni nada por el estilo.
—¿Cómo conoció a su actual esposa, señor Nakano? —inquirí.
—Es un secreto —repuso él.
—Con esa respuesta sólo conseguirá que tenga más ganas de saberlo —insistí, y él me miró fijamente—. ¿Por qué me mira así?
—No tienes por qué fingir que te interesa, Hitomi —repuso él.
La verdad es que no tenía el menor interés en saber cómo había empezado la relación entre el señor Nakano y su tercera esposa. «No hay que subestimar al jefe —me susurró Takeo al oído más tarde—. Por eso tiene tanto éxito con las mujeres, porque conoce muy bien a la gente».
El señor Nakano aún no había vuelto, en la tienda no había nadie y Takeo estaba en casa de las abuelitas de Hachioji. Puesto que no tenía nada que hacer, seguí leyendo.
Últimamente, había un cliente que sólo venía cuando yo estaba sola en la tienda. Era un hombre un poco mayor que el señor Nakano. Al principio pensé que era casualidad que siempre apareciera cuando no había nadie más, pero no lo era. Si intuía la presencia del señor Nakano, se ponía nervioso y se iba, pero regresaba rápidamente cuando el jefe no estaba. «¿Viene muy a menudo?», me preguntó un día el señor Nakano, y yo asentí.
Al día siguiente, por la tarde, el señor Nakano estuvo un buen rato revolviendo cachivaches en el almacén de la trastienda. El hombre misterioso llegó a última hora de la tarde y se quedó vacilando entre la puerta y la caja registradora, donde yo estaba sentada. Mientras tanto, el señor Nakano lo espiaba desde el almacén. Cuando el cliente se acercó a la caja, salió con una sonrisa y empezó a hablar con él. Era la primera vez que oía su voz. El señor Nakano lo escuchó durante un cuarto de hora, mientras el cliente le explicaba que vivía en la ciudad de al lado, que se llamaba Tadokoro y que coleccionaba espadas y sables.
—Aquí no tenemos nada antiguo —repuso el señor Nakano, a pesar de que el cartel de la tienda anunciaba que vendía objetos de segunda mano.
—Pero tienen cosas muy curiosas —observó Tadokoro, mientras señalaba un rincón donde había revistas femeninas de los años veinte y unas figuritas que regalaban con los caramelos Glico.
Tadokoro era un hombre bastante atractivo. Tenía el rostro enmarcado por la sombra oscura de la barba afeitada. Si hubiera estado un poco más delgado, se habría parecido a un actor francés cuyo nombre no recuerdo. Su voz atiplada me ponía un poco nerviosa, pero tenía una forma de hablar tranquila y serena.
Un poco después de que se hubiera ido, el señor Nakano me dijo:
—No vendrá en una temporada.
—Pero si han mantenido una conversación muy cordial —susurré, pero él meneó la cabeza y, aunque le pregunté por qué Tadokoro no iba a volver, no quiso explicármelo. A continuación, salió de la tienda murmurando que tenía que ir al banco.
Tal y como el señor Nakano había predicho, Tadokoro estuvo una temporada sin dar señales de vida. Al cabo de dos meses, sin embargo, empezó a venir de nuevo, siempre intentando aparecer cuando mi jefe no estaba. Al entrar me decía «Buenos días», y se despedía antes de salir.
Nunca intercambiábamos más que esas cuatro palabras, pero el ambiente se cargaba cuando venía. Los demás clientes habituales también me saludaban al entrar y al salir, exactamente igual que él, pero su presencia no era tan sofocante como la de Tadokoro.
Takeo se encontró con él un par de veces.
—¿Qué opinas de él? —le pregunté.
Reflexionó unos instantes, con la cabeza ladeada.
—A mí no me huele mal —repuso al fin.
—¿A qué te refieres? —inquirí, pero él agachó la cabeza sin decir nada más.
Mientras Takeo vertía un cubo de agua delante de la tienda para limpiar la calle, pensé en el significado de «oler mal». Intuí más o menos a qué se refería, pero también supuse que no había querido decir lo que yo pensaba.
Cuando terminó de limpiar la calle, se dirigió a la trastienda con el cubo vacío y oí que murmuraba:
—Los tipos que huelen mal son los que sólo piensan en sí mismos.
Tampoco acabé de entender a qué se refería.
Mientras leía un libro porque no tenía nada mejor que hacer, Tadokoro entró en la tienda. En un abrir y cerrar de ojos, el ambiente se volvió asfixiante. En ese momento, había una pareja joven que acababa de comprar un jarrón de cristal. Cuando se fueron, el hombre se acercó al mostrador.
—¿Estás sola? —me preguntó.
—Sí —le respondí, con cierta desconfianza.
El aura que flotaba a su alrededor era más sofocante que nunca. Empezó a hablarme del tiempo y de las noticias del día. Era la primera vez que manteníamos una conversación tan larga.
—Verás, me gustaría vender una cosa —dijo, atajando bruscamente la conversación.
Cuando un cliente acudía a la tienda para vendernos algún objeto pequeño de uso diario, yo misma me encargaba de fijar un precio y de comprárselo. Sin embargo, cuando se trataba de una vajilla, un aparato eléctrico o una pieza de coleccionista, como las figuritas de los caramelos Glico, el señor Nakano era el único que podía hacer una oferta de compra.
—Es esto —dijo Tadokoro, entregándome un gran sobre marrón.
—¿Qué contiene? —le pregunté.
—Primero quiero que le eches un vistazo —se limitó a responder, dejando el sobre junto a la caja.
Por su forma de hablar, supuse que no desistiría hasta que examinara el contenido del sobre.
—Esto debería verlo el dueño —sugerí, pero él se arrimó al mostrador y me miró fijamente.
—Nunca has visto algo así. Te aconsejo que lo abras. Vamos.
No tuve otra opción que abrir el sobre, que contenía un trozo de cartón del mismo tamaño. Apenas había espacio para introducir los dedos, de modo que me costó un poco sacarlo. Además, Tadokoro me observaba atentamente. Cuanto más nerviosa estaba, más torpe me sentía.
Cuando al fin conseguí sacar el contenido del sobre, comprobé que se trataba de dos trozos de cartón unidos entre sí con tiras de celo. Había algo entre los dos cartones.
—Ábrelo —me animó Tadokoro, con su serenidad habitual.
—Tendría que romper el celo.
—No importa —me aseguró, mientras abría con un clic el cúter que había sacado sin que yo me diera cuenta y cortaba el celo con un hábil gesto. El cúter parecía un apéndice de su mano, que se movía con gracia y elegancia. Por un instante, el estómago me dio un vuelco. Mientras cortaba el celo, Tadokoro me dijo unas palabras misteriosas:
—Míralo, anda. Te servirá para aprender.
Esperé a que acabara de arrancar el celo, pero como no volvió a tocar el envoltorio, acerqué los dedos despacio, separé los dos cartones y vi unas fotografías en blanco y negro. Las imágenes mostraban los cuerpos desnudos y entrelazados de un hombre y una mujer.
—¿Qué diablos es esto? —fue lo primero que dijo el señor Nakano.
—Parecen fotografías antiguas —opinó Takeo.
Mientras yo sujetaba los cartones entre los dedos, desconcertada, Tadokoro se había despedido aprovechando mi confusión: «Volveré otro día para que me hagáis una oferta. Hasta luego», dijo, y se fue de inmediato.
En ese instante, tuve la sensación de que Tadokoro absorbía la exclamación que se me había escapado al ver las fotografías, y me pareció que su pequeño cuerpo se expandía y se ensanchaba.
En cuanto se fue, volví a centrar mi atención en las fotografías. Los encuadres eran muy simples. El hombre y la mujer que servían de modelos parecían personas normales y corrientes. En total había diez imágenes. Las cogí y las examiné una por una.
Había una que me gustó especialmente. Mostraba al hombre y a la mujer a la luz de la mañana, haciendo el amor. Estaban vestidos, y la única parte que exponían de sus cuerpos eran los traseros. Al fondo se veía una calle repleta de pequeñas tabernas. Todas las persianas estaban bajadas, y delante de los locales había grandes cubos de basura. Ambos mostraban sus grandes traseros y sus muslos rollizos en el desértico callejón.
—¿Te gusta el arte, Hitomi? —me preguntó el señor Nakano, sorprendido, cuando yo le señalé aquella fotografía. Entonces cogió una en la que aparecía la pareja desnuda sentada frente a un tocador—. Yo prefiero esta, es más clásica —opinó. La mujer tenía la cabeza apoyada en el regazo de su pareja y los ojos cerrados. Llevaba un peinado muy elaborado.
Takeo observó atentamente las diez imágenes.
—Ni él ni ella son especialmente atractivos —comentó, mientras dejaba las fotografías juntas encima de la mesa.
—¿Qué vamos a hacer con ellas? —quise saber.
—Se las devolveré a Tadokoro —dijo el señor Nakano.
—¿Por qué no las vendemos? —sugirió Takeo.
—No hay suficientes.
El señor Nakano dio la discusión por zanjada, volvió a guardar las fotografías entre los dos cartones, las metió en el sobre y las dejó en la estantería de la trastienda.
Durante un tiempo, no conseguí olvidarme del sobre que reposaba encima del estante, hasta el punto de que me suponía un esfuerzo no volver la cabeza hacia él. Cada vez que un cliente entraba en la tienda, el corazón se me aceleraba ante la idea de que pudiera ser Tadokoro. Aunque el señor Nakano había dicho que él mismo se lo devolvería, el sobre seguía encima del estante, ya que nadie conocía la dirección de su dueño.
Los días fueron pasando y empezó un nuevo año.
Masayo vino a la tienda un día después de que hubiera nevado.
—Veo que habéis quitado la nieve de la entrada —dijo Masayo, que siempre hablaba con una voz clara y alegre. Al principio, Takeo se sobresaltaba cada vez que decía algo. Ahora parecía haberse acostumbrado, pero yo sabía que procuraba no acercarse demasiado a ella.
—Has sido tú quien ha despejado la entrada, ¿verdad, Take?
Al oír ese apodo, Takeo se sobresaltó por un instante. El día anterior habían caído veinte centímetros de nieve, pero cada vez que empezaba a cuajar en la calle, Takeo salía para retirarla, por eso ante la entrada de la tienda se veía la superficie del asfalto. El señor Nakano, como de costumbre, colocó el banco sobre la acera húmeda, que resplandecía bajo el sol, para exponer algunos objetos.
—Me gusta la nieve porque es alegre —dijo Masayo, que no tenía reparos en expresar sus sentimientos. Takeo y yo la escuchábamos en silencio.
Pronto empezaron a llegar clientes. A pesar de la nieve que cubría la ciudad, precisamente ese día vino mucha gente. Vendimos tres estufas, dos braseros y dos colchones. Masayo y yo estuvimos atendiendo juntas. Al atardecer, cuando por fin bajó un poco el ritmo de ventas, el sol había derretido casi toda la nieve, y la zona que había despejado Takeo ya no se diferenciaba del resto de la acera.
—¿Os apetecen unos fideos? —propuso el señor Nakano.
Cerramos la tienda y entramos uno tras otro en la habitación con tatami que había al fondo. Hasta entonces habíamos tenido un brasero, pero se había vendido ese mismo día. Encima del tatami sólo quedaba la manta que lo cubría. El señor Nakano trajo una mesita de té de la tienda y la colocó encima de la manta.
—Está caliente —exclamó Takeo, al sentarse sobre la manta.
—Si comemos todos juntos, pronto entraremos en calor —dijo Masayo, que no parecía haber entendido las palabras de Takeo.
El señor Nakano encendió un cigarrillo. Mientras llamaba al restaurante para encargar los fideos, iba echando la ceniza en el cenicero descantillado que estaba encima del estante.
—¡Qué desastre! —exclamó de repente.
Me volví y lo vi agitando el sobre de Tadokoro. Por lo visto, lo había quemado sin querer con la punta incandescente del cigarrillo. La fina columna de humo que salía del sobre desapareció cuando el señor Nakano lo agitó. La esquina del sobre quedó chamuscada. Sacó los cartones y comprobó que estaban intactos.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Masayo—. ¿Son litografías?
Sin responderle, el señor Nakano le tendió los cartones a su hermana. Ella los abrió y examinó atentamente las fotografías.
—¿Son para vender? —preguntó, y él negó con la cabeza—. Son muy malas —asintió ella, visiblemente aliviada—. Mis obras son mejores.
Takeo y yo intercambiamos una mirada, sorprendidos ante la objetividad que mostraba Masayo para valorar sus propias creaciones. Los artistas son verdaderamente imprevisibles. Pero lo que dijo luego fue aún más inesperado:
—¿Esas fotografías son de Tadokoro?
—¿Cómo lo sabes? —exclamó el señor Nakano.
—Era mi tutor en secundaria —explicó Masayo sin alterarse. Al mismo tiempo, alguien dio unos golpecitos en la persiana de la tienda y Takeo y yo estuvimos a punto de levantarnos sobresaltados.
—Será el repartidor del restaurante —murmuró el señor Nakano, y se dirigió a la entrada con el cigarrillo entre los labios. Takeo fue tras él y yo me quedé con Masayo en la trastienda. Ella cogió un cigarrillo del paquete del señor Nakano y lo encendió con los codos apoyados en la mesita. Su forma de sujetar el cigarrillo entre los labios era idéntica a la de su hermano.
—Tadokoro tiene un aspecto muy juvenil, pero ya debe de rondar los setenta años —aclaró Masayo mientras sorbía los fideos con tempura.
Había sido su tutor en tercero de secundaria. Si ahora seguía siendo un hombre atractivo, se ve que cuando tenía poco menos de treinta años era tan guapo que parecía un actor, según nos explicó Masayo. Como profesor no era nada del otro mundo, pero algunas chicas pululaban a su alrededor como abejas atraídas por la miel. Entre el grupo de chicas que rondaban a Tadokoro destacaba una compañera de clase de Masayo que se llamaba Sumiko Kasuya. Según los rumores, los habían visto entrando y saliendo juntos de un meublé.
—¿Qué es un meublé? —preguntó Takeo.
—Un hotel por horas de los de antes —le respondió muy serio el señor Nakano.
Cuando empezaron a circular rumores sobre la relación entre Sumiko Kasuya y Tadokoro, ella dejó el instituto y él fue despedido. Los padres de la chica la enviaron a vivir al pueblo con sus abuelos para alejarla del profesor, pero ella se empeñó en mantener el contacto con Tadokoro y, un año más tarde, se fugaron juntos. Por lo visto, estuvieron recorriendo el país de punta a punta hasta que las aguas volvieron a su cauce. Entonces regresaron al barrio y Tadokoro heredó la papelería de sus padres.
—Qué valientes —dijo el señor Nakano, que fue el primero en expresar su opinión.
—Entonces, era una relación seria —intervino Takeo.
—Pero ¿cómo ha sabido que las fotos eran de Tadokoro? —pregunté yo a continuación.
—Pues… —Masayo mordisqueó el rebozado de la tempura, que había separado de los fideos antes de empezar a comer—. Me gusta comerme el rebozado solo —dijo—. Absorbe el caldo y está para chuparse los dedos —susurró mientras cogía la tempura con los palillos.
Al parecer, mientras viajaba por el país con Sumiko Kasuya, Tadokoro se ganaba la vida vendiendo fotografías. Aunque se hubiera fugado con su alumna, no le faltaban las mujeres. Se ponía en contacto con ellas a través de un intermediario y les sacaba fotografías eróticas que luego vendía clandestinamente. Sin embargo, como era un simple aficionado, a menudo lo perseguían los comerciantes y las mafias locales. Lo dejó cuando las cosas empezaron a ponerse peligrosas de verdad, pero como aquel trabajo encajaba muy bien con su personalidad, tomó a Sumiko como modelo y empezó a vender fotografías a sus conocidos, casi a precio de coste.
—La chica que sale en estas fotos es Sumiko Kasuya —dijo Masayo, señalando el sobre del estante con la barbilla—. Yo tengo una copia de una de ellas.
—¿De cuál? —le preguntó el señor Nakano.
—La de los traseros —repuso ella.
Estuvimos un rato sorbiendo los fideos en silencio. Takeo, que fue el primero en terminar de comer, llevó su cuenco al fregadero. Luego se levantó el señor Nakano. Imitando a Masayo, aparté la tempura que flotaba en el caldo y me la comí aparte.
—Me gusta la foto de los traseros —observé, y Masayo se echó a reír.
—Me salió carísima. Como Sumiko no tenía dinero, pagué 10 000 yenes por ella.
—Yo no daría ni 1000 yenes por las diez —dijo tranquilamente el señor Nakano, que acababa de volver después de haber dejado su cuenco en el fregadero, y Takeo asintió con aire solemne.
Cuando el señor Nakano y Takeo fueron al garaje a examinar la camioneta, Masayo y yo nos pusimos a fregar los cuencos.
—¿Qué fue de Sumiko a partir de entonces? —le pregunté mientras dejaba correr el agua.
—Murió —me respondió Masayo—. Tadokoro flirteaba constantemente con otras mujeres y, además, su único hijo perdió la vida en un accidente a los dieciocho años. Dicen que se volvió neurótica. Tadokoro no es un mal hombre, pero nunca debes permitir que los hombres como él te engañen, Hitomi.
Masayo fregaba enérgicamente los cuencos con el estropajo.
—Sí —repuse. No tenía miedo, pero un escalofrío me recorrió la espalda al recordar la asfixiante aura que acompañaba a Tadokoro. Era uno de esos escalofríos que sientes cuando coges la gripe.
Más tarde, cuando Takeo y yo salimos juntos de la tienda, le comenté que Sumiko Kasuya había muerto, y él se frotó las manos y dijo: «Vaya».
Tadokoro estuvo una temporada sin venir. Dos días después de que volviera a nevar, apareció de improviso y dijo:
—Al final he decidido no vender las fotografías.
Cuando le devolví los dos cartones que protegían las diez fotografías, él me acercó la cara y me preguntó:
—¿Y el sobre?
—Enseguida le compro uno nuevo —intervino Takeo, que acababa de llegar de una recogida y entraba en la tienda en ese preciso instante.
Tadokoro se volvió hacia él.
—Si vas a comprar uno, es un sobre cuadrado del número dos —dijo Tadokoro sin alterarse lo más mínimo, y Takeo salió corriendo.
—¿Has aprendido algo de las fotografías? —me preguntó Tadokoro, acercándome la cara de nuevo en cuanto Takeo hubo desaparecido de nuestra vista.
—He aprendido que usted antes era profesor.
Creí que se sorprendería, pero no se inmutó. Se limitó a acercarse un poco más.
—Eran otros tiempos —dijo. Estaba tan cerca que podía notar su aliento. La nieve que aún no se había derretido brillaba bajo el sol.
—Un sobre cuadrado del número dos —anunció Takeo, que acababa de volver.
Tadokoro se apartó de mí sin inmutarse, sacó despacio el sobre del envoltorio de celofán y metió cuidadosamente los cartones en su interior.
—Hasta luego —dijo, y salió de la tienda.
Justo después entró el señor Nakano.
—Pues eso, Takeo. La oferta que has hecho hoy era demasiado alta —dijo.
Takeo y yo guardamos silencio con la vista fija en su bigote.
—¿Qué os pasa? —nos preguntó él, atónito.
Permanecimos un rato sin hablar, hasta que Takeo dijo:
—No sabía que esos sobres eran del número dos.
—¿De qué estás hablando? —dijo el señor Nakano, pero Takeo no le respondió. Yo también me quedé callada, observando el bigote del señor Nakano.