LAS MANZANAS

Se ha ido —dijo Masayo.

Takeo estaba transportando paquetes, el señor Nakano entraba y salía continuamente de la trastienda y yo estaba sacando las monedas de la caja registradora. Por eso al principio no entendí las palabras de Masayo.

Cuando el cliente que había en la tienda se fue, Takeo —con el que últimamente ya no hablaba por teléfono pero, en cambio, charlaba con total naturalidad en la tienda— salió a toda prisa, como de costumbre, y el señor Nakano se dejó caer en una silla mientras se secaba el sudor de la frente con la toalla que llevaba colgando del cuello. Entonces fue cuando Masayo susurró por segunda vez:

—Maruyama se ha ido.

—¿Qué? —exclamé levantando la cabeza.

—¿Cómo? —dijo el señor Nakano al unísono, con una voz inusitadamente animada. Masayo bajó la mirada, avergonzada—. ¿Es por el dinero? —preguntó el señor Nakano inmediatamente después, y empezó a soltar una larga retahíla de preguntas sin apenas darle tiempo a responder: quería saber cuándo se había ido, por qué motivo y qué significaba exactamente que se había ido.

—No tiene nada que ver con el dinero —respondió ella, frunciendo por un instante sus bonitas cejas. Sin embargo, al poco rato volvió a bajar la mirada con cara de cansancio.

No parecía la Masayo de siempre. Su vitalidad habitual la había abandonado. El señor Nakano tenía la boca entreabierta. Masayo se sentó en una silla, cabizbaja. Su hermano hizo ademán de decir algo, pero pareció cambiar de idea. Se quitó el gorro de lana de la cabeza y se lo encasquetó de nuevo.

Durante unos instantes, ninguno de los tres se movió. Al cabo de un rato, incapaz de soportar la tensión, me levanté tímidamente y me deslicé hacia la trastienda caminando de perfil. Era imposible avanzar de frente porque Takeo había dejado los paquetes de la última recogida amontonados en el suelo.

—¿Adónde vas, Hitomi? —me preguntó Masayo, con un deje de inseguridad en la voz que jamás le había oído.

—Tengo que ir al baño —repuse, y ella suspiró.

—Yo también tengo que irme —dijo el señor Nakano rápidamente, como si no le correspondiera intervenir en la conversación. Abrió la puerta con un chirrido y desapareció con la misma discreción que yo.

La puerta principal, que había estado abierta hasta principios de otoño, permanecía cerrada desde bien entrado el mes de noviembre. Como ya nos habíamos acostumbrado a verla abierta, la tienda tenía un aspecto triste. «Siempre cerramos la puerta en invierno y la abrimos en primavera, pero este año me da más pena verla cerrada», había dicho Masayo pocos días antes.

Me parecieron unas palabras demasiado melancólicas teniendo en cuenta el carácter jovial de Masayo, pero en ese momento no le di importancia.

Para indicar que la tienda seguía abierta aunque la puerta estuviera cerrada, el señor Nakano había colgado un cartón en la entrada con la palabra «Abierto».

—¿Por qué te empeñas en rebajar la categoría de tu negocio? —le había preguntado Sakiko la semana anterior al ver el cartón, un día en que se había acercado a la tienda aprovechando que estaba en el barrio haciendo recados. Últimamente Sakiko aparecía en la tienda de vez en cuando. Sin embargo, eso no me permitía saber en qué punto estaba su relación con el señor Nakano—. ¿No crees? —le preguntó a Masayo, que se limitó a darle una respuesta ambigua. Entonces aún no me había dado cuenta de que no parecía la misma de siempre.

Al principio la palabra «Abierto» sólo figuraba en un lado del cartón. El señor Nakano había escrito los caracteres con un grueso rotulador verde y los había enmarcado con una pulcra línea negra. «¿Qué os parece? Es bastante artístico, ¿no?», había dicho alegremente, mientras perforaba el cartón e introducía un cordel a través del agujero.

Encolerizado ante las críticas de Sakiko, arrancó de un manotazo el cartón que colgaba en la entrada y lo dejó en el mostrador. Pensé que había desistido, pero entró precipitadamente en la trastienda con cara de ofendido y volvió a salir con una caja que contenía seis gruesos rotuladores de distintos colores. A continuación le dio la vuelta al cartón y escribió en amarillo la palabra «Abierto» en una caligrafía mucho más irregular que en la versión anterior. Luego destapó el rotulador rojo, dibujó un marco torcido alrededor de los caracteres y, cuando terminó, volvió a colgarlo sin perder ni un minuto.

Sakiko había presenciado la escena con cara de perplejidad. Cuando el señor Nakano la miró con los labios apretados y le preguntó: «¿Qué tal ahora?», no pudo evitar echarse a reír.

—Esto es demasiado para mí —dijo cuando se dispuso a irse, después de haberse tomado una taza de té. El señor Nakano puso las manos en jarras con aire triunfal y la siguió con la mirada mientras se alejaba. Cuando pasó junto al escaparate, Sakiko dio un golpecito con el dedo al cartón, que se balanceó dos o tres veces antes de recuperar la estabilidad.

—Por lo menos vale 500 000 yenes —dijo el hombre.

Había venido a primera hora de la tarde, cuando Masayo aún estaba comiendo. Normalmente, si no se traía la comida de su casa, preparaba fideos o arroz frito en la trastienda, pero aquella semana, desde que nos había anunciado la partida de Maruyama, había salido a comer fuera todos los días. «¿Dónde come últimamente?», le había preguntado el día anterior por pura curiosidad. «No lo sé. No me acuerdo», repuso ella débilmente, con el ceño fruncido, y no quiso darme más explicaciones. Sin saber qué añadir ni cómo continuar, cogí precipitadamente un paño y me puse a limpiar la caja registradora.

500 000 yenes —repitió mecánicamente el señor Nakano, y cogió bruscamente el mechero de latón que el hombre había sacado de su cartera con gran delicadeza.

—¡Oiga! —exclamó el cliente—. Trátelo con más cuidado.

—Perdón —se excusó el señor Nakano, levantando una mano en señal de disculpa. No se trataba de un mechero de bolsillo, sino de un mechero cilíndrico de sobremesa, bajo y ancho—. La boca tiene forma de pistola, ¿verdad? —observó mi jefe, examinándolo con atención.

—Celebro que se haya dado cuenta —repuso el hombre, orgulloso.

Una especie de barra alargada sobresalía del cuerpo cilíndrico del mechero, como si fuera el cañón de una pistola de juguete. El señor Nakano quiso dárselas de experto comentando una característica evidente que incluso yo había observado a primera vista, y el hombre que tenía enfrente había replicado con idéntica vanidad.

Un tío suyo que era embajador había sido destinado a Texas una temporada y había recibido el mechero como regalo de un importante terrateniente.

—Es de la época de la colonización —nos explicó el hombre.

—¿Y cómo sabe que cuesta 500 000 yenes? —le preguntó el señor Nakano, sin pelos en la lengua.

—Hice que lo tasaran —aclaró el cliente, sacando pecho.

—¿Dónde?

—¿Sabe ese programa de tasaciones que dan en la tele?

—¿Participó en él?

—Yo no, pero tengo un conocido que es amigo íntimo del anticuario que sale en el programa.

—Ya —repuso el señor Nakano.

Hablando con el cliente, acabamos descubriendo que no se trataba de una tasación oficial, puesto que la había hecho un amigo suyo aficionado a las antigüedades que frecuentaba los círculos de anticuarios. Por si fuera poco, ni siquiera se trataba de un amigo directo, sino del «amigo de un conocido de un pariente».

—El caso es que necesito dinero —dijo el hombre, sin echarse atrás.

—No creo que pueda pagárselo al contado —dijo el señor Nakano.

—No quiero que me lo compre —se apresuró a aclarar el cliente.

Su aparente seguridad en sí mismo tenía algunas fisuras a través de las cuales se derramaba cierto nerviosismo cada vez que hablaba.

—El pariente de un conocido me dijo que ustedes tenían una página de subastas online —dijo el hombre, hablando aún más deprisa.

—El pariente de un conocido —repitió el señor Nakano, con una expresión solemne. Me hizo gracia que aquel hombre tuviera una red de contactos indirectos tan extensa, pero traté de contener la risa.

Si bien era cierto que la Prendería Nakano vendía a través de Internet, el administrador de la página web no era el señor Nakano, sino el señor Tokizo, alias don Grulla. Él era quien colgaba las ofertas y vendía los objetos. Sin embargo, el señor Nakano prefirió omitir ese detalle.

—Así que quiere que subastemos el mechero a través de Internet —resumió.

—Exacto —asintió el hombre con la mirada inquieta.

—Comprendo —dijo gravemente el señor Nakano.

—Entonces, ¿me dejaría subastarlo a través de su página web o no? —se impacientó el cliente, inclinándose hacia delante.

Pensé que la persona adecuada para tratar con aquella clase de clientes era Masayo, aunque en su estado actual quizá no habría sido capaz. Esa reflexión me entristeció un poco. No estaba triste por Masayo; era una especie de tristeza vaga e infundada que se apoderó de todo mi cuerpo.

Mientras el señor Nakano negociaba a regañadientes con aquel hombre, el viejo climatizador escupía aire caliente zumbando sin parar.

—¿Está en venta? —preguntó Takeo, examinando el mechero que había recibido como obsequio el embajador en Texas, el tío de nuestro cliente. Finalmente, el señor Nakano había aceptado subastarlo a través de la página web de la tienda, aunque dudaba que alguien lo comprara por 500 000 yenes.

—¿Te interesa? —le preguntó a Takeo.

Takeo reflexionó con una seriedad poco habitual en él. Me sorprendí mirándolo de reojo y me irrité conmigo misma, de modo que desvié la mirada enseguida. Como no encontré nada más con que desahogar mi irritación, me cogí la falda del vestido y la alisé con ambas manos. Era el vestido que el señor Nakano me había vendido aquel día de lluvia por 300 yenes. Según la etiqueta, el tejido era cien por cien indiana, pero debía de ser de mala calidad, puesto que había encogido unas cuantas tallas en la lavadora. A partir de entonces, sólo me lo ponía en la tienda de vez en cuando como bata de trabajo, encima de los vaqueros.

—¿Puedo comprarlo? —preguntó Takeo.

—Ahora que lo pienso, nunca has comprado nada de la tienda —dijo el señor Nakano, abriendo los ojos de par en par—. En cambio Hitomi sí que suele aprovechar los descuentos especiales para empleados.

Los «descuentos especiales para empleados» no eran más que una pequeña rebaja que el señor Nakano aplicaba cuando estaba de buen humor, pero no había ningún porcentaje estipulado. Yo solía comprarme cosas para la casa y artículos de uso diario, como el taburete amarillo, el vestido y, por encima de todo, cestos. Tenía varios cestos grandes y pequeños, rústicos y delicados, donde iba embutiendo toda clase de cosas sin ton ni son. Así conseguía mantener cierto orden en mi piso.

—El cliente dice que vale 500 000 yenes —le explicó el señor Nakano a Takeo, sonriendo.

—Ah —repuso Takeo sin inmutarse.

Como no añadió nada más, el señor Nakano también guardó silencio y me dirigió una mirada que significaba: «Creo que he metido la pata». Takeo no se dio cuenta de nada.

«Odio a Takeo —pensé—. Siempre igual: él nunca se da cuenta de las necesidades de los demás, pero les exige que sean considerados con él».

—No tengo 500 000 yenes —repuso al cabo de un rato, con un ligero rubor.

El señor Nakano agitó la mano de inmediato, dando a entender que no tenía importancia.

—Vamos a subastarlo, así que tú también podrás pujar. —Takeo lo miró con cara de perplejidad—. ¿No sabes utilizar Internet? —le preguntó el señor Nakano, agitando la mano de nuevo.

—Sí —repuso Takeo brevemente.

—Pues te explicaré los truquillos de las subastas. Haz tu oferta, y si eres el mejor postor no tendrás que pagar los gastos de envío —dijo el señor Nakano, manoseando nerviosamente su gorro de lana igual que yo había alisado la falda de mi vestido un poco antes.

«¡Odio tanto a Takeo! —pensé por segunda vez, con renovadas energías—. ¿Por qué me atormento tanto por este desgraciado?». Estaba muy enfadada conmigo misma. Olvidaría por completo a Takeo, me enamoraría de otros hombres y mi relación con él se convertiría en un bonito recuerdo; compraría hortalizas, algas y legumbres y me dedicaría a vivir una vida sana llena de luz y vitalidad.

Al pensar eso, una oleada de tristeza me invadió de nuevo, pero no tenía nada que ver con Takeo. Nada.

—Por cierto, ¿cómo está Masayo?

Llevaba tres días sin verla. Cuando se fue el cliente que había traído el mechero, estuvimos esperándola en vano.

—Conozco a mi hermana desde hace mucho tiempo. Tiene la costumbre de desaparecer sin previo aviso y, de repente, vuelve como si nada hubiera pasado —susurró el señor Nakano mientras cerraba la tienda, como si intentara convencerse a sí mismo.

Cuando dijo «mi hermana», sonó un poco distinto a las veces anteriores. El señor Nakano no parecía el madurito desvergonzado que era, sino un jovenzuelo con aire inocente.

—¿Quiere que vaya a visitarla? —le pregunté a mi jefe, que seguía manoseando el gorro. Me obligué a mí misma a hacer todo lo posible para ignorar a Takeo.

—Pues no es mala idea —repuso él, preocupado. Takeo hizo un pequeño gesto. No tenía la menor idea de qué le pasaría por la cabeza en ese momento, aunque tiempo atrás hubiera tenido la vaga ilusión de empezar a conocerlo.

—Iré a verla de camino a casa —dije.

El señor Nakano juntó las manos en señal de agradecimiento y sacó un billete de 5000 yenes de la caja.

—Compra unos pastelitos —dijo, dándome el dinero.

El billete estaba arrugado. Takeo seguía inmóvil.

Masayo estaba más animada de lo que imaginaba.

—Me alegro de verte —me dijo, mientras me invitaba a entrar en su casa. Le di la caja que contenía las tartaletas de la pastelería Poesie y ella la abrió enseguida—. Es evidente que te gusta el hojaldre, Hitomi —rio.

—¿El hojaldre?

Ella enarcó las cejas.

—¿No te acuerdas de cuando Haruo te pidió que vinieras a verme para que te contara lo de Maruyama? —dijo, mientras cogía la tartaleta de limón y la dejaba en un planto delante de ella—. Coge lo que quieras.

Hice memoria y recordé que la última vez que había ido a su casa también había aparecido con una caja de Poesie. Habría pasado aproximadamente un año.

—Cómo pasa el tiempo —observó ella, como si me hubiera leído el pensamiento.

—¿Qué? —exclamé, sorprendida.

—A ti te gustaba la tartaleta de cerezas.

—¿Qué? —exclamé de nuevo.

—La última vez cogiste la de cereza.

—¿De… de veras? —tartamudeé, y ella asintió, absolutamente convencida.

Estuvimos un rato comiendo sin hablar. «¿Cuánto dinero me dio el señor Nakano la última vez? —pensé, mientras pinchaba los pastelitos con el tenedor—. Creo que fueron 5000 yenes. ¿O quizá 3000?». Al final no conseguí acordarme de la cifra exacta.

—¿Crees que el deseo es importante, Hitomi? —me preguntó Masayo de repente.

—¿Cómo?

—El amor sin deseo no tiene gracia, ¿verdad? —Sin saber qué responderle, mordí en silencio el hojaldre de la tarta y lo engullí—. A tu edad todavía debes de tener la libido por las nubes. ¡Qué envidia me das! —comentó con la mirada perdida, mientras pinchaba con el tenedor el esponjoso merengue de la tarta de limón—. Por cierto —prosiguió, cambiando de tema como si nada—, ¿no te parece que las tartas de Poesie han perdido un poco últimamente?

—No lo sé, no suelo comer muchas —repuse educadamente.

—Claro —dijo ella. Luego cortó la tarta de limón en grandes porciones y se llevó una a la boca—. ¡Caramba! Hoy están bastante ricas. A lo mejor las encuentro más ricas porque estoy en buena forma. Hacerse viejo es un desastre —siguió hablando Masayo, en un tono extrañamente animado.

«El deseo», pensé para mis adentros. Con la voz de Masayo, la palabra tenía un timbre sorprendentemente alegre. «En realidad, la tarta de cereza no me gusta tanto», pensé. Sin embargo, atraída por la gelatina roja y viscosa, cogí una porción casi sin querer. El aroma a mantequilla del hojaldre se expandió en mi boca. Masayo masticaba la tarta de limón moviendo la mandíbula.

Entonces empezó a explicarme la historia de Maruyama.

—Cogeré un último pedacito —dijo cuando terminó la tarta de limón, y engulló rápidamente una porción de hojaldre—. Maruyama ha desaparecido —dijo entonces.

—Y… ya veo —repuse tímidamente, deseando que aquella visita no se convirtiera en un consultorio sentimental. Me sentía capaz de pedir consejo, pero no de darlo.

—Hubo algunos indicios.

Aproximadamente un mes antes de que se fuera, y de eso ya hacía dos semanas, Maruyama sufrió un cambio de actitud. Estaba nervioso, ausente y llegaba tarde a las citas. Al mismo tiempo, parecía alegre y alborozado.

—¿No crees que es la clásica actitud del hombre que piensa en otra mujer? —me preguntó Masayo, mirándome fijamente.

—S… sí —respondí de nuevo con timidez, puesto que no tenía ni idea de cómo se comportaba un hombre cuando pensaba en otra mujer.

—Hasta que se fue. Fin de la historia —concluyó brevemente.

—¿Eso es todo?

—Desapareció sin dejar rastro —me explicó, en el tono fastidioso de un niño que no deja de pedirle chucherías a su madre.

Sin saber qué decir, cogí un trozo de tarta de manzana y lo deposité en mi plato. Las tartas de manzana de Poesie eran muy ácidas. «Deben de utilizar manzanas Jonathan —solía decir Masayo—. Haruo no come, las cosas ácidas no le gustan. Tiene el paladar de una criatura».

Comí la tarta de manzana sin decir nada. Masayo cogió una de las dos últimas lionesas que quedaban y se la puso en el plato, pero enseguida la devolvió a la caja.

—Me gustan más las lionesas de crema que las de nata —comentó en voz baja.

—¿El señor Maruyama no ha vuelto a su piso? —le pregunté con cautela en cuanto terminé de comer la tartaleta de manzana. Maruyama no vivía con Masayo, sino en un piso de alquiler. Por fin me había tranquilizado un poco y se me ocurrió que, aunque hubiera desaparecido de la vida de Masayo, a lo mejor habría vuelto a su piso.

—Qué va. Tampoco está en su piso.

Estuve a punto de preguntarle si iba a comprobarlo todos los días, pero cambié de opinión rápidamente.

—¿No la ha llamado por teléfono?

—Por su forma de desaparecer, no creo que tenga la intención de llamarme.

—¿No le dejó ninguna nota?

—Nada de nada. Se esfumó de la noche a la mañana.

—De la noche a la mañana —repetí estúpidamente—. ¿Tuvieron alguna discusión? —pregunté con timidez.

—No.

—¿Murió algún familiar suyo?

—Me lo habría dicho.

—¿Y si lo hubieran secuestrado?

—¿Quién querría secuestrar a un hombre más pobre que una rata?

—Podría haber perdido la memoria.

—Siempre lleva encima su cartilla de pensionista.

Masayo mantenía un tono de voz tranquilo y sereno, como si estuviéramos discutiendo sobre los problemas de otra persona.

—Puede que vuelva un día de estos. A veces, a las personas les apetece emprender un viaje a solas.

Sin darme cuenta, me encontré dándole consejos propios de un auténtico consultorio sentimental, mientras ella asentía de vez en cuando. Cuando llegó la hora de irme, me levanté del cojín y lo dejé encima del tatami. Mientras me despedía, una idea que Masayo había dicho tiempo atrás atravesó mi mente como un rayo.

Había estirado la pata.

«Cuando alguien deja de llamarme, lo primero que pienso es que ha estirado la pata», me había confesado aquel día en que yo estaba desesperada porque Takeo no me cogía el teléfono.

Solté una pequeña exclamación y me quedé callada. Ella me dirigió una mirada interrogante. Me dejé caer de nuevo en el cojín del que acababa de levantarme. La mesita baja tembló en cuanto me senté. El papel de plata extendido bajo la tarta de manzana crujió levemente.

—¿Has participado en la subasta? —le preguntó el señor Nakano a Takeo.

—Todavía no, pero ya lo haré.

—Caramba, ¡así que vas a pujar! —dijo el señor Nakano, con los ojos abiertos de par en par—. ¿Tan bueno es ese mechero? —le preguntó, a pesar de que era él mismo quien lo había puesto a la venta.

—No es que sea bueno, es que va conmigo —le respondió Takeo.

—¿Va contigo? —repitió el señor Nakano, con los ojos aún más abiertos.

Takeo, el señor Nakano y yo estábamos en la trastienda. Masayo no estaba. Desde que había ido a visitarla, volvía a venir con frecuencia, pero sólo se quedaba una horita por la mañana o por la tarde y se iba enseguida.

—¿Hacemos un intercambio de información? —había dicho el señor Nakano un rato antes, mientras bajaba la persiana.

—Yo no tengo nada útil —objeté.

El señor Nakano señaló a Takeo con la barbilla.

—A él también le pedí que hiciera algunas indagaciones —repuso—. Ha ido al apartamento de Maruyama.

El señor Nakano encargó por teléfono tres raciones de cerdo rebozado con arroz y nos sentamos en torno al pequeño brasero que un cliente nos había vendido dos días antes, alegando que se había comprado uno nuevo. Aunque parezca mentira, la compraventa de estufas de gas y de braseros de segunda mano era constante.

En el buzón del señor Maruyama no había periódicos retrasados ni correspondencia acumulada. El contador de electricidad funcionaba. Las cortinas estaban siempre cerradas, a cualquier hora del día. Nada más.

Después del breve informe de Takeo, yo también resumí la información que tenía. Masayo llevaba un poco más de dos semanas sin noticias de Maruyama. No le había dejado ninguna nota antes de irse. El motivo de su desaparición era un misterio —decidí no contarles que, según ella, Maruyama se había fijado en otra mujer—.

Hacía mucho tiempo que no nos reuníamos los tres. Quizá desde antes del verano, cuando aún salíamos a comer juntos de vez en cuando. En esas ocasiones, el señor Nakano se limitaba a cerrar la puerta con llave, sin colgar ningún cartel para avisar a la clientela de que habíamos salido. Por entonces las cuentas eran inestables y nuestro sueldo variaba según las ventas del mes. Últimamente la Prendería Nakano había empezado a tener la apariencia de un negocio de verdad.

—Pues yo he ido a la policía —murmuró el señor Nakano.

—¿A la policía? —repitió Takeo, nervioso.

—A ver si había aparecido su cuerpo.

—¿Y qué le han dicho? —gritó Takeo.

—No han encontrado nada —repuso el señor Nakano. Los tres suspiramos al mismo tiempo, aliviados—. De todos modos mi hermana parece haber recobrado el ánimo —observó en voz baja.

—Es verdad —reconoció Takeo, hablando también entre dientes—. El otro día me llamó «Take» como solía hacer antes.

Entonces recordé algo que Masayo me había dicho cuando fui a visitarla, mientras pinchaba con el tenedor las migas del hojaldre que se habían quedado pegadas en el papel de plata. «Yo creía que estaba saliendo con Maruyama por puro deseo —me dijo—. ¿Sabes, Hitomi? Las mujeres y los hombres tenemos necesidades, y creo que nos enamoramos de los demás para satisfacer nuestro deseo sexual. Algunos lo llaman amor o sentimientos pero, aunque traten de embellecerlo con un bonito envoltorio, yo siempre he pensado que, a fin de cuentas, es el deseo puro y duro lo que nos empuja a enamorarnos». «Ya», respondí. «Sin embargo —prosiguió ella—, ahora pienso que quizá no estuviera con él sólo por el sexo». En ese momento Masayo levantó las cejas y me miró. «Comprendo», le respondí formalmente, como si estuviera en una entrevista individual con mi tutor de primaria. «Lo digo porque, desde que Maruyama desapareció, no puedo evitar sentirme triste», resopló. «¿Qué tiene que ver la tristeza con el deseo?». «Por las experiencias que he tenido hasta ahora, cuando te deja un hombre con el que estabas por el sexo no te sientes triste, sino irritada». «¿Irritada?», repetí en un susurro. «Al principio sí. La tristeza llega pasado un tiempo». «¿Por ese orden?». «Sí, por ese orden —prosiguió ella—. Ahora, en cambio, sólo siento tristeza —dijo con una cándida expresión—. Nunca me había pasado».

Si no se trataba de puro deseo sexual, ¿cuál había sido el origen de la relación entre Masayo y Maruyama?, pensaba para mis adentros mientras volvía de su casa andando.

Alguien llamó a la persiana. El señor Nakano se asomó a la puerta trasera y le hizo una seña al repartidor para que entrara por detrás.

—El cerdo rebozado de los restaurantes de fideos está mucho más rico que el de los restaurantes de carne. Curioso, ¿verdad? —observó el señor Nakano, mientras engullía ávidamente su comida. Takeo y yo comíamos cabizbajos y sin hablar.

La subasta terminaba al día siguiente a las ocho de la tarde. Takeo fue a su casa y volvió con un viejo ordenador portátil. Se conectó a la red de la tienda y empezó a pujar siguiendo las instrucciones del señor Nakano.

—El mechero ha alcanzado los 1100 yenes —rio el señor Nakano, con la vista fija en la pantalla que apareció en cuanto Takeo se conectó a la red. En la página de subastas online que administraba el señor Tokizo, el precio de salida mínimo para todos los artículos era de 1000 yenes. Los participantes en las subastas tenían una idea bastante precisa acerca del valor de los artículos, de modo que casi nunca ofrecían demasiado dinero ni demasiado poco.

—Estos 100 yenes parecen una broma —comentó el señor Nakano, deslizando el ratón del ordenador. La ceniza se desprendió del cigarrillo que se estaba fumando y se dispersó por encima del teclado—. Perdón —se disculpó, sacudiendo bruscamente el teclado. Takeo contuvo un respingo—. Además, sólo hay dos participantes.

Sólo faltaban cinco minutos para las ocho y nadie había hecho una tercera oferta.

—Si hubiera mucha competencia tendrías que pujar hasta el último minuto, pero hoy no creo que sea necesario —dijo el señor Nakano, aporreando el teclado—. Fíjate en esto.

Se apartó a un lado y Takeo miró la pantalla por encima de su hombro.

—1400 yenes —susurró—. Saldría más a cuenta retirarlo de la venta.

—Ya, pero el cliente insistió en subastarlo —dijo el señor Nakano tajantemente, y volvió a coger el ratón.

De repente, soltó una exclamación y me asomé por encima de su hombro para mirar la pantalla. El precio del mechero había alcanzado los 1700 yenes. La persona que competía con Takeo había hecho una nueva oferta. El señor Nakano volvió a aporrear el teclado.

—¿Quiere que lo haga yo? —le preguntó Takeo, detrás de él.

—No hace falta —le respondió sin volverse.

Una nueva cifra apareció en la pantalla: 2000 yenes. Pronto subió hasta los 2500, y el señor Nakano ofreció 3000 yenes.

Yo observaba la pantalla al lado de Takeo. Hacía muchas semanas que no estábamos tan cerca el uno del otro. Noté el olor a jabón que desprendía su cuerpo, el mismo que cuando venía a mi piso.

El reloj de pared que había en la tienda sonó.

—Espero que esto no se alargue demasiado —susurró el señor Nakano. Estuvo un rato esperando inmóvil frente a la pantalla, pero al final se levantó—. ¿Quieres probarlo tú, Takeo? —le ofreció.

—Vale —respondió Takeo, y se dejó caer en la silla. Al estar de pie detrás de él, noté el olor a champú de su pelo.

Takeo observaba la pantalla con atención, sin tocar el teclado. Eché un vistazo al reloj que aparecía en la parte superior y comprobé que pasaban tres minutos de las ocho. Me aparté sin hacer ruido.

—Adjudicado —dijo tranquilamente Takeo al cabo de unos diez minutos—. Por 4100 yenes.

—¡Y decía que costaba 500 000! —se burló el señor Nakano.

Takeo sacó de su bolsillo un arrugado billete de 5000 yenes. Revolvió el otro bolsillo en busca de una moneda de 100 y le entregó el dinero al señor Nakano.

—Quédese el cambio y dígale al cliente que lo ha vendido por 5100 yenes —propuso, tras una breve reflexión.

—¡Qué generoso! —rio el señor Nakano, y envolvió el mechero en papel de periódico. Takeo lo cogió y lo metió, junto con el portátil, en su gran mochila, pero enseguida lo sacó, lo desenvolvió y lo dejó en el estante de la trastienda.

—¿Puedo dejarlo aquí? —preguntó. El señor Nakano asintió, extrañado.

—¿Por qué no te lo llevas?

Takeo hizo una breve pausa.

—Porque en casa no fumo, y si lo dejo aquí podremos utilizarlo todos —respondió al fin.

Maruyama regresó.

Le explicó a Masayo que había sentido un repentino deseo de viajar solo, tal y como yo había sugerido para salir del paso.

—Yo creo que es mentira —opinó ella.

Estábamos solas en la trastienda comiendo sopa de fideos, la especialidad de Masayo, que se sorbía los mocos mientras cogía los fideos con los palillos.

—Con el frío, la sopa me hace gotear la nariz más de lo habitual —se justificó tranquilamente.

—¿Entonces no es más que una excusa?

—Por supuesto que sí. Estoy segura de que huyó —dijo.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque le quiero —respondió ella, sin perder la serenidad.

—Le quiere —repetí en un susurro.

—¿Te parece mal?

—N… no —me apresuré a asegurarle mientras sorbía precipitadamente los fideos. Estaban tan calientes que me atraganté.

Oí el motor de la camioneta. Pensé que Takeo estaría a punto de salir. Eché un rápido vistazo al mechero de latón que reposaba encima del estante. El cliente había protestado porque lo habíamos vendido por sólo 5100 yenes. «Ya sé que son cosas que pasan, pero…», dijo, dirigiéndole una mirada fulminante al señor Nakano. «Es que en la parte de abajo había una inscripción que decía made in China», replicó este tranquilamente después de haber aguantado sus quejas. El cliente empalideció por un instante y no dijo nada más.

—Ahora le tengo miedo al amor —dijo Masayo con su voz cantarina.

—¿Sólo ahora le tiene miedo? —repuse.

—Bien dicho, Hitomi —rio ella—. Eres demasiado joven para entender cómo se estancan las relaciones cuando el deseo se ha desvanecido casi por completo —me dijo, sorbiendo los fideos. Yo también sorbía.

Cuando terminamos de comer, me bebí un vaso de agua junto al fregadero. Masayo, que se había levantado con los cuencos sucios, me dio una manzana. Le di un mordisco. Era muy ácida.

—Es una Jonathan —me explicó ella, mordiendo la suya.

En el fondo, era perfectamente consciente de que Takeo era muy considerado con los demás.

Nunca sería capaz de odiarlo.

Sumida en estos pensamientos, iba mordiendo la manzana. Su acidez se expandía en mi boca. Masayo y yo devoramos las crujientes manzanas hasta dejar sólo el corazón.