EL AUTOBÚS
—Billetes para dos personas —dijo el señor Nakano, mientras sacaba dos billetes de avión de un sobre que había recibido por correo certificado. Uno de los laterales del sobre estaba rasgado.
A pesar de que era el dueño de una tienda de objetos de segunda mano y su profesión requería cierta delicadeza, era bastante brusco.
—El suegro de Tamotsu Konishi ha muerto —prosiguió.
—Ah —dijo Takeo, con su indiferencia habitual.
—Ah —repuse yo al mismo tiempo. Era la primera vez que oía aquel nombre.
—Tamotsu siempre se ha comportado como un caballero. ¡Me ha regalado dos billetes de avión! —nos explicó el señor Nakano, que no salía de su asombro—. Quiere que vaya a visitarlo a Hokkaido este fin de semana. Digamos que es un viaje de negocios. Para recoger material y, lo que es más importante, para tasarlo —prosiguió el señor Nakano, cogiendo uno de los cuatro billetes de ida y vuelta y agitándolo entre sus dedos con los ojos abiertos de par en par. Primero miró a Takeo, y luego desvió la mirada hacia mí.
—¿También sabe tasar antigüedades, señor Nakano? —le pregunté, y él meneó ligeramente la cabeza.
—La verdad es que no es mi especialidad. ¿Por qué me habrá pedido que lo haga? —refunfuñó, mientras escupía en un pañuelo de papel—. Me estoy fastidiando los pulmones, hay que ver. —«Hay que ver» era su último tic lingüístico—. Manteneos alejados del tabaco, jovencitos. Yo puedo dejarlo cuando quiera, pero soy libre de no hacerlo y quiero respetar mis libertades. A mi edad, ya se sabe.
Haciendo caso omiso del sermón del señor Nakano, Takeo cogió la llave de la camioneta y se dirigió directamente al garaje. Al quedarme a solas con mi jefe, me sentí obligada a preguntarle quién era Tamotsu.
—Un amigo del instituto.
—Ah —respondí por segunda vez, pero mi imaginación no concebía que el señor Nakano hubiera sido estudiante de instituto. No podía imaginármelo con la típica chaqueta de cuello levantado del uniforme escolar, caminando por la calle con ese amigo suyo, comiéndose un bocadillo a grandes bocados y con el blanco de los ojos limpio, y no turbio como entonces.
—Cuando éramos jóvenes, a Tamotsu nunca le faltaban las mujeres —dijo el señor Nakano, haciendo una ligera inspiración. Acto seguido, volvió a escupir en el pañuelo de papel—. Cuando se cansó de ligotear, se casó con una chica de buena familia y se estableció en Hokkaido, donde vivían los padres de ella.
—Ah —repuse por tercera vez.
—Además, su mujer no está nada mal.
En vez de asentir de nuevo, fijé la vista al frente. El señor Nakano parecía dispuesto a seguir hablando, pero se levantó en cuanto me puse a hojear la agenda de la tienda y se dirigió a la trastienda mientras gritaba:
—¡Takeo! ¡Tenemos una recogida!
El señor Nakano y Takeo tenían que ir a casa de un conocido de Masayo. Ella les había asegurado que, al tratarse de una casa antigua, encontrarían cosas interesantes. Sin embargo, mientras hacía los preparativos sin demasiado entusiasmo, el señor Nakano refunfuñaba: «En las casas de los grandes propietarios, nunca sabes la suerte que vas a tener».
Cuando la camioneta se alejó zumbando, exhalé un profundo suspiro. Aquella noche había quedado con Takeo. Fui yo quien lo invitó a salir.
—Hacía mucho tiempo que no tenía una cita —dijo Takeo, sentándose. Fue él quien me propuso quedar en aquella cafetería que parecía que llevara abierta más de treinta años.
—¿De quién es ese cuadro que hay en la pared? —pregunté.
—De Seiji Togo.
—Qué nostalgia transmiten sus cuadros, ¿verdad?
—No los conozco.
—¡Pero si acabas de decirme el nombre del pintor!
—Ha sido pura chiripa, lo siento.
—No hace falta que te disculpes, que no estamos en el trabajo.
—Es la costumbre, lo siento.
—¡Lo has hecho otra vez!
—Perdón.
Cuando había regresado a la tienda al atardecer, la camiseta de Takeo estaba empapada en sudor, pero cuando se sentó delante de mí noté un ligero olor a jabón.
—¿Tu ex novia no ha vuelto a llamarte?
—No, no he vuelto a tener noticias suyas —dijo educadamente.
—No hace falta que me hables así…
—Perdón.
Takeo pidió un té negro. «Con limón», añadió, mientras agachaba ligeramente la cabeza ante la camarera, aunque no sé si inclinó la cabeza o escondió el mentón. Los gestos de Takeo siempre eran un poco tímidos.
—¿Vienes aquí muy a menudo?
—Es barato y hay poca gente.
Le dirigí una leve sonrisa. Él me la devolvió. Sus gestos eran tímidos, pero los míos también.
—¿Quieres que vayamos a cenar? —sugirió.
—Vale —acepté.
Fuimos juntos a un restaurante de yakitori y comimos hígado a la sal, alitas de pollo y brochetas de albóndigas. Pedí un plato que se llamaba «piel de pollo en vinagre», y Takeo exclamó:
—¿Al vinagre?
—¿No te gusta? —le pregunté.
—Es que antes me hacían beber vinagre cada día —me explicó.
—¿Quién?
—Mi ex novia.
—¿Por qué?
—Porque decía que era eficaz.
—Qué raro… ¿Eficaz para qué? —le pregunté riendo, pero él no me respondió.
Para terminar, Takeo pidió un cuenco de arroz, lo mezcló con la piel de pollo al vinagre y las verduras encurtidas y se lo comió en un abrir y cerrar de ojos. Yo me acabé a pequeños sorbos la limonada que me quedaba.
—Fui yo quien te pidió una cita, así que hoy me toca invitarte —me ofrecí, pero él se levantó rápidamente, cogió la cuenta y se dirigió hacia la caja. Al principio caminaba a paso ligero, pero justo antes de llegar a la caja tropezó, a pesar de que en el suelo no había ningún obstáculo. Yo fingí que no me había dado cuenta.
—Parece una cita de verdad —comenté cuando salimos del restaurante.
—¿Una cita de verdad? —repitió él con la frente arrugada.
Aún era temprano. Los camareros de los restaurantes hablaban en las aceras con sus uniformes negros. Takeo propuso ir a tomar algo y yo acepté. Entramos en un bar desierto alejado del distrito comercial. Él pidió un bourbon con soda, el más barato que tenían, y yo me decanté por una pina colada. En realidad, pedí un cóctel de color blanco y eso fue lo que me trajeron.
Cuando ya llevábamos dos copas cada uno, decidimos irnos. Una vez en la calle, Takeo me tomó la mano. Echamos a andar tímidamente, cogidos de la mano. Me soltó antes de llegar a la estación, se despidió brevemente y entró. Lo seguí con la mirada hasta que llegó a los torniquetes, pero él no se volvió ni una sola vez.
Como volvía a estar hambrienta, me acerqué a un minimercado y me compré un flan. Cuando llegué a mi piso, vi que la luz del contestador automático parpadeaba. Takeo me había dejado un escueto mensaje: «Lo he pasado muy bien». Su voz sonaba neutra e indiferente. De fondo se oía la megafonía de la estación. Mientras escuchaba el mensaje, abrí el flan y me comí un trozo. Rebobiné y escuché la frase de Takeo tres veces. Luego pulsé el botón de borrar.
Cuando llegó el fin de semana, el señor Nakano se fue de viaje a Hokkaido. Le pidió a Takeo que lo acompañara, pero este rechazó la invitación.
—¿Por qué no has querido viajar a Hokkaido con todos los gastos pagados? —le pregunté luego discretamente.
Él me miró fijamente.
—Me dan miedo los aviones —se justificó.
—¿Bromeas? —le pregunté riendo.
—Además, el señor Nakano me reclamaría que pagara el alojamiento y parte de los billetes de avión —prosiguió Takeo, sin dejar de mirarme a los ojos.
—¡No lo haría! —repuse, pero en el fondo sabía que era perfectamente capaz de hacer algo así, y admiré la perspicacia de Takeo.
A primera hora de la mañana del viernes, ajeno a nuestras suspicacias, el señor Nakano partió hacia el aeropuerto de Haneda. Había pedido que le reembolsaran el importe de uno de los dos billetes. Nos dijo que, una vez en Hokkaido, se reuniría con un comerciante amigo suyo que se encontraba allí y se presentarían en casa de Tamotsu Konishi como si hubieran llegado juntos de Tokio.
—Qué oportunista es, señor Nakano —le reproché.
—Deberías agradecerme que te haya contado la verdad, Hitomi —me respondió él, muy serio. Era un auténtico personaje.
El billete que le había mandado su amigo Tamotsu estaba abierto, así que no tenía fecha de vuelta.
—No sé cuándo volveré. Sólo Dios lo sabe —dramatizó. Masayo, que acababa de entrar en la tienda, soltó una carcajada—. Los clientes empiezan a escasear, así que lo mejor será que me jubile y deje a Takeo y a Hitomi a cargo del negocio —prosiguió.
—Si piensas jubilarte, yo me haré cargo de tu negocio —declaró su hermana.
—¿Tú, gerente de una tienda como esta? ¡Me llevarías ala quiebra!
—¿Una tienda como esta? ¿Es así como llamas a tu propio negocio?
—¡Pues eso! Si se mantiene en pie es gracias a mis milagrosas dotes de gerente, aunque no sea una tienda convencional.
Ambos eran unos auténticos personajes.
El caso es que, mientras el señor Nakano estuvo en Hokkaido, Masayo vino cada día a cerrar la caja donde además del dinero de las ventas, se guardaba el libro de cuentas y un amuleto del templo de Toyokawa Inari que ella misma había comprado y que servía para atraer la prosperidad en los negocios. «Colgadlo en la puerta», nos había dicho, pero el señor Nakano se había negado rotundamente a colgarlo a la vista del público. «Yo crecí escuchando a Janis Joplin, no podría permitirme un desliz como ese», le confesó un día a Takeo mientras miraba de reojo el amuleto escondido en la caja. Takeo, inexpresivo como de costumbre, se limitó a responderle con un gruñido.
Tres días después de que el señor Nakano se hubiera ido de viaje, llegó una postal a nombre de «Prendería Nakano».
—No sabía que la tienda se llamara Prendería Nakano —comenté.
—Yo tampoco —me respondió Masayo, meneando la cabeza.
Masayo me pasó la postal después de leerla. Cuando terminé, se la pasé a Takeo, que la estuvo observando fijamente como si no pudiera quitarle la vista de encima. Decía así:
Estamos en Sapporo. Hoy hemos comido fideos ramen y un plato de cordero con verduras. Ishii ha sufrido una indisposición, así que tendremos que quedarnos aquí hasta pasado mañana. Hokkaido es muy grande, pero también bastante inconexo. Me recuerda a una mujerona imposible de abarcar. Espero que estéis todos bien.
HARUO NAKANO
Takeo leyó la postal en voz baja.
—Ishii debe de ser el comerciante de Hokkaido con el que tenía previsto reunirse —murmuró, ladeando la cabeza.
Casualmente, nosotros también estábamos comiendo una sopa de ramen que había preparado Masayo. Contenía una gran cantidad de soja, cebollino y brotes de bambú. En la tienda había muy poca gente. «Si estás ocupada, puedo quedarme para echarte una mano», me ofrecía Masayo de vez en cuando. «Casi no tengo trabajo», le respondía yo. Entonces se fumaba un par de cigarrillos y volvía a su casa.
Masayo siempre llegaba a las once de la mañana, cuando abríamos la tienda, y a las siete de la tarde, la hora de cierre. Era mucho más puntual que el señor Nakano, y cuando ella estaba detrás del mostrador las ventas se multiplicaban.
—Debo de tener algo que inspira confianza a la gente —decía.
—¿La gente compra más cuando se siente confiada? —preguntó Takeo, en un tono de voz apático.
Ya hacía una semana que Takeo y yo habíamos salido juntos como en una «auténtica cita». Desde entonces, yo le había mandado dos mensajes y le había llamado una vez. Él respondió los dos mensajes con las mismas palabras: «Estoy bien, cuídate mucho». La conversación que mantuvimos por teléfono apenas duró cinco minutos. Cuando vi que ya no daba más de sí, colgué enseguida.
—¿Hay algún truco para mantener una conversación fluida con un chico? —le pregunté a Masayo una tarde, cuando Takeo no estaba. Ella, que estaba revisando el libro de cuentas, levantó la cabeza y reflexionó unos instantes.
—El sexo hace un poco más fluidas las conversaciones.
—Ya —repuse.
—Por cierto, me sorprende que este negocio no se haya hundido —comentó luego en un tono de admiración. Acto seguido, cerró de golpe el libro de cuentas—. A lo mejor es verdad que Haruo no piensa volver —dijo con una risita sofocada—. El negocio va cada vez peor y su mujer no deja de atosigarlo.
—¿Lo dice en serio? —pregunté, y ella entrecerró los ojos.
—Es una mujer con carácter. Todas son iguales —dijo, frunciendo el ceño—. Me pregunto por qué al tonto de mi hermano sólo le gustan las mujeres de esa clase.
No supe si Masayo se refería a la tercera esposa del señor Nakano o a su amante, pero no me atreví a preguntárselo. Por otro lado, tampoco era capaz de imaginarme a mí misma haciendo el amor con Takeo.
—Iré a ordenar el banco de la calle —dije, y salí de la tienda para cambiar de sitio el cenicero, la pantalla de la lámpara y las otras cosas expuestas en el gastado banco de madera. La estación lluviosa aún no había terminado, pero los últimos días había hecho un calor veraniego, y los rayos abrasadores del sol hacían resplandecer el cenicero.
Hola a todos. He terminado la tasación sin más novedad. Menos mal que Ishii domina el arte de la palabra y me ha sacado del apuro. Tamotsu y yo tenemos previsto hacer una ruta de unos días. Como él no conduce, iremos en autobús. Podríamos ir en tren, pero en autobús tendremos que hacer menos transbordos. Hay dos horas entre una ciudad y otra, espero que no me entren ganas de hacer pis a medio camino. Esta noche nos alojaremos en un balneario de carretera con vistas al mar. Teníamos la intención de llegar hasta el final de la línea, pero Tamotsu ha cambiado de opinión y ha preferido hacer noche a medio camino. Este es el único alojamiento que hay por aquí. A nuestro alrededor no hay ciudades, tiendas ni casetas de playa, nada de nada. Hemos llegado hasta el extremo del cabo, donde hay una cueva, pero hemos visto cangrejos blancos —son blancos porque nunca les da el sol— y Tamotsu se ha asustado. Tamotsu está gordo y calvo, pero sigue atrayendo a las mujeres. Espero que estéis todos bien. Haruo Nakano.
HARUO NAKANO
Takeo leyó despacio en voz alta. Era un día caluroso. Cuando empieza a hacer calor parece imposible soportarlo, pero al cabo de unos días te acostumbras y acabas resignándote. Es un fenómeno curioso.
—¿Te apetece un helado? —me preguntó Takeo.
Cuando estábamos los dos solos en la tienda, de vez en cuando se olvidaba de guardar las formas y me hablaba con más familiaridad.
—Vale —repuse.
Takeo salió corriendo hacia el supermercado del otro lado de la calle y compró dos helados de cola.
—Espero que te guste —dijo, mientras me ofrecía uno.
—Se nota que al señor Nakano le gusta escribir —observé, y Takeo asintió. No podía responderme porque tenía la boca llena de helado.
Takeo acababa de llegar de recoger material en casa de alguien que estaba de mudanzas. Cuando no se trataba de una defunción sino de una simple mudanza, no había mucho que recoger, así que Takeo se había llevado el material sin pagar nada a cambio. Volvió con dos cajas de cartón llenas de objetos de toda clase. En cuanto las dejó en el suelo de la tienda, una vieja lata de caramelos se cayó de la caja más grande. Era de color verde claro y tenía unos dibujos muy bonitos. Intenté abrir la tapa, pero estaba oxidada y no cedía. Takeo me quitó la lata de las manos. Dio un fuerte tirón acompañado de un pequeño gemido y la tapa salió con facilidad. La lata estaba llena de algo que parecían gomas de borrar en forma de monstruos.
—¡Vaya! —exclamó Takeo.
—¿Qué es?
—Esto podría tener algún valor.
Había monstruos amarillos, rojos y naranjas, y el tiempo no había hecho palidecer sus llamativos colores originales.
—Es una suerte que te haya salido gratis —comenté, y Takeo asintió levemente.
—Es que no sabía que encontraríamos esto. Si lo hubiera hecho a propósito, me sentiría un poco culpable.
Me quedé pensativa, repitiendo sus palabras para mis adentros.
—¿Te gustaría que volviéramos a salir juntos? —le pregunté casi sin pensar.
—Claro —me respondió él inmediatamente.
—Te invito a cenar a mi casa —dije—. Esta noche, si quieres.
—Vale, esta noche —aceptó Takeo, algo distante.
Mordí el palito y noté el sabor de la madera mezclado con la dulzura del helado, que se derretía y resbalaba a lo largo del palo.
Justo antes de salir de la tienda, caí en la cuenta de que tenía el piso desordenado. Takeo ya se había ido. Cuando terminaba su trabajo, solía desaparecer sin perder ni un minuto.
Salí corriendo en cuanto llegó Masayo, de modo que apenas nos cruzamos. Metí la ropa, las revistas y los CD en el estante de abajo del armario empotrado, pasé la aspiradora a toda velocidad, fregué la taza del inodoro y, como no me daba tiempo de limpiar el suelo del cuarto de baño ni la bañera, lo dejé tal y como estaba. Para terminar, repasé el piso con la mirada por última vez. Aquel exceso de limpieza y de orden me pareció poco natural, así que saqué unas cuantas revistas y unos CD del armario y los esparcí por el comedor.
Takeo apareció acompañado de su olor a jabón. Por un instante me arrepentí de no haberme duchado, pero luego pensé que habría parecido que estaba esperando la oportunidad. Por eso el amor es tan complicado. Pero lo más complicado es saber si quieres enamorarte o no.
—Que pase lo que tenga que pasar —murmuré, mientras levantaba la mano para saludar a Takeo.
—Hola —dijo él, en un tono a medio camino entre la familiaridad y la formalidad—. ¿Qué es lo que tiene que pasar? —me preguntó a continuación.
—Ti… tienes un oído muy fino —balbucí, turbada. Takeo ya no era Takeo, era simplemente un chico llamado Takeo—. ¿Pedimos una pizza para cenar o algo así? —le pregunté con cautela.
—¿Te gusta la pizza, Hitomi?
—Lo normal.
—Ajá —dijo él.
—¿Cuál te apetece? —inquirí de nuevo.
—Alguna que lleve tomate.
—A mí me gustan las anchoas.
—Me parece bien.
Takeo se sentó en el taburete amarillo que yo había comprado con descuento en la tienda del señor Nakano. Me gustaba la frivolidad que transmitía el color amarillo. Preparé una ensalada de pepino —en realidad, me limité a cortar y aliñar los pepinos—, saqué dos jarras de cerveza del armario, puse los platos en la mesa y me quedé sin saber qué hacer. Desesperada, me pregunté qué hacían el resto de parejas jóvenes del mundo durante los veinte minutos que el repartidor de pizzas tardaba en llegar.
—¿Sabes? He recibido una postal del señor Nakano —dijo Takeo, mientras metía la mano en el bolsillo trasero de su pantalón sin levantarse del taburete. Sacó una postal doblada por la mitad y empezó a leerla en voz alta, despacio como de costumbre. Decía así:
Hola, Takeo. ¿Cómo estás? Estoy tomando una copa. Desde que estoy aquí, me emborracho mucho más deprisa. Quizá sea porque me paso el día en el autobús. Hoy la playa estaba llena de moscas que acababan de salir del huevo. Zumbaban a mi alrededor en enjambres y yo las miraba fijamente. No parecían interesadas en mí. Hokkaido es enorme. A lo mejor es ese el motivo por el que el alcohol me sube a la cabeza. No entiendo a las mujeres. A ti no parecen interesarte, a pesar de tu juventud. ¡Qué envidia me das! Tamotsu pasará la noche con una mujer que conoció ayer y luego volverá a su casa. Hazme caso, Takeo, no te comprometas con ninguna mujer. Siempre tuyo
HARUO NAKANO
—No parece muy animado —opiné.
—Sólo estaba borracho —dijo él, inclinando el cuerpo hacia delante.
—¿Estará preocupado por algo?
—Si estuviera preocupado, no tendría tiempo para escribir una postal como esta —opinó Takeo en un tono indiferente. Observé fijamente su rostro, cosa que no había hecho en todo el día. Tenía los ojos cerrados. Su expresión contradecía su tono de voz y parecía la de un animalillo acurrucado en una galería subterránea cuyo cuerpo acababa de recibir una ligera descarga eléctrica.
—¿Estás enfadado? —murmuré.
—¿Por qué debería estarlo? —me dijo él con su voz indiferente, pero seguía teniendo el aspecto de un animalillo asustado. Aunque no fuera consciente de estar enfadado, su lenguaje corporal indicaba todo lo contrario. Desvié la mirada. Ya no sabía quién era Takeo.
—Tiene suerte de no tener preocupaciones —susurré, pero sólo su voz sonaba indiferente. ¿Por qué lo había invitado a cenar a mi casa? En ese instante, habría preferido que el señor Nakano estuviera en el lugar de Takeo.
Como nos veíamos todos los días, estaba convencida de que conocía un poco a Takeo, pero en ese momento me di cuenta de que no había nada más lejos de la realidad. Incluso llegué a pensar que Masayo tenía razón, y que lo que debía hacer era abalanzarme sobre él. Cuando hay sexo de por medio, todo lo demás pierde importancia.
Takeo balanceaba los pies desde el taburete. Al final sonó el timbre, le pagué 2000 yenes al repartidor y recogí la pizza.
—Que aproveche —dijo él antes de empezar. Ya habíamos vaciado unas cuantas latas de cerveza. Cuando terminamos de cenar, se fumó un cigarrillo.
—No sabía que fumaras —observé.
—Sólo de vez en cuando —me respondió él.
Seguimos sentados cara a cara, hablando de cosas triviales. Nos tomamos otra cerveza cada uno. Takeo consultó dos veces su reloj de pulsera, y yo tres.
—Tengo que irme —dijo, y se levantó. En el recibidor, me acercó los labios al oído. Creí que quería darme un beso, pero en vez de besarme, susurró:
—Soy muy malo en la cama, lo siento.
Me quedé en blanco, sin saber qué responder. Mientras tanto, él cerró la puerta y se fue. No reaccioné hasta al cabo de un rato. Mientras lavaba los vasos y los platos, me acordé de que Takeo había cogido deliberadamente los trozos de pizza que llevaban menos anchoas. No supe si enfadarme, entristecerme o echarme a reír.
Cuando entré en la tienda al día siguiente, Takeo ya había llegado y estaba con Masayo. El reloj indicaba que era cerca de la una. Me había retrasado mucho.
Masayo se fue en cuanto llegué. Al cabo de un rato, me di cuenta de que ese día Takeo no tenía por qué estar en la tienda.
—Toma —me dijo, a la vez que me daba 2000 yenes—. La pizza y las cervezas de ayer estaban muy ricas.
—Ya —repuse, asintiendo distraídamente.
Como no podía conciliar el sueño, me había quedado viendo la tele hasta el amanecer y preguntándome por qué los programas nocturnos me resultaban tan distantes.
Guardé el dinero en mi monedero sin decir nada. Takeo también estaba callado. La tienda estaba vacía como de costumbre, y durante una hora no entró ningún cliente.
—Mi ex… —dijo Takeo súbitamente.
—¿Perdona?
—Mi ex oyó decir que el vinagre era eficaz contra la disfunción eréctil, y me obligaba a tomar todos los días.
—¿Qué?
—No es que tenga disfunción eréctil, el problema es que a veces el sexo no me apetece.
—Y… ya.
—No supe cómo explicárselo. Al final, me cansé.
Takeo no añadió nada más.
—Me pregunto si hoy recibiremos alguna postal del señor Nakano —dije al cabo de un rato, y él esbozó una breve sonrisa—. ¿Crees que estará en el autobús? —Observé su expresión de reojo—. ¿Qué cara pondrá el señor Nakano solo en el autobús?
Takeo también me miró de reojo. Tuve la sensación de que el señor Nakano podía abrir la puerta y entrar en cualquier momento, pero pasó un buen rato sin que nadie apareciera.
—Lo siento, Hitomi. Soy un desastre.
—¿En qué sentido?
—En todos.
—No es verdad. Yo sí que soy un desastre.
—¿En serio? A ti… —vaciló, mirándome fijamente a los ojos, cosa que no solía hacer—. ¿A ti también se te dan mal las cosas de la vida?
Entonces sacó un cigarrillo del paquete arrugado que el señor Nakano había dejado en un rincón del estante y lo encendió. Yo cogí otro y di un par de caladas, para probar. Takeo escupió en un pañuelo de papel, como solía hacer nuestro jefe.
—¿Cuándo volverá? —inquirí, sin responder a su pregunta.
—Sólo lo sabe Dios —repuso él. A continuación, frunció ligeramente los labios y se tragó el humo del cigarrillo.