EL CUENCO
El señor Nakano tuvo un fracaso. No en la vertiente profesional, sino en la sentimental.
—Creo que voy a ir a Boston con Kurusu —dijo un día de repente, y Masayo y yo levantamos la vista.
Masayo seguía inmersa en el ritmo frenético del mes anterior, en que había tenido lugar su exposición de muñecas. Aquella semana, no obstante, se había tranquilizado un poco y ya no hablaba por los codos.
Aunque me había comentado que en aquella ocasión había hecho más bien pocas muñecas, la exposición había sido muy completa. Incluso yo, que no era ni mucho menos una experta en arte, me había quedado boquiabierta al ver las caras de algunas de sus creaciones. Takeo comentó que Masayo había conseguido que las caras de sus muñecas parecieran de verdad.
—Ese comentario ha sido un poco impertinente, ¿no crees, Takeo? —lo regañó en tono de broma el señor Nakano. Yo estaba seria y cabizbaja. Había pasado más de un mes desde el día del aguacero, y las cosas entre Takeo y yo no se habían aclarado en absoluto.
Últimamente, Masayo tenía una verdadera obsesión con el bordado francés. Con punto de cruz, punto de cadeneta y punto de contorno había estado bordando meticulosamente un cojín de estilo clásico en el que aparecía una chica jugando con un perro y un chico en calzones tocando la flauta travesera, de los que se podían encontrar antes en los sofás de las casas habitadas por distinguidas ancianas de pelo blanco recogido con elaborados peinados.
«¿Para qué va a utilizar ese cojín?», le había preguntado. «Para nada —me había respondido un instante después—. Me lo tomo como terapia de rehabilitación. —Como había dedicado todas sus energías a fabricar muñecas, Masayo tenía la sensación de que le habían absorbido el alma—. Necesito hacer tareas simples y, a ser posible, fastidiosas y meticulosas», me había explicado con seriedad. «Parece divertido», le había dicho mientras la observaba, y así fue como me inició en el arte del bordado francés.
—Esto podría ser un mantel —dijo Masayo al ver la tela cuadrada en la que yo estaba bordando setas de varios tamaños. Mi intención era rellenarlas de distintos motivos, una con lunares, otra a cuadritos y la última con puntadas satinadas.
—¿Y para qué tienes que ir a Boston? —preguntó Masayo, sujetando la aguja de bordar entre el pulgar y el índice y clavándola en la tela—. Además, ¿tienes dinero para viajar tan lejos? —añadió.
—Por supuesto que lo tengo —respondió el señor Nakano, y se puso a silbar la melodía de Rhapsody in Blue.
—Te veo contento —observó su hermana.
—Es una canción americana —repuso el señor Nakano, dejando de silbar.
—¿Tiene que comprar algo? —le preguntó Takeo, que había entrado por la puerta trasera sin que me diera cuenta. En cuanto oí su voz, se me puso la carne de gallina. Era una especie de acto reflejo que experimentaba últimamente.
—Exacto, Take. Veo que eres el único que me entiende —le dijo el señor Nakano en un tono jovial. En cuanto lo llamó «Take», la rodilla izquierda de Takeo dio una rara sacudida. Aunque ni a él ni a mí nos resultara fácil mantener una conversación fluida, ambos teníamos el lenguaje corporal extrañamente desarrollado. Mientras pensaba que en ese sentido nos parecíamos mucho, clavé la aguja en la seta de lunares.
—Kurusu dice que conoce un lugar donde encontrar muebles de la época colonial —le explicó el señor Nakano a Masayo, que estaba inclinada encima del bordado y ni siquiera lo miró.
—¿Kurusu no es ese tipo tan raro? —preguntó ella al cabo de un rato. A continuación le dio la vuelta a la tela, hizo un nudo francés y cortó el hilo con unas tijeritas. Me gustaban mucho los movimientos de sus dedos cuando utilizaba las tijeras, porque parecía que tuviera un animalito en la mano y estuviera jugando con él.
—¡No es raro! —protestó el señor Nakano, y pulsó el botón derecho de la caja registradora. Sonó la campanilla y el cajón se abrió—. Por cierto, hermana, ¿desde cuándo fabricas muñecas tan artísticas? —le preguntó mientras cogía dos billetes de 10 000 yenes de la caja y se los guardaba en el bolsillo.
—Desde siempre —repuso ella con cara de desdén, aunque su expresión pronto se suavizó.
—Pues la verdad es que en tu última exposición me dejaste admirado por primera vez.
—No conseguirás nada de mí a base de elogios —le advirtió ella, mientras cogía dos madejas de hilo de bordar entre las seis que tenía.
Si bien el señor Nakano no consiguió nada, por lo menos Masayo dejó de poner reparos. «Mi hermana es muy fácil de manipular», había comentado una vez, y tenía razón. Sin embargo, eso no significaba que fuera una persona de trato fácil.
Masayo y yo seguimos bordando un rato sin hablar. Me di cuenta de que Takeo salía de la tienda, aunque no lo vi porque estaba de espaldas. En cuanto notaba su presencia, la parte de mi cuerpo que estaba orientada hacia él recibía pequeñas descargas, como si me transmitiera débiles impulsos eléctricos. Cuando abría la puerta trasera para irse, tenía la sensación de que un hilo atado a mi espalda tiraba de mí, y se rompía de repente en cuanto él la cerraba.
—¡Uf! —exclamé. Dejé el bordado en mi regazo y me desperecé.
—¡Uf! —me imitó Masayo en tono de broma.
—¡No se burle de mí! —protesté, y ella se echó a reír.
—Es que me lo has quitado de la boca —dijo, haciendo una mueca con los labios.
—Hay que ver —dije, imitando su expresión. El señor Nakano soltó una carcajada hueca.
—¿Todavía estás aquí? —le preguntó Masayo.
—Ya me voy. Me voy enseguida, a Boston o a cualquier otro lugar —dijo el señor Nakano con una voz extrañamente aguda, y salió de la tienda.
—Mi hermano tiene una nueva amante —me confió Masayo en cuanto oímos el rugido del motor de la camioneta. Me pareció que estaba impaciente por contármelo.
—¡No me diga que Kurusu es una mujer! —exclamé, sorprendida. Ella meneó la cabeza.
—No, Kurusu es un viejo. La mujer se llama Rumiko. Con ese nombre parece que trabaje en un antro de mala muerte, ¿verdad? Pues es amiga de Sakiko. Se estableció por su cuenta hace poco y abrió una pequeña tienda de objetos de segunda mano —prosiguió Masayo en tono de confidencia.
—¿Y Sakiko? —pregunté mientras visualizaba su rostro, que apareció flotando en mi mente como una bonita máscara—. ¿Ya lo sabe?
—Creo que sí.
—Pobrecita.
—Sí, Haruo es un idiota.
—Le habrá hecho mucho daño.
—No ha sido él quien me lo ha contado —prosiguió Masayo—. Es idiota, pero no tanto.
—¿Y cómo se ha enterado?
—Hablando con Rumiko —me explicó con una expresión sombría—. Se ve que es idiota por partida doble, o triple, si incluimos a su mujer; tiene varios caballos corriendo en paralelo y ha sido lo bastante idiota como para escoger a uno que les cuenta a los demás el resultado de la carrera —dijo Masayo sin respirar.
—¿Caballos? —murmuré.
Con las mejillas encendidas, Masayo clavó bruscamente la aguja en la tela. «Debe de querer mucho a su hermano», pensé. Justo en ese momento me quedé sin fuerzas y la aguja me resbaló de la mano. En vez de caer al suelo, se quedó suspendida en el aire a medio camino, colgando del hilo.
—Por eso quiere viajar a Boston.
—¿Por eso?
—Para huir.
—¿De quién, de Sakiko?
—No, de todas las mujeres.
—Ya —repuse. Masayo había adoptado una expresión triunfante—. Parece un hombre feliz —observé.
—¿Qué? —preguntó ella, enarcando las cejas.
Recuperé la aguja que se me había escapado y empecé a seguir el perfil de una seta mediante el punto de contorno. Era de color verde oscuro. Evoqué de nuevo el rostro de Sakiko, que apareció en mi mente con una expresión triste y ausente al mismo tiempo.
«Odio a los hombres», pensé mientras bordaba rápidamente.
La semana siguiente vinieron muchos clientes y estuve ocupada de primera a última hora. La actividad en la Prendería Nakano no era ni mucho menos tan intensa como en la verdulería cercana, pero Masayo y yo tuvimos que aparcar momentáneamente nuestras labores de costura porque apenas teníamos tiempo libre.
—¿Cuándo tiene previsto viajar a Boston, señor Nakano? —le preguntó Takeo.
—Depende de Kurusu —repuso él antes de meterse en la trastienda. Takeo se quedó de pie en la entrada con aire absorto. Un hombre joven que entraba en ese momento chocó con él y le dirigió una mirada desconfiada. Era un cliente nuevo.
—Traigo una cosa —dijo, dejando en el mostrador un paquete envuelto en papel de periódico. Por la forma y el tamaño, parecía contener un par de boniatos asados.
—¡Haruo! —gritó Masayo.
El señor Nakano salió lentamente de la trastienda. Con un cigarrillo colgando entre los labios, contempló cómo el cliente abría el paquete delante de él. La ceniza cayó al suelo. El hombre se interrumpió por un instante y le lanzó una mirada de reprobación.
—¿Es porcelana de verdeceledón? —le preguntó mi jefe, ignorando la mirada del cliente.
—Porcelana de verdeceledón de la antigua Corea —matizó el cliente.
—Claro, perdone —se disculpó el señor Nakano con aire sumiso. El cliente le dirigió otra mirada fulminante—. Para esta clase de objetos, quizá debería ir a una tienda de antigüedades —dijo el señor Nakano, cogiendo delicadamente con una mano el cuenco de porcelana que había traído el joven. A continuación dejó el cigarrillo encendido en el cenicero.
—Es que no quiero venderlo —dijo el cliente.
El señor Nakano lo miró con el desconcierto pintado en el rostro, y el joven desvió la mirada por un momento.
Tenía la piel muy bonita. No llevaba bigote, pero tenía una capa de vello bastante poblada bajo la nariz. Llevaba un traje azul marino que parecía de buena confección, con una corbata de un color similar pulcramente anudada. Su atuendo le daba el aspecto de un diligente hombre de negocios que rondaba los treinta años, pero probablemente era mucho más joven de lo que aparentaba.
—Aquí no hacemos tasaciones —dijo el señor Nakano, haciendo girar el cuenco entre sus manos mientras examinaba el reborde con atención.
—Sólo quiero que lo expongan.
—¿Que lo expongamos?
—No quiero que lo vendan, sino que lo expongan en la tienda.
—¿Quiere dejarlo aquí? —dijo el señor Nakano, y echó un vistazo alrededor de la tienda con una sonrisa. Unos segundos más tarde Masayo y yo también recorrimos la tienda con la mirada. El cliente era el único que seguía con la vista fija en el cuenco de porcelana.
—Me parece que es una pieza demasiado valiosa para exponerla entre tantos trastos inútiles —dijo el señor Nakano, desprestigiando su propio negocio.
El cliente agachó la cabeza. El señor Nakano cogió el cigarrillo encendido del cenicero y dio una profunda calada. Nadie dijo nada durante un rato.
—¿A qué anticuario suele ir? —inquirió Masayo.
—Nunca he ido a un anticuario —balbució el joven.
—Entonces, ¿de dónde has sacado ese cuenco? —le preguntó el señor Nakano, tuteándolo a pesar de que era su cliente.
—Me lo regaló una chica —repuso el joven, aún más turbado que antes.
—Seguro que tiene alguna historia detrás —observó Masayo, invitándolo a hablar. El cliente levantó la cabeza y la miró como si fuera su salvavidas—. Nos gustaría escucharla —lo alentó ella.
Así fue como el joven nos contó, despacio y titubeando, la historia del cuenco.
El cliente, que se apellidaba Hagiwara, había obtenido el cuenco como regalo de una chica con la que había estado saliendo durante tres años. Nunca se había planteado casarse con ella, puesto que desde el principio se había tomado aquella relación como algo informal. Sin comerlo ni beberlo, pasaron tres años. Un día, su jefe le dijo que le había concertado matrimonio con otra chica. Era un buen partido, así que Hagiwara aceptó y rompió con su novia.
No sin protestar, la chica acabó cediendo a cambio de que él aceptara un regalo. A Hagiwara le pareció raro que fuera ella la que quisiera hacerle un regalo de despedida en vez de pedirle un objeto de recuerdo, que habría sido lo más normal. Sin embargo, decidió aceptar sin hacer más preguntas.
El matrimonio concertado nunca llegó a celebrarse. Al poco tiempo, la sobrina de su jefe, la chica con la que tenía que casarse, se fugó con su novio de toda la vida. Al mismo tiempo Hagiwara se rompió la clavícula. Lo peor del caso es que ni siquiera estaba practicando deporte: se lastimó durmiendo, dándose la vuelta en la cama. Las cosas en el trabajo empezaron a torcerse. La empresa con la que solía hacer negocios hizo una redistribución de plantilla y, de repente, dejó de recibir encargos. Además, empezó a correr la voz de que había acosado sexualmente a una chica de su departamento y, por si fuera poco, recibió una repentina orden de desahucio porque iban a derribar el edificio donde vivía.
Su vida había empezado a empeorar desde que había aceptado el cuenco de su ex novia. Se puso en contacto con ella para tratar de devolvérselo, pero la chica se había cambiado el número de teléfono y la dirección de correo electrónico. Por lo visto, también se había mudado de piso y ya no trabajaba en el mismo sitio.
Sin saber qué hacer, Hagiwara le explicó la historia a un conocido aficionado a la adivinación, quien le dijo que el cuenco tenía la culpa de todas sus penurias. Como contenía una maldición, no debía venderlo ni tampoco conservarlo en su casa. La única solución era prestarlo o confiárselo a alguien para que lo guardara. Aquello no rompería la maldición, pero era mejor que dejar las cosas tal y como estaban.
Esta es la historia que Hagiwara le relató a Masayo, hablando despacio y con frases entrecortadas.
—Si es un auténtico cuenco coreano de porcelana de verdeceledón, es un objeto muy caro. ¿Está seguro de que la chica que se lo regaló quería hacerle daño? —le preguntó Masayo cuando terminó de hablar. Hagiwara se sonrojó ligeramente al oír sus palabras.
—No se trata de eso —terció el señor Nakano, que estaba a su lado.
—Es verdad. No entiendo por qué rompí con ella —se lamentó el joven con la cabeza gacha.
—¡Eso es! No debería haber roto con una chica con la que llevaba tanto tiempo saliendo —sentenció Masayo categóricamente.
«¿Esa es la conclusión de todo el asunto?», pensé mientras miraba a Hagiwara, que se limitaba a asentir una y otra vez. Por otro lado, el señor Nakano parecía confundido. Probablemente estaba pensando en su propio triángulo amoroso.
—Haruo, ¿por qué no llevas el cuenco a la tienda de Sakiko? —le sugirió Masayo en un tono resuelto. El señor Nakano levantó la cabeza y miró a ambos lados con aire inquieto—. ¡Sí, hombre! En Asukado sabrán qué hacer con él —insistió Masayo, mientras envolvía de nuevo el cuenco de porcelana en el papel de periódico. El cliente observaba fijamente sus manos.
Sin esperar la respuesta de su hermano, Masayo descolgó el teléfono y marcó el número de la tienda mientras murmuraba en voz baja: «Asukado, Asukado…». El señor Nakano observaba su silueta de espaldas con la boca entreabierta. El cliente y yo también la mirábamos con aire distraído.
Sakiko sólo tardó un cuarto de hora en llegar después de haber recibido la llamada de Masayo.
—Buenas tardes —dijo.
En boca de Sakiko, aquellas dos simples palabras podían contener la energía de una poderosa maldición o de una bendición, aunque fuera imposible distinguir una cosa de la otra.
—Este es el cliente del que te he hablado —le comentó Masayo, señalando a Hagiwara con la barbilla. Su modo de hablar con los clientes era más respetuoso que el del señor Nakano, pero sus gestos eran igual de desconsiderados.
Sakiko abrió el paquete envuelto en papel de periódico. Era evidente que trataba la porcelana con mucha más delicadeza que el señor Nakano y su hermana.
—Es porcelana coreana de verdeceledón —dijo una vez hubo examinado el cuenco. Hagiwara asintió—. Está barnizada. Podría costar unos 300 000 yenes —prosiguió.
—Es que no quiero venderlo —aclaró Hagiwara, y Masayo le resumió a Sakiko la historia del cuenco maldito.
—Así que fue por resentimiento —dijo Sakiko en voz baja una vez hubo escuchado la historia, volviéndose hacia el señor Nakano. Mi jefe, que debería haberse encerrado prudentemente en la trastienda, estaba plantado en primera línea escuchando la conversación.
—Pues eso, podrías exponerlo en Asukado —dijo, empezando la frase con su coletilla habitual pero terminándola en un tono algo tímido y apocado. Sakiko le lanzó una mirada inexpresiva.
—Me da cierto reparo exponer un objeto con un historial tan siniestro —dijo luego sin inmutarse. Hagiwara parecía desesperado.
—No es para tanto, todo el mundo está resentido con alguien —intervino Masayo, quitándole hierro al asunto. La expresión de Sakiko, que no había cambiado al oír las palabras del señor Nakano, se endureció.
—Lléveselo, por favor —le suplicó Hagiwara. Ella recuperó su mirada inexpresiva—. O quédeselo usted en esta tienda —añadió, dirigiéndose al señor Nakano.
—Ni hablar —dijo este, exhalando el humo del cigarrillo.
Hagiwara apartó la cara con evidente disgusto. Por lo visto, lo que más le molestaba del señor Nakano no era su trato irrespetuoso, sino el humo de su cigarrillo.
—Me lo llevaré prestado por 20 000 yenes —ofreció Sakiko en voz baja.
—¿Cómo que «prestado»? —exclamó Masayo.
—Ya que no puedo comprarlo porque está maldito, me lo tomaré como un préstamo a largo plazo. Esto no quiere decir que el préstamo no pueda transformarse en una venta al cabo de un tiempo —precisó Sakiko, imperturbable.
Era un razonamiento incomprensible. El señor Nakano y Masayo pusieron cara de no haber entendido nada, pero no se atrevieron a protestar, disuadidos por la expresión impertérrita de Sakiko.
—Esto significa que usted se lo llevaría y, además, me pagaría 20 000 yenes, si lo he entendido bien —resumió Hagiwara.
—Al fin y al cabo, es lo mismo que empeñarlo por la ridícula suma de 20 000 yenes —añadió Masayo con un hilo de voz, pero Hagiwara fingió no haberla oído y Sakiko tampoco le hizo caso.
Al final, el joven extendió un recibo a nombre de la tienda Asukado y se fue sin el cuenco, naturalmente. Era un poco más pequeño que los cuencos que usan en los restaurantes para servirlas raciones de cerdo rebozado con arroz, pero era mucho más elegante. Se trataba de una pieza de gran valor que, a juzgar por su buen estado de conservación, no había aparecido en una excavación arqueológica sino que llevaba muchos años transmitiéndose de generación en generación.
Sakiko dijo que tenía que irse y se llevó el cuenco sujetándolo contra su pecho con sumo cuidado, envuelto en papel de periódico y protegido con plástico de burbujas.
Salió de la tienda a paso rápido, sin dignarse a mirar al señor Nakano.
—Sakiko tiene ojo para los negocios —dijo el señor Nakano, sin poder disimular su admiración.
—Quizá deberíamos habernos quedado el cuenco en vez de llamar a Asukado —se lamentó Masayo, ignorando el hecho de que había sido ella quien había llamado.
—¡Ni hablar! Yo no quiero ser víctima de una maldición —dijo el señor Nakano, y dio un sorbo a su té. Estábamos comiendo las judías dulces que yo había comprado en una pastelería a petición del señor Nakano, que me había mandado al centro a hacer recados. El té lo había hecho él mismo.
—Está muy rico —dije.
—Eres muy amable, Hitomi —me agradeció él después de parpadear varias veces—. Me ha llegado al corazón.
—Como sigas haciendo de las tuyas, al final nadie será amable contigo —le espetó Masayo sin pelos en la lengua. En vez de responderle, su hermano dio otro sorbo con la mirada perdida.
Aquella semana apenas tuve ocasión de ver a Takeo. Como tenía un promedio de tres recogidas previstas todos los días, no regresaba a la tienda hasta pasadas las ocho.
Cuando llegó el fin de semana, me mandaron de nuevo a hacer encargos. Antes de salir, mientras comprobaba cuánto dinero llevaba en el monedero, el señor Nakano se me acercó.
—No te preocupes, te llevo en la camioneta, así no tienes que pagar el tren. Luego te invito a cenar —se ofreció—. Hoy no tengo que ir al banco y me gustaría que me acompañaras al mercado.
El mercado en cuestión era una subasta para profesionales del gremio. En él se podía encontrar mercancía de toda clase y de todos los precios. Según el señor Nakano, aquel día se subastaban artículos de buena calidad y quería que yo lo acompañara en lugar de Takeo.
—¿Por qué no quiere llevarse a Takeo? —le pregunté, y él soltó una risita socarrona.
—Porque en esta clase de lugares llamas más la atención si vas con una mujer.
Era la última respuesta que esperaba oír.
—¿Quién quiere llamar la atención en una subasta? —refunfuñó Masayo, que estaba a nuestro lado, pero su hermano se limitó a reír de nuevo.
Nada más llegar a la subasta, comprendí el verdadero motivo por el que el señor Nakano había requerido mi compañía. Noté una intensa mirada clavada en nosotros y descubrí a Sakiko al otro lado del recinto.
Sakiko pujó una sola vez cuando subastaron un jarrón, pero se retiró enseguida y ya no volvió a participar en la subasta. El señor Nakano, en cambio, soltaba un grito cada vez que se subastaba algún reloj antiguo.
—Me lo ha pedido uno de nuestros clientes habituales —me explicó aprovechando una pausa.
—Sakiko está muy callada —le susurré luego, pero él meneó la cabeza.
—Lo que pasa es que aún no ha encontrado nada que le interese, pero tiene fama de ser implacable cuando subastan algún artículo bueno —me respondió, también en un susurro.
La subasta duró dos horas.
—Tú te llevas bastante bien con Sakiko, ¿verdad, Hitomi? —me preguntó el señor Nakano cuando unos cuantos anticuarios ya empezaban a dirigirse hacia la salida.
—Ni bien ni mal —le respondí, pero él no me hizo caso.
—Pues eso… Hazme el favor de invitarla a cenar con nosotros.
—Está bien —acepté, puesto que no me dejó otra opción. Él me dirigió una amplia sonrisa. No podría decir que estaba risueño como un niño porque, en realidad, su sonrisa era la de un hombre mayor, algo torpe y encantadora al mismo tiempo. «Una sonrisa de las que seducen a las mujeres a partir de cierta edad», pensé mientras me acercaba despacio a Sakiko, que estaba junto a la salida.
La cena transcurrió sin complicaciones. Sakiko declaró fríamente que no iba a beber alcohol. Incapaces de llevarle la contraria, en vez de ir a una taberna entramos en un restaurante cercano.
—Aquí hay demasiada luz, ¿no? —se quejó el señor Nakano.
Al principio pensé que debería haber dejado que cenaran a solas, pero pronto me di cuenta de que para mi jefe habría sido demasiado duro aguantar solo la frialdad que desprendía Sakiko. Durante la cena, el señor Nakano me contagió su actitud cohibida, así que los tres terminamos comiendo cabizbajos y sin hablar.
—Bueno, tengo que irme. Supongo que no querrás que te lleve a casa, ¿verdad, Sakiko? —se ofreció el señor Nakano después de haber pagado la cuenta.
—Sí, llévame —aceptó ella contra todo pronóstico, lanzándole una mirada llena de resentimiento. En ese preciso instante, el señor Nakano dibujó de nuevo su amplia sonrisa de viejecito encantador, y ella desvió la mirada.
En la camioneta tampoco hablamos. El señor Nakano conducía, Sakiko viajaba junto a la ventanilla opuesta y yo estaba sentada entre ambos, como si fuera su hija pequeña. El señor Nakano encendió la radio, pero volvió a apagarla enseguida.
Pronto llegamos a la tienda Asukado. Sakiko bajó rápidamente de la camioneta. Cuando se disponía a rodearla por detrás, se detuvo de repente y se volvió.
—Entrad un momento —nos pidió en voz baja pero en un tono que no admitía réplica.
—Vale —respondimos el señor Nakano y yo, y bajamos despacio de la camioneta.
En el interior del local reinaba un ambiente limpio y puro. En Asukado se respiraba un aire fresco, seco y oxigenado que contrastaba con el de la calle, propio de una noche fría.
—Ha metido una planta en un jarrón —observé. La rigidez del rostro de Sakiko se suavizó por un instante, recuperando los mofletes que tenía bajo los ojos.
Sakiko abrió un pequeño cajón empotrado en la estantería y sacó un objeto envuelto en plástico de burbujas. Era el cuenco que Hagiwara le había «prestado» a cambio de 20 000 yenes. Me di cuenta de que el envoltorio era mucho más resistente que el que lo protegía cuando se lo había llevado de nuestra tienda.
Sin decir palabra lo desenvolvió, lo depositó encima del mostrador, apartó a un lado un antiguo plato con unos peces dibujados y un vaso blanco hecho de un material rugoso y puso el cuenco en el centro.
Se quedó contemplándolo con los ojos entrecerrados.
—En esta tienda, la calidad del cuenco destaca más —comentó el señor Nakano en voz baja, pero ella hizo como quien oye llover. Volvió a meter la mano en el cajón y sacó una pequeña caja de madera de paulonia envuelta en un pedazo de tela—. ¿Son antiguos abalorios? —preguntó el señor Nakano, pero Sakiko lo ignoró de nuevo y se limitó a abrir hábilmente la cajita de madera, que contenía tres pequeños cubos en una base de algodón—. ¿Son dados? —inquirió el señor Nakano, echando un vistazo en el interior de la cajita con una actitud inusitadamente tímida. Yo también me incliné para observar. Eran tres dados amarillentos con las esquinas desgastadas y ligeramente redondeadas.
—¿Son muy antiguos? —pregunté, y Sakiko ladeó la cabeza en actitud dubitativa.
—No lo sé. Tal vez de finales de la era Edo.
Los depositó al lado del cuenco. Los dados rodaron y formaron una disposición digna de una fotografía artística.
—Vamos a jugar al chinchirorin —dijo Sakiko.
—¿Cómo? —susurró el señor Nakano.
—¿Cómo? —repetí yo, también en un susurro.
Sakiko esbozó una sonrisa. Llevaba mucho tiempo sin ver su rostro sonriente. Sin embargo, sus ojos no sonreían.
—Juguemos al chinchirorin —repitió, y su voz hizo vibrar el ambiente como si hubiera pulsado una cuerda en tensión. El señor Nakano y yo nos estremecimos.
—Yo seré la banca, y tú y Hitomi apostáis contra mí —explicó, completamente serena. Cuando dijo «tú», en su voz apareció un deje de dulzura. Probablemente no se había mostrado cariñosa a propósito, sino por costumbre.
—Yo nunca he jugado a… —empecé, pero Sakiko sonrió de nuevo (aunque sus ojos tampoco sonrieron) y me interrumpió antes de que terminara.
—Es muy fácil —dijo—, sólo tienes que lanzar los tres dados.
El señor Nakano no dijo nada.
—Si saco un cuatro, un cinco y un seis, la banca gana automáticamente —explicó Sakiko, mientras recogía delicadamente los dados y los arrojaba en el interior del cuenco. El señor Nakano dejó escapar una exclamación—. ¿Qué ocurre? —le preguntó ella, levantando la vista hacia él. Me pareció que sus pómulos se hinchaban de nuevo, pero su expresión reflejaba tranquilidad.
—¿Y si lo agrietas? —dijo el señor Nakano, señalando el cuenco—. Podríamos utilizar otra cosa.
—Lo tomé prestado por 20 000 yenes, así que puedo utilizarlo para lo que quiera —repuso ella categóricamente.
—Pero sería una lástima que…
—Pues lanzad los dados con cuidado. ¿Podrás hacerlo, Hitomi? —me preguntó, mirándome directamente.
—No lo creo —repuse, devolviéndole la mirada. El señor Nakano también miraba a Sakiko.
Pensé que el señor Nakano y yo nos parecíamos bastante. En ese momento, éramos como dos polluelos esperando la comida.
—¡Qué suerte, me ha salido una pareja! —exclamó Sakiko sin mirarnos. Dos de los tres dados que había en el cuenco mostraban el número tres, mientras que en el otro había salido un cinco—. Te toca a ti —dijo a continuación, pasándole los dados al señor Nakano. Su voz era educada pero implacable.
El señor Nakano agitó los dados a regañadientes. Mientras que Sakiko los había lanzado desde arriba con toda; sus fuerzas, él los depositó suavemente desde el borde del cuenco. Los dados chocaron con un ruido sordo. Dos de ellos cayeron en la base del cuenco y se detuvieron, mientras que el otro salió rodando del cuenco con un movimiento indeciso.
—¡Eliminado! —exclamó de nuevo Sakiko, y se echó a reír. El señor Nakano puso cara de pocos amigos. Las carcajadas de Sakiko retumbaron en la tienda oscura. Yo me sentía abrumada y tenía todo el cuerpo en tensión.
—Oye, ¿por qué quieres jugar a los dados? —murmuró el señor Nakano.
—He hecho una apuesta —repuso Sakiko.
—¿Una apuesta? Pues no llevo dinero encima.
—No se trata de dinero.
—Yo tampoco puedo apostar…
—Tranquila, Hitomi, tú no te preocupes. Lanza los dados.
Sakiko recogió el dado que había salido del cuenco, lo juntó con los otros dos y los depositó en la palma de mi mano. Me di cuenta de que su mano estaba helada.
—Adelante —me alentó de nuevo.
Cerré los ojos y lancé los dados, que rodaron repiqueteando alrededor de la pared del cuenco. Cuando el primero se detuvo, mostraba un uno. Los otros dos, que dejaron de girar enseguida, también se detuvieron en el uno.
—¡Triple pareja! —susurró el señor Nakano con la voz ahogada, y exhaló un suspiro.
—Ha ganado Hitomi —anunció Sakiko.
—Vale —asentí, sin comprender nada.
Sakiko estuvo un rato callada. El señor Nakano y yo, naturalmente, no nos atrevimos a interrumpir sus reflexiones.
—Bueno, ya está —declaró bruscamente al cabo de cinco minutos.
—¿Ya? —dijo el señor Nakano. Miré a Sakiko de reojo y constaté sorprendida que estaba sonriendo. En aquella ocasión, sus ojos también sonreían ligeramente.
—Te has salvado por los pelos, Haruo —susurró.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó el señor Nakano, pero ella no dijo nada más.
Subimos a la camioneta y regresamos a la tienda. El señor Nakano se ofreció a acompañarme a mi casa, pero me apetecía volver andando. Además, abrigaba la esperanza de encontrarme casualmente con Takeo, igual que la última vez. Ardía en deseos de verlo. Sin saber por qué, tenía la sensación de que era el momento ideal para hacer las paces.
Pero no me encontré con él. Recorrí el camino de vuelta hasta mi casa repitiendo las últimas palabras de Sakiko: «Te has salvado por los pelos». El invierno acababa de empezar. El aire se enfriaba a medida que avanzaba la noche. «Te has salvado por los pelos», repetí para mis adentros, apretando el paso.
—Eres increíble, Hitomi —me dijo Masayo dos semanas más tarde—. Ya me han contado que le salvaste el pellejo a Haruo —rio.
—¿A qué se refiere? —le pregunté.
—Sakiko me ha explicado lo que pasó la otra noche —repuso, hablando de ella como si fueran amigas íntimas.
Masayo me explicó que, aquella noche, Sakiko se había jugado al señor Nakano a los dados.
—¿Qué significa eso? —susurré.
—Pues que se jugó a los dados su relación con él —repitió ella, asintiendo enérgicamente.
Si ganaba ella, rompería con él. Si ganaba el señor Nakano, continuarían juntos. Si ganaba yo, se lo pensaría.
—Al final ganaste tú, ¿no? —me preguntó Masayo, mirándome fijamente.
—Sí, pero sigo sin entender las reglas del juego —confesé, y ella se echó a reír de nuevo.
Un día de aquella semana, Sakiko vino a la tienda. En ese momento, el señor Nakano no estaba. Le dio a Masayo un paquetito y se dispuso a irse.
—Gracias por lo del otro día —dijo justo antes de irse, volviéndose hacia nosotras. Deduje que se dirigía a mí.
—De nada —repuse atropelladamente, y ella sonrió. Sus ojos, sin embargo, no sonreían en absoluto.
La acompañé a la calle para despedirme de ella. Sakiko echó un vistazo indiferente a la máquina de escribir expuesta en la entrada.
—Disculpe —dije—. ¿Ha perdonado al señor Nakano?
—¿Qué? —exclamó ella.
—Lo siento, no debería habérselo preguntado —me disculpé, pero ella meneó la cabeza para quitarle importancia.
—No lo he perdonado —dijo en voz baja al cabo de unos instantes.
—Pero… ¿siguen juntos a pesar de todo? —inquirí, y ella hizo una pausa.
—Una cosa no quita la otra —repuso prudentemente. Dicho esto, me dio la espalda y se fue. Yo la seguí con la mirada mientras su silueta se iba empequeñeciendo, y recordé vagamente la inesperada euforia que me había embargado cuando conseguí que los tres dados mostraran el mismo número.
—Takeo es un idiota —susurré, cerrando los ojos. Cuando volví a abrirlos al cabo de un momento, la silueta de Sakiko ya había desaparecido de mi vista.