EL ABRECARTAS
El flash se disparó con un breve chasquido y arrojó un deslumbrante destello de luz.
—Por eso me dan miedo las cámaras digitales —dijo el señor Nakano, aunque no parecía precisamente asustado.
—¿Por qué? —le preguntó Masayo, levantando la mirada del visor.
—Porque no hacen ruido.
—¿Qué es lo que no hace ruido?
—El obturador.
—Bueno, suena como un pitido —repuso Masayo, y se agachó de nuevo para mirar a través del visor. Fotografió de frente el jarrón de cristal que había dejado en el suelo, arrimado a la pared. Luego se desplazó un poco y sacó otra fotografía. Para terminar, le dio la vuelta al jarrón y fotografió el fondo de cerca.
La pared se había vuelto amarillenta con el paso del tiempo. Takeo acababa de llevar al almacén la amalgama de trastos permanentemente amontonados a lo largo de la pared. En el desordenado y confuso interior de la Prendería Nakano, aquella pared en la que sólo había un jarrón era como un luminoso remanso de paz.
Poco después de que el señor Nakano regresara de Hokkaido, a su hermana se le ocurrió la idea de subastar artículos a través de Internet. «Colgaré las fotografías en la página web que ha diseñado el señor Tokizo y ya verás cómo se venden a buen ritmo», dijo. Por eso cada semana fotografiaba los artículos que estaban de oferta. Takeo y yo teníamos que obedecer las instrucciones de Masayo al pie de la letra: nos ordenaba que recogiéramos todo lo que hubiera frente a la pared y que sujetáramos la pantalla reflectora en diagonal, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados —aunque ella se empeñara en llamarla así, la «pantalla reflectora» no era más que una gruesa cartulina blanca—. Cuando Masayo no estaba, el señor Nakano refunfuñaba: «Qué manías tienen los ar-tis-tas».
El señor Tokizo era un conocido de un conocido de Maruyama, el novio de Masayo. Tenía un negocio de antigüedades occidentales.
—El señor Tokizo tiene muy buena mano con los relojes —comentó un día el señor Nakano.
—¿De qué lo conoces? —le preguntó su hermana, sorprendida.
—Hemos coincidido varias veces en reuniones del gremio. ¿Estás segura de que ese viejo nervudo con aspecto de grulla domina las nuevas tecnologías?
—Será nervudo y parecerá una grulla, pero tiene talento para los negocios, no como tú —le espetó Masayo, con el ojo pegado al visor de la cámara.
El señor Nakano había vuelto de Hokkaido un poco más gordo. Su cuerpo, de constitución delgada, recordaba más a una cabra que a una grulla, pero cuando regresó del viaje parecía que llevara varias toallas enrolladas alrededor de la cintura. Aunque su cara y sus extremidades no hubieran cambiado y tuviera el pecho hundido como de costumbre, se le había hinchado el vientre.
—A lo mejor está enfermo —le dije disimuladamente a Takeo, pero él meneó la cabeza.
—Ha comido demasiado.
—¿Tú crees?
—Cuando mi abuelo engordaba, tenía el mismo aspecto que él.
—Habrá comido demasiada caballa y patatas.
—Y cordero con verduras —añadió Takeo.
El señor Nakano pronto adelgazó. Si al principio parecía que llevara tres toallas alrededor de la barriga, pronto se convirtieron en dos y luego en una, hasta que al final estaba incluso más delgado que antes.
—Ha perdido peso demasiado rápido, ¿estás seguro de que no está enfermo? —le pregunté a Takeo, que se echó a reír.
—Parece que estés enamorada del señor Nakano.
—¿Yo?
—Te preocupas mucho por él.
No estaba preocupada, simplemente sentía una curiosidad irrefrenable.
—No es verdad —refuté, pero me dio vergüenza admitir que sólo lo hacía por pura curiosidad y preferí callar. El sudor resbalaba desde la frente hasta las mejillas de Takeo, que acababa de descargar el material de una recogida. Lo observé de reojo. Cerré los ojos. Una dulce sensación se apoderó de mí, y tuve la tentación de frotar mis rodillas una contra otra. Abrí precipitadamente la agenda de la tienda.
Había varias notas escritas: «A las 12:30, Kitano Heights 204». «Concurso hasta 120 000 yenes». «Teléfono revisión coche». «Reclamación mujer muela». La palabra muela estaba escrita en rotulador azul, mujer en color naranja y reclamación tenía letras negras, azules y rojas. Supuse que el señor Nakano había garabateado aquellas notas mientras hablaba por teléfono. Cuando mantenía una larga conversación, siempre abría la agenda y se entretenía haciendo esbozos y garabatos. Por eso entre las palabras teléfono, revisión y coche había la silueta de espaldas de un hombre joven que podría ser Takeo, varias rayas sin sentido y un jarrón dibujado. Los dibujos del señor Nakano eran torpes e infantiles. Sin embargo, por alguna razón misteriosa, todo lo que dibujaba era perfectamente reconocible.
El jarrón era el que Masayo estaba fotografiando con la cámara digital.
—Podría ser de Gallé —dijo, y el señor Nakano soltó una carcajada.
—¿Quién es Gallé? —preguntó Takeo.
El señor Nakano estuvo un rato reflexionando.
—Un artista que decoraba jarrones de cristal con motivos de libélulas, champiñones y cosas parecidas —repuso al fin.
—Qué mal gusto.
—Eso depende de cada uno.
—Vosotros no sois capaces de comprender la belleza de esos jarrones —intervino Masayo, mientras tomaba una fotografía en un plano inclinado. La cámara emitió un leve chasquido.
—Cada vez tengo más claro que esto de las cámaras digitales no es lo mío —gruñó el señor Nakano—. Si no oigo su ruido, su voz, no puedo comprenderlas —añadió.
—¿Su voz? —repitió Takeo, extrañado.
El señor Nakano se levantó y fue a la trastienda.
—Haruo es demasiado conservador —comentó Masayo, mientras apartaba el jarrón y colocaba en su lugar una estatua de un animal difícil de identificar—. Es un perro, ¿no? —dijo, moviéndolo para encontrar el ángulo adecuado—. ¿O un conejo? No, es un oso.
Al otro lado de la pared, oímos que el señor Nakano intentaba poner en marcha la camioneta, pero el motor no arrancaba.
—Se le habrá agotado la batería —aventuró Takeo, y se dirigió hacia la parte trasera de la tienda.
El chasquido del disparador de la cámara quedó ahogado por el ruido del motor, que acababa de ponerse en marcha. Puesto que los obturadores de las cámaras digitales tienen un recorrido muy corto, no conseguí distinguir el momento en que Masayo lo pulsó. Sus gestos, que parecían sombras que preparaban la cámara, se detenían y volvían a moverse, me desorientaban y no sabía adónde mirar.
Volví a dirigir despacio la mirada hacia la agenda. Me fijé en la palabra muela, que estaba escrita en azul. Por enésima vez se oyó el ruido ronco del motor intentando arrancar.
—¿Qué opinas? —me preguntó el señor Nakano.
En la tienda había entrado un grupo de tres mujeres de mediana edad que acababan de irse. Debían de tener la edad del señor Nakano, quizá un poco más jóvenes, y todo parecía indicar que habían venido en tren al barrio para ir de compras. Masayo acababa de decir que, desde que habían renovado el edificio de la estación unos dos años antes, nuestra clientela había cambiado un poco.
—Una de ellas era bastante guapa.
Dos de las mujeres iban cargadas de anillos y de pendientes y llevaban camisetas con originales diseños, llenas de encajes y de gatos dibujados que habían comprado quién sabe dónde. La tercera, en cambio, iba vestida con un sencillo suéter de verano de color beige y un pantalón ajustado. Como complementos, sólo llevaba un lujoso reloj de oro.
—Su reloj parecía caro. Podría ser una antigualla.
No pude evitar sonreír al recordar que, en mi primer día de trabajo, el señor Nakano me había dicho que todo lo que había en la Prendería Nakano eran objetos de segunda mano, allí no se vendían antigüedades.
—Al final se han ido sin comprar nada.
La mujer del reloj dorado había cogido el pisapapeles en forma de tortuga y había estado un rato dudando. Luego lo había devuelto a su sitio y había examinado un cuenco de porcelana de Imari que habíamos recogido en casa del conocido de Masayo. Mientras tanto sus dos amigas cargadas de complementos criticaban el menú del restaurante donde habían comido: «Decían que era trufa, pero aquellos granitos negros parecían motas de polvo mezcladas con la salsa. Y el sorbete creo que sólo llevaba aroma de lichi, lo venden en Hong Kong y en lugares así. Pues tendría mucho mérito que fueran hasta Hong Kong para comprar la materia prima. Sí, pero en Japón también lo venden…». Sin dejar de hablar, las dos mujeres cogieron una cartera que había hecho Masayo, teñida con tintes vegetales, metieron la nariz en su interior y la olisquearon.
—Yo creía que iban a comprar el cuenco de porcelana —dije, y el señor Nakano asintió.
—¿Qué crees que debe decir una mujer antes de entrar en un hotel por horas?
—¿Qué? —exclamé, ante su inesperada pregunta—. ¿A qué se refiere?
—Pues eso, figúrate que me dicen algo como: «Has escogido un momento demasiado oportuno para entrar».
—¿Quién? —pregunté—. ¿Está imaginando la reacción de la mujer del reloj de oro?
—¡Qué ocurrencias tienes! —dijo el señor Nakano mirándome con la frente arrugada, a pesar de que era yo quien debería mirarlo con extrañeza. Al poco rato, recuperó su cara habitual y añadió, con la mirada extraviada—: Ya me gustaría que hubiera sido ella…
—Escoger el momento oportuno es bueno, ¿no?
—Si es demasiado oportuno, no es muy charmant.
Me eché a reír, pero el señor Nakano prosiguió su explicación sin inmutarse.
—Las entradas de los hoteles de ciudad suelen estar en las calles, donde pasa mucha gente. Fuera de las ciudades, los hoteles están situados en las carreteras y entras directamente en coche, de modo que no tienes por qué preocuparte. Pero en un hotel de ciudad estás expuesto a las miradas de la gente, sobre todo de día —me explicó.
Mientras lo escuchaba y le respondía de vez en cuando con algún monosílabo, me di cuenta de que me había acostumbrado por completo a la forma de hablar del señor Nakano, que al principio me resultaba tan extraña. Exhalé un breve suspiro. Él lo ignoró y siguió hablando.
—Miramos a derecha e izquierda y entramos rápidamente. Parece sencillo, ¿no? —dijo, mirándome fijamente con seriedad—. Pero nada más entrar, había un escalón y ella tropezó.
—¿Seguro que no fue usted quien tropezó? —le pregunté, y él negó con la cabeza.
—Yo tengo muy buenos reflejos.
—Entonces fue ella.
—Sí —confirmó el señor Nakano—. Luego entramos en la habitación, hicimos lo que teníamos que hacer, terminamos y ella me dijo que se había quedado muy satisfecha y todo lo demás, pero empezó a hacerme reproches.
Escuchando la forma de hablar del señor Nakano, que parecía a punto de quedarse atascado en cualquier momento, me acordé de Masaki, un chico que iba a clase conmigo en tercero de primaria. Masaki tenía una clapa en la cabeza tan grande como una moneda de 10 yenes. Era bajito, pero tenía unos pies enormes, de modo que siempre era el primero en ser eliminado cuando jugábamos al balón prisionero. Yo solía ser la segunda o la tercera en caer, así que Masaki y yo atábamos siempre fuera del campo, sin jugar.
Casi nunca hablábamos, pero un día, de repente, me dijo: «Tengo un hueso». La mayoría de los niños estábamos eliminados y en el campo sólo quedaban los dos o tres más fuertes. Masaki y yo estábamos en las barras paralelas, contemplando las idas y venidas del balón de un lado a otro del terreno de juego. «Tengo un hueso de mi hermano mayor», me dijo Masaki. «¿De qué estás hablando?», le pregunté. «Mi hermano murió hace dos años», me respondió él. «¿Y cómo conseguiste…?». «Lo cogí de la urna. Quería mucho a mi hermano», dijo simplemente. Luego se apoyó en la barra y se quedó callado. No quise preguntarle nada más.
Poco antes de graduarme del instituto, volví a encontrarme con Masaki después de mucho tiempo. Había crecido, y me estuvo explicando que quería entrar en una prestigiosa universidad. «¿En la Universidad de Tokio?», le pregunté, pero él se echó a reír asintiendo con la cabeza. «La única universidad prestigiosa que conoces es la de Tokio, ¿verdad, Hitomi?». «Pues sí», le respondí en tono orgulloso, y me fijé en su cabeza. La clapa había desaparecido bajo una mata de pelo.
—¿Qué clase de reproches le hizo? —le pregunté al señor Nakano.
—Me dijo que no le había gustado porque lo había hecho demasiado bien.
—¿Y no se sintió orgulloso? —le pregunté.
—No —dijo el señor Nakano, que parecía confundido—. Creo que tuvo dos orgasmos, y no necesité más tiempo del habitual. Además, me cambio los calzoncillos todos los días.
—Ya.
—Además de decirme que todo eso no tenía gracia, antes de alcanzar el orgasmo no hizo ningún ruido. Ni un suspiro. Lo normal es emitir algún gemido, aunque sea pequeño. Pues ni siquiera se inmutó. Como esa cámara digital.
—Ya —repuse en un tono indiferente, sin saber qué decir.
Entró un cliente. Era un hombre joven. Recorrió la tienda mirando frenéticamente a su alrededor y cogió unos cuantos paquetes de cromos menko de los años setenta como si fuera lo primero que hubiera encontrado. Cuando se acercó a la caja para pagar, me di cuenta de que había escogido los cromos más baratos, puesto que eran artículos relativamente caros para ser de segunda mano. Le di las gracias y metí los cromos en una bolsa de papel. Mientras tanto, él mantenía la vista fija en mis manos. Cuando empecé a trabajar, me ponía muy nerviosa que me mirasen las manos, pero al cabo de un tiempo dejó de importarme. La mayoría de los clientes de una tienda de segunda mano no pierden de vista los artículos que han comprado mientras están pagando.
El señor Nakano suspiró y salió de la tienda. El cliente salió justo después de él. Hacía un tiempo húmedo y bochornoso, y el cielo estaba cargado de lluvia.
Conocí al «banco» del señor Nakano por casualidad.
En realidad era su amante. Cuando decía que iba al banco, la mayoría de las veces había quedado con ella. Desde el día en que Takeo me lo explicó, nos acostumbramos a llamarla «el banco», aunque nunca la habíamos visto.
Me encontré con ella inesperadamente en una calle cercana al edificio del banco.
Por la tarde, antes de que empezara a oscurecer, el señor Nakano dijo como siempre que tenía que ir al banco, y se fue. Takeo acababa de terminar una recogida, así que le pedí que me sustituyera un rato detrás del mostrador y yo también aproveché para ir a pagar el alquiler de mi piso.
A pesar de que estábamos a principios de mes, el banco estaba abarrotado. El señor Nakano nos pagaba el sueldo en mano. Quitaba de las pagas mensuales las horas que habíamos faltado al trabajo y nos entregaba un sobre marrón a fin de mes. Como a veces cometía errores de cálculo, lo primero que hacía en cuanto me daba el dinero era sacarlo del sobre y comprobar que el importe fuera correcto. Hasta entonces me había pagado de menos en dos ocasiones y se había pasado una sola vez. Cuando me pagó más de la cuenta también se lo dije, por consideración. «Qué honrada eres, Hitomi. Esto te dará muchos quebraderos de cabeza», me dijo en un extraño tono de voz, a la vez que aceptaba con un gesto magnánimo los 3500 yenes que yo le devolvía.
Al ver que la cola del banco no avanzaba, decidí ir antes a comprarme unas medias para la boda de mi prima, que se casaba al mes siguiente. Tenía la misma edad que yo. Cuando terminó la carrera, estuvo tres años en una agencia de viajes y cayó enferma porque trabajaba demasiado. Sin embargo, su espíritu inquieto no soportaba la falta de actividad, así que se inscribió en una agencia de trabajo temporal y empezó a trabajar de nuevo sin descanso. Cuando me dijeron que su prometido era el jefe de la empresa que la había contratado, sentí una gran admiración. Era digno de mi prima casarse con un «jefe», un cargo de importancia ambigua.
Mientras pensaba que escogería algún regalo de la lista de boda que no superase los 4000 yenes, me puse en marcha con la intención de dirigirme hacia la tienda de ropa cercana. En cuanto salí del edificio, delante de mí apareció el señor Nakano en compañía de «el banco».
El señor Nakano y «el banco» estaban doblando la esquina. Cerca de allí había un hotel por horas. Los seguí casi sin pensar, convencida de que al señor Nakano no se le ocurriría entrar en un hotel que se encontraba tan cerca de su propio negocio. «El banco» tenía unas piernas muy bonitas. Llevaba una falda de tubo negra que le llegaba un poco por encima de las rodillas y una camiseta de manga corta ajustada al cuerpo. A su espalda ondeaba un fino pañuelo que llevaba atado alrededor del cuello con un nudo flojo. De repente, volvió la cabeza. Por un instante se me heló la sangre en las venas, pero pronto siguió caminando sin percatarse de mi presencia.
«El banco» era una mujer atractiva. Decir que era una belleza sería quizá un poco exagerado, pero su piel, sin apenas maquillaje, se veía blanca y suave. Tenía los ojos pequeños y la nariz recta. Sus labios tenían una indescriptible sensualidad y, al mismo tiempo, emanaban pureza.
«Así que esta es la mujer de piedra que no suelta ni un gemido», pensé mientras los seguía con la boca entreabierta. El señor Nakano y «el banco» siguieron caminando. Cuando llegaron a la puerta del hotel, él se volvió súbitamente. Su mirada inquisitiva recorrió toda la calle. Al principio no pareció reconocerme, pero justo después abrió los ojos como platos y su boca se movió pronunciando mi nombre: «¡Hitomi!».
Luego, la puerta del hotel absorbió al señor Nakano. No pareció entrar por voluntad propia, ni siquiera pareció que tuviera la intención de entrar, sino que fue literalmente engullido. «El banco» desapareció con él. «Es realmente bueno», pensé, admirada.
Cuando conseguí recobrarme, fui a la tienda de ropa y me compré las medias. Tras una breve vacilación, escogí unas de rejilla porque me acordé de haber leído, hojeando casualmente una revista de moda, que a los hombres les encantaba ver unas medias de rejilla entre la falda y las botas. Cuando salí de la tienda, me di cuenta de que no podría llevar botas porque estábamos en verano, de modo que, para que se vieran las medias, debería ponerme una falda corta que no tenía. De todos modos no importaba, porque sólo tenía ocasión de ponerme medias en las bodas. Pensé que las usaría para disfrazarme cuando volviera a invitar a Takeo a mi piso. Pero… ¿disfrazarme de qué? Sumida en estos absurdos pensamientos, emprendí el camino de regreso a la tienda.
Un poco antes de que el señor Nakano viniera a cerrar, me di cuenta de que había olvidado por completo pagar el alquiler. Cuando el señor Nakano entró, lo saludé y él me devolvió el saludo como si nada hubiera pasado. Anoté en la agenda la palabra banco en rotulador azul. Los caracteres azules se alineaban debajo de muela, escrita con un grueso rotulador azul claro.
Quise preguntarle al señor Nakano si con lo de muela se refería a una piedra de afilar o a un diente, pero él se encerró en la trastienda. Antes de irme, me volví hacia la puerta del fondo y le dije adiós. Su voz difusa salió flotando de la trastienda: «Hasta mañana». Era una voz aguda y un poco vacilante, como la de un espectro deslumbrado por la luz del día.
—¡Un vecino del barrio ha sido apuñalado! —gritó, mientras entraba, el dueño de la tienda de bicicletas que se encontraba dos locales más allá.
Lo único que sabía era que se trataba de un hombre de mediana edad. Había sido apuñalado en un callejón sin salida del distrito comercial y se lo habían llevado en ambulancia. No había testigos. Por lo visto, él mismo había llamado al número de emergencias. Los médicos de la ambulancia lo recogieron del suelo inconsciente y, cuando los primeros curiosos acudieron al lugar, ya se lo habían llevado al hospital.
El dueño de la tienda de bicicletas, que llevaba un mono de trabajo, era de complexión obesa, al contrario que el señor Nakano. «Esto es porque no bebe ni fuma», decía mi jefe, que intentaba mantener las distancias con él. Sin embargo, el hombre se presentaba de vez en cuando en la Prendería Nakano con aires de experto.
Al parecer, el señor Nakano y el dueño de la tienda de bicicletas habían estudiado juntos en primaria y secundaria. «Era un tipo capaz de sacar punta a un lápiz con una navaja, y sus habilidades llegaban mucho más lejos: podía incluso grabar la imagen del acorazado Yamato en la madera. Un día le pedí un lápiz porque me había olvidado el estuche en casa y me prestó uno minúsculo con la punta redondeada, mientras escondía en la palma de la mano los lápices con los grabados del acorazado Yamato y de los cazas Zero. Para que os hagáis una idea de la clase de persona que es», nos explicó un día el señor Nakano.
Justo después, averiguamos que la víctima era un comerciante del barrio, y al atardecer supimos que se trataba del señor Nakano. Sonó el teléfono y lo cogí sin prisas —el señor Nakano me había dicho un día, mientras se fumaba un cigarrillo, que dejara sonar el teléfono tres veces antes de descolgar porque, si me apresuraba a responder, perdería al cliente que estaba atendiendo y no podría venderle el artículo en el que se había mostrado interesado—. Al otro lado de la línea oí la voz de Masayo.
—No te asustes, ¿vale? —me dijo, más serena que de costumbre—. Han apuñalado a Haruo.
—¿Qué? —exclamé.
Entonces fue cuando el dueño de la tienda de bicicletas irrumpió en la tienda por segunda vez armando un escándalo considerable. Se me quedó mirando mientras hablaba por teléfono, asintiendo solemnemente.
—Pero no es grave, no ha perdido mucha sangre.
—Ya —repuse, y noté que mi propia voz sonaba alterada. En cambio, de forma inversamente proporcional, la de Masayo era cada vez más tranquila. En un rincón de mi cerebro se me ocurrió que no había ninguna diferencia entre una voz alterada y una que se esforzaba en mantener la calma.
—Esta tarde iré yo a cerrar la tienda, pero a lo mejor llego un poco tarde. ¿Te importaría esperarme?
—No, claro —le respondí, recuperando la compostura. Notaba la penetrante mirada del dueño de la tienda de bicicletas clavada en mis labios y en la mano con que sujetaba el auricular. «¡Deje de mirarme!», quise gritarle, pero al final no me atreví, quizá por falta de costumbre. Colgué despacio el teléfono y fijé la vista al frente.
—¿Es verdad que el hombre al que han apuñalado es Nakano? —me preguntó.
—No lo sé —repuse—. No tengo ni idea.
Él me hizo más preguntas, pero yo guardé un silencio obstinado. Al cabo de un rato, regresó Takeo. El dueño de la tienda de bicicletas intentó sacarle algo más sobre el «misterioso caso de agresión en una callejuela del distrito comercial», pero como Takeo no sabía prácticamente nada y no parecía tener ganas de hablar, la conversación no llegó a ninguna parte.
—Voy a ir al hospital —me dijo Takeo en cuanto el hombre se fue.
—¡Vaya! Se me ha olvidado preguntarle a Masayo dónde estaba ingresado.
—Llamaremos a la policía.
Takeo descolgó inmediatamente el teléfono e hizo varias preguntas. Mientras sujetaba el auricular con una mano, abrió la agenda con el codo y anotó en rotulador azul el nombre y el número de teléfono del hospital. Debajo de la palabra banco escribió: «Hospital Satake, Nishimachi 2».
—Vuelvo enseguida —dijo, y salió a toda prisa por la puerta trasera. Cuando el motor de la camioneta se encendió al cabo de varios intentos, Takeo hizo sonar la bocina una vez. Levantó la mano rápidamente para saludarme, volvió a sujetar el volante y fijó la vista al frente, en la calle que se extendía al otro lado del parabrisas.
El hospital Satake estaba en un lugar difícil de encontrar. Aquel día, cuando Masayo vino expresamente a cerrar la tienda y luego volvió al hospital, decidí acompañarla, puesto que aún no había visitado al señor Nakano.
Aunque lo hubieran apuñalado ese mismo día y acabara de despertar de los efectos de la anestesia, mi jefe tenía muy buen aspecto. Había pelado hasta la mitad un plátano que le había traído Masayo y se lo estaba comiendo.
—Aprovecharé para pedir que me hagan toda clase de pruebas —dijo, en un tono despreocupado.
—¿Cómo tiene la herida? —le pregunté, pero no fue él quien me respondió, sino su hermana.
—Con algo así es imposible hacer una herida decente.
—¿Qué quiere decir?
—No lo han apuñalado con un cuchillo, sino con un simple abrecartas.
Masayo también empezó a pelar un plátano. Lo sujetaba con delicadeza, pero su forma de arrancar la piel era igual de brusca que la de su hermano.
—Lo han apuñalado con un abrecartas —me explicó.
—¿Con un abrecartas? —repetí.
—Exacto. Cuesta creerlo, ¿verdad?
—¿Los abrecartas están afilados?
—En absoluto.
—Pero ha perdido sangre, ¿no?
—Este sangra por cualquier cosa.
Cuando Masayo me llamó para decirme que habían agredido a su hermano, pensé por un momento que había sido «el banco». Pero me equivocaba.
—¿Recuerdas que el otro día mantuve una larga conversación telefónica? —intervino el señor Nakano.
—¿Una larga conversación?
El señor Nakano mantenía largas conversaciones por teléfono dos o tres veces al día. Generalmente, solía recibir llamadas de clientes. Por alguna razón que no comprendía, la gente era muy precavida a la hora de comprar o vender objetos antiguos. «Si se tratara de un objeto nuevo, por muy caro que fuera, lo comprarían enviándome un simple e-mail», refunfuñaba a menudo el señor Nakano.
—¿Cuándo fue?
—Hará una semana, más o menos. Me llamó una mujer reclamándome que afilara con una muela un objeto que había comprado —dijo el señor Nakano mientras pelaba otro plátano, esta vez hasta el final, y se lo metía entero en la boca.
—¡No te lo comas de un bocado! ¿No te das cuenta de que te vas a atragantar? —lo riñó Masayo.
—Nadie se atraganta con un plátano.
—Pues en los periódicos cada dos por tres salen noticias de gente que muere atragantada con un plátano.
—¡Y un cuerno! Se atragantan con las tortas de arroz de Año Nuevo.
—¿No será lo que está escrito en la agenda? —pregunté, acordándome de la palabra reclamación escrita en negro, azul y rojo.
—Exacto. Era una mujer muy pesada. Me dijo que el abrecartas que había comprado en la tienda no cortaba, y se puso hecha una furia reclamándome que lo afilara.
—Pero un abrecartas no tiene por qué estar afilado, ¿verdad?
—A lo mejor los más buenos sí que lo están, pero los que vendemos en la tienda son de pacotilla. Supongo que no tienen por qué estar afilados —dijo mi jefe con expresión dubitativa. Se quedó un rato absorto, como si contemplara un lugar muy lejano—. A pesar de todo, aquella mujer tenía una voz muy bonita —prosiguió.
Por lo visto, la mujer de la voz bonita había vuelto a llamar. Le pidió al señor Nakano que cogiera una muela y que fuera hasta un lugar un poco apartado del distrito comercial. Fue una llamada muy misteriosa. El señor Nakano estaba curado de espantos, porque en esa clase de negocio solían pasarle cosas raras. Aun así, le llamó la atención que la mujer lo hubiera citado en una zona alejada del centro, porque lo normal habría sido quedar en un lugar céntrico. Sin embargo, atraído por su seductora voz, decidió acudir a la cita.
—No tienes remedio —le reprochó Masayo en voz baja. Su hermano le dirigió una breve mirada y se encogió de hombros.
A la hora prevista, el señor Nakano llegó dando un paseo al lugar convenido, con la muela bajo el brazo. La mujer lo estaba esperando. Llevaba un delantal atado a la nuca, el pelo recogido, una falda hasta las rodillas y unos calcetines blancos con unas sandalias que al señor Nakano le llamaron la atención. Eran el tipo de sandalias que se vendían en los años setenta. Como prendero, estaba acostumbrado a ser muy minucioso con las fechas.
La mujer parecía tener la misma edad que él. Llevaba los labios pintados de un color oscuro. Sin saber por qué, el señor Nakano sintió miedo. Tal vez fuera su intuición como prendero o, simplemente, la de una persona con un poco de juicio. «Agáchate», le ordenó la mujer. «¿Cómo?», dijo el señor Nakano. «Agáchate y afila el abrecartas», dijo ella, con la misma voz seductora que había oído por teléfono y que, en directo, era aún más bonita.
—He tenido una ligera erección —susurró el señor Nakano, y Masayo hizo chasquear la lengua.
Como si hubiera caído bajo un poderoso embrujo, el señor Nakano se agachó. Dejó la muela en el suelo, la llenó con agua mineral de una pequeña botella que la mujer le tendió y empezó a afilar despacio el abrecartas. Mientras tanto, ella permanecía de pie en medio de la calle con la cabeza erguida, en una postura que denotaba altivez.
El señor Nakano siguió afilando el abrecartas sin prisas.
—Le traeremos un cesto de fruta cuando vayamos a visitarlo —dijo Takeo—. No creo que le interesen mucho las flores.
Ese día, quizá debido a los efectos de la anestesia, el señor Nakano se quedó dormido a medio relato y Masayo no consiguió despertarlo, aunque lo sacudió, lo empujó y lo zarandeó. Desde entonces, tanto Takeo como yo habíamos estado ocupados en la tienda y no habíamos podido ir al hospital. Aunque apenas hubo trabajo cuando el señor Nakano fue a Hokkaido, últimamente el negocio marchaba viento en popa.
Cuando por fin tuvimos un día libre, Takeo y yo decidimos quedar por la tarde para ir juntos al hospital. Estaba impaciente por saber por qué la mujer había apuñalado al señor Nakano una vez afilado el abrecartas. Pensé en preguntárselo a Masayo, pero me daba un poco de reparo mantener aquella conversación en el trabajo. Además, el dueño de la tienda de bicicletas podía aparecer en cualquier momento con los ojos brillantes de curiosidad.
Takeo escogió fresas.
—Qué caras —comenté yo a su lado.
—Son para una ocasión especial —alegó él.
Cuando entramos en la habitación con dos grandes cestas llenas de fresas, el señor Nakano no estaba porque lo habían trasladado a una habitación de seis camas. Me lamenté al pensar que, si compartía habitación con otras cinco personas, le resultaría un poco incómodo explicarnos el desenlace de la historia. Cuando abrimos la cortina de la cama que ocupaba, «el banco» estaba con él.
—Uy —dije, y «el banco» me sonrió. Una vez más, me sorprendió el contraste entre sus pequeños ojos y sus seductores labios carnosos.
—Esta es Sakiko, la dueña de la tienda Asukado —nos presentó el señor Nakano, que parecía muy animado—. Ellos son Hitomi y Takeo —le dijo a Sakiko.
—¿Asukado no es donde venden jarrones y cosas así? —preguntó Takeo, y ella asintió—. Es una tienda de antigüedades de verdad —añadió Takeo, y Sakiko movió ligeramente la cabeza, sin decir ni que sí ni que no. Llegué a la conclusión de que aquella mujer no encajaba en absoluto con el señor Nakano.
—Supongo que querrás saber cómo termina la historia del otro día, ¿verdad, Hitomi? —me preguntó mi jefe, sin bajar la voz y con la misma actitud que había mostrado delante de mí y de Masayo, sin importarle que Sakiko estuviera presente. Ella nos ofreció dos sillas.
—No, no importa —balbucí, pero el señor Nakano me dirigió una sonrisa burlona.
—No te aguantes. Reprimirse es malo para la salud. ¿Sabías que es la primera causa de impotencia? —prosiguió. Me pregunté cómo se lo habría tomado Takeo, pero no me atreví a mirarle la cara.
—Pues le afilé el abrecartas —empezó el señor Nakano, con su brusquedad habitual. Le afilé el abrecartas con gran esmero. Cuando terminé, me levanté para dárselo. «Aquí tiene», le dije. «Me pregunto si cortará. Si cortará de verdad, quiero decir», dijo ella. «Por supuesto que sí», le aseguré. Entonces, sin previo aviso, me clavó el abrecartas en el costado. No echó la mano hacia atrás para darse impulso ni la levantó para clavármelo con más fuerza, no. Me lo hundió en el vientre con un movimiento sencillo y natural, como quien ahuyenta una mosca que pasa volando, ¿comprendéis lo que quiero decir?
El señor Nakano hablaba como si hubiera repetido el mismo relato varias veces y se lo hubiera aprendido de memoria. Tanto Takeo como yo estábamos mudos de asombro.
—Estaba tan bien afilado que me atravesó limpiamente la piel, cosa difícil de hacer con un abrecartas.
—¡Cielos! —exclamó Sakiko en el instante en que el señor Nakano terminó de hablar. Entonces, de repente, las lágrimas empezaron a resbalarle copiosamente por las mejillas, derramándose por sus pómulos hinchados como una catarata que parecía no tener fin. Sakiko lloraba sin hacer ruido. Me pregunté si eso era lo que se llamaba «llorar a mares».
—¿Tienes un pañuelo? —me preguntó el señor Nakano.
—Tome —le dije a Sakiko, tendiéndole un paquete de pañuelos de propaganda que me habían regalado.
Aparte de eso, nadie dijo nada más. Sakiko seguía llorando sin emitir ningún sonido y sin utilizar el pañuelo para sonarse la nariz, que moqueaba como una fuente. Al cabo de unos diez minutos, dejó de llorar tal y como había empezado: de repente.
—No te preocupes, la mujer ya está en manos de la policía y hay una demanda contra ella —intentó tranquilizarla el señor Nakano, pero Sakiko estaba inmóvil como una estatua y no parecía escucharlo.
Me acordé sin querer de la estatua que Masayo había estado fotografiando la última vez, esa que no se sabía si era un perro, un conejo o un oso. Involuntariamente pensé que, si Masayo hubiera fotografiado a Sakiko de perfil en ese preciso instante, habría vendido las fotografías a muy buen precio.
—Lo siento —se disculpó el señor Nakano, aunque sonó como si no acabara de comprender por qué tenía que pedir disculpas. Sakiko no se inmutó. Al fin, alargó la mano hacia el paquete de pañuelos y se sonó la nariz ruidosamente. Luego clavó la mirada en el señor Nakano.
—A partir de ahora, te prometo que gemiré —dijo.
—¿Cómo? —exclamó él, gritando un poco más de lo necesario.
—Gemiré con la condición de que no te acerques a otras mujeres aparte de la tuya —dijo Sakiko, en voz baja pero clara.
—Sí —repuso el señor Nakano, en un tono que parecía el de un luchador de sumo derrotado que ha caído de bruces sobre la arena—. Sí, claro. Por supuesto —añadió, con voz temblorosa.
Sakiko se levantó, imperturbable, y salió de la habitación sin volverse ni una sola vez.
Takeo y yo también nos fuimos al cabo de un rato, y nos dirigimos a paso rápido hacia el ascensor.
—Menudo genio —susurró Takeo.
—Masayo dice que al señor Nakano le gustan las mujeres con carácter.
—Pero es muy atractiva.
—¿Es tu ideal de mujer? —le pregunté, intentando aparentar indiferencia sin conseguirlo.
—No tengo ningún ideal de mujer —repuso él—. Por cierto, Hitomi, ¿a qué se refería con eso de gemir?
—Le ha prometido que gemiría cuando llegara al orgasmo.
—¿Qué? —exclamó Takeo.
Nos quedamos callados. Cuando ya llevábamos un rato sin hablar, dejé escapar un suspiro.
—¿Sabes? Cuando vuelva a nacer, no me gustaría reencarnarme en el señor Nakano —dije, y Takeo se echó a reír.
—Me sorprendería que te reencarnaras en él.
—Sí, sería muy raro.
—Pero Sakiko no me ha disgustado —dijo Takeo.
A mí tampoco me había disgustado. Y el señor Nakano tampoco, naturalmente. Había muchas personas que no me disgustaban. Entre ellas había algunas que incluso me gustaban y otras que me inspiraban más odio que amor. Mientras me preguntaba cuánta gente había que me gustara de verdad, le cogí la mano a Takeo. Él también estaba sumido en sus pensamientos.
Cuando salimos del hospital, levanté la vista al cielo y vi aquella estrella que brilla pálidamente cuando aún es de día, a determinadas horas de ciertas estaciones del año, y que no sabía cómo se llamaba.
—Takeo —dije.
—Dime —repuso él.
Volví a pronunciar su nombre y él me besó. Fue un beso como los de siempre, sin lengua. Yo me quedé quieta, saboreándolo. «Qué labios más cálidos», pensé. En algún lugar se oyó el motor de un coche tratando de arrancar, y justo después enmudeció.