GINEBRA
—¿Sabes aquella pintura al óleo europea de la época medieval en la que sale un hombre gordo bebiendo a morro de una botella? ¡Sí, mujer!
Sakiko arrugó la frente, pues no sabía a qué pintura se refería el señor Nakano.
—Es de un padre y un hijo que pintaban juntos, creo que los dos se llamaban Peter o algo así. En sus pinturas suelen aparecer escenas de las fiestas de los pueblos con hombres sujetando el cuello de una botella con su manaza peluda y bebiendo a morro.
—¿Peter? —preguntó Sakiko, arrugando la frente de nuevo—. Peter es un nombre tan común como Taro en Japón —dijo, con los ojos entrecerrados. Sus pómulos parecían más redondos de lo habitual.
—Pues eso, se llamaba Bru-no-sé-qué. Brueghel, creo. Sus cuadros están llenos de hombres de mediana edad en bombachos que no hacen más que empinar el codo.
—A lo mejor sí que el cuadro que dices es del taller de Brueghel.
Sakiko abrió los ojos de par en par y miró directamente al señor Nakano, que no parecía dispuesto a darse por vencido.
El aire caliente que escupía la estufa de petróleo que un cliente nos había vendido unos días antes me calentaba sólo la mitad derecha del cuerpo. En lo que llevábamos de invierno no había hecho demasiado frío, pero las temperaturas se habían desplomado coincidiendo con el inicio del nuevo año y el climatizador de la tienda, que no funcionaba bien, no calentaba lo bastante, de modo que teníamos las manos y los pies helados.
«Esto no vamos a venderlo, nos lo quedaremos», dijo el señor Nakano en cuanto el cliente dejó la estufa y se fue. Mandó a Takeo a comprar petróleo, encendió la estufa inmediatamente y su cara se iluminó de alegría. Parecía un niño dando cuerda a un juguete que le acababan de regalar. Se agachó frente a la estufa y dejó que el aire le calentara el rostro.
—¡Cómo han mejorado las estufas de petróleo! —comentó Masayo con admiración, agachándose al lado de su hermano—. Antes el calor de la llama te dejaba la cara ardiendo.
—Pues el otro día vi la misma botella de alcohol —dijo con vehemencia el señor Nakano, dirigiéndose a Sakiko.
Ella se limitó a responderle vagamente mientras examinaba un cesto de akebia.
—Es bonito, ¿verdad? —dije.
—Sí —asintió ella—. Pero es casi nuevo.
Aquella expresión me hizo reír.
—En este mundillo los objetos nuevos o en perfecto estado tienen poco valor. ¿Curioso, verda…?
El señor Nakano enmudeció de repente y levantó la vista al techo. Estuvo un buen rato inmóvil con la cabeza inclinada. Finalmente avanzó hasta un rincón de la tienda sin despegar la vista del techo y buscó a tientas la escoba de bambú apoyada en la pared. Se desplazó de nuevo hasta el lugar donde estaba antes y, soltando un pequeño grito, golpeó el techo con el palo de la escoba.
—¿Qué mosca te ha picado? —le preguntó Sakiko, sin apenas abrir la boca. Sus labios parecían pétalos.
—Una rata —aclaró el señor Nakano—. Con un poco de puntería, puedo dejarla medio atontada.
—¿Cómo vas a atontarla golpeando el techo? —rio Sakiko, burlándose de él.
El señor Nakano pareció olvidarse de la rata y retomó la historia de la botella medieval.
—Quiero comprarla.
—¿Es muy cara? —le preguntó Sakiko.
—Mucho.
—¿100 000 yenes?
—250 000.
—¡Caramba! —exclamó ella, sorprendida, y entrecerró de nuevo los ojos. Según como lo hacía, su mirada transmitía distintas emociones. En esa ocasión, adoptó la mirada de comerciante astuta. Me fijé en que sus pómulos no se hinchaban y sus labios parecían más finos que de costumbre.
—Sí, es muy cara.
—En realidad yo soy experta en antigüedades japonesas, así que no domino los precios del mercado occidental —dijo Sakiko, aunque su mirada revelaba que el precio le había parecido desorbitado.
El señor Nakano frunció el ceño. Yo creí que estaba reflexionando acerca del precio de la botella, pero en realidad volvía a estar preocupado por la rata.
—Ha vuelto en sí. ¿Oís cómo corretea otra vez? —se quejó, visiblemente molesto.
Moví un poco la estufa para que el aire no me calentara sólo la mitad derecha del cuerpo. El señor Nakano se dio cuenta enseguida.
—Ten cuidado, no vayas a provocar un incendio —me advirtió.
—Claro.
—No me respondas con esa voz tan triste —dijo, rascándose la cabeza.
—No estoy triste —le aseguré, y él se rascó la cabeza de nuevo.
—Pues yo sí que lo estoy.
—¿Por qué?
—Es por el invierno. Hace frío y no tengo dinero.
Sakiko se sentó en una de las sillas que teníamos en venta y empezó a balancear los pies. Sus piernas, enfundadas en unas medias negras, se veían largas y delgadas.
—¡La rata! —dije, y el señor Nakano y Sakiko levantaron la vista al techo simultáneamente—. Era broma —añadí, y ambos bajaron la cabeza con cara de decepción. La estufa emitía un ligero zumbido.
Aunque no era habitual en él, el señor Nakano se obsesionó con la botella.
Mientras abría la persiana, medio agachado, susurraba: «La verdad es que es mucho dinero», y al final de cada conversación, cuando parecía que iba a añadir algo más, se preguntaba a sí mismo: «¿Cuál será su precio exacto?».
—Últimamente el señor Nakano está como una cabra —comentó Takeo.
—Eso es muy irrespetuoso —lo regañé con severidad.
—Perdona —se disculpó él, agachando la cabeza.
—No importa —refunfuñé entre dientes.
Takeo desvió la mirada. Mi cuerpo flaqueó como si las fuerzas me hubieran abandonado. «Vivir así no puede ser sano —pensé—. Debería dejar este trabajo». Era una idea que, últimamente, surgía en mi cabeza de vez en cuando.
Masayo entró en la tienda. Desde que Maruyama había regresado, se había vuelto más coqueta que antes, por decirlo de algún modo. Aquel día llevaba una falda lila hasta los tobillos que parecía hecha a mano, y una bufanda que colgaba de su cuello. Probablemente la había teñido ella misma con tintes vegetales.
—Oye, Hitomi, ¿no te parece que Haruo está como una cabra últimamente? —me preguntó mientras se sentaba en una silla junto al mostrador.
—¿Como una cabra? —repetí, sin saber muy bien qué responderle. Takeo dejó escapar un extraño resoplido. Me volví hacia él y lo vi con la cabeza gacha, tratando de contener la risa.
—Sí, está como una cabra —repitió Masayo mientras se recogía la falda para que no se arrastrase por el suelo y la sujetaba sobre su regazo, como si estuviera envolviendo un fardo.
—Eso es un poco… —empecé, pero Takeo me contagió las ganas de reír y solté una carcajada antes de terminar la frase.
—¿Qué ocurre? —preguntó Masayo.
—Nada, es que Takeo también cree que el señor Nakano… —murmuré.
—¿Qué opinas, Take? —le preguntó Masayo a Takeo, en un tono ingenuo.
—Nada, bueno, que está raro —dijo Takeo, que apenas podía responder por culpa de la risa.
—Creo que en esta tienda somos todos bastante raros —concluyó Masayo, encogiéndose de hombros.
Takeo se desternillaba de risa. Yo también reí un poco con él, mientras pensaba que llevaba mucho tiempo sin ver a Takeo riendo con tantas ganas. Sin saber por qué, Masayo también se echó a reír. Me di cuenta de que Takeo tenía la espalda más ancha que cuando nos habíamos conocido. Masayo dejó caer la falda que tenía recogida y, sin levantarse de la silla, empezó a balancear las piernas. Las distintas tonalidades lilas de la falda, más claras y más oscuras, se entremezclaban al ondear la tela, y me sentí como hipnotizada contemplando su movimiento.
El señor Nakano no sólo estaba raro por su obsesión con la botella de alcohol.
Para empezar, cada vez frecuentaba menos los mercados. Además, cuando los clientes le llamaban para que fuera a recoger material, rechazaba más de la mitad de los encargos. Antes solía mandar a Takeo para que hiciera la mayor parte de las recogidas, pero ahora siempre lo acompañaba. En cuanto regresaba a la tienda, se dejaba caer en una silla con cara de abatimiento y refunfuñaba: «¡Cómo cuesta encontrar cosas de segundo mano, Hitomi!».
—Creo que ya sé lo que le pasa —dijo Masayo un día.
—¿De veras? —le preguntó Takeo.
—Sí. Tiene la misma actitud que cuando dejó el trabajo para abrir la tienda —nos explicó en un susurro.
—¿La misma actitud? —repitió Takeo, que se había vuelto un poco más comunicativo con el paso del tiempo.
—Sí, esa especie de tensión impalpable —dijo Masayo, encendiéndose un cigarrillo.
Por las tardes, el señor Nakano iba al banco. No era el eufemismo que utilizaba para referirse a una cita amorosa, sino que iba literalmente al banco.
—Creo que Haruo quiere reformar la línea del negocio, aunque sea algo sorprendente en él —nos comentó Masayo en tono confidencial.
—¿Cómo? —dijo Takeo, conteniendo el aliento. Yo opté por no decir nada, puesto que no había comprendido del todo las palabras de Masayo—. ¿Eso significa que ya no va a necesitarnos? —gritó.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —rio Masayo—. Eres mucho más inseguro de lo que aparentas, Take.
—Lo siento —se disculpó Takeo.
—No te disculpes —dijo ella, riendo de nuevo.
—Lo siento, es que tengo la costumbre de pedir perdón.
—Has madurado mucho últimamente, Take —le dijo Masayo, y lo dejó aturdido durante un buen rato.
Sin ninguna lógica aparente, me vino a la memoria el momento en que Takeo me había quitado los pantalones. ¿Cuándo había sido? Parecía un recuerdo perteneciente a un pasado remoto, cinco millones de años atrás, cuando Takeo y yo aún no habíamos nacido y la humanidad ni siquiera existía.
—Tengo el presentimiento de que ha ido al banco a pedir un préstamo para reformar la tienda —confesó Masayo, exhalando una voluta de humo.
—¿Está segura? —le preguntó Takeo.
—No, sólo es una conjetura.
—Una conjetura —dije, repitiendo distraídamente sus palabras. Seguía sin entender lo que quería decir, porque tenía la mitad del cerebro ocupada con las escenas del breve encuentro sexual que Takeo y yo habíamos protagonizado cinco millones de años atrás. La otra mitad estaba recalentada y embotada por culpa del aire caliente de la estufa de petróleo.
Sacudí la cabeza para librarme del abotargamiento que invadía mi cerebro, pero fue en vano. Sólo conseguí que la espalda desnuda de Takeo y el color azul pálido de los tejanos vueltos del revés se rompieran en mil añicos que se dispersaron por toda mi cabeza.
—Necesito descansar un rato —anuncié.
Abrí la puerta y salí a la calle. En cuanto me alejé de Takeo mi cabeza se despejó inmediatamente. «Voy a dejar el trabajo», pensé por enésima vez. En el lugar donde antes se hacía pis el gato se habían formado agujas de hielo. Las pisé y el hielo crujió, resquebrajándose bajo mis pies.
—Pienso conseguir esa botella cueste lo que cueste —dijo el señor Nakano a través del auricular del teléfono—. Ajá. Bien. De acuerdo. A las doce y media. Sí. La línea Mita. Entendido. Sí, si no lo encuentro, te llamaré al móvil. ¿El dinero? No tengo demasiado…
Por la excesiva familiaridad con que hablaba, deduje que su interlocutora era Sakiko.
—¿Has cogido alguna vez la línea Mita? —le preguntó Masayo una vez hubo colgado el teléfono.
—¡No te burles de míiii! —respondió su hermano, entonando una melodía.
—¡Esa canción es de Momoe! —exclamó Masayo, y se puso a canturrear la misma melodía—. No hay nada como tener una amante eficiente —dijo a continuación, y el señor Nakano le respondió con un bufido. Por mediación de Sakiko, había conseguido una reunión con un comerciante de antigüedades occidentales que lo acompañaría a uno de los eventos más prestigiosos de toda la ciudad.
—¿Qué clase de evento? —preguntó Takeo.
—Un mercado como los que suelo frecuentar, pero de más categoría.
—¿Una subasta?
—Exacto, una subasta.
De vez en cuando, el señor Nakano llevaba a Takeo a las subastas para profesionales del sector. Cuando yo acababa de entrar a trabajar en la Prendería Nakano y todavía no sabía nada, le pedí a Takeo que me explicara cómo eran los mercados de antigüedades. «Es un lugar de viejos que regatean para comprar y vender en una barraca», me respondió él tras una breve reflexión.
En los mercados, el señor Nakano solía comprar vajillas incompletas, espejos viejos y juguetes antiguos a buen precio. Lo que mejor se vendía en la tienda eran los objetos pequeños y gastados.
—Pero las subastas y los mercados no son lo mismo, ¿no? —dijo Takeo.
—No —repuso brevemente el señor Nakano, como lo hacía Takeo cuando una pregunta le importunaba.
—¿Cuál es la diferencia? —insistió Takeo, sin cortarse un pelo.
—Tú has madurado mucho, ¿no? —observó el señor Nakano, desconcertado.
—¿Yo? —dijo Takeo, en el mismo tono atontado de siempre pero sin un ápice de timidez.
—¿Os gustaría venir? —nos propuso nuestro jefe.
—¡No seas abusón! Piensa que Sakiko te está haciendo un favor —le reprochó Masayo.
—No le importará —le aseguró el señor Nakano—. Al fin y al cabo, es una amante eficiente —añadió, mordisqueando la punta del cigarrillo apagado que colgaba entre sus labios.
—¡Qué cínico eres! —rio su hermana.
—No es verdad —negó él, haciendo una mueca de disgusto sin dejar de morder la punta del cigarrillo—. A Takeo y a Hitomi les servirá de aprendizaje.
—¿De aprendizaje? —preguntó Takeo, y se quedó con la boca entreabierta. Volvía a ser el Takeo de siempre.
—Saldremos mañana a las once. Si queréis aprender algo, procurad no llegar tarde —nos advirtió el señor Nakano, como si fuera nuestro profesor.
Takeo seguía con la boca entreabierta. Yo me quedé mirando sin querer la borla que colgaba del gorro de lana del señor Nakano.
Era un día ventoso. El viento amenazaba incluso con llevarse el gorro de lana granate que llevaba el señor Nakano.
—¿Esto es lo que se llama «viento arremolinado»? —gritó.
—Eso creo —le respondió en voz baja el señor Awashima.
Sakiko caminaba al lado del señor Awashima, y detrás de ellos íbamos el señor Nakano, Takeo y yo.
El señor Awashima era un hombre de tez pálida. Al saber que era un experto en antigüedades occidentales, me había imaginado encontrar a un hombre moreno, atractivo y con largas patillas, pero su aspecto era completamente diferente. Aunque tendría poco más de treinta años, se estaba quedando calvo. Con su espalda encorvada y sus ojos grandes y saltones, recordaba un pez nadando en aguas muy profundas. Más tarde, cuando ya volvíamos a la tienda, Takeo dijo que el señor Awashima le inspiraba confianza. A mí me había causado la misma impresión. «Es que es un buen comerciante —dijo secamente Sakiko al oír el comentario de Takeo—. Consigue que el cliente baje la guardia y le vende cualquier cosa».
El señor Awashima entró en un edificio de la esquina y avanzó hasta el fondo, donde un peldaño permitía acceder a una sala enmoquetada. Saludó con una leve inclinación de cabeza a la recepcionista, que llevaba un uniforme negro. A continuación se descalzó y dejó los zapatos en un casillero. Los demás lo imitamos. Como no había zapatillas, tuvimos que caminar por el suelo enmoquetado en calcetines.
En la sala de reuniones había largas mesas con sillas ocupadas por comerciantes que comían en pequeños grupos. Cada uno de ellos tenía su propia comida en la mesa: bolas de arroz del supermercado, fiambreras con pollo rebozado, latas de té… El estómago de Takeo rugió.
—Les dejo hasta que empiece la subasta —anunció el señor Awashima en voz baja, y fue a saludar a un conocido.
La estancia donde se celebraría la subasta medía unos treinta tatamis de ancho. Había varios cojines blancos a lo largo del perímetro que formaban un gran cuadrado, dejando libre el espacio interior.
El señor Nakano paseó la mirada por la sala. Sakiko se sentó en uno de los cojines. Yo también me senté, dejando un cojín libre entre ambas. Takeo se sentó a mi lado, dejando también una plaza libre entre los dos. Como Sakiko era de complexión delgada, cuando se sentaba de rodillas en el suelo se veía aún más pequeña. Parecía que Takeo y yo le sacáramos un palmo.
Se oían murmullos de conversaciones. El señor Nakano merodeaba por la sala. Aunque acababa de sentarse, Takeo se levantó y se unió a él.
—Oye, Hitomi —murmuró Sakiko.
—¿Sí? —le respondí, intentando hablar en voz baja como ella.
—Vas a dejarlo, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Me refiero a tu trabajo en la tienda de Haruo.
—No, qué va. —Aún no le había comentado a nadie que me estaba planteando dejar el trabajo—. ¿Por qué lo dice? —le pregunté sin levantar la voz.
—He tenido un presentimiento —repuso ella. A pesar de que hablaba en susurros, percibí claramente un deje de misterio en su voz.
—¿Un presentimiento?
—Quizá porque yo también me estoy planteando dejarlo.
Observé su rostro. Su penetrante mirada brillaba más que nunca.
—¿Dejarlo? ¿A qué se refiere?
—A Haruo —dijo simplemente.
—Pero si el otro día me dijo que no iba a romper con él —le recordé en voz aún más baja, puesto que el señor Nakano y Takeo se estaban acercando.
—Sí, pero creo que ya es hora de hacerlo.
—¿Ya es hora? —le pregunté sin querer. En ese preciso instante, el señor Nakano se dejó caer con un ruido sordo en el cojín libre que había entre las dos. Ella se volvió y le sonrió. Fue una sonrisa tierna y serena, que me hizo pensar en la estatua de una divinidad femenina de la era Kamakura que había visto un día en Asukado, la tienda de Sakiko.
Los artículos se mostraban en grandes bandejas cuadradas. En cuanto un comerciante terminaba de examinarlos, empujaba la bandeja hacia su vecino. Como si de una cadena de montaje se tratara, los comerciantes inspeccionaban uno tras otro los platos, lámparas y grabados que contenían las bandejas.
—Creo que esta puede ser de su agrado —le dijo Sakiko al señor Awashima, que se había sentado a su lado con las piernas cruzadas.
—Sí, la verdad es que me gusta. Pero es demasiado cara, no podría venderla —repuso el anticuario en voz baja, como siempre. Aun así, cogió de la bandeja la pequeña copa de cristal que le había indicado Sakiko y la examinó de cerca. La copa, que cabía en la palma de su mano, tenía un extraño color.
—Está un poco resquebrajada —dijo, asintiendo para sí mismo.
Takeo iba inspeccionando todos los artículos que pasaban por delante de él. Los expertos, empezando por el señor Awashima, trataban los objetos sin ningún tipo de precaución. Takeo, en cambio, era el único que los manipulaba con sumo cuidado.
—Es mucho mejor hacerlo así —lo elogió Sakiko. El cogote de Takeo enrojeció por un instante.
El señor Nakano, por otro lado, dejaba pasar las bandejas sin tocar nada. Se limitaba a inclinarse encima de ellas y observaba su contenido desde arriba, sin mover ni un músculo.
—Si ve algo que le interesa, sólo tiene que decírmelo —se ofreció el señor Awashima. Sakiko, que estaba sentada entre los dos, tenía que apartarse cada vez que hablaban.
La subasta empezó con una sencilla introducción: «Ahora que el invierno se recrudece, espero que todo el mundo disfrute de buena salud», dijo el tasador. No esperaba que sonara un gong y un redoble de tambores, pero como el señor Nakano había comentado que gozaba de mucho prestigio, me imaginaba un ambiente más solemne.
—Qué simple, ¿no? —le susurré a Takeo.
—Sí —asintió él—. Se parece bastante a los mercados normales. La única diferencia es que no se celebra en una barraca sino en un edificio.
Me sobresalté al darme cuenta de que hacía siglos que no mantenía una conversación informal con él. Una oleada de felicidad me inundó en décimas de segundo. Me sentí estúpida, pero inmensamente feliz.
—Está a punto de empezar —dije. Era un comentario superfluo, pero quería seguir hablando con él en el mismo tono desenvuelto de antes. Volví a sentirme estúpida.
El precio de salida del primer artículo era de 3000 yenes, según anunció la áspera voz del tasador. El precio alcanzó los 5000 yenes y luego los 7000, y siguió subiendo rápidamente. Takeo seguía con atención los gestos del tasador.
—Hoy las ventas son muy flojas —susurró el señor Awashima. El precio de algunos artículos escalaba con rapidez, pero también había muchos por los que sólo pujaban dos personas a la vez y cuyo precio, que partía de los 10 000 yenes, sólo terminaba alcanzando los 17 000.
Cuando salían los objetos mejor valorados, cuyo precio se elevaba hasta las decenas o los centenares de miles de yenes, el subastador, que estaba de pie detrás del tasador, movía la cabeza de arriba abajo.
Al cabo de un rato comprendí que aquella era la señal que fijaba el precio de venta definitivo y adjudicaba el artículo al mejor postor. En un objeto determinado, había varios compradores interesados, pero el precio subía lentamente. De 5000 yenes pasaba a 7000, a 10 000, a 11 000 y a 15 000.
—¡Jikkanme! —gritó una voz.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Takeo al señor Nakano.
—Que el precio se multiplica directamente por diez —le respondió el señor Nakano sin volverse, con la vista fija en el tasador.
—¿Directamente? —repitió Takeo.
—En este caso, la última puja ha sido de 16 500 yenes, ¿verdad? —intervino Sakiko, mirando a Takeo—. Pues lo multiplicamos por diez y pasamos directamente a los 165 000 yenes —explicó. Takeo se quedó boquiabierto—. Y si fueran 165 000 yenes, se convertirían en 1 650 000.
—Ya veo —dijo Takeo, sin cerrar la boca.
Después de que alguien gritara jikkanme, nadie volvió a pujar.
—Qué tacaños —gruñó el señor Nakano.
—Con la recesión económica cuesta más vender —repuso el señor Awashima, meneando la cabeza. El subastador frunció el ceño, disconforme con el precio de salida que el tasador había fijado para el siguiente artículo.
El tasador se volvió y le consultó algo al subastador, que agitó brevemente la mano. Entonces el tasador dijo que había sido un error y el artículo se retiró de la subasta.
Tras la venta de unos cuadros, empezaron a subastar objetos de cerámica y porcelana.
—Porcelana de Rosenthal, señores. Tenemos cinco artículos. Disculpen, cuatro. Los cuatro que han visto antes. Hoy es el día, señores —dijo el tasador en un tono alegre.
Cuando terminó la subasta de la porcelana, llegó el turno de diversos objetos: una lámpara decorativa rosa y azul, dos pequeños cuadros en los que se veía un perro de caza y un aristócrata, y un botellero con copas de vino. Sacaron todos los artículos amontonados en una bandeja y el tasador dijo:
—¡Con esto se pueden decorar dos habitaciones de hotel! —A continuación anunció con su áspera voz que el precio de salida del «set hotelero» era de 30 000 yenes, pero no subió ni un yen más.
—¿Qué clase de hotel se podría decorar con eso? —le preguntó Sakiko al señor Awashima, con una sonrisa burlona.
—Tendría que ser muy lujoso —le respondió él en voz baja.
Ambos hablaban en voz baja, pero sus palabras eran nítidas y claras.
—¿Cuánto dinero mueven las subastas de antigüedades japonesas? —le preguntó el señor Awashima a Sakiko.
—Por lo visto, la de la semana pasada alcanzó los sesenta millones de yenes.
—Increíble —repuso el anticuario, sin mostrar el menor entusiasmo.
El señor Nakano empezó a inclinarse hacia delante con interés.
—¿Ya es la hora? —le preguntó el señor Awashima.
—Sí, por favor —repuso el señor Nakano, con una leve inclinación de cabeza.
En una de las bandejas que habíamos examinado antes de que empezara la subasta había una botella ennegrecida por el hollín que no me pareció que tuviera ningún interés pero que, por lo visto, era la famosa botella que el señor Nakano quería obtener a toda costa.
—Todavía falta un rato —dijo Awashima, y el señor Nakano volvió a inclinar la cabeza en señal de agradecimiento. Parecía haber olvidado por completo que él también solía frecuentar las subastas y que ponía en práctica taimadas maniobras para ahorrarse la insignificante cantidad de 1000 o incluso 500 yenes.
—¿Qué vamos a hacer? —rio el tasador, imitando un conocido anuncio de televisión mientras levantaba uno de los artículos. Se trataba de un pisapapeles decorado con la cara de un perro carlino—. Nadie puede irse sin haber comprado este adorable cachorrito —añadió el hombre. Acto seguido, alguien ofreció 60 000 yenes. Finalmente, el pisapapeles alcanzó el precio definitivo de 150 000 yenes.
El próximo artículo era la ansiada botella de alcohol del señor Nakano. Antes de que empezara la subasta, cuando las bandejas circulaban de mesa en mesa, los dos comerciantes que estaban sentados al lado de Takeo —un hombre y una mujer— habían cogido la botella y la habían estado examinando un buen rato.
—Cambio de bandeja —ordenó el tasador.
Cuando terminó la subasta del pisapapeles y de seis objetos más, por fin llegó el turno de la botella que el señor Nakano ansiaba obtener.
—20 000 yenes —retumbó la áspera voz. El señor Nakano estaba completamente inclinado hacia delante.
El cuerpo y el cuello de la botella estaban ennegrecidos, pero la superficie irregular del fondo brillaba como un espejo y, si la acercabas a la cara, se veía el arco iris.
—Parece la superficie de una perla negra —comentó Takeo.
—Qué cosas más ingeniosas dices, Takeo —dijo el señor Awashima, mientras lo miraba sonriendo.
La botella fue adjudicada por 70 000 yenes. Tal y como había imaginado, el hombre y la mujer que estaban sentados al lado de Takeo habían pujado con insistencia, pero el señor Awashima era un comerciante mucho más experimentado y se había servido de su influencia para comprar la botella por un precio menor del esperado, según me contó el señor Nakano, con voz alterada, cuando terminó la subasta.
—Es una botella de ginebra —dijo Sakiko con voz tranquila.
—¿De ginebra? —repitió el señor Nakano, fascinado.
—Me gusta la ginebra —comentó Sakiko. Aunque lo había dicho en un tono neutro, el corazón me dio un vuelco. El señor Nakano le respondió con un gruñido.
—Así que ginebra —repitió de nuevo mientras acariciaba la caja que contenía la botella, envuelta en plástico de burbujas y en papel de periódico.
Sakiko sonreía.
—El señor Nakano parece feliz —dijo Takeo, con un deje de envidia.
Estuve a punto de responderle que sí, que parecía feliz, pero agaché la cabeza precipitadamente. No podía quitarme de la cabeza lo que me había dicho Sakiko antes de que empezara la subasta: que pensaba dejar al señor Nakano.
Levanté la vista poco a poco y me fijé en la cara de Sakiko. Ella me guiñó el ojo sin dejar de sonreír. Al cerrar el ojo derecho, la comisura derecha de su boca también se elevó. A pesar de que sonreía, tenía cara de estar llorando.
—¿Va todo bien? —le dije, moviendo sólo los labios.
—Todo bien —asintió ella, también sin palabras. Luego dejó de sonreír y me guiñó el ojo de nuevo. La comisura de su boca se elevó otra vez. Aunque ya no sonreía, su cara tenía una expresión más alegre que antes.
—Que tengas suerte, Hitomi —me dijo, hablando más alto que de costumbre.
El señor Nakano la miró, sorprendido. Ella le devolvió la mirada. El señor Awashima estaba hablando con Takeo. Las mejillas de Sakiko desprendían un precioso brillo opaco parecido al de la botella de ginebra.
A mediados de febrero el señor Nakano nos anunció que iba a cerrar la tienda.
Había estado nevando a intervalos irregulares desde primera hora de la mañana.
—Más que una nevada, son cuatro copos dispersos —dijo Masayo.
Takeo salió a la calle y levantó la vista al cielo. Se quedó inmóvil delante de la tienda, mirando hacia arriba.
—Parece un cachorrito —rio Masayo.
El señor Nakano llegó a última hora de la tarde, cuando ya había dejado de nevar.
—Reunión urgente —dijo, en un extraño tono imperativo. Entonces me fijé en que Takeo se había quedado todo el día en la tienda a pesar de que no tenía ninguna recogida.
El señor Nakano nos dijo simplemente que iba a cerrar la tienda porque quería dedicarse a vender artículos de otra clase y, para ello, necesitaba dinero. Alquilaría temporalmente el local y seguiría vendiendo a través de la página web del señor Tokizo. Nos dijo que no podría pagarnos el finiquito, pero que aquel mes cobraríamos un cincuenta por ciento más.
Desde que había empezado el mes, el señor Nakano había adelgazado. Masayo me había dicho unos días atrás que Sakiko había roto con él, lisa y llanamente. «Todo el mundo adelgaza cuando termina una relación, ya sean jóvenes o viejos, hombres o mujeres», pensé.
—Eso es todo —dijo el señor Nakano, y así fue como terminó la reunión.
Masayo nos miraba alternativamente a Takeo y a mí. Llevaba la bufanda teñida con tintes vegetales, que se había convertido en su favorita desde que se había vuelto más coqueta. Llevaba una larga falda marrón y unos botines del mismo color.
—Hitomi —me llamó.
—¿Sí?
Hizo una mueca, como si estuviera a punto de decir algo, pero al final volvió a pronunciar mi nombre sin añadir nada más. Yo le respondí de nuevo con un «sí».
—¿Quieres llevarte el cesto de akebia? —dijo al fin, y se quedó callada.
Salí de la tienda con Takeo. El señor Nakano no dijo nada más. Se quedó de pie delante de la tienda al lado de Masayo, en la misma posición de siempre y con un cigarrillo apagado entre los labios, también como siempre, siguiéndonos con la mirada mientras nos íbamos. Antes de doblar la esquina, me volví y vi la borla de su gorro de lana. El que llevaba aquel día era de color marrón, como la bufanda de Masayo.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le pregunté a Takeo, y él ladeó la cabeza sin saber qué responder.
—¿Y tú? —me preguntó al fin.
Seguimos caminando sin hablar. Sujeté con fuerza la vieja bolsa del supermercado en la que llevaba el cesto de akebia. Empezaron a caer algunos copos dispersos.